Entendamos bien la Gran Promesa.
Desearía que este artículo no causara extrañeza en el ánimo del lector. No pretende causarla. Aspira únicamente a que el lector reflexione.
La devoción al Corazón de Jesús en España, fuerte y muy extendida, es sumamente provechosa. Debe serlo más todavía y esperemos que lo será. Sin duda ninguna habrá que trabajar mucho para que todos la entiendan bien. Los seminaristas que ahora estudian Teología en los Seminarios deben reflexionar atentamente sobre esta misión que les corresponde. Y desde luego no creo que pueda ser enojoso a nadie el que de un modo especial se invite a la reflexión a los Seminaristas de Valladolid. A algo tiene que obligar el paisanaje con el V. P. Hoyos y la residencia de una ciudad donde existió el Templo de San Ambrosio.
Resulta -no sé si me equivoco en esta apreciación- que la devoción al Sagrado Corazón de Jesús en un gran sector del pueblo español va demasiado prendida del hilo de una promesa. Nadie puede oponerse lícitamente a que esa promesa se recuerde, se comente y se saboree en lo que tiene de dulce y riquísimo manjar para la piedad cristiana de los españoles.
Ahora bien: nuestro pueblo es vehemente apasionado, fácil para las encendidas y ruidosas explosiones de sus sentimientos, sobre todo cuando lo que las motiva le resulta grato y halagador. Tengo la impresión de que muchas, muchísimas personas, de las que viven practicando la devoción al Sagrado Corazón de Jesús, y aún de las que hablan y escriben sobre ella, lo centran todo, y lo reducen todo, y hacen depender casi todo de la promesa de que el Corazón de Jesús reinará en España con más veneración que en otras partes. Esto es peligroso. Y en un pueblo como el nuestro, con excesiva tendencia a considerarse brazo armado de Dios en la Historia y objeto de particulares predilecciones divinas, puede dar lugar a la formación de una conciencia errónea consistente en creer que el Corazón de Jesús nos ha elegido a nosotros nada más que porque sí, y que de un salto nos hemos situado en la cumbre de una devoción que, para ser bien practicada, exige -¡seamos sinceros!- bastante más que declamaciones altisonantes y patrióticas.
Los numerosos españoles que, cuando oyen hablar de esta devoción o cuando tratan de inculcarla a los demás, lanzan enseguida la flecha temblorosa de sus anhelos hacia el blanco de esta promesa tan consoladora, se exponen a prestar demasiada atención a lo particular con olvido de lo universal; a detenerse en lo que la promesa tiene de halago, haciendo caso omiso de lo que encierra la obligación; a fijarse mucho en lo que podrá ser una consecuencia, sin parar mientes en las premisas siempre necesarias de la misma.
Nadie puede negar que si Jesucristo nos ha hecho la merced singularísima de una promesa tal, es perfectamente ponderarla incluso por agradecimiento a lo que supone. Más no sería grato al Corazón Divino fomentar un criterio tendente a prescindir de las condiciones bajo las cuales esa promesa ha de ser cumplida. Que éstas existen y han sido señaladas por el mismo Corazón de Jesús, es indiscutible. No aparecen en el pequeño recuerdo de las palabras con que literalmente está formulada la promesa. Y esto es lo que da lugar a que, al examinarlas aisladamente, contribuyan a engendrar en el ánimo simplista y contentadizo de muchos la equivocada persuasión de que en este asunto de la devoción al Sagrado Corazón de Jesús a los españoles lo primero y principal y casi lo único es esa promesa, lumínica y sabrosa, de cada una de cuyas letras brotan torrentes de favores para un pueblo privilegiado.
No es así. No puede ser así. El error a mi juicio, está en considerar estas palabras que Jesucristo se dignó dirigir al P. Hoyos, desconectándolas de las demás con que en diversas ocasiones le favoreció. En el largo proceso de comunicaciones de Dios con su siervo resplandece una maravillosa y absoluta unidad. Y de la misma manera que para juzgar de una obra pictórica, por ejemplo, no es lícito fijarse exclusivamente en un detalle de la misma, sino que es necesario abarcar todo el conjunto, así aquí se hace imprescindible tener en cuenta siempre el cuadro general de las revelaciones que el H. Bernardo recibió. Se explican y se entienden unas a la luz que se desprenden de las otras. Todas ellas, y las demás gracias de que fue objeto, e incluso el desarrollo íntegro de su vida, son como piezas diversas de un solo retablo en el que hay unidad. Esta unidad creo que puede exponerse así: el P. Hoyos fue el elegido de Dios para ser apóstol de la devoción al Corazón de Jesús en España. Ni más ni menos.
Ahora bien, el carácter específico de esta devoción había sido declarado ya años antes por el mismo Jesucristo a su primera confidente, Santa Margarita María de Alacoque. Es la misma, la mismísima devoción la que ahora encarga propagar en España al estudiante de San Ambrosio. Con los mismos caracteres, con los mismos fines, con los mismos deseos. Lo fundamental en esta devoción es que haya afán reparador, exquisita pureza en las almas, correspondencia amorosa de parte de los hombres al Corazón de Jesús tantas veces agraviado.
Para predicar y para difundir esto es para lo que elige en España al H. Bernardo. Y le va disponiendo poco a poco a tan sublime misión, y le dispensa favores especiales, y le hace revelaciones varias. Y llega un día en que se produce el acontecimiento cumbre en la vida del H. Bernardo, y se le comunica la revelación fundamental y eje de su existencia de hombre elegido, la revelación del 4 de mayo en la que le hace saber “clara y distintamente que quería por su medio extender el culto de su Corazón sacrosanto”. Después otro día, le hizo la promesa relativa a España. Como un detalle más en el conjunto del cuadro. Y siempre -¡naturalmente!- dando por supuesto que habrán de cumplirse las condiciones precisas, las que van señaladas en una devoción perfectamente definida y declaradas por el mismo Jesucristo, primero a Santa Margarita, y ahora al mismo H. Bernardo en el conjunto de revelaciones con que le distingue.
Esta manera de entender las cosas ¿merma siquiera en un ápice la gloría que para España puede derivarse de una promesa tan singular? Creemos que no. ¿Contribuye a una mejor orientación de la piedad de los españoles al Corazón de Jesús? Creemos que sí. Finalmente, ¿nos invita a entenderlo así el mismo H. Bernardo? La respuesta a esta última pregunta es plenamente afirmativa. Pero exige un nuevo artículo.