Vida del beato Bernardo de Hoyos (X)

Beato Bernardo de Hoyos

Las penas del amor.

 

 

Todavía no ha llegado el momento supremo del Desposorio a que nos hemos referido en el artículo anterior. Tan grande es la maravilla de que Dios se una con el alma en esa especie de nueva encarnación que los místicos llaman matrimonio espiritual, que el Señor mismo se entretiene largamente en preparar el alma elegida para que pueda ser morada digna de la divinidad que allí ha de descender. Primero es la promesa, después las señales manifiestamente indicadoras, más tarde la realización del hecho sublime.

 

Es así la pedagogía divina cuando trata de hacer sus regalos de infinita caridad. A un Testamento Nuevo le precede un Testamento Antiguo, símbolo y figura. A un Jesús del Evangelio le sirve de pregón anunciador el Cristo de los salmos, el de Isaías, el de todos los Profetas. Si así no fuera, el contacto repentino de Dios con los humanos aplastaría con el peso de su amor las pobres fuerzas nuestras, incapaces de ver tanta luz y respirar tanto cariño.

 

Por eso el P. Hoyos, antes de recibir el supremo galardón que Dios suele conceder a un alma en este mundo, hubo de atravesar, como preparación inmediata, la fase previa de penas intensísimas que bien a las claras indicaban la próxima llegada del Señor para convertir su alma en trono y en altar su corazón.

 

 

Ímpetus de amor.

 

Este fue el puente. Una situación espiritual, a la vez confusa y clara, invadida de gozos y de penas, traspasada de seguridad y de temor por extraña paradoja, en la que solo podía calmarle la certeza absoluta que tenía de que por el medio andaba la mano del Señor.

 

Habíale hecho entender Este que “el día después de la fiesta de mi sierva Teresa, empezarán tus ímpetus”, o lo que es lo mismo, que el 16 de octubre empezaría a leerle, como si dijéramos, la última proclama que había de preceder a su desposorio.

 

Efectivamente, en la fiesta misma de la Santa, como mensaje del cielo antes de que al día siguiente empezase la batalla, apareciósele Sta. Teresa de Jesús para prevenirle de la felicidad del estado a que quería subirle el Señor. Para alentarle, diole a beber un suavísimo y divino licor que le bañó en dulzuras el alma redundando no pequeña parte al cuerpo. Asegura que una afección bronquial y de laringe que entonces padecía, se le curó instantáneamente.

 

Parece ser que fue también Sta. Teresa la primera en haber usado esta palabra “ímpetus” para designar la violenta inclinación que un alma siente hacía Dios, gustado ya en parte pero, no poseído del todo. Si no fuera por lo que los mismos místicos escriben con la competencia que les da el haber vivido experimentalmente, nadie podría hablar, ni siquiera con exactitud aproximada, acerca de tan subido fenómeno.

 

El H. Bernardo, por obediencia a su Director, escribió una larguísima narración de lo que en esta época pasó en su alma. Los grandes desamparos, tristezas, tedios, congojas, tentaciones, penas causadas de los demonios y dolores del infierno, todo ha sido nada en comparación de lo que ahora sufre y por contraste incomprensible todas las grandes dulzuras y suavísimos favores hasta ahora recibidos son pálida luz comparados con el deliciosísimo placer que actualmente le embarga. Quiere amar más y le parece que odia; quiere vivir y le parece que muere; quiere volar y le parece que cae. El alma, como que está desprendida del cuerpo; el cuerpo como que oprime el alma. Es Dios quien le llama; es una soledad inmensa donde habita. Busca a su Dios todo todo, no su bondad o su misericordia, y se cree a sí mismo mendigo de una migaja de amor. La amabilidad infinita le arrastra; la torpeza del cuerpo le encadena. Agoniza poco a poco y revienta del placer de vivir en Dios y para Dios. El amor de los santos y serafines a Dios le parece escasa demostración de cariño; contempla sin embargo, el que en su corazón late y lo juzga totalmente insensible. El alma se queda como en el aire, sin hallar socorro de arriba, de lo que ama, ni de abajo, de lo que aborrece. Como el Apóstol exclama, rendido de pena: “¿quién me librará de este cuerpo mortal?” Como el Apóstol también, se siente embriagado de placer con caricias del cielo. Parece que Dios toca el alma con la brasa de su amor; que el espíritu se enciende; que quiere subir más y sube; pero cuando más rápidamente vuela, las amarras del cuerpo tiran hacia abajo y las grandísimas ansias de amor quedan sin saciarse.

 

 

Final venturoso.

 

Así vivió, gozando y padeciendo lo que a ningún humano es dado imaginar, hasta la noche del 24 de diciembre, noche santa de Navidad, de este año  de 1729. Cantaban en el coro Maitines, y al recitar aquel versículo del Te Deum  –Pleni sunt coeli et terra majestatis gloriae tuae[1]– una suavísima paz se le extendió en el alma, como blanca vestidura para sus bodas de amor divino. Y ya no volvió a ausentarse de su espíritu.

 

[1] Pleni sunt coeli et terra majestatis gloriae tuae: Llenos están el cielo y la tierra de tu gloria.

 

Don Marcelo González Martín.