San Juan Pablo II durante el rezo de laúdes en la catedral de San Patricio, Nueva York, 3 de octubre de 1979
En está oración de alabanza (La oración de laúdes) elevamos nuestros corazones al Padre de nuestro Señor Jesucristo, llevando con nosotros las angustias y las esperanzas, las alegrías y dolores de todos nuestros hermanos y hermanas en el mundo.
Y nuestra plegaria se convierte en una escuela de sensibilidad, pues nos hace conscientes de lo vinculados que están nuestros destinos a toda la familia humana. Nuestra oración se convierte en una escuela de amor, un especial modo de amor consagrado cristiano, por el que amamos al mundo, pero con el corazón de Cristo.
Mediante esta plegaria de Cristo, a la que nosotros prestamos la voz, se santifica nuestro día, se transforman nuestras actividades, se santifican nuestras acciones. Rezamos los mismos salmos que rezó Jesús, y entramos en contacto personal con El, que es la persona a la que apuntan las Escrituras, la meta a la que va dirigida la historia.
En nuestra celebración de la Palabra de Dios, el misterio de Cristo se abre ante nosotros y nos envuelve. Y, a través de la unión con nuestra Cabeza, Jesucristo, nos vamos haciendo uno progresivamente con todos los miembros de su Cuerpo.