Vida del beato Bernardo de Hoyos (IV)

Beato Bernardo de Hoyos

Interpretación de sus triunfos.

 

Ha pasado Junio, el mes del Corazón de Jesús, y la pluma, sin querer, cobra acentos líricos. No es un lirismo estremecido de gritos y entusiasmo, no. En torno al P. Hoyos todo tiene que ser solemne y recogido. Sus aguas se mueven en sosiego. Su Templo, el de la Gran Promesa, es un Santuario. Su devoción, aunque ardiente y avasalladora, consiste en un movimiento de corazones hacia el gran Corazón Divino: y ya sabemos que al corazón no se le manda a voces, sino que se le atrae con suavidad y con dulzura. Su misma persona estaba dibujada sobre un cuerpo tan débil que murió apenas terminados los estudios sin que sus contemporáneos lo advirtieran; se extinguió en silencio como caen las espigas en Agosto, aplastadas por el calor del sol antes que llegue la hoja reluciente de la hoz del segador.

Primero era la infancia desconocida en Torrelobatón, pueblo que a no ser por el castillo que le guarda y el recodo en que se ampara parecería un barbecho más en la llanura; después, el ingreso en la Compañía erizado de dificultades; luego el noviciado, palabra que por sí sola indica oscurecimiento y renuncia. Después… la muerte muy deprisa. Nada de prematura, a su tiempo y su hora porque así lo dispuso Dios. Y a muchos años fecha, sus triunfos envueltos en las mismas tonalidades al mismo tiempo opacas y transparentes. El lector me permitirá un paréntesis en estas estampas de su vida que vamos delineando, en obsequio a la oportunidad y simpatía del tema.

Primer triunfo. Su espera en el Santuario.

Está allí como en su celda de novicio, sin exigencias ni abandonos, callado aunque no en olvido, como si todavía estuviese enfermo y curase su salud junto a esa estatua de Cristo grande, abierta, inundadora de luz y de consuelo. Entra uno de la calle y los ojos se polarizan en dirección al Rey de amor y las rodillas se doblan ante el Sagrario.

Ni mármoles ni joyas. Es Cristo que lo llena todo como en el Evangelio. Para Él son los suspiros, los propósitos y las oraciones. Solo al momento de salir, la cabeza es impulsada por un aleteo indefinible y se vuelve al Padre Hoyos con expresión de cariñosa ternura, como diciéndole: ¡Gracias por todo esto que nos has hecho! Parece un grano de trigo sepultado en la tierra; la espiga ha brotado ya, pero él sigue envuelto en la humedad del surco hasta que las aristas se perfilen y el bulto adquiera forma geométrica definitivamente madura. Así han triunfado siempre los siervos del Señor.

Segundo triunfo. Jesuitas jóvenes.

Aquel fue un día de verdadera gala. Cuando me lo dijeron, fui gozoso al Santuario con ánimo de adivinar la alegría recóndita del P. Hoyos. ¿Cómo iba a pensar él, dos siglos antes, que veintiocho hermanos suyos, estudiantes de Teología, postrados en el mármol del Santuario, recibirían el beso del Prelado mensajero de facultades divinas, tan cerquita de él, tan metidos en la misma capilla en que Jesús le habló con besos y caricias inefables? Lástima que sus restos no descansasen allí bajo las losas para que se hubiesen unido al coro de letanías que como un litúrgico surtidor regaban cadenciosamente el alma de los nuevos sacerdotes…

¡Que bien sonaban las palabras del R. P. Calvo -himno a la Ascensión del Señor- delante de aquella imagen que inclinada ligeramente hacia delante es un trasunto ideal de Cristo en la mañana de su retorno al cielo…!

Y que bien sonaba también hablar del reinado del Corazón de Jesús -amor y sufrimiento- cuando unas horas antes, veintiocho corazones unidos, símbolo del mejor amor, habían estado latiendo junto al suelo con el ritmo de los anhelos sacerdotales que son la más espléndida corona de sacrificios…!

 

Aquellos veintiocho jesuitas eran una promesa más de consagrarse al servicio del Rey Divino, puesta en las manos del P. Hoyos por los Prelados que compartían con el P. Provincial la alegría de haber engendrado nuevos hijos para el Señor de los Señores.

Tercer triunfo. Las peregrinaciones.

Pues y aquellos peregrinos -de Campaspero, por ejemplo- con sus chaquetas de lisa pana negra en torno a las blancas banderas de los jóvenes de Acción  Católica.

Pasaban por la calle mayor de nuestra capital y los transeúntes no llegaban a darse cuenta exactamente de la belleza del poema. ¡Latín en labios de los campesinos de Castilla! ¡El “Christus vincit” brotando de aquellas gargantas en los que sólo entra el sol del verano para deshacer la escarcha del invierno, regalos uno y otro de estos páramos de nuestra brava y hosca meseta!

Y luego, Adoración Nocturna… Hartazgo de Eucaristía durante toda la noche, para estas gentes sobre cuyas espaldas pesan tantas jornadas en busca del trigo candeal que alimenta nuestros sagrarios…

Otra vez la sencillez y el silencio junto a lo verdaderamente sólido y fecundo. Como la vida del P. Hoyos. En la fiesta de los Jesuitas fue todo tan sencillo que hasta la primera misa, casi siempre aleluya desbordante de júbilo, se rezaba silenciosamente en los altares.

Ahora fue todo tan callado, que escogieron la noche, cuando el ruido de la ciudad se apaga, para adorar el Señor Sacramentado.

Pero en uno y otro caso, había fuerza y hondura, síntomas auténticos de la devoción al Corazón divino; había Sacerdocio y Eucaristía, caminos de apostolado y mortificaciones estupendas, promesas y hechos.

Y no se puede entender al P. Hoyos de otra manera. Sus triunfos tienen que ser así porque así lo exige su vida. En ella apenas hay palabras, pero sí mucha adoración. Los pasos son muy cortos, pero la comunicación con Dios, incesante.

El que anda es el corazón, única máquina en movimiento continuo sin chasquidos de resortes ni engranajes.

 

Don Marcelo González Martín.