Del libro ” En el Corazón de Cristo”, de Luis M.ª Mendizábal, s.j.
No tiempo llegar a comprender el alcance del pecado y adquirir su exacto conocimiento. Sin embargo, es cosa importantísima para nuestro tiempo, que ha perdido el sentido de su gravedad.
En muchos pecadores, que no obstante reconocen sus malas costumbres, y en muchas almas que viven con poquísimo cuidado de la religión, se encuentra una indefinida actitud interior que puede traducirse así: «Si hubiere conservado mi inocencia, me esforzaría en conservarla todavía; pero desde el momento en que la he perdido, ¿por qué debo esforzarme?»
Tal expresión es solamente posible cuando se tiene del pecado un concepto humano.
Si, además, queremos traducir tal expresión en términos de la devoción al Corazón de Cristo, se nota cuánto de diabólico se esconde en semejante idea. Equivale, en realidad, a esta otra: «Si no hubiese flagelado a Jesucristo, haría todo lo posible para no flagelarlo jamás: pero, puesto que una vez lo he herido continuaré haciéndolo.»
Muchas dificultades y turbaciones en la vida del alma son frecuentemente provocadas por una idea incompleta del pecado, como si éste fuese solamente un desorden moral, una culpa jurídica, o una falta a un punto de honor.
El pecado en relación con la naturaleza física de Cristo
La devoción al Corazón de Jesús enseña a considerar el pecado en sus consecuencias. Observando una imagen del Sagrado Corazón aparecen claramente los efectos del pecado: las espinas, la cruz, la herida de la lanza…, aunque no aparezca allí las causas de estas heridas. Esto no tiene importancia. En realidad, aquellas heridas existen y son efecto del pecado de quien quiera que sea.
En realidad, nuestros pecados son la causa de los dolores físicos de Jesús, de su cruz. El tomó sobre sí nuestros pecados, sabiendo bien que eran nuestros, de cada uno de nosotros. Cada uno puede, pues, decir: si hubiera pecado menos, Jesús habría sufrido menos.
Nuestros pecados son el sufrimiento más terrible que padeció su Corazón. Un Corazón tan sensible debe haber sufrido inmensamente por nuestra ingratitud, El, que se lamentó de la ingratitud de los nueve leprosos…
Cada uno de nuestros pecados es una ingratitud contra Dios, nuestro Creador, Redentor y amigo sacrificado por nosotros: «Recrucificando ellos por cuenta propia al Hijo de Dios» (Heb 6,6)
Evitaremos, por eso, cometer pecados y procuraremos que Cristo no sea ofendido.
Quien considera el pecado bajo este aspecto, si antes tenía el valor de pedir al Señor la muerte antes que cometer un pecado mortal, acaso sentirá ahora la aspiración de ofrecer la propia vida al Señor para evitar aun un solo pecado mortal de cualquier alma.
El pecado y la gloriosa humanidad de Cristo
¿Sufre Cristo ahora? Ciertamente no es su Cuerpo glorificado. «Cristo, una vez resucitado de la muerte, no morirá más, no teniendo la muerte ya algún domino sobre El» (Romanos 6,9).
El Cuerpo glorioso de Cristo no puede morir, y sufrimiento físico, herida, enfermedad, son, en el lenguaje de la Escritura, muerte inicial; por lo tanto, El no puede ser herido ni probar el dolor.
En su alma, posee Jesús la visión beatifica y por ella alcanza la plenitud de la felicidad. Pero esto no resuelve aún la cuestión.
También cuando aún estaba Jesús en el mundo poseía su alma la visión beatifica y consecuentemente también la felicidad. Pero la visión beatifica no impedía que Jesús sufriese físicamente en su Cuerpo, y que moralmente sintiese compasión en su alma, a la vista de las ofensas que recibía el Padre y de los males morales que afligían a los hombres: «Tengo piedad de esta multitud» (Mt 8,2). «Viendo a la multitud tuvo piedad, porque estaban cansados y abatidos como ovejas sin pastor» (Mt 9,36). 21
Este sentimiento positivo de compasión, expresado en estos textos, no estaba exclusivamente condicionado a la posibilidad del cuerpo, procedía directamente en su alma de la intuitiva visión de la realidad dolorosa.
En su actual estado glorioso, Cristo no «sufre», pero podemos admitir que siente compasión en su alma. No es indiferente a las ofensas hechas al Padre, ni al mal moral de sus miembros sobre la tierra, ni aun a sus dolores físicos.
La Carta a los Hebreos se refiere al estado actual de Cristo cuando dijo: «No es tal nuestro Pontífice que sea incapaz de compadecerse de nuestras miserias» (Heb 4,15).
Podríamos con un ejemplo humano tratar de explicar el sentimiento de compasión de Jesús.
Una madre que es feliz y está en perfecta salud, al tener noticia de que su hijo ha sido trasladado a una clínica, gravemente enfermo, no puede menos que sentir compasión por la enfermedad y sufrimiento del hijo: aunque en este caso la compasión va unida al dolor. En Jesús, por el contrario, no.
Esta afirmación no parece contraria a ninguna definición eclesiástica, ni incompatible con la actual felicidad de los bienaventurados del cielo.
Se puede decir lo contrario. En cierto sentid, supuesta la actual existencia de las ofensas la Padre y los sufrimientos de sus miembros de sus miembros en la tierra, podemos decir que este sentimiento de compasión es elemento de su felicidad.
Igualmente sucede con una madre: supuesta la enfermedad del hijo, la mayor pena sería no poder compadecerle. Ciertamente sería más feliz si el hijo no estuviera gravemente enfermo (como Jesús lo será cuando no haya más pecados), pero, supuesta la enfermedad, es más feliz en poder compadecerlo. Porque en último análisis, en la compasión hay una fruición del amor.
Y es verdad que la compasión se ejercita de modo perfecto cuando no tiene mezcla de imperfección o de dolor que turbe la serenidad del espíritu bienaventurado, aunque se trate de un sentimiento más profundo que le más ardiente celo de los santos, más profundo que el que ardía en san Pablo cuando exclamaba: «¿Quién se escandaliza que yo no me abrase?»
Acerca del misterio de esta honda compasión junto con una paz profunda y sin dolor, nos dan algunas ilustraciones las doctrinas de los autores místicos.
Nuestros esfuerzos por seguir a Jesús dan consuelo a su Corazón en la Pasión: viendo nuestro arrepentimiento, nuestra buena voluntad de ayudarle y consolarle, se alegrará de ello.
«Con tanta mayor verdad las almas piadosas meditan esto en cuanto que los pecados y delitos de los hombres, en cualquier tiempo cometidos, fueron la causa por la cual el Hijo de Dios se entregó a la muerte; también ahora ellos, de por sí, ocasionarían a Cristo la muerte, acompañada de los mismos dolores y de las mismas angustias, ya que se considera que cada pecado renueva en cierta manera la Pasión del Señor: “De nuevo, en toda su extensión, crucifican al Hijo de Dios exponiéndolo al ludibrio” (Heb 6,6).
»Si aun a causa de nuestros pecados futuros, pero previstos, el alma de Jesús se entristeció hasta la muerte, no hay duda de que algún consuelo tendría ya entonces en previsión de nuestra reparación cuando se le apareció “el ángel del cielo” para consolar su Corazón oprimido por la tristeza y angustia.
»Y así también ahora en modo admirable, pero verdadero, nosotros podemos y debemos consolar a aquel Corazón Sacratísimo que está continuamente herido por los pecados de los hombres inconscientes…» (encíclica Miserentissimus).