Del libro “El Corazón de Jesús y la divinización del cristiano“, del Padre Enrique Ramière SJ
Así todo se entiende; y la vida divina, depositada al principio en el alma como en un imperceptible germen, se va desenvolviendo poco a poco durante todo el periodo del crecimiento, hasta que llegado a la completa madurez, produzca su fruto, que no es otro que la bienaventuranza del paraíso.
Por el contrario, si la gracia no fuera, como la gloria, una real participación de la naturaleza divina, habría manifiesta desproporción entre el fin y los medios; el mérito sobrenatural no sería en manera alguna mérito y el mismo orden sobrenatural no sería más que un desorden.
Y así las Sagradas Escrituras atribuyen a la gracia esta calificación. El justo de la tierra, como los bienaventurados del cielo, es en realidad un ser divinizado, y su divinización es tan real y cierta, que los Santos Doctores se apoyan en ella para demostrar la divinidad del Espíritu Santo que es su autor.
“¿No es de todo punto necesario, pregunta San Cirilo a los Arrianos, tener un poder superior al de una simple criatura para deificar unos seres que su naturaleza nada tienen de divino? ¿Puede acaso concebirse una criatura de deificadora? Solo Dios tiene este poder, y lo ejerce cuando, por medio de su Espíritu, comunica a las almas Santas lo que sólo Él posee en propiedad”. “En virtud de esta comunicación, el hombre, que hasta entonces no vivía más que una vida animal e irracional, comienza a vivir una vida superior, la vida divina”
Es ciertamente un segundo nacimiento. La primera existencia data del día en que un alma espiritual vino a animar a su cuerpo; nace por segunda vez, cuando el Espíritu de Dios viene a vivificar su alma. Desde entonces hay en él dos hombres que luchan el uno contra el otro, como Jacob y Esaú luchaban en el seno de Rebeca. El uno hijo del hombre, Esaú, es mayor de edad; mas el otro, Jacob, hijo de Dios, heredero de la promesa, se esfuerza por suplantar a su hermano. Como todos los hijos de Adán, el cristiano encuentra en sí mismo instintos carnal es que le inclinan a la tierra; mas estas inspiraciones terrestres son combatidas por las inefables aspiraciones que le llevan sin cesar hacia arriba y le hacen menosprecian todo lo que pasa.
Reunía hecha en sí, con maravillosa armonía, como pequeño mundo que era, todas las fuerzas que mueven el inmenso universo, las físicas, químicas, vitales, espirituales; Dios completa su obra maestra, dándole, con su Espíritu, fuerzas divinas.
Este Divino Espíritu, al venir a habitar el alma del cristiano, comunica a la inteligencia la mente de Dios, derrama en el corazón la caridad de Dios, convirtiéndose en principio de todas sus tendencias y en el móvil de todas sus acciones.
El animal se guía por el instinto, el hombre por el Espíritu de Dios. Por Él juzga de todo; por Él ora y lanza el cielo gemidos inenarrables, a los cuales Dios no puede hacerse él sordo. El Divino Espíritu es para él como una segunda memoria, y le sugiere oportunamente lo que le conviene. Él es su consejero, y le dirige interiormente de manera que no le queda la menor duda de lo que debe hacer. Él es su inspirador y quién le pone en la boca lo que ha de decir. Escondido en las profundidades de la naturaleza corruptible, como el germen viviente en medio del grano de trigo, hace nacer la vida en el seno de la muerte; y, por un trabajo no interrumpido, modela y trasforma imagen de Dios el alma que dócilmente se le somete.
No podemos, pues, dudar que, tanto en las fatigas de la prueba como en el delicioso reposo de la patria, la vida sobrenatural es una vida verdaderamente divina. Vida que ciertamente no resulta de la identificación del ser creado con él increado; que no supone tampoco, que el hombre subsista por una personalidad divina, sino tan sólo que obra divinamente. Conserva toda su integridad su ser, su personalidad, sus propias facultades; mas se le añaden a ellas las virtudes, que son como ciertas facultades sobrenaturales; con estas virtudes se une Dios mismo sustancialmente al cristiano y le hace verdaderamente partícipe de su naturaleza.
Hay, pues, así en la gracia como en la gloria, algo creado y algo increado. Así como en el cielo las almas bienaventuradas, iluminadas por los resplandores del Verbo de Dios, reciben en sí mismas una claridad que las hará semejantes a este Divino sol y capaces de unirse a Él; así en la tierra, el alma, unida por la gracia al Espíritu Santo, recibe en sí misma, ya por movimientos pasajeros, ya por cualidades permanentes, el influjo del Divino Espíritu. Más, así como en el cielo el lumen gloriae no impide que la unión del alma con el Verbo de Dios sea inmediata, así, en la tierra, la gracia creada no impide que el alma se una inmediatamente al Espíritu Santo.
Lo repetimos, y ¡ojalá lo entiendan bien todos los cristianos que le hieren estas páginas!; no, no es una vana metáfora la divinización del hombre, que hemos visto como el fin de todo los planes del Creador en la actual providencia. Es la más en real de todas las realidades. Los Santos Doctores que han recibido de Dios la misión especial de combatir los errores relacionados con el Espíritu Santo, parece que no encuentran expresión bastante enérgica y comparación suficientemente viva para hacernos palpar con las manos la intimidad de la unión, por la que se comunica al alma justa.
Prueban ellos que si, en sentido verdadero de toda verdad, esta unión no fuera sustancial, no podría producir los efectos que se le atribuyen. Debe, en primer lugar, librarnos de la muerte y llenar nuestro espíritu de vida; restaurar en nosotros la imagen divina, borrada por el pecado, y principalmente hacernos hijos adoptivos de Dios.
Ahora bien, tales efectos no podrían adjudicarse, según estos Santos Doctores, a una gracia separada de la sustancia misma del espíritu Santo. De donde concluyen que, sólo la presencia íntima del Espíritu Santo en nuestras almas, puede hacernos disfrutar estas ventajas.
No niegan, ciertamente los Santos Doctores, que, al ajustar el divino Espíritu con el alma santa tan maravillosa unión, produzca en ella actos y hábitos inherentes al alma misma, y por los cuales queda propiamente constituida en un estado sobrenatural. Sólo los luteranos han osado decir que la justificación consistía en la simple aplicación de la santidad de Dios, y no en un don Inherente al alma y por consiguiente creado como ella.
Por lo que a los Doctores católicos se refiere, verdad es que no han puesto jamás en duda que hay en el alma justa una luz sobrenatural creada, que es la fe, y un amor sobrenatural creado que es la caridad; más lo que los Santos Padres enseñan y hemos de admitir con ellos, es que la excelsa dignidad y exaltación de la naturaleza humana no consiste tanto en la recepción de esos dones creados, por precisos que sean, cuánto todo en la posesión de la persona misma del Espíritu Santo, que se une a sus dones, y por medio de ellos habita en nosotros, nos vivifica, nos adopta, nos deifica y nos incita a toda clase de buenas obras.