Homilía de Juan Pablo II, en la concelebración con catorce nuevos cardenales, celebrada el 1 de julio de 1979.
Hoy deseo contemplar, juntamente con vosotros, a la Iglesia, plenamente “sometida a Cristo” (cf,Ef.5,24), como esposa fiel. Estos días pesados, que hemos vivido meditando juntos en sacrificio de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo, nos incitan a buscar la manifestación del misterio realizado en su vocación a través del testimonio de fe y de amor dado hasta la muerte. Una manifestación que encontramos a lo largo de toda la historia de la Iglesia, en el trascurso de los siglos y de las generaciones de sus fieles hijos e hijas, siervos y pastores, subiendo así hasta aquel amor sublime, que nuestro redentor y Señor “ amó a la iglesia y se entregó por ella para santificarla, purificándola por medio del bautismo del agua … a fin de presentársela asimismo gloriosa, sin mancha o arruga o cosa semejante, sino santa e inmaculada” (Ef.5,25-27).
A ese amor sublime, a ese Corazón traspasado sobre la Cruz y abierto a la iglesia, su esposa, deseo hoy, junto con vosotros, caminar en peregrinación espiritual, de la cual nosotros mismos volvamos “purificados, reforzados y santificados” en la medida que estos días exigen.
¡Esta es la Iglesia! ¡Fruto del inescrutable amor de Dios en el Corazón de su Hijo!
¡Esta es la Iglesia! ¡Qué lleva consigo los frutos del amor de los santos Apóstoles, de los Mártires, de los Confesores y de las Vírgenes! ¡Del amor de enteras generaciones!
¡Esta es la Iglesia: Madre nuestra y Esposa a la vez! Meta de nuestro amor, de nuestro testimonio y de nuestro sacrificio. Meta de nuestro servicio e incansable trabajo. Iglesia para la cual vivimos en orden a unirnos a Cristo en único amor. Iglesia por la que vosotros, venerables y queridos Hermanos, crea dos cardenales en el Consistorio de ayer, debéis vivir ahora en adelante más intensamente todavía, uniendo os a Cristo en único amor hacia ella.