Entre juicios y pleitos.
Eran los días en que el P. Calatayud, nuevo F. Diego de Cádiz, recorría España entera y con su voz atronadora y sus expresiones crudamente realistas levantaba imponentes manifestaciones de fervor y penitencia. Aquel ilustrado siglo XVIII español se vio envuelto por una luz mucho más pura que la de todas sus ilustraciones juntas; la luz que a raudales brotaba de todos los púlpitos en los que aparecía la figura de este misionero gigante. Harían bien los historiadores en recoger hechos de esta índole y no contentarse con relaciones muchas veces insoportables de nombres de estadistas, guerreros y literatos, cuando quieran adoctrinar a sus lectores sobre el género de vida y consecuencias de alguna época histórica determinada. Toda España, más o menos inmediatamente, recibió el influjo poderoso del P. Calatayud.
Amigo éste del H. Bernardo, no sólo por pertenecer ambos al mismo Instituto Religioso, sino también por una particular coincidencia en sus afanes de santidad, viose objeto de molestas acusaciones por parte de muy distintas personas. Decían que en sus sermones hacía pasar como ilustraciones divinas concedidas a ciertas almas privilegiadas lo que solamente era producto de una imaginación locamente extraviada. El ataque iba particularmente dirigido contra una aterradora descripción del infierno de que el buen Padre solía servirse con éxito seguro, después de presentarla como revelación hecha por Dios a un alma extraordinaria. Pocos sabían que el favorecido era el H. Bernardo, quien además había recibido de lo alto el encargo de transmitir dicha visión al insigne misionero para que expresamente la utilizase en sus correrías apostólicas.
Pero el discretísimo y justamente escrupuloso P. Villafañe, por cuyas manos de Provincial hubo de pasar tal visión y tal encargo, creyó oportuno hacer alguna indagación sobre aquellos hechos que igual podrían indicar una santidad soberana que una lastimosa alucinación.
Y, a la verdad, cualquiera se sentiría movido a pensar en falsas ilusiones ante aquella ininterrumpida rotación de favores prodigiosos que el singular joven gozaba.
Los recelos y sospechas del P. Provincial turbaron algún tanto al P. Loyola y más al P. Fernando de Morales, confesor y director inmediato del H. Bernardo por este tiempo. Ellos, juntamente con otros Padres graves de la Compañía, más dos personas de fuera de ella, notables por su virtud doctrina y práctica en la dirección de las almas, discutieron con el detenimiento que el asunto merecía, las cosas del H. Bernardo, y tras largo dictamen fallaron que, en cuanto humanamente es dado conocer, a Dios había que atribuir tan maravillosas manifestaciones.
Con lo cual se aquietó el P. Provincial, siguió imperturbable su camino el H. Bernardo y nos prestaron no pequeño servicio a nosotros. Nosotros, que quizá nos sintamos alguna vez movidos a dudar de estos prodigios del santo joven, olvidados de que personas competentes los han examinado con escrupulosa atención a la luz de la Teología y de la crítica.
Ocupaciones enojosas.
Lo peor era lo otro. Estas molestias, relacionadas con los problemas de su espíritu las aceptaba él humildemente, y si le contristaban, era solo por lo que pudieran tener de inquietud y desasosiego para sus buenos superiores. Lo que ahora le causaba un padecimiento extraordinario era un rumor de voces extrañas que desde fuera le llegaban, mensajeras de inaguantables estridencias. ¡Hablarle a él de pleitos y abogados! a él que se pasaba de continuo por las cercanías del cielo, hacerle salir de su mística vereda para ocuparse en el reparto de una hacienda…
Así fue, sin embargo. Sabemos que, apenas salido del Noviciado, ocurrió en su familia un litigio muy arduo y un pleito criminal en que peligraba uno de sus más allegados con gran riesgo de otras almas. Que el H. Bernardo procuró que el interesado hiciese Ejercicios Espirituales bajo la dirección del P. Calatayud –tomen nota del procedimiento- con lo cual todo quedó zanjado. Pero, al morir la madre de nuestro joven, el 9 de marzo de 1730, surgieron las antiguas discordias, avivadas ahora por el fuego del egoísmo. Había una pingüe herencia de por medio y a ella se juzgaban acreedores algunos de sus parientes.
Ni el recuerdo de la buena señora, ángel tutelar de la familia mientras vivió en el mundo; ni la presencia de su hija única Mª Teresa, hermosa niña de trece años, ahora desamparada y sola; ni las exhortaciones del joven jesuita consiguieron purificar las bastardas intenciones de quienes tan interesadamente procedían. Fue menester que el H. Bernardo, obligado por la obediencia, descendiese al terreno práctico de los coloquios y disputas, declaraciones y ruegos, con todas las enojosas circunstancias que en tales asuntos suelen enredarse, para tratar de defender indiscutibles derechos. Parece ser que no tuvo éxito. Y cansado de actividades tan ajenas a las disposiciones de su espíritu, pidió a sus superiores que le librasen de tan pesada carga, pues que él había muerto para el mundo y el mundo había muerto para él. Solamente deseaba por entonces dedicarse más a la oración, para encomendar a Dios el alma de su madre.
No podían ser otras las palabras de un joven que tenía más de cielo que de tierra. Lo único que sacó en limpio de todo esto, fue un motivo más que añadir a las que él llama en esta época fuentes de padecer. Con todo lo cual, su alma cada vez más pura, seguía volando hacía el Señor.