Del libro “El Corazón de Jesús y la divinización del cristiano“, del Padre Enrique Ramière SJ
Este orden, con todo lo que le compone, esta infinitamente por encima, no sólo de la naturaleza enferma y manchada del hombre y de la naturaleza angélica más pura, sino también sobre puja la más perfecta de todas las criaturas que Dios contempla en la cumbre de la jerarquía indefinida de los seres posibles. El menor de los actos que pertenecen a este orden es más excelente que los prodigios más admirables del orden natural, pues en verdad, estos actos son actos divinos, quiero decir actos divinos por comunicación, como los actos de Dios son divinos por naturaleza.
Procuremos levantar el velo que nos oculta estos misterios, y pidamos al Corazón de Jesús la gracia de contemplar algunas de las magnificencias encerradas en sus gloriosas oscuridades.
El orden, en general, es la acomodación de los medios a un fin determinado, y sus elementos son el fin y los medios. Mas como la condición de estos depende de aquél, desde todo punto es necesario aplicarse a conocerlo, si queremos tener concepto cabal de un orden cualquiera.
¿Qué es, pues, el fin sobrenatural? Hemos visto que el fin natural consiste en el conocimiento, amor y posesión de Dios, en cuanto se nos manifiesta y da por sus criaturas. Muy diferente y superior es el fin cuyo objeto es el conocimiento de Dios visto directamente en sí mismo y con su misma luz; el goce de Dios ha amado con su mismo amor; la posesión, por consiguiente, de su misma felicidad. En fin, pues, sobrenatural consiste en la comunicación que Dios hace de su propia felicidad.
En el alma lo que ha alcanzado este fin bienaventurado no ve a Dios en la creación como en un espejo, no recoge acá y allá los esparcidos reflejos de su perfecciones, sino que le ve cara a cara ; dirige sus miradas al foco mismo de la eterna luz; se anega en el océano que llena con infinita plenitud la infinita capacidad del mismo Dios; entra en el gozo de su Señor; se embriaga en el torrente del divino deleite; y, como la inteligencia y la voluntad reproducen necesariamente en sí mismas la imagen de los objetos a que se aplican, el alma, penetrada de los resplandores de la divina claridad, y de los ardores de la divina caridad , se hace del todo semejante a Dios. Uniéndose a Él con los vínculos del amor tan delicioso como irresistible, no hace con Él más que un mismo espíritu.
El fin sobrenatural, pues, del hombre es su divinización, la cual no debe confundirse con el panteísmo.
El fin, pues, sobrenatural del hombre es su deificación en su más alto grado. Sin embargo, entre esta divinización y el panteísmo, media la distancia que separa la divinidad de la nada; porque el panteísmo, al pretender absorber el alma en lo infinito, no consigue sino su aniquilamiento. En cambio, en el fin sobrenatural, conserva el alma su ser, su personalidad, sus facultades, conoce, ama y goza; más conoce por el Verbo de Dios, ama por el Espíritu de Dios y goza de la felicidad de Dios. Permanece toda entera, no obstante de hacerse Dios para ella todas las cosas. Ella está toda en Él, y Él todo en ella. No es Dios, pero queda civilizada. Es realmente admitida a la participación de la naturaleza divina; no de suerte que esta naturaleza se divida y salga de sí misma para transformarse en la del alma, sino que, uniéndose íntimamente al alma, la transformar en sí misma.
Semejante dignidad concedida a la criatura no puede ser sino sobrenatural, entera y absolutamente sobrenatural. Es para el hombre, la ínfima entre las especies innumerables de seres racionales; es igualmente para el más perfecto de los espíritus puros, para el más encumbrado de los serafines. Lo era para Adán inocente, como también lo es para sus descendientes caídos y culpables. Era sobrenatural en cuanto que en nuestras fuerzas naturales no podían conseguirla, y nuestro espíritu concebirla sino muy vagamente, y los deseos naturales de nuestro corazón dirigirnos hacia ella. “Que ni ojo vio, como dice San Pablo, ni oreja oyó, ni corazón humano pudo barruntar lo que preparó Dios para los que le aman”.
Dios no nos debía, pues, en manera alguna, el encumbramiento a este excelso fin, ni el llamamiento a gustar esa felicidad. Si lo ha hecho, ha sido por el libre ejercicio de su bondad. Obró libremente cuando, por la creación, nos dio el ser limitado. Mas no procedió con menos en libertad al destinarnos, por medio de la elevación al orden sobrenatural, a poseer su ser infinito. El segundo de estos presentes es, si cabe, más gratuito aún que el primero.