EL CORAZÓN DE JESÚS NOS DA EL ESPÍRITU SANTO:
AHÍ TIENES A TU MADRE
Luis María Mendizábal, homilía pronunciada en la tarde del 3 de junio de 1979, Solemnidad de Pentecostés, día en que se celebró el LX Aniversario de la Consagración de España al Corazón de Jesús.
Al atardecer de este día denso de vivencias espirituales, nos congregamos aquí en este lugar de descanso, junto a esta comunidad contemplativa, que ha vivido desde su clausura la jornada de hoy, como vive desde su clausura toda la historia del mundo presente vista con la luz sobrenatural. Y venimos aquí a reflexionar.
Hay entre vosotros quienes han venido ahora a este Monte Santo. Hay otros que han vivido las experiencias del día de hoy, han vivido este acto grandioso que al medio día hemos celebrado en la explanada bajo la mirada de la imagen del Corazón de Jesús. ¡En ese momento se estaban realizando los planes de Dios! No era algo puramente humano lo que estaba sucediendo. En ese momento estaba cumpliéndose también por nosotros esto mismo que el evangelio nos acaba de referir.
Fijaos en las líneas de ese evangelio tan profundo. Primero, describe a los apóstoles encerrados en el cenáculo, imagen de una vida nuestra muchas veces encerrada en nuestro egoísmo, en que todo lo vemos desde la luz de nuestro egoísmo, en que nos encerramos de verdad, en que estamos con las puertas y ventanas cerradas, incluso en nuestras vivencias religiosas como algo que nos satisface, como algo que nos llega, como algo que nos tranquiliza en cierta manera. Pero lo que creamos es una tranquilidad producida por nosotros a fuerza de tener cerradas las puertas y las ventanas, porque toda la creación se nos ha convertido en un muro y en cierta manera nos parece que nos protege, porque nos ahoga y nos limita. Y estamos ahí metidos, aun cuando estemos exteriormente en un lugar espacioso, pero estamos muchas veces encajonados en ese cenáculo de nuestro egoísmo y de nuestra seguridad buscada.
Y dice el evangelio de san Juan, que “estando ellos así, encerrados en el Cenáculo, entró y se puso en medio de ellos Jesús, y les dijo: -Paz a vosotros”. Os traigo otra paz. No es la paz de sentirse asegurados en los muros con las puertas cerradas, es la paz nueva, la vida nueva. “¡Paz a vosotros!” Que es decirte: -¡A vosotros los torrentes de la Redención cumplida, de la vida nueva, del amor de Dios que se derrama sobre nosotros! Paz a vosotros es anunciarles todos los bienes mesiánicos. Y en particular es anunciarles la caridad, el amor. Es acercarles la cercanía de Dios y es anunciarles la ruptura de su esclavitud en la cual estaban contentos, como seguros en su pequeñez y en su retraimiento. “¡Paz a vosotros!”.
«Y diciéndoles esto les mostró las manos y el costado». Así nos ha dicho también el Señor a nosotros en este día: «Paz a vosotros». ¡Paz! ¡Que en vuestro corazón reine la paz!, esa realidad maravillosa que no es producto humano sino que es inundación de bienes del corazón, que es el esponjamiento. «Paz a vosotros» por la riqueza del raudal de la divinidad. Y al decirnos esto nos ha mostrado sus manos y su corazón abierto, sus manos y su costado.
Y ahora, como en esta mañana en la solemnidad, en esta reflexión, en esta paz más tranquila, volvemos nuestra mirada hacia ese Costado abierto que Él nos muestra. Para darnos la paz nos abre sus manos y su Costado, y nos muestra que nos ama y que el Padre nos ama en Él, y que su Corazón está abierto para nosotros de par en par siempre. Y así está ahí en esa imagen, que es imagen, pero que refleja una postura eterna de Cristo que está con los brazos abiertos, que está con el Costado abierto, diciendo: «Paz a vosotros«, y dejando caer la paz a torrentes desde su Corazón.
Así lo contemplábamos esta mañana en ese espectáculo inolvidable donde gente sencilla… Estáis aquí muchos de los que allí estabais; habéis querido quedaros hasta el fin para disfrutar de esta cercanía del Señor, y pensáis salir luego para vuestras Provincias, hacia Toledo, hacia Salamanca, hacia León. Pero después de haber disfrutado de ese Costado abierto de Cristo que, de una manera como sacramental se os mostrado en esta fiesta de hoy, en medio de ese calor, de ese sol que parecía que nos abrumaba, pero quizás porque era signo de la grandeza del torrente de la gracia de Dios que nos inundaba interiormente.
«Paz a vosotros». Y os muestra las manos y el Costado y el Corazón abierto que es símbolo de la intimidad personal comunicada. Quiere decir que Él no quiere reservarse nada, que Él os lo da todo, que Él os lo abre todo, que Él os invita a penetrar hasta esta profundidad. Y que no os conforméis con la superficialidad de este mundo y con la vanidad de este mundo, sino que sepáis que el Corazón de Dios está abierto siempre. Y que ahí os espera y tiene que ser vuestra morada. Como estas Religiosas tienen su morada en esa clausura, la clausura nuestra tiene que ser el Costado de Cristo, el Corazón de Jesús. Aun caminando en medio del mundo pero ahí está Él que nos sostiene siempre, que nos espera, que nos acompaña con sus manos abiertas, con su Costado abierto.
“Y ellos se alegraron al ver al Señor”. También nos hemos alegrado nosotros al sentir el Corazón de Jesús, al tener esa seguridad experimentada de que Él nos ha acogido y nos ama. Y en ese dejarnos acoger por Él, y en ese dejarnos, entregándonos a Él, ha consistido nuestra consagración. Nuestra consagración en alegría, nuestra consagración en generosidad verdadera, dejándonos inundar por el torrente de amor, dejándonos inundar por la bondad del Corazón para que nos haga buenos de corazón. ¡Eso que necesitamos tanto en el mundo de hoy: la bondad de corazón! ¡Eso se ha realizado esta mañana por la fuerza del Espíritu Santo! Porque llamamos, sí, al Espíritu Santo, hoy, día de Pentecostés. Y no dudo de que ha sido un verdadero Pentecostés para cuantos hemos estado aquí y para tanta parte de la Iglesia de Dios, donde nuestro Vicario de Cristo está ahí en una misión de paz, en una misión de amor en su Patria polaca. Y está ahí siendo instrumento de esa inundación de Espíritu Santo sobre el mundo que el Corazón de Jesús ha reservado para estos tiempos. Y allí inunda al mundo de la riqueza del Espíritu Santo. Y aquí inundaba también nuestras personas y nuestra Patria con las riquezas de la inundación del Espíritu Santo.
Y así en el pasaje del evangelio leemos que «Jesús entonces alentó sobre ellos y les dijo: Recibid el Espíritu Santo».
Estamos aquí en los misterios centrales de nuestra vida. Devoción al Corazón de Jesús no es una cosa marginal, insignificante de nuestra existencia, una devocioncilla: que uno tiene a una imagen a la cual de vez en cuando le pone un ramillete de flores. No es eso simplemente. ¡Es llegar hasta el centro del cristianismo! ¡Es llegar hasta el corazón del cristianismo! ¡Es llegar hasta el Corazón abierto de Cristo que nos abre el Corazón del Padre y que nos da el torrente del Espíritu Santo!
Es san Juan de Ávila el que dice en una expresión impresionante: ¿Qué es Espíritu de Cristo? ¿Qué es darnos Cristo su Espíritu? Y responde: Es darnos su Corazón. Eso es darnos su Espíritu. ¡Nos da su propio Corazón!, ¡nos da su intimidad!, ¡nos da sus sentimientos!, ¡nos da su amor! «Para que el Amor con que me amaste esté en ellos y Yo en ellos». Esto es darnos su Espíritu. Nos da el Espíritu Santo. ¡Amándonos nos da el Espíritu Santo! Y ese Espíritu Santo en nosotros modela y forma el Corazón de Jesús. Por eso entregarnos a Cristo es no poner obstáculos al Espíritu Santo. Lo invocamos pues, como decía el Papa Juan Pablo II en la Redemptor Hominis, que la Iglesia toda en estos momentos clama: ¡Ven Espíritu Santo!, deseando ese torrente de Espíritu Santo. Lo llamamos pues. Pero notemos que no se trata simplemente de llamar con los labios sino con la disposición del corazón. Y la disposición del corazón es, iluminados por el mismo Espíritu, abrirnos en la fe y contemplar el Corazón abierto de Cristo.
Si volviéramos la mirada al Corazón de Jesús Él nos da su Espíritu que nos inunda. ¡Y nos inunda con sus siete dones, con la riqueza de sus frutos! ¡Y nos invade con su alegría y su gozo! ¡Y nos purifica interiormente! ¡Y nos transforma en el Corazón de Jesús! Y así en nuestra consagración, entregando a Cristo nuestro corazón, Él pone su Corazón en nosotros.
En la vida mística sabemos que ha habido momentos en los cuales los santos han experimentado un fenómeno en el cual ellos ven cómo hay un intercambio de corazones: Cristo cambia su Corazón con el del fiel. Es una visión imaginaria quizás que refleja esta realidad, la realidad de esta transformación interior, de esa mutua donación: ¡yo soy de Cristo y Cristo mío! Pero esto de verdad. El Señor decía en una ocasión a santa Teresa, en un momento de su evolución espiritual: «Ya eres mía y yo soy tuyo». Y uno puede preguntar: -¿pero no lo era así desde que estaba bautizada y estaba en estado de gracia? Y responderíamos: -si, pero un grado muy imperfecto. Y progresivamente, conforme nosotros vamos creciendo espiritualmente, Él es más corazón de nuestra vida y nosotros nos entregamos más plenamente a Él. Él es más nuestro y nosotros somos más suyos. Es la consagración, esa consagración hecha por la fuerza del Espíritu Santo.
Pero no quisiera terminar estas breves reflexiones que nos hagan concluir este día tan maravilloso y nos hagan vivir esta entrega sin una referencia a la Virgen.
¿Qué significa la Virgen en esta jornada grandiosa de hoy? Digo, con un poquito de pena, que me ha parecido que ha estado un poco ausente. Y no quiero que lo esté, porque no debe de estarlo.
En el cenáculo, mientras los apóstoles esperaban al Espíritu Santo, estaban en oración con María la Madre de Jesús. La preparación a ese intercambio de corazón, la preparación para esa inundación del Espíritu Santo se hace con María. “Estaba allí María, la Madre de Jesús”. Cuando en la cruz dice san Juan que Jesús inclinó la cabeza y entregó su Espíritu, estaba allí al pie de la cruz, con Juan, su Madre, y Madre nuestra. ¡La Virgen Santísima no puede estar ausente en este día nuestro! No lo ha estado en nuestra preparación. Ella como Madre solícita nos ha preparado, ¡Ella misma, nuestro corazón! Y hemos de sentir su cercanía, su protección, en el momento en que nos entregamos a Cristo.
Pero no es sólo eso. María, en este día, nos ha acompañado. La que en su humildad ha querido pasar desapercibida pero que estaba ahí presente preparando al Pueblo de Dios para su encuentro con el Hijo, para su intercambio de corazón, para su conversión verdadera, sincera y generosa. Pero no es sólo eso. Hemos venido aquí, a esta Capilla a celebrar la Eucaristía. Y es la capilla de la Orden del Carmen. Y de una manera especial Capilla de la Virgen porque el Carmelo es todo de María. Y me parece providencial. Y me parece providencial decir unas palabras sobre esta Madre nuestra, que en esta fiesta que para nosotros nos va a dejar una huella definitiva, estaba presente y debe de estar presente, y tiene su lugar, que se lo queremos dar. No es sólo pues la que nos ha preparado.
El Papa Pío XII, en la Encíclica Haurietis Aquas -que es la carta magna de lo que es la visión del Corazón de Jesús-, después de haber hablado de la necesidad de la entrega, de la necesidad de la consagración a Cristo, de la reparación, después de haber desarrollado maravillosamente lo que es el amor que Cristo nos tiene y con el que nosotros debemos corresponder a Cristo, dice al final: Pero después de habernos acercado al Corazón de Jesús es necesario que vayamos al Corazón de su Madre. Y es sorprendente que diga: Después de habernos acercado al Corazón de Jesús es necesario que vayamos al Corazón de su Madre. Ha sido la única referencia que hemos tenido también nosotros cuando hemos dicho que no termina aquí nuestra peregrinación, sino que la próxima meta será nuestra Madre del Pilar. Es verdad, hemos hecho una referencia. Pero es importante notar que corresponde a la doctrina de la Encíclica Haurietis Aquas, de la carta magna del Corazón de Jesús, que después de haber llegado al Corazón de Jesús, después de haberle prestado nuestra adoración y veneración, nos tenemos que acercar al Corazón de su Madre.
Y aquí es donde quisiera deciros dos palabras nada más. Su Santidad el Papa Juan Pablo II, en su Encíclica, según mi punto de vista, maravillosa, grandiosa, en la que habla del Misterio de la Redención, del Corazón del Primogénito que derrama la justicia en los corazones de todos los hombres, dice que ese Jesucristo y ese Corazón de Jesús es camino al Padre y camino a los hombres. Y habla de la Virgen al final.
Yo, con sumo respeto, quisiera añadir una cosa. Y es ésta, matizar algo más, y decir que el Corazón de Jesús es camino al Padre, es camino a los hombres y es camino a María. Os podréis sorprender, y me diréis: -Pero ¿cómo? ¿Y Jesús camino a María? Y yo os digo: -¡Y no ponéis unos ojos todavía más grandes cuando escucháis que Jesús es camino al hombre! ¿Y qué quiere decir es camino al hombre? Quiero decir esto: es sólo a través de Cristo que llegamos a entender la grandeza del hombre, la dignidad del hombre, sólo cuando lo vemos objeto del amor de Cristo, sólo cuando comprendemos que Cristo ha dado su vida por él. Y sólo entonces conocemos el valor del hombre, que quizás nosotros lo despreciábamos o descuidábamos. Pero cuando vemos a Cristo, al Hijo de Dios, al Padre, que está dispuesto a dar su vida por ese hombre, entonces yo empiezo a entender el misterio del hombre, y de ahí me vienen luego todas mis apreciaciones del hombre.
¿Y no es acaso el Corazón de Jesús camino para comprender el corazón de María? ¡Mucho más todavía! Por eso, cuando entra en el Corazón de Jesús y se adhiere al Corazón de Jesús entonces, como al pie de la cruz, oye también su palabra cuando le dice: «Ahí tienes a tu Madre». ¡Madre de esta vida de gracia! ¡Ella que ha colaborado conmigo! ¡Ahí tienes a la que verdaderamente te ama con corazón materno! Ella, Madre tuya, no es sólo camino hacia Mí sino Madre perpetua cuyo valor queda iluminado por el valor del Corazón de Jesús. Y entonces comprendemos a María y vamos a Ella. Y entonces comprendemos su Corazón materno de verdad. Y entonces, con la luz del Misterio de Cristo comprendemos su corredención con Cristo, y aprendemos a ver en María lo que debe ser nuestra entrega y corredención con Cristo. Y así venimos nosotros aquí.
Es muy bueno que movidos por ese Espíritu que Cristo nos comunica a través de su Corazón abierto, levantemos nuestra mirada a nuestra Madre y la veamos distinta. La veremos encuadrada en este misterio de amor y de redención. La veremos solícita de la redención del mundo, la veremos entregada, la veremos siempre siguiendo la corriente que le guía el Espíritu Santo. Y entonces nosotros nos entregaremos también a Ella, nos consagraremos a Ella. Y es legítimo que nos consagremos a Ella. Y vale también de nuestra consagración a María lo que decíamos de la consagración a Cristo, que la iniciativa es de Dios, que es Él que nos invita a entregarnos a su Madre, es Él que nos dice: “Ahí tienes a tu Madre”. Y nos lo dice en el momento en que nos descubre su Corazón, en el momento en que se le rasga ese Corazón, en el momento en que derrama sobre nosotros la plenitud del Espíritu Santo.
Muchos de los que estaban con nosotros en estos momentos están recorriendo las carreteras, las autopistas de España. Han ido muy lejos: Gerona, Valencia, Tortosa, Almería, Murcia, Sevilla, Granada, Zaragoza. Por ahí van. Nosotros nos sentimos unidos a ellos. No estamos más cerca del Corazón de Jesús que ellos, pero tenemos nosotros una paz en estos momentos en la cual queremos recogemos con todos ellos, con la humanidad entera, mirando al Corazón de Jesús, dejando que derrame sobre nosotros el torrente de su Espíritu. Y sintiéndonos al mismo tiempo bajo el latido del Corazón materno de María al cual confiamos nuestra existencia, confiamos el futuro nuestro, de nuestra familia, de nuestra Patria, con una mirada serena que no nos haga cruzarnos de brazos, pero que haga que toda nuestra vida, toda nuestra acción, esté presidida por el Misterio del amor de Cristo y de su Madre. Que así sea.