La tristeza del alma
Que en la vida espiritual hay tormentas y borrascas de verdaderas galernas, es cosa sobradamente conocida de todos los que caminan por los senderos del Amor. Temores violentos, dudas inquietantes, fastidio cruel y doloroso que casi obliga a renegar, si la gracia de Dios no mediase, de lo que un día feliz hemos constituido en objeto único de nuestros amores y esperanzas. Estas granizadas ásperas y tormentosas, capaces de levantar ampollas y de agrietar las coyunturas del alma, suelen estar envueltas en situaciones de penumbra, tardes de invierno a media luz, en que las horas son un continuo crepúsculo oscuro, igualmente desprovisto de la paz, del mediodía que del furor combativo, pero al fin y al cabo decididamente abierto, de las tinieblas de la noche.
El alma se siente entonces víctima de una temperatura febril, ni muy alta ni muy baja, decimillas de consunción agotadora y enervante que obligan a caminar con los ojos bajos y a mirar solo de refilón, por un lado, al mundo de quien se teme, y por otro, a Dios de quien se espera.
Esto es como noche de levante en calma o mañana de viento sur. Luego viene la tarde huracanada, el rebramar agitado de todos los pasos y estímulos ilícitos que protestan a su manera de la estrechez en que queremos encerrarles.
Es la clásica prueba del espíritu, el aviso medicinalmente amargo que nos llega de lo alto para decirnos que el cielo se conquista con sufrimiento y desgarraduras de lo más íntimo de nuestro ser, no a empellones que, a la buena de Dios y casi sin pensarlo, nos pongan una mañana cualquiera a sus puertas sin haber pasado por las duras experiencias del tránsito.
Es entonces la hora de los directores espirituales que, si son hombres de Dios, saben poner en el alma burbujas de paz y de consuelo; burbujas solamente, porque el aquietamiento del agua toda del estanque tarda en llegar, pero suficientes para que el dirigido vaya levantando su retina hacia Dios y aún sintiendo cierto gozo, en medio del dolor, al comprender la extraña manera que el Espíritu Santo tiene de gemir con gemidos inenarrables por las almas que a Él se entregan.
Digo que hay muy pocos que se libren de pasar por estos túneles del espíritu en que hasta del suelo brota el humo y la tenebrosa oscuridad, como decía el poeta latino hablando de la morada de los sueños.
¿Cuál fue el del H. Hoyos?
El que hubo de atravesar el P. Hoyos fue espantoso. Menos mal que las señales indicadoras abundaron y, puestas a la entrada como farolillos de maravillosas irisaciones, tanto y tan claro fulgor derramaron que se siente como tentado a hacer la prueba de la oscuridad solo para gozar la contraprueba de la luz.
Un día en que estaba meditando sobre las perfecciones angélicas, se le aparece San Miguel y le dice: “En señal de agradecimiento por esta meditación, te prometo que no serás vencido en las tentaciones que pronto experimentarás, ni jamás en la contraria a la pureza”.
Lo mismo le prometió el ángel de su guarda, con un semblante entre risueño y triste, indicio de la terrible tempestad que le venía encima. Y poco más tarde, el Señor, majestuosamente visible: “el día después de la festividad de mi siervo Estanislao, entrarás en el desamparo”. Ni falta la amorosa caricia de la Reina del Cielo que añade: “Porque veas que te he de patrocinar, por eso he querido que empiece tu desamparo el día de mi Patrocinio”. Y, efectivamente, los narradores de su vida, con matemática exactitud impropia de asuntos tan soberanos, ni más ni menos que si nos hablasen de la fecha de su nacimiento o de su muerte, nos dicen en uno de los mejores capítulos de su obra: “Entra el H. Bernardo en el desamparo y lo que en él le sucedió”.
¿Verdades…? ¿Fantasías…? Mejor será contestar sencillamente: Misterios del Señor. Antes de que el lector se precipite, brindo a su juicio estas preguntas: Primera. ¿Cuál sería la distancia del alma del P. Hoyos a la nuestra? Segunda: Si las delicias de Dios son estar con los hijos de los hombres… ¿no lo serán estar con estos que más parecen hijos de Dios? Tercera. ¿Qué hubiéramos pedido nosotros ante estos mensajes del cielo? Porque lo único que pidió el P. Hoyos fue gracia para no ofender a Dios y luz para su director espiritual en cuyas manos se ponía.
El lance fue verdaderamente terrible. Cuatro meses de angustia y soledad en que las potencias exteriores e interiores, y hasta el alma misma, se le convirtieron en enemigos implacables capaces de dar al traste con la más sólida virtud.
La fe, la pureza, la caridad y la obediencia, sometidas al tormento de una continua tentación. No viendo en sus hermanos de estudios más que motivos de desdén y desprecio; sintiendo hacía los superiores un odio vivísimo, juzgándose a sí mismo como un condenado en la tierra para quien la paz ya no era más que un recuerdo.
Vuelve la luz.
No sé si será la pluma del P. Uriarte la que, al hacer tan magistral exposición de las penas espirituales que ahogaron al P. Hoyos, causa en el ánimo una más tremenda angustia de lo que sucedió en realidad. Es lo cierto que, después de tan terrible enumeración, se lee con gozo el final de la prueba y hasta siente uno ganas de alabar al Señor como lo hizo el P. Hoyos cuando, “al romper el alba la mañana de la Resurrección (17 abril 1729) y dar el reloj las tres, sintió de improviso que le despertaban”.
Era el ángel de su guarda que le invitaba a cantar el Magnificat del triunfo. Había pasado todo y de nuevo la luz, a partir de ahora inextinguible, alegraba sonriente y mañanera, el delicioso camino que le quedaba por recorrer en la vida.