Lejos de Villagarcía.
Días de luto en Medina.
Medina del Campo. La villa de los mercados y de las calles estrechamente abiertas al sol de la Mota.
Con su castillo y sus Colegiatas dominándolo todo. Estamos en 1729. Otra vez se sienta en el trono de las Españas Felipe V porque Luís I, el Príncipe joven a quien los españoles, cariñosos siempre, llamaron Bien Amado, ha bajado al sepulcro, victima de unas tan vulgares como perniciosas viruelas. Por las Cortes de Europa se mueve, inquieto e intransigente, el Barón de Riperdá, un holandés al servicio de España que hace y deshace tratados. Cuenta a retaguardia con la insinuante y tenaz ambición de Isabel de Farnesio. Otra vez la amenaza y el temor de nuevas guerras. Inglaterra ha enviado sus escuadras a las costas de España y de las posesiones españolas en América. Por eso los señores de Medina -casas solariegas con escudos de piedra y lanzas en los patios- reciben alegres la noticia del tratado de Sevilla que les habla de paz.
Sólo que la alegría dura poco tiempo porque una nueva terrible acaba de irrumpir violentamente en las salas del Concejo: la peste cobra proporciones gigantescas y no se encuentran remedios humanos capaces de combatirla. Los mercados van quedando desiertos y constantemente cruzan las calles cortejos fúnebres con la resignación de la impotencia.
¿Castigo de Dios? Así dicen que lo afirman los PP. Jesuitas en su colegio. También entre ellos hay dos victimas inocentes: el H. Francisco de Abásolo y el P. Muñeras, el primero de los cuales era condiscípulo del H. Bernardo.
Éste ha comenzado una novena a la Madre de Misericordia para que se apiade del atribulado pueblo y asegura a su Director haber tenido una visión conmovedora. Mostrábasele el Salvador con la cabeza toda ensangrentada y visibles de parte a parte las llagas de sus manos y sus pies, y como recientemente abierta la de su costado, de donde salía a borbollones la sangre. El joven, sin poder contener las lágrimas, le preguntó: “¿Qué es esto, amor mío? ¡Mi dueño y mi amor! ¿Qué me queréis?” A lo que contestó su amoroso Jesús con mansedumbre y cariño indescriptible: “Desechado de los hombres, me vengo a consolar con mis almas escogidas”. Por estas fechas, Bernardo de Hoyos era un estudiante de filosofía.
Estudiante de Filosofía.
La obediencia le había traído de Villagarcía a Medina del Campo para cursar estudios filosóficos. A partir de este momento, podría datarse la cronología de su vida por las visiones y apariciones extraordinarias que experimenta. Por entre las Summulas, plagadas de distinciones y objicies[1], que sus manos de santo manejan, se le escapa el corazón constantemente embriagado en las dulzuras inefables del misticismo.
Un día en que la iglesia del Colegio se ha visto más concurrida que de ordinario por hombres y mujeres que acuden a poner en paz sus conciencias, obligados por el temor a la implacablemente desatada epidemia, el H. Bernardo deja sobre la mesa el libro de Filosofía en que prepara sus clases, pone como registro una estampa de San Juan Berchmans cuyo rostro angelical no forma el mejor acorde con las abstrusas cuestiones de Ontología que por entonces ocupan la mente del estudiante, dirígese con paso lento y suavemente rumoroso a la capilla y ve que, desaparecidos repentinamente los contornos, el techo del tránsito se inunda de luz y flota en el aire un trono verdaderamente formidable en que se sienta Jesucristo en actitud de disparar las flechas de su ira divina contra los hombres pecadores. Pero la mano de la Virgen Santísima se interponía como una cinta de seda que trocaba en suave y cariñoso dibujo la punta acerada de las flechas. Y la sonrisa de María, abierta en sus labios como una florecilla fresca, dábale a entender que, gracias a las súplicas de él y de otras almas fervorosas, la Madre rogaba y el Hijo cedía.
Cuando, al terminar la clase de la tarde, salió a visitar el Hospital de apestados era portador de las mejores medicinas de seguridad: las promesas de Dios. Y sus palabras consolaban más eficazmente que las de otras tardes a aquellas mujericas que quizá lloraban hoy la muerte del esposo para llorar mañana la del hijo o el hermano.
Ingenium sane perspicax[2].
He tomado estas palabras del informe secreto relativo al H. Bernardo que por el año 1730, en que precisamente estudiaba Filosofía, enviaron sus Superiores a Roma. Periódicamente acostumbraban a hacerlo en la Compañía, sobre las cualidades y modo de proceder de sus súbditos.
Alguien pudiera creer, visto el magnífico y exuberante florecimiento de vida mística que por ahora tenía nuestro estudiante de Medina, que un tan intenso fervor y entregamiento sin condiciones a la disciplina de la santidad viniese en detrimento de su actividad intelectual. Lo contrario es la verdad. Mucha luz y mucha fuerza. Cristo en el corazón, pero los libros en las manos. Para la disputa escolástica, el arco siempre en tensión. Para la tesis del amor de Dios, la defensa siempre ardorosa e implacable. Que en la Compañía de Jesús, como en todas las Compañías de hombres religiosos y cabales, el joven sin letras es un soldado sin armas.
Lo difícil en el tránsito del noviciado a la casa de estudios es seguir manteniendo el equilibrio para que el estudiante no deje de ser novicio y el novicio empiece a ser estudiante. Aquí el H. Bernardo era maestro desde el primer día que asistió a clase.
Y todos sus condiscípulos, listos tanto o más que él, advertían los movimientos de espiritual gimnasia que él hacia para que el corazón y la cabeza marchasen bien unidos por aquella cuerda ascensional del servicio divino que en la “Compañía de su amor” como él la llamaba,”esperanza firme de la gloria” y “paraíso celestial en la tierra”, tiene un lema insuperable: todo, a la mayor gloria de Dios. No brotaba, no, en su alma la hierbecilla insustancial de la vanidad cuando el triunfo coronaba su frente sudorosa, ni su genio vivo y, por natural temperamento, presto a alborotarse rompía las amarras del sosiego cuando alguien le vencía en la disputa. A tono con el informe secreto de los Superiores está el testimonio rendido por compañeros de clase, unánimes en reconocer que algo celestial comunicaba un reposo inalterable a aquellas sus impaciencias de joven estudiante que, por dicha de todos, venían a ser la paz de un estudiante santo.