La Reparación según las enseñanzas del Corazón de Jesús

Sagrado Corazón de Jesús

Luis M. Mendizábal, S. J.  Hora Santa en el templo Nacional. Víspera, primer viernes de octubre.

 

A lo largo de estos días hemos tratado de ir penetrando en el misterio del Corazón de Cristo. Y no queremos nunca, en nuestro esfuerzo, contentarnos con una mera inteligencia abstracta, fría de esas realidades, sino que hemos deseado, también, vivirlas.

 

Y esta noche, en el comienzo del primer viernes de este mes, hemos querido reunirnos en este Santuario Expiatorio Nacional para adorar al Señor y para comenzar a vivir el sentido de este día, que puede tener para nosotros una inmensa trascendencia pastoral.

 

De hecho, la celebración del primer viernes no es algo lo arbitrario, no salgo superficial, tiene un sentido. Si vamos a las fuentes donde se origina esta práctica como veremos qué de su sentido es sencillo.

 

El Señor inspirarba a Margarita María de Alacoque una práctica interior, de profundo sentido espiritual y pastoral, capaz, en el fondo, de renovar radicalmente nuestra vida cristiana. Y era ésta la que le sugería el Señor:

 

“Al terminar cada mes, el primer día penitencial siguiente procura dedicarlo a reparar por las faltas y pecados del mes precedente, particularmente los cometidos contra la Eucaristía, y procura en ese día comulgar también, para ofrecer al Padre reparación de los pecados: que tengamos un sentido de reflexión sobre nosotros mismos, sobre nuestra vida real, familiar, individual, parroquial, comunitaria; con la convicción de que mucho de ello ha sido deficiente. Y sintiendo los unidos al mundo entero en una conexión interior del corazón con la humanidad, para sentirnos así todos unidos, responsables ante Dios y dispuestos a unirnos al Corazón de Cristo para repararle, para purificarnos, para ir acercándonos cada día más en la intimidad del Señor.”

 

En es una práctica que por sí sola sería capaz de renovar las familias, las comunidades, las parroquias, sí se hiciese de verdad. Y esto es lo que nosotros queremos hacer en este momento.

El primer viernes, de hecho, no es otra cosa, sino la fiesta mensual del Corazón de Cristo, coronada con una Comunión en sentido de amor, de reparación. Y es el primer día penitencial en el que conmemorando la Pasión, cuyo memorial es el Sacrificio Eucarístico, nos unimos a esa pasión y vamos adquiriendo, dentro de nosotros mismos, esas actitudes interiores que la devoción de Cristo nos inculca, y que constituye el núcleo más fundamental de nuestro ser cristiano.

 

En este espíritu hemos comenzado este primer viernes con esta Hora Santa. Y podría ser hoy y para nosotros, al mismo tiempo, como una pauta y modelo, una actualización de la manera como hemos de vivir en el sentido profundo cristiano que aquí  se entraña.

 

¿Qué lleva consigo esta actitud nuestra de reparación? Toda nuestra respuesta al amor, al Corazón de Cristo tiene como punto de partida nuestra participación del Corazón de Dios. Nosotros llegamos amar en cristiano, porque primero ha descendido a nosotros el amor de Dios.

 

Se nos ha dado el Espíritu Santo, que viene a formar en nosotros un corazón como el de Cristo. Y aunque no nos transforma en el mismo instante, la gracia coexiste inicialmente con nuestra naturaleza todavía cargada con las consecuencias del pecado original, y el espíritu Santo está ahí, de una manera semejante a como aparece en el Génesis, como incubando el abismo, pero transformándolo y ordenándolo con la fuerza de su Espíritu. Así también en nosotros el espíritu va modelando un corazón como el de Cristo, empapado en el Espíritu del Señor.

 

Y aquí está el punto de partida de toda nuestra inteligencia de lo que es la reparación. Esa realidad teológicamente tan profunda, esa realidad que llega a las entrañas de nuestro ser cristiano, parte del Espíritu que modela en nosotros el Corazón de Cristo: del Espíritu que forma en nosotros un amor como el de Cristo.

¿Qué lleva consigo ese amor? Lleva consigo una identificación como la de Cristo con el Padre. “ El Padre y yo somos una misma cosa.” Y en esa identificación de amor con el Padre se identifica también con los hombres, y se hace hombre por amor a nosotros. Esto es lo que vemos en el Corazón de Cristo: uno con el Padre, uno con los hombres por el amor.

 

Así en nosotros, análogamente cuando se nos infunde ese Corazón de Cristo, nos transforma interiormente hasta irnos haciendo también uno con el Padre y con Cristo, y uno con los hombres. Esa doble línea constituye la estructura fundamental de nuestro ser cristiano.

 

¿Y qué sigue a este amor? Este amor nos lleva indudablemente a participar íntimamente de los sentimientos de Cristo, nos lleva a tener en nosotros sus mismas actitudes. Y así, en la fuerza de ese amor, cuando Cristo ve la ofensa del Padre, y ve al Padre ofendido, inmediatamente, esa ofensa del Padre le llega a El al alma. Es la primera reacción; estamos en las bases de lo que es una reparación; estamos en los fundamentos.

 

La reparación no puede entenderse sin un amor que nos identifica con el Padre y nos identifica con los hombres. No puede entenderse sin un amor que es sensible a la ofensa del Padre y sensible también al mal de los hombres y al pecado.

Cuando esa ofensa le llega al alma Cristo, nos debe llegar al alma nosotros. Es señal de un corazón profundamente cristiano el sentir en sí hondamente la ofensa de Dios, de Cristo: esa realidad misteriosa, humana, pero profundamente real. Esa es la postura del hombre ante Dios.

Hay quien está empapado de ese espíritu, a quien está lleno de su Corazón, no le dejan igual esas ofensas a Dios, no le dejan igual el mal de la humanidad. Ese amor es sensible a la ofensa de Dios; entonces de ahí arranca el movimiento activo de la reparación. El movimiento consecuente que todo el esta fundado en ese amor sensible a la ofensa de Dios.

 

Reparación negativa

 

Y ahora volvemos de nuevo nuestra mirada hacia el Señor y contemplamos y nos fijamos en la reacción de ese amor que siente profundamente la ofensa del Padre y el mal de los hombres. Hay una primera reacción que es el evitar la ofensa de Dios, evitar ese mal de la humanidad que es el pecado. En cuanto es un simple evitar lo  llamamos reparación negativa.

Lo mismo podemos decir de todo lo que es el mal del hombre: el quitar las injusticias del mundo es una obra admirable de reparación negativa, siempre que arranque de ese amor, no simplemente la materialidad de quitar las injusticias, porque en el orden cristiano no cuentan solamente las acciones exteriores que realizamos, sino a las actitudes interiores con la que las que realizamos, puesto que el cristianismo es religión de amor, es religión del corazón.

Cuando el ver a Dios ofendido por la injusticia del mundo nos mueve a evitar esa injusticia, es un primer paso en nuestra reparación, en nuestro proceso de identificación con Cristo, al cual nos invita cuando dice: “El que me sirve que me siga, y donde estoy yo, allí esté también mi servidor.”

 

Reparación afectiva

 

No para aquí la reacción del Corazón de Cristo. Volvamos de nuevo nuestra mirada hacia el  Señor. Y encontramos en El un paso más. Cuando Cristo ve al Padre ofendido, el celo de su casa lo devora. Ese celo de su casa le lleva ante todo un amor más intenso. Es una reacción radical, una reacción inmediata que brota precisamente del mismo amor, que no se funda solo en los afectos que producirá.

 

Es una reparación afectiva, y no se debe identificar sin más con lo que puede ser una consolación del Señor, un “consolar al  Señor.”, sino que es una exigencia del corazón que ama.

 

Todo corazón que ama al ver a la persona amada ofendida, descuidada, abandonada, marginada, siente un impulso nuevo de un amor mayor. Es lo que llamamos reparación afectiva. Y ahí nos encontramos, en lo que es el amor que repara: Es el deseo de identificarse más y más con esa persona amada. Y eso lo hace Cristo, y esto repercute, también en nuestro corazón.

 

Cuando vemos al Padre ofendido, cuando vemos a Cristo ofendido, esto nos impulsa a amarle más. Aquí es donde vemos matizaciones de nuestra reparación, puesto que están fundadas no sólo en un simple amor, si no en la luz que acompaña a ese amor.

 

Esa luz es una acción del Espíritu Santo sobre nosotros. Iluminados por esa luz del Espíritu Santo, tenemos como una penetración especial para captar ciertos matices del amor de Cristo, del amor del Padre. Tenemos una sensibilidad especial para esos matices que nos llevan, consiguientemente, a una reparación afectiva de ese matiz concreto que con la luz y la gracia del Espíritu Santo o llega hasta el fondo de nuestro corazón.

 

Para algunos, el misterio Eucarístico llega a ser tal fuente de compresión espiritual, tienen tal luz para comprender ese amor, que son particularmente sensibles a las ofensas que se cometen contra la Eucaristía y, consiguientemente, sienten un impulso compensativo de amor, precisamente, en la veneración Eucarística. Y allí es donde cada uno tiene su forma especial, muchas veces dentro de esa misma reparación afectiva.

 

Otros tienen, pues, un sentimiento más sensible al amor que se nos muestran la cruz. Una sensibilidad más especial para los que desprecian esa cruz, no la estiman, la descuidan, la olvidan, la sepultan … Y de ahí un matiz especial, reparador a la pasión del Señor. Y así en otros matices que pueden ir surgiendo. Pero no temo siempre están fundados en dos cosas: en un inmenso amor y en un amor que nos hace identificarnos siempre con el mundo.

 

Nunca tendría un sentido reparador, cristiano, auténtico, quien se sintiera separado del resto del mundo, como lleno de inocencia, de pureza y de amor, que intercede por otros que son puramente pecadores, sin sentirse uno de ellos sin sentir, de alguna manera, pesar sobre si esos mismos pecados, y sin sentir que ese mismo amor compensa simultáneamente por los pecados propios y los pecados del mundo, que lo siente en una unidad pesar sobre su propio corazón, impulsando le a una mayor intensidad en el amor y en la fidelidad.

 

Ahí tenemos el campo de la reparación afectiva, que podemos vivir en toda nuestra vida, que podemos vivir, indudablemente, en cada uno de los momentos de nuestro día como viento sencillo de nuestros deberes, pero vivido con el sentimiento interior, con ese amor intenso, con esa voluntad de compensación, con un impulso de una fidelidad vivamente, para compensar ese amor que pesa sobre nosotros y que nos hace más abiertos a la redención universal de la humanidad, al amor inmenso del Padre y de Cristo.

 

Lentamente que hay actos, hay realidades, que se prestan más profundamente a ser objeto de esta reparación afectiva: nuestra adoración eucarística, nuestra oración afectiva, la Santa Misa y la Eucaristía.

 

Por eso el viernes, la fiesta mensual del Corazón de Cristo. En este día, en la hora Santa ante el Señor expuesto, ante el misterio de su amor nos congregamos, para amarle más, para reparar nuestra falta de amor, para reparar nuestro descuido del Misterio de la Eucaristía el nuestra propia vida, en el mundo de hoy, en donde muchas veces llegamos hasta la aberración dolorosa que poco a poco se nos va filtrando la idea de que no tenemos peligro de amar menos a los hombres, si amamos más a Cristo.

 

Es increíble, pero alguna vez hemos podido dar pide para ello al mostrarnos de tal manera desprendidos del amor, invocando la adoración del amor. Lo cual es testimonio claro, de que no hemos llegado hasta la fuente del amor, porque nadie puede llegar a la fuente del amor, sin que ardan en el mismo amor, sin que salga con un corazón abierto, inflamado, dispuesto a realizar la vida de cada día el misterio que se esconde en  la entrega sacrificada de la Eucaristía que siendo sacrificio al Padre, se hace comunión de amor a los hombres.

 

Y aquí es donde esto nos llama a un culto mayor, a una adoración más intensa, a una renovación en nosotros del fuego del amor; a una especie de información de amor sobre toda nuestra vida, para convertirla toda ella en un continuo ejercicio de fidelidad de amor.

Esta es la reparación afectiva que, fundamentalmente, nos pide la Iglesia: mayor amor a quien merece nuestro amor entero. Es la compensación de la frialdad, del egoísmo, del interés personal en todas las cosas. Esa visión de un mundo materializado en medio del cual hemos de vivir no es, simplemente, un mundo ajeno a nosotros, sino un mundo en el cual nos sentimos unidos por ese principio básico que están en toda reparación: el amor unificante, que nos hace uno con Cristo y con el Padre, uno con los hombres, sintiéndonos solidarios con ellos del pecado de la humanidad, de ese pecado de in correspondencia hacia Dios, responsables, también, de la salvación de la caridad que ha de  abrazar a todos en el misterio de todos los siglos oculto en el corazón de Dios, y entonces amamos, adoramos, salimos de esta misma acción de reparación, más unidos unos con otros, más cercanos los unos a los otros, porque la presencia del misterio de Cristo va entrando en nosotros por la acción del misterio Eucarístico.

Y la conciencia más viva y más profunda de nuestra unidad, de que nadie es ajeno a nosotros y de que debemos aprender a mirar a todos con la mirada con que Dios nos mira, y de sentirnos responsables de la vida de los demás, y por ello con la exigencia de una vida cada vez más fiel, cada vez más abierta, cada vez por encima de nuestros egoísmos. Esta “Reparación afectiva” no es simplemente la consolación, sino que es esa exigencia de amor apoyada en esos principios fundamentales y nucleares de nuestra vida cristiana.

Reparación aflictiva

Y llegamos con esto al gran misterio: el misterio de la Crucifixión, de la muerte, es el misterio de nuestra corredención dolorosa con Cristo, es el misterio de nuestra Reparación aflictiva.

 

Vamos a entrar en él y vamos a tratar con la luz del Sr. De comprenderlo, de penetrar un poco o siquiera, para cantar lo que esto significa en nuestra vida, y para captar nuestra unión con la pasión de Cristo, de manera que se cumpla la palabra del apóstol: “Cumplo en mi lo que falta a la Pasión de Cristo por su cuerpo, que es la iglesia.”

 

De la Eucaristía decía el Papa Pablo VI, escribiendo al cardenal Florit, su legado apostólico en el congreso Eucarístico de Pisa: “Jesucristo en la Eucaristía verdaderamente vive y actúa. ”Quiere decir que ahora nosotros, no sólo estamos activamente adorando al Señor, sino que estamos bajo el influjo del amor, bajo la mirada amorosa de Cristo, que penetra dentro, que infunde amor, porque es una perpetuación del misterio, de la oblación del Sacrificio de la Misa, que está ahí, dándose a nosotros e infundiendo en nosotros el mismo espíritu de entrega y de amor.

Por eso no venimos sólo actuar, venimos más a recibir que hacer bajo esa mirada del Señor. Hemos de dejar que ese amor de Cristo nos penetre, porque ese amor de Cristo, con sus características, ha de constituir el fondo de toda nuestra reparación, produciendo en nosotros la unión con el Padre, la unión con los hombres, la sensibilidad a las ofensas del Padre y al mal de los hombres, y a la voluntad de un evitar el pecado, en por una parte, y un amor intenso, cada vez más intenso y compensador, por otra.

Invitados por esa amistad del Señor, que nos llama amigos, vamos a tratar con su gracia y su luz de penetrar en este último aspecto: en el Misterio de nuestra participación en la Redención de la Cruz.

Si volvemos nuestra mirada al Corazón de Cristo, que nosotros participamos, vemos que ese amor sensible al ofensa del Padre y al mal de la humanidad, le lleva a dar un paso más, es el de hacerse hombre. El paso de aceptar nuestra condición humana aceptar nuestra naturaleza humana sin excepciones en su condición mortal, como consecuencia del pecado del hombre. Y así, el Señor lo toma sobre si hasta la muerte.

La expresión la encontramos en el capítulo X de la carta de San Pablo a los hebreos. Cuando Cristo vino a este mundo, dijo: “Padre, no has querido holocaustos, ni sacrificios, pero me has dado un cuerpo. Aquí vengo, Padre, para cumplir tu voluntad.” Y en esa voluntad única hemos ido santificados todos.

Cuando el Señor, en el pasaje de San Juan (capítulo XII), y ante la proximidad de su muerte, y de esa muerte rodeada de circunstancias dolorosas y humillantes, se siente turbado y dice: “Padre, pase de mí esta hora”, y añade, como una frase impresionante, “pero sí he venido para esto , ¡ Padre, hágase tu voluntad !”.

Esta indicación tan impresionante y conmovedora: “Padre, si he venido para esto”, nos revela a todo el misterio de este amor de Cristo, que se hace hombre afectando esa condición humana, que terminará en la muerte. Y ante la presencia de esa muerte dice: “si he venido para esto …”

Cuando queremos entrar en ese matiz de nuestra reparación, cuando, en esta hora Santa, fácilmente nos ocupamos en la consideración de la pasión del Señor y particularmente de la agonía del huerto, no lo hacemos simplemente por una especie de deseo de tener lástima del Señor. Ante los sufrimientos de Cristo nosotros podemos adoptar una postura humana: la compasión en sentido humano.

La consolación de quien acercándose a uno que sufre trata de traerle esa compasión que están humana, que están comprensible, que sentimos hacia los que sufren, aun cuando no tengamos ningún conocimiento particular de ellos. Se expresa en nuestra lengua con la frase: “tener lástima del Señor.” Al llegar a la Pasión, nosotros no vamos simplemente a tener lástima del Señor.

Esto es lo que muchas veces empequeñece la visión del Corazón de Cristo, como si quisiéramos presentar el cristianismo a la manera de una multitud de gente que continuamente tiene que estar teniendo lástima del Señor, porque siempre necesita nuestra consolación. Y no es ese el sentido profundo. Nosotros nos acercamos a la Pasión de Cristo para tener compasión con El, para compadecer con El, que es muy distinto. Para tener esta postura de compadecer con una persona es necesario el haber estado profundamente compenetrado con ella.

Si imaginamos un matrimonio muy unido, que llega el momento de la prueba y después de una larga preparación cristiana, honda, tiene que afrontarla. Supongamos que el marido llevado a la prisión, procesado, atormentado y al final ajusticiado. Ese hombre la lleva con un templete cristiano de perdón en sus enemigos, de ofrecimiento de su sacrificio, de espíritu de redención universal. Su mujer está cerca de él, presente a sus sufrimientos, pero tendríamos que decir que esta mujer no tiene lástima de su marido en esas circunstancias, sino que tiene sus mismas actitudes de sufrimiento: tiene su mismo amor, su mismo perdón para con sus enemigos, su misma oblación: compadece con él.

No tenemos que ir a ejemplo fingidos: la Virgen al pie de la cruz no es que simplemente “ tiene lástima” un de su hijo, sino que compadece con El.

Nosotros nos acercamos a la pasión de Cristo, a ese misterio, escuchando la palabra del Señor, que siente turbación en su corazón, de temor y de tristeza, un preludio del misterio de la agonía del huerto, “¡Padre, líbrame de esta hora!” (San Juan, Cap.12) ,“ ¡Padre, si es posible, pase de mí este cáliz!” al escuchar esa palabra suya: “ pero sí he venido para esto”, …  ahí es donde tenemos que entrar en una actitud de sufre con Cristo.

Lo que puede ser un sufrimiento de una enfermedad: de la rotura de un brazo, de una pierna, y lo que es la actitud con que se encaja ese sufrimiento, la postura interior, lo que uno hace como persona en ese momento.

Nosotros nos acercamos a la pasión de Cristo, no para quedarnos simplemente en la referencia de sus sufrimientos, que podemos de alguna manera contar, como los huesos del crucificado, sino que vamos a penetrar en su actitud de sufrir. Y la  actitud de sufrir de Cristo es la que nos inicia en lo que ha de ser nuestra actitud de  corredención con Cristo. Una actitud que no la podemos tener, si no participada de El. Una actitud que está fundada toda ella en un amor y en un amor inmenso.

 

Es una identificación con el Padre y en una sensibilidad a la ofensa del Padre, que le lleva aceptar esa condición mortal, dolorosa, aceptar con amor esa condición pecado de la humanidad, que asumida por Cristo en la actitud de amor se transforma en instrumento de redención.

Un este es el misterio de la cruz de Cristo: esa muerte que vivifica; ese sufrimiento encajado en el amor es él quien nos muestra a nosotros, para que sepamos llevar, también, a nuestra cruz.

 

¿Por qué vamos a la agonía del Huerto? Porque ahí se nos revela la actitud sufriente de Cristo. Así se nos revela su voluntad de sufrir, ahí se nos revela su aceptación de la Cruz, ahí se nos revela la inmensidad de un amor que acepta al sufrimiento y la muerte.

Tenemos otros muchos pasajes que nos pueden iluminar en esta visión de la Pasión, pero muy particularmente el que he citado de la carta a los hebreos (c a p. X), en donde se nos indica claramente el sentido de este sufrimiento de Cristo. Cuando dice: “ no has querido holocaustos ni sacrificios …”, se refiere a esa visión del Padre ofendido: “no has querido holocaustos ni sacrificios para remediar esa ofensa, pero me has dado un cuerpo.” Lo quiero. Lo afectó: “ vengo, Padre, para hacer tu voluntad. ¡Si he venido para esto!”  y en esa voluntad con la cual se afecta a una vida que es mortal, se acepta la muerte, que es el acto supremo de esa vida.

Así vemos que el mismo Cristo, en el momento de su muerte, inclinó su cabeza y entregó su espíritu. No es que se le cayó la cabeza al morir, es que inclinó su cabeza. Es que dio su “sí” cósmico a la redención para siempre. El sí definitivo de una vida que se ofrece. Y ahí está nuestra reparación aflictiva.

Nuestra reparación aflictiva no es otra cosa sino aceptar en amor, en un amor participado del Corazón mismo de Cristo, nuestra vida mortal con todos sus condicionamientos dolorosos, con todo lo que lleva consigo en su condición humana, en su condición mortal.

Aceptando esa vida mortal, de verdad en la caridad y en el amor. Es decir, que ese Corazón de Cristo, ahora glorioso y ahora triunfante, al que llega tan hondamente la ofensa del Padre, no tiene ya en sí una humanidad que sea capaz de tomar esa condición mortal, pero en nosotros ese mismo amor de Cristo comunicada a nuestro corazón, se realiza en un corazón que lleva consigo una humanidad, donde pueden prolongarse todavía la pasión de Cristo. Y entonces comprendemos que en nosotros se cumple lo que falta a la Pasión de Cristo por su cuerpo que es la Iglesia.

 

Y no digamos que está ya todo satisfecho, que estallar todo ofrecido: es que la satisfacción de Cristo no es una satisfacción que sustituya a toda nuestra actitud, sino que es una satisfacción, solidaria con la nuestra, que precisamente hace posible nuestra actitud de satisfacción con El.

Nuestra satisfacción no sería posible sin la Pasión de Cristo. De la Pasión de Cristo recibe su fuerza, unida ella se ofrece al Padre y por ellas aceptada en el Padre. Por eso todo unión nuestra y toda nuestra oblación, toda expiación nuestra tienen que unirse al sacrificio de Cristo en la Eucaristía. A ello nos invita al Señor.

Tenemos que aprender nuestra actitud de sufrir. Tenemos que aprender a llevar esa vida mortal nuestra con la actitud interior de Cristo. Y para eso nos exhorta la devoción al Corazón de Cristo a que pongamos en nuestra vida un corazón como el de Cristo. Por eso nos exhorta a que en esta Hora Santa Volvamos, al menos cada mes, de nuevo ese misterio del Corazón de Cristo y volvamos a comprender la profundidad de esa reparación suya y de esa actitud suya de oblación, no simplemente para contemplarla, sin más, sino para que pase a nosotros con la fuerza de la de Eucaristía y de la comunión, la caridad de esa Vida Eterna, que ha de hacernos vivir nuestra condición temporal, mortal, consecuencia del pecado, con la fuerza y el goce de la Vida Eterna.

Y entonces es cuando vivimos así nuestra pasión en el Señor. Entonces es cuando podemos decir también nosotros: “ llevo en mi las llagas de Cristo, llevo en mi las señales de la pasión de Cristo.”

No porque nuestra vida haya de ser una vida tenebrosa y triste, en absoluto, es una vida vivida con él gozo de Dios, pero vivida en la realidad de una condición mortal que aceptamos, y en la cual hay momentos duros en los que a la manera de Cristo, también nos sentimos turbados, y también nosotros decimos: “Padre, pase de mí esta hora.”

Pero cuando con la luz de la caridad reflexionamos en ella, comprendemos de nuevo que estamos solidarizado  con el pecado del mundo y con nuestros pecados y tenemos que repetir con las mismas palabras de Cristo: “¡pero sí he venido para esto!” entonces uno lo acepta, porque sabe que es así, porque sabe que estamos asociados a esa Pasión de Cristo, que concluirá luego en el fruto de la resurrección, en la redención de la humanidad.

Ahí estamos, pues, en ese núcleo tan fundamental de nuestra vida cristiana. Esas coordenadas de la unión e identificación con Cristo y solidaridad con los hombres. Sólo en ese amor que acepta esa doble coordenada tiene sentido la “reparación”. Por eso nos lleva directamente al punto más nuclear de nuestra vida cristiana: a la caridad, pero una caridad que se ofrece, que se siente solidaria con ese pecado del mundo, y que deja de que caiga sobre sí toda la fuerza de la caridad de Cristo, que le haga asumir esa condición, y ofrecer la con Cristo al Padre, para que sea aceptada con Cristo por el Padre.

En el Señor nos introduzca en ese “ misterio de amor”, y que nos haga capaces de llevar a los hombres este mensaje de amor que tanto necesitan.

La cruz no es por sí misma signo de salvación, sino en cuanto en esa cruz hay un corazón, en cuanto esa cruz es llevada en la fuerza del amor.