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Hemos visto hace poco la cooperación de la Virgen a la obra de la Redención, de la Encarnación; su consagración total al servicio de su Hijo, a agradar a su Hijo, vamos a considerar nuestra respuesta: si Jesucristo me ama ahora, lo lógico es que yo responda a este amor. Y vamos a hablar aquí de esta respuesta nuestra al amor de Cristo. Toda nuestra vida debe ser una búsqueda de Dios, de cómo agradarle más, para «descansar en la anchura de su Corazón», como decía san Juan de Ávila
Ofrecemos el día al Señor, movidos por el Espíritu de Amor
Ven Espíritu Santo inflama nuestros corazones en las ansias redentoras del Corazón de Cristo para que ofrezcamos de veras nuestras personas y obras en unión con Él por la redención del mundo
Señor mío y Dios mío Jesucristo, por el Corazón Inmaculado de María me consagro a tu Corazón y me ofrezco contigo al Padre en tu Santo Sacrificio del altar con mi oración y mi trabajo sufrimientos y alegrías de hoy en reparación de nuestros pecados y para que venga a nosotros tu Reino.
Te pido en especial
Por el Papa y sus intenciones
Por nuestro Obispo y sus intenciones
Por nuestro Párroco y sus intenciones
DÍA DECIMOTERCERO. NUESTRA CONSAGRACIÓN
Una vez convencido de que Jesucristo me ama personalmente, ahora, y de que Él me envía todas las cosas, todas las gracias, agradables y desagradables, mi respuesta lógica será la de reconocer que todo viene de su mano y devolverle estas mismas cosas con amor. Para hacer esto, el primer paso es ver en Jesucristo no una cosa, sino una persona viva. No considerarlo meramente como una reliquia o como una estatua, sino como se trata a una persona viva. Recuerdo perfectamente y no se me puede olvidar, un encuentro sorprendente. Tenía yo unos 17 años, en un convento de religiosas. Habíamos ido un grupo de jóvenes a una ceremonia en la que entraba a esa congregación una amiga. Estábamos a la puerta de una capilla. Una religiosa se dirigió a mí y sonriéndome me dijo: pasa… te espera Jesucristo. Sentí un escalofrío que recorrió todo mi cuerpo. Esa religiosa con esas palabras había causado un terremoto en mi interior. Me espera Jesucristo!!! Os aseguro que entré a esa capilla de un modo muy diferente a como había entrado otras veces a las iglesias. Y cuando me puse de rodillas ante el sagrario, os aseguro que tuve esa certeza tan clara, que nunca lo podré olvidar: allí estaba Jesucristo en persona, me estaba esperando.
Los padres cristianos, los maestros, los sacerdotes, todos los que nos dedicamos a la formación de los demás, tenemos esta tarea fundamental: introducir a una vida cristiana plena, auténtica. Para enseñar Matemáticas y enseñar Ciencias, para eso una Fundadora o un Fundador no funda una Congregación religiosa. Para eso bastan los Institutos del Estado. Lo que hay que hacer es formar jóvenes cristianos. Y todo lo demás es estar fuera de su sitio. Y a esto vamos. Tanto en nuestra vida espiritual, como en la formación apostólica y en la educación, hay que enseñar –a los niños, a los jóvenes, a todos- a ver en Jesucristo una persona viva. Que cuando se acercan a la Eucaristía vayan a tratar con una persona viva. No precisamente porque uno lo diga sólo con palabras, sino por el sentido mismo que da a toda la vida cristiana. Jesucristo en la Eucaristía no es un cadáver, no es una mera reliquia, sino Jesucristo en la Eucaristía es una persona viva, que nos conoce, que nos ama, que nos ve entrar en la iglesia o en la capilla y se alegra. Porque como persona viva, reacciona, como reaccionaba en su vida pública, lo mismo. Y ante la fe del centurión, Él se admiró; y ahora, se admira lo mismo ante nuestra fe auténtica, verdadera. Y cuando nos ve entrar, se alegra, como uno que ve entrar a su amigo y se alegra de la entrada de su amigo. Este es nuestro trato con el Señor; es una persona viva. Y tratarlo así, como persona viva.
A veces falla nuestro lenguaje religioso. Si le decimos a los niños de catequesis : “Id a hacer una visita al Santísimo”. Eso dice poca cosa a un niño: hacer una visita al Santísimo. Si en cambio le dices: “Mira, vete, y dile esto a Jesús”. Eso ya es una persona viva. “Cuéntale esto. A ver qué te dice Jesús sobre esto. No sé si le gusta a Jesús lo que estás haciendo”. Eso es formación cristiana. Lo que pasa es que para actuar así hay que creer en la gracia. Y esa alma niña que se nos ha puesto en nuestras manos, tiene en sí todas las riquezas sobrenaturales. Y así como hay una afectividad humana, y hay una inteligencia humana y una voluntad humana, que por la educación hay que desarrollar e integrar, así también hay en esos niños una fe divina, una caridad divina, una afectividad divina que hay que desarrollar en ellos. Y muchas veces prescindimos como si no existiera. Y es fatal formar a las niños católicos como si fueran paganos, con los mismos principios. Eso es desconocer el orden sobrenatural. Formarlos únicamente para que cumplan su deber: “este es tu deber”. Eso es pagano, pagano. Hay que dar al mismo deber un sentido cristiano, en todo su ser: “Y esto es lo que Jesús quiere de ti. Y tú tienes que realizar la misión que Jesus te confía. Y ahora Jesús quiere esto de ti”. Y, ¿Es que los niños lo entienden esto? ¡Pues claro que lo entienden…! Lo que pasa es que no creemos en la gracia. ¿No lo han de entender? Si tienen una sensibilidad delicadísima… una psicología sobrenatural muy fina…
Santa Teresita del Niño Jesús lo cuenta así también en la Historia de un alma: la impresión que a ella le causaba ver las reacciones de las niñas a las verdades sobrenaturales que les explicaba. ¡Pues claro que lo captan! Tienen gracia santificante. Y así hay que educar también a los padres y madres de familia, para que formen a sus hijos con este mismo espíritu.
Una vez, después de una conferencia que se dio a maestros sobre la educación cristiana de los niños, un maestro –D. Manuel se llamaba- le dice al conferenciante: -Eso que ha dicho usted es verdad. Yo lo he experimentado esto. Y contó su caso: Era maestro de un pueblecito. Y entre sus chicos, tenía uno particularmente díscolo y que no llegaba nunca a dominar. Lo había castigado cien mil veces; y ya se reía de los castigos… cuando lo llamaba venía saltando… riéndose… Recibía el castigo y seguía igual… y no sabía qué hacer el pobre maestro. Y un día aquel chico estaba así enredando como de costumbre, sin saber ya qué hacer, lo llama; viene el otro así riéndose… Y sin saber cómo salir del paso, se le ocurrió entonces al maestro, y le dice: “Mira, chico; vete a la iglesia, y allí, en el altar donde dan la comunión está Jesús; vete y dile a Jesús lo que me estás haciendo; a ver qué te dice”. Y el chico salió saltando de la escuela, como había venido haciendo hasta la mesa del profesor. Pasaron diez minutos y no volvía. Pasa un cuarto de hora y no vuelve. Y los chicos le dijeron: “D. Manuel, aquél ya no vuelve; se habrá ido de vacaciones”. A los veinte o veinticinco minutos se presenta el chico llorando. El Maestro le ve, lo llama: “Ven aquí”. Y viene, y le pregunta: -¿Qué te ha dicho Jesús? Y el chico le responde: -“Me ha dicho que usted también me perdone”. Y desde aquel día, aquel chico cambió totalmente. Fue el remedio definitivo. Aquel niño había experimentado el perdón de Jesús. Solos él y Jesús.
Lo que pasa es que si nosotros no creemos prácticamente, ¿cómo vamos a infundir esa fe en los demás?
Viendo a Jesucristo como una persona viva, se suscitará en nosotros, como segundo paso, un amor personal a Jesucristo. No un amor personal frío, que es sólo obedecer y hacer las obras que nos manda. No sólo eso, sino un amor personal, de delicadeza y entusiasmo. Que los niños se enamoren de Cristo. Que son muy capaces… muy capaces… A su manera cada uno, porque no se puede pedir a todos lo mismo. Como niño… pero lo harán, lo harán.
Y así han vivido siempre también los santos, con este amor personal. En la vida del P. Rubio se lee que una vez en el tranvía, yendo por Madrid, cuando subió, pidió dos billetes. Y cuando le preguntó el otro para quién era, dice: “¡Ah, no! Perdone, uno”. El otro era para Jesucristo, como iban juntos… Eso es familiaridad. Y él mismo decía: “Hasta que se encuentra al Señor, trabajo cuesta. Cuesta mucho encontrarle; pero una vez que se le encuentra, se le encuentra hasta en la sopa; en todas partes”. Y así es.…
Este aspecto afectivo es muy importante. Y notad que los colegios religiosos que la Iglesia siempre ha promovido, deberían ser colegios del amor de Cristo. Es lo que interesa… Lo que interesa no es que al final de los años de estudio digan: -¿Qué tal el colegio? -¡Estupendo! Todos han aprobado la EVAU. -Pero dígame usted: ¿Todos han salido enamorados de Cristo? Es lo que me interesa… ¡Enamorados de Cristo! Imaginaos el bien que se haría si de todos los colegios religiosos saliese una juventud enamorada de Cristo. Pero si sale una juventud que no van a Misa ni los domingos, aunque… saquen buenas notas. Pues, ¡cierre el colegio! Está tocando el violín… ¡a cuatro manos… Claro…! Para eso ya hay otros muchos colegios. Escuelas del amor de Cristo; colegios del amor de Cristo.
Y ahora vendría la cuestión: ¿por qué son relativamente pocas, las personas religiosas que llegan a este enamoramiento de Cristo? Dirán algunos: “Es que yo estoy enamorado de Cristo, pero es que no se nota”. ¡No se nota! Déme usted un alma enamorada, a ver si no se le nota; a ver si es capaz de disimular. ¡Ni de lejos! Un alma que está enamorada no es capaz de disimular; le salta por todas las esquinas. Y los jóvenes, que tienen una gran vista y caen en la cuenta de todo, saben muy bien: Ese es o no es un enamorado de Cristo; eso lo saben muy bien. Y ése me gustaría que fuese el gran elogio que hiciesen de un sacerdote o de una religiosa. No el que digan: es una maravilla en informática; sabe muchísimo de historia… Lo que interesa es que me digan: Ese sacerdote, esa religiosa está loca por Cristo. Eso es lo que es el juicio grande que se forma un joven, de un alma consagrada: está chiflada por Cristo; de verdad. Por lo tanto, no es que se disimule; no es fácil, no es fácil. Pero, en fin; admitamos que se puede disimular. Entonces digamos sencillamente: ¿Por qué son aparentemente tan pocos los sacerdotes, religiosas y laicos enamorados de Cristo? ¿Dónde está el secreto? Pues, creo que hay que decir que el secreto está en esto: “En que no saben pasar el desierto afectivo”. En la vida espiritual hay un desierto; siempre. Un desierto que hay que atravesar con trabajo, y en pura fe. Y eso no se pasa fácilmente.
Los autores espirituales, los Padres –y ya la carta a los Hebreos mismos-, les gusta comparar la vida cristiana, vida espiritual, al éxodo de los israelitas del desierto a Jerusalén. Ahora bien; ¿qué pasó en aquel éxodo del desierto, de Egipto a Jerusalén? Cuando Moisés los sacó de Egipto, salieron todos, pasaron el Mar Rojo con la ayuda del Señor, con aquellos milagros… y todos salían cantando. ¡Encantados! ¡Satisfechos! Y pasó Moisés el Mar Rojo, y empezó a cantar aquel cántico maravilloso lleno de alabanzas a Dios. Pero pasaba el tiempo y empezaron a tener hambre… y sed. Y entonces se rebelaron contra Moisés: “¿Nos has sacado aquí para matarnos del hambre en el desierto? Mejor estábamos en Egipto, que al menos teníamos ajos y cebollas”. Y esto mismo pasa en la vida espiritual. Cuando uno comienza dejando el mundo, sale con un arranque, con unas alegrías y unos cantos… una felicidad… Después llega el desierto; el desierto afectivo. Y una necesidad de amar y de ser amado… Y empieza a apretar el hambre y la sed; y es muy fácil que el alma se rebele contra Dios y que sueñe con aquellas cosas que dejó. Busca la satisfacción en otras cosas fuera del querer de Dios y empieza a hacerse su propia vida aunque sea moderadamente. Y deja de aspirar a esa plenitud de la que habla San Juan de la Cruz:
Gocémonos, Amado,
y vámonos a ver en tu hermosura
al monte y al collado
do mana el agua pura
entremos más adentro en la espesura.
Eso se ha acabado. Esas espesuras, que como explica él mismo son las espesuras del mucho padecer, “porque no hay mucho amar sin mucho padecer”, eso se ha acabado. Decía San Agustín: “Señor, ¿quién te entiende? Buscas a quien huye de ti, y escapas del que te busca”. Está uno yendo por ahí, por esos mundos de Dios, y el Señor va detrás, y no lo deja en paz, y lo persigue. Va uno buscando al Señor, y se esconde, se esconde. Y es así… Y es ese desierto afectivo la piedra de toque de nuestra fidelidad al Señor. Y es necesario atravesarlo. Es necesario formar el propósito firme, definitivo: que buscamos a sólo el Señor, sólo Jesucristo. Y aunque me muera de hambre, aunque mil atractivos se me presenten pidiéndome mi amor, yo no beberé más que del agua que sale del Corazón de Cristo. “Beberéis el agua con alegría, el agua que brota de la fuente del Salvador”. Aquí está el secreto.
Hay un termómetro del amor a Jesucristo que no suele fallar. Se suele ver el fervor, el estado afectivo interior en el modo como se emplean los tiempos libres. Si en cuanto tienes un tiempo libre enciendes la televisión para ver tu serie preferida o te conectas a un videojuego, ya sabes dónde está tu corazón. Si en cambio lo que te viene al corazón es ir a misa porque te cuadran los horarios o hacer un rato de lectura espiritual, ya sabes dónde está tu corazón. Un día que hay una fiesta…un puente, fin de semana, se nota muy pronto a qué cosas se inclina entonces el corazón. Y hay sacerdotes y almas consagradas que hambrean pasar su tiempo como quienes no están consagrados y hay cristianos que desean vivir la fiesta como quienes no creen en Dios. Divertirse como ellos, beber alcohol como ellos, disfrutar de la misma música, aunque la letra diga barbaridades… da igual, es lo que hay, no podemos ser raros. En el fondo, albergan un grandísimo complejo de inferioridad, porque no han llegado a asimilar vitalmente que han encontrado el Tesoro. Y lo peor es que quizá han encontrado el Tesoro, pero no disfrutan de Él. Lo tienen como si no lo tuvieran, lo miran como si no lo miraran, lo escuchan como si no lo escucharan Dice el Evangelio que al que no tiene se le quitará hasta lo poco que tiene, es decir, quien no valora lo mucho que tiene.
En cambio… dice el P. Mendizabal, uno recuerda aquellos tiempos cuando el domingo por la tarde veía uno a los hermanitos coadjutores, aquellos hermanitos que tenían el rato libre del domingo, y se pasaban dos o tres horas en la capilla. Allá… con el Señor. Y uno conoce a muchos laicos que van a descansar a la Adoración Perpetua, a los pies del Señor y que cuando tienen vacaciones o un fin de semana aprovechan para ir a Fátima o a Lourdes, o para participar en una Convivencia que renueve su amor a Jesucristo. Eso sí que es grande. Y así se cuida ese amor tan profundo y verdadero.
Y declarar guerra a todo lo que no sea solo Jesucristo. Este amor personal, de delicadeza y de entusiasmo a Jesucristo hay que mantenerlo vivo en los ejercicios de la vida cotidiana. La vida del cristiano no es interrumpir de vez en cuando su vida para hacer un acto de fe, esperanza y caridad, no. Está uno trabajando; interrumpe un poco y dice: Señor, yo creo en ti. Eso es muy fácil. Eso no es la vida teológica cristiana, no sólo eso. Lo que importa es que mi vida cotidiana sea toda ella empapada de fe, de esperanza y de caridad. No vivir haciendo actos de fe de vez en cuando, sino que la vida toda, esté impregnada por la fe, y se entienda solo por la fe. Eso es lo que cuesta. En cualquier decisión del día…, me rijo por la luz de la fe; en todo lo que veo. Y en cada momento hago un holocausto de mi modo de ver humano para seguir el modo divino de ver las cosas. Eso es vivir de fe.
Por lo tanto, procurar demostrar al Señor ese amor en todas las cosas del día, las pequeñeces de cada día; vivirlas con amor. Aun el detalle más pequeño. Y cuanto más profundo sea este modo de vivir en amor las circunstancias de cada día, tanto más alta es la vida espiritual de esa persona.
Y amar a todos. Lo primero a nuestras autoridades religiosas; sí. Es el cuarto mandamiento. Honrar padre y madre. Hoy día que hablamos tanto de la caridad con todos: los de otras religiones, los que no creen en nada, los delincuentes, los emigrantes… todos, todos… menos con nuestros legítimos superiores. Dios nos pide no solo obediencia sino caridad. Al Papa, a los obispos, sacerdotes, superiores religiosos… y también en la familia, a los abuelos, a los mayores, a nuestros padres. Esto es caridad ordenada, porque dice San Pablo a los Tesalonicenses que debemos mayor caridad a nuestros superiores, ya que ellos tienen que responder por nosotros ante Dios, y por lo tanto, son más legítimos representantes de Dios, a quien se ordena nuestra caridad. Y es lógico, y es justo. También caridad con nuestras autoridades civiles. Orar por ellos y tratarles también con caridad. Uno puede no estar de acuerdo con ellos y tenerles caridad. Y orar siempre por ellos pidiendo luz, conversión, que es desearles precisamente la caridad, que triunfe en ellos el amor de Cristo. Pero odio? Nunca. Ni una brizna, nada. No puede haber odio en el corazón de un discípulo del Cordero de Dios. El odio a los hombres es patrimonio del infierno. El demonio sí que nos odia a todos. “A nadie le debais nada más que amor”, dice san Pablo.
Y caridad también en el trato con los iguales, naturalmente. Porque “lo que hacéis a uno de éstos, a mí me lo hacéis”. Por lo tanto, el vivir esa caridad como a Cristo mismo, con ese espíritu… ¡qué hermoso sería esto! Hacer un pequeño favor como a Cristo mismo. Y eso a todos; sobre todo –como decíamos en la meditación precedente- a los miembros de la familia, de la comunidad más próxima. No se trata de establecer una oposición entre la caridad y las demás virtudes, sino que el cristiano perfecto ejercita todas las virtudes con caridad. Y da lo que es justo con caridad; lo que es justo. Pero no se trata sólo de dar a cada uno justo, sino dárselo como a Cristo; con la misma delicadeza, con la misma caridad con que lo haría a Cristo mismo, con la misma sonrisa; igual que a Cristo. Y entonces, la vida, sí, sería celestial entre nosotros.
Y lo mismo con los pequeños, nuestros hijos, los niños y niñas que hay que educar. Y también todas esa personas que, aun siendo adultas, son como niños, frágiles por su sicología especial, por sus rarezas, por su historia, quizá mucho más complicada que la nuestra… Ellos también son almas pequeñas. Porque “lo que hacéis a uno de estos pequeñuelos, a Mí me lo hacéis”. Y hacerlo con el mismo espíritu, con el mismo amor, con la misma delicadeza.
Pero no basta esto. Dice San Pablo: “Esta es la voluntad de Dios: vuestra santificación”; la santidad. Ahora bien, santidad no es privarse de espectáculos, privarse de placeres, privarse de comodidades. Eso no es la santidad. Y hoy se insiste mucho en esto y con mucha razón. No es eso la santidad. Pero notad bien. Tampoco es santidad lo contrario. Que algunos sacan esa conclusión: luego santidad es no privarse de nada… No, no. Ni lo uno ni lo otro es santidad. Ahora, es muy cierto que la santidad, que no consiste formalmente en eso, no se obtiene de hecho sin el sacrificio de la mayor parte de esas cosas. Eso es un hecho. Aun cuando no es eso, pero no se realiza sin eso. “La santidad –dice San Juan de la Cruz- consiste formalmente en que el alma, según la voluntad, esté puramente transformada en la pura voluntad de Dios”. Eso que pedimos todos los días, que todo en nosotros sea ordenado puramente para agradar a Jesucristo.
En la capilla de la conversión de Loyola, hay una inscripción inspirada que dice así: “Aquí se entregó a Dios Iñigo de Loyola”. Está muy bien dicho. No dice: Aquí se convirtió; “aquí se entregó a Dios Iñigo de Loyola”. Iñigo de Loyola era –decía él- un soldado desgarrado y vano. Pero era buena persona en el fondo. Y de hecho, pues… practicaba los Sacramentos… Después de sufrir aquel cañonazo que le destrozó la pierna, en su convalecencia se aburría, y en aquellos largos días leyó la vida de Cristo y de los Santos. Y en la lectura cayó en la cuenta de que Jesucristo tenía algo que hacer en su vida. Y entonces renunció a sus planes. Tenía planes muy vanidosos; no pecaminosos, vanidosos. El quería casarse no con una condesa o marquesa, sino más arriba. Parece que era la hija del Emperador detrás de la que iba él, ¡nada menos! Serían vanidosos… pecado no. Pero cuando cayó en la cuenta de que Jesucristo tenía un papel que realizar en su vida, renunció a sus planes vanidosos, para realizar en todo los planes de Cristo sobre él. “Aquí se entregó a Dios Iñigo de Loyola”, se puso a disposición de Dios.
Esa es la determinación de la santidad: renunciar a los propios planes en cuanto propios; incluso de santidad. Que nosotros hacemos planes hasta de santidad; una santidad que tiene que ser así, así, así, así; una santidad de la que cuando yo pase por la calle venga toda la gente a besar las huellas de mis pies, y que me vengan a besar las manos con tal de que no me las llenen de babas, claro… Una santidad en la que no haya humillaciones, sino todos admirados del esplendor de mi santidad. Un a santida sin faltas; ni una falta que reprocharme en el examen de conciencia antes de dormir. Pues no. Quizás el plan de Dios, es que yo lleve siempre una jorobilla, una espina que decía san Pablo, que está ahí fastidiando, y que me humilla a veces.
Mis planes son un estorbo a los suyos. Como muchas veces pasa en la misma oración. Éste es el primer punto, éste el segundo… y cuando Dios quiere intervenir, no le dejo ni meterse. Cuando haya terminado de oír la canción, entonces Señor, te permito que me hables, pero antes no. ¡No! Nuestros planes son estorbo a los suyos… La más pequeña afección, el más pequeño apego personal, el más mínimo capricho en mi afecto impide más la santidad que un pecado mortal o muchos pecados mortales esporádicos, pasados y llorados. Sin duda ninguna. Y eso, porque esos apegos los acariciamos y mantenemos como si no fueran malos. Y nos atan mucho.
Decía el P. Ginhac -que tenía buena experiencia de vida espiritual-: “Hay muchas almas que trabajan, hay muchas almas que se sacrifican, hay muchas almas que oran, hay muchas almas que hacen obras de caridad; pero hay pocas que se hayan dejado a sí mismas. En el fondo, en todas esas obras siguen buscándose a sí mismas”. Y es muy difícil, es muy difícil. No es negocio fácil el realizar esta determinación de aceptar los planes de Cristo puramente; puramente agradarle a Él. Pero llegaremos poco a poco con la gracia de Dios, invocando cada día al Espíritu Santo .
Pues bien; este acto de ponernos deliberadamente a entera disposición de Cristo, es la consagración a Él. Consagrarnos. Como el cáliz, que consagrado por el obispo, queda dedicado al culto divino, así nuestra persona, por esta determinación y este acto aceptado por el Señor, queda dedicado al servicio exclusivo del Corazón de Cristo. Se trata de hacer la consagración de toda mi persona. Yo ahora recojo todo mi pasado, porque soy fruto de todo mi pasado; preveo en cuanto puedo prever todo mi futuro en el instante presente, y así lo ofrezco al Señor como holocausto, como donación de amor. Es un acto importante. “Vuestra soy, para Vos nací, ¿qué mandáis hacer de mí?”. “Que ya sólo el amor es mi ejercicio”.
Pues bien; todo depende de mi sí al Señor; si le digo: sí. Y lo debo dar y lo puedo dar y hacer esta consagración de mí mismo, aun contando con mi vida pasada; que es una de las cosas que muchas veces nos impiden: el pensamiento de nuestra vida pasada; como si fuésemos indignos de ese ofrecimiento al Señor. Y es verdad que nosotros no somos dignos de darnos a Él, pero Él es digno de tomarnos, de que nos demos. Contando con mi vida pasada; pongámosla toda en las manos del Señor.
Dice San Pablo: “Los miembros que han servido a la iniquidad, sirvan ahora a la justicia en Cristo Jesús”. Esto mismo tienes que hacer tú; igual. Que yo he pecado tanto con este cuerpo, con esta alma, con estos ojos, con esta imaginación… No importa… no importa. Toma ese cuerpo y esa alma, y se la presentas a Jesucristo y le dices: “Señor, yo con este cuerpo, con esta alma he pecado mucho…Pero ahora quisiera que Tú los santifiques y me hagas completamente tuyo”. Y te abandonas a Él. Quiero que Tú seas mi vida. “Vida de toda mi vida, no de toda, que fue loca, pero vida de esta poca a Vos tan tarde ofrecida”. Darle al Señor toda nuestra persona para que se sirva de ella y se manifieste a través de ella.
Es el ideal cristiano. No meramente no pecar. ¡No! La persona cristiana tiene que ser tal, que lleve al deseo de Cristo.
Eso me pasó a mí una vez, dice el P. Mendizabal, con el P. Ubillos. Santo varón, de santa memoria, que tenía setenta y tantos años. Le tuve que acompañar en un viaje. Toda la gente iba detrás de él. Apenas llegó a la estación, en Tudela, salieron todos los taxis a buscarlo; todos le querían llevar –gratis, se entiende-; con aquella fama de santidad que tenía… ¡Tan simpático el P. Ubillos!
Pues este P. Ubillos, que era la bondad personificada, iba a dar el catecismo a Castejón; más de media hora de tren; y tenía permiso para ir en una locomotora de mercancías. El iba allí todos los domingos por la tarde al catecismo; y explicaba el catecismo; Y lo querían tanto… Y cuando murió le hicieron funerales allí donde el catecismo. Y después de los funerales, se acerca uno de los ferroviarios y le dice al Padre que hizo los funerales: “Mire, Padre, yo he leído la vida de Cristo. ¡Y qué bueno era! Pero tan bueno como el P. Ubillos…” A él le parecía que no podía ser tanto; no podía ser tanto.
Pues de esto se trata. Y esto es lo que pretende Jesucristo con nuestra consagración a Él: manifestarse a través de nosotros; tomar posesión de todo nuestro ser para que todo nuestro ser lo manifieste a las almas.
El cardenal Bertrán contaba que en una ciudad alemana, iba por la calle y se encontró con un ciego, y le dijo: -¿Llevas mucho tiempo aquí? -Pues diez años, Padre. Has dicho Padre? ¿Cómo sabe que yo soy sacerdote?, ¿tú eres ciego de nacimiento, verdad? -Sí, Padre. -Entonces, ¿cómo sabes que soy sacerdote? Y entonces le dice: -Se conoce por la voz.
Esto lo contó el Cardenal. Cuando el alma es muy de Dios se conoce incluso por la voz. Se conoce en todo, en todo. Y eso es lo que tenemos que hacer. No se trata de disimular que somos de Dios; no.
Hoy día se tiende un poco a poner esto como ideal: Que sea un cristiano excelente, pero que nadie lo note. Entonces, ¿para qué está? Dice Jesús: “Que vean vuestras buenas obras y glorifiquen al Padre que está en los cielos”. Dice: se equivocó, se equivocó el Señor. Lo importante es que no vean las obras buenas, que no glorifiquen al Padre, sino que sigan en el mundo. Pues no señor. El ideal nuestro es éste: dar testimonio de Cristo. Esto es. Que quien nos vea, se acerque a Cristo. ¿Es fácil? Es muy difícil, es muy difícil. Pero para eso, tenemos que fiarnos de Él. Que Él realice en nuestro ser esa especie de transformación interior, total; de modo que en nosotros viva Cristo y se manifieste Cristo.
¡Señor!, yo quiero ser como esa Hostia,
cederte mi sustancia en un instante.
Mi vida toda se transforme en Cristo,
y sólo quede mi disfraz de carne.
Acabamos esta meditación orando y escuchando una canción que es una declaración de amor. Que no nos queden duda sobre quién es el centro de nuestro corazón.
Oh Dios, que en el corazón de tu Hijo,
herido por nuestros pecados,
has depositado infinitos tesoros de caridad;
te pedimos que,
al rendirle el homenaje de nuestro amor,
le ofrezcamos una cumplida reparación.
Por Jesucristo nuestro Señor. R. Amén