San Juan Pablo II
Dios, creador del cielo y de la tierra, es también “el Dios de toda consolación” (2 Cor 1,3). Numerosas páginas del Antiguo Testamento nos muestran a Dios que, en su gran ternura y compasión, consuela a su pueblo en la hora de la aflicción.
Para confortar a Jerusalén, destruida y desolada, el Señor envía a sus profetas para llevar un mensaje de consuelo: “Consolad, consolad a mi pueblo… Hablad al Corazón de Jerusalén y decirle bien alto que ya ha cumplido su servicio” (Is 40, 1-2): y, dirigiéndose a Israel oprimido por el temor de sus enemigos, declara: “yo, yo soy tu consolador” (Is 51, 12); e incluso, comparándose con una Madre llena de ternura hacia sus hijos, manifiesta su voluntad de llevar paz, gozo y consuelo a Jerusalén: “ alégrate, Jerusalén, y regocijaos por ella todos los que la amáis … De modo que os hartéis de sus consuelos. Como uno a quien su Madre le consuela, así yo os consolaré, y por Jerusalén seréis consolaros “(Is 66,10-13).
En Jesús, verdadero Dios y verdadero hombre, nuestro hermano, el Dios-que-consuela se hizo presente entre nosotros. Así lo indicó primeramente el justo Simeón, que tuvo la dicha de acoger entre sus brazos al Niño Jesús y de ver en el realizada “la consolación de Israel” (Lc 2,25).
Y, en toda la vida de Cristo, la predicación del Reino fue un ministerio de consolación: anuncio de un alegre mensaje a los pobres, proclamación de libertad a los oprimidos, de curación a los enfermos, de gracia y de salvación a todos.
Del Corazón de Cristo brotó esta tranquilizadora bienaventuranza: “bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consola dos” (Mt 5,5), así como la tranquilizadora invitación: “venid a mí todos los que estáis fatigados y sobrecargados, y yo os daré descanso” (Mt 11,28).
La consolación que provenía del Corazón de Cristo era participación el sufrimiento humano, voluntad de mitigar el ansia y aliviar la tristeza y signo concreto de amistad.
En sus palabras y en sus gestos de consolación se unían admirablemente la riqueza del sentimiento y la eficacia de la acción.
Cuando, cerca de la puerta de la ciudad de Naín, vio a una viuda que acompañaba al sepulcro el cadáver de su hijo único, Jesús compartió su dolor (“tuvo compasión de ella”), tocó el féretro, ordenó al joven que se levantara y lo restituyó a su Madre (Lc 7 14-15).
El Corazón del Salvador es también, más aún, principalmente, fuente de consuelo porque Cristo, juntamente con el Padre, dona el Espíritu consolador: “yo pediré al Padre y os dará otro consolador para que esté con vosotros para siempre” (Jn 14,16): Espíritu de verdad y de paz, de concordia y de suavidad, de alivio y de consuelo, Espíritu que brota de la Pascua de Cristo, del acontecimiento de Pentecostés.
Toda la vida de Cristo fue por ello un continuo ministerio de misericordia y de consolación. La Iglesia, contemplando el Corazón de Cristo y las fuentes de gracia y de consolación que mana de Él, ha expresado esta realidad estupenda con la invocación: Corazón de Cristo, fuente de todo consuelo, ten piedad de nosotros.
Esta invocación es recuerdo de la fuente de la que, a lo largo de los siglos, la Iglesia ha recibido consolación y esperanza en la hora de la prueba y de la persecución; es invitación a buscar en el Corazón de Cristo la consolación verdadera, duradera y eficaz, es advertencia para que, tras haber experimentado la consolación del Señor, nos convirtamos también nosotros en convencidos y conmovidos portadores de ella, haciendo nuestra la experiencia espiritual que hizo decir al apóstol Pablo: el Señor “nos consuela en toda tribulación nuestra, para que podamos consolar a los que están en toda tribulación mediante el consuelo con que nosotros somos consolados por Dios” (2 Cor 1,4).
Pidamos a María, consoladora de los afligidos, que en los momentos oscuros de tristeza y angustia nos guíe hacia Jesús, su Hijo amado, fuente de todo consuelo.
- Jesucristo, manso y humilde de Corazón.
- Haz nuestro Corazón semejante al tuyo.
Oración
Aviva en nosotros, Señor Jesús, el fervor que procede de ti, para que, experimentando la suavidad de tu Corazón, sepamos despreciar lo mundano y amar lo celestial.
Tú, que vives y reinas por los siglos de los siglos. Amén