Mes del Corazón de Jesús basado en el Mes de Ejercicios del P. Mendizábal. DIA VIGÉSIMO CUARTO. PROCESO DE JESÚS

VÍDEO:

TEXTO:

Puestos en la presencia del Señor, con el corazón abierto hacia Él, con serenidad, manteniendo el alma quieta, pacífica y dispuesta, le pedimos la gracia de la santidad; que todo nuestro interior sea puramente ordenado, en todo, para agradar al Señor. Para llegar a eso, estamos haciendo estas meditaciones de la Pasión de Cristo, que nos ayudarán a compenetrarnos con Cristo, a hacernos íntimamente dóciles en fuerza del amor. Y le pedimos la gracia propia de estas meditaciones, que es gracia para sentir dolor con Cristo doloroso; y sentirlo íntimamente, con aquel sentimiento que llega a las entrañas, a lo más íntimo del ser. Dolor con Cristo doloroso, quebranto con Cristo quebrantado, lágrimas, pena interna de tanta pena que Cristo pasa por mí. No es la mera compasión exterior, sino esa participación, esa penetración en el dolor íntimo de Cristo, en el que la divinidad está escondida; que sufre tanto en su humanidad, tan crudelísimamente. Y todo eso lo padece por mí. Y qué debo yo hacer y padecer por Él. Enamorarnos de Cristo crucificado. Empezamos el día ofreciendo toda nuestra vida al Corazón de  Jesús.

Ven Espíritu Santo inflama nuestros corazones en las ansias redentoras del Corazón de Cristo para que ofrezcamos de veras nuestras personas y obras en unión con Él por la redención del mundo; Señor mío y Dios mío Jesucristo, por el Corazón Inmaculado de María me consagro a tu Corazón y me ofrezco contigo al Padre en tu Santo Sacrificio del altar con mi oración y mi trabajo sufrimientos y alegrías de hoy en reparación de nuestros pecados y para que venga a nosotros tu Reino

 

Te pido en especial

Por el Papa y sus intenciones

Por nuestro Obispo y sus intenciones

Por nuestro Párroco y sus intenciones

PROCESO DE JESÚS

Decía el Beato Ávila: “Hemos de pedir a Nuestro Señor que nos escriba en nuestros corazones a Cristo crucificado. ¡Qué desagradecidos son los hijos de Adán a los beneficios que les ha hecho! ¡Qué cierto merecen nombre de ingratos, y principalmente por el olvido que tienen de Nuestro Señor Jesucristo! San Pablo, de amor que tenía, no hacía sino nombrarlo mucho. A un mártir se lo hallaron escrito en el corazón. De no tratar a Jesucristo hay tanta sequedad y miseria. Esa es la piedra de donde hiriendo, el predicador ha de sacar agua, como dice San Pablo, y el pedernal que hiriéndolo saca el fuego para encender los corazones. Porque sin Cristo no se inflaman los corazones ni se vuelven a Nuestro Señor. Y así es la empresa de los predicadores, llevar el nombre del Señor Jesús y evangelizar sus riquezas. Esto es oficio de ángeles: animar con Jesucristo. Que es dar ayuda, descanso y paraíso y lo demás. Y así no será menester pedirles siempre que den, sino darles lo que han menester. Porque Cristo Nuestro Señor es el que envió el Padre para remedio de nuestros males. Y después de enseñados los males que nos vinieron por el pecado, debe evangelizarles Jesús, que es, sanar a los contritos, y lo demás que dice San Lucas en el capítulo 4. Y estas dos cosas se han de tratar mucho, a saber: Jesucristo en la cruz y en el altar. Los que predican reformación de Iglesia, por predicación e imitación de Cristo crucificado lo han de hacer y pretender”.

¡Qué actual es esto también hoy! ¡Tanto deseo de reformar la Iglesia! Pues por ahí, por ahí. Por aquí: “por predicación e imitación de Cristo crucificado lo han de hacer y pretender”. “Y así, -sigue san Juan de Ávila- de mirar su imagen se han remediado algunos. Porque mirándole a Él, Él nos mira a nosotros, y da gracia para que se muevan los corazones a convertirse a Él. Y así, mirándonos y dándonos gracia es como nos ayuda. Es camino de Nuestro Señor Jesucristo, seguro y firme entre las aguas de aqueste mar que navegamos. Por eso, el evangelio se dice con luz y se oye en pie, para que se oiga y se estime y se ponga por obra”.

Esto que dice el Maestro Ávila, como solían llamarle, es muy de actualidad. Y en nuestra educación y en nuestra formación, por aquí tenemos que comenzar: por Cristo crucificado. Y no por ahí, yendo por las ramas. ¡Cristo crucificado! Y no lo haremos si no lo conocemos y si no tenemos dolor con Cristo doloroso, quebranto con Cristo quebrantado. Y la misma Santa Misa nos tiene que recordar constantemente esta Pasión de Cristo. “Jesucristo en la cruz y en el altar”.

 

Mándame donde Tú quieras;

dame trabajo o quietud,

que donde quiera que vaya

esperándome estás Tú

en la Hostia y en la Cruz.

 

Vamos brevemente, siguiendo los puntos, a recorrer algo de la Pasión de Cristo hasta la Crucifixión. Cuando prendieron a Jesús en el Huerto, lo llevaron, dice el Evangelio, atado a Anás; atado con cuerdas. Las cadenas no se las ponían hasta que eran condenados a muerte. Consideremos este paso, viendo a Jesucristo atado, humillado, que es arrastrado así, con las manos atadas, desde el Huerto hasta casa de Anás; el dolor físico de Cristo. Jesucristo estaba agotado por el derramamiento de sangre del Huerto, por la agonía, por aquella lucha terrible, aquel temor, angustia. Y le ponen cuerdas fuertes, y le atan fuertemente.

“Con cautela, como había dicho Judas, para que no se escape”. Y lo llevan a empellones. Quizás cae derribado por tierra pasando el torrente ¡Cuántas veces, los ministros de Cristo han sido atados como Cristo mismo! Pero la palabra de Cristo no se ata. El Verbo de Dios atado. Ahí han aprendido tantos y tantos santos el deseo de atarse, viendo ese Cristo, que parece que pierde su libertad; esas manos omnipotentes que pierden ya su libertad. De ahí el deseo de vincularse con votos, con obligaciones, con reglas, como la palabra de Dios. Los hombres mundanos quieren que Dios no pueda actuar. Entonces se sienten contentos; y quisieran tenerle siempre así, para tener ellos libertad de hacer lo que quieren.

Pero no es sólo dolor físico; es dolor moral. Es una humillación muy grande para Jesucristo. Entra en la ciudad a aquellas horas de la noche, atado como malhechor. Él, que era tan estimado, que había estado discutiendo todos los días con los escribas y fariseos victoriosamente, con admiración del pueblo; Él, que había sido recibido pocos días antes en gloria, en triunfo; ahora el contraste es mayor. Resulta que lo han vencido, y sus enemigos triunfan. Y esto es muy costoso. A los ojos de todos aparece como derrotado. Han podido con Él. Es lo que muchas veces pasa a las almas buenas y justas; que son siempre las que aparecen vencidas, porque los hombres son más audaces y son más astutos, y se sirven de tantos medios… Y muchas veces vemos a la virtud derrotada.

Cristo entra derrotado. Ante cuantos en el pueblo y en la ciudad habían asistido a las luchas, y habían oído los sermones de Cristo, y las disputas y las injurias de los escribas y fariseos, ahora reconocen, que Jesucristo era el que no tenía razón; que por fin lo han descubierto. Miradas desde las ventanas, en las calles. Risas. ¿Ese era aquél que decía que era el Mesías? Míralo; resulta que era un malhechor. Ya le han cogido por fin. Y Jesucristo lo oye, lo oye. Entra por la misma puerta, probablemente, por donde el domingo hizo su ingreso triunfal. Por la misma calle que estaba alfombrada, donde todavía quizás quedan restos de aquellos adornos del domingo -ahora es jueves-. La gente sale de todas partes a la puerta, a la ventana, al oír los gritos de la gente que pasa. ¡Cómo le costaría esto!, ¿no es verdad? Y Jesucristo lo sufre en lo íntimo de su Corazón. Porque no es sólo ese mundillo de entonces, sino que Jesucristo ve cada uno de los sentimientos de aquellos hombres y de los sentimientos de los hombres de toda la humanidad, que muchas veces lo van a considerar así, con desprecio, con irrisión, despreciando su doctrina, despreciando a sus discípulos, despreciando todo lo que Él ha enseñado en el Evangelio, como si fuese todo una locura, falta de sentido; lo llevan atado a Cristo. Y al mismo tiempo, Jesucristo está sintiendo todo el dolor de su Cuerpo Místico. De su Cuerpo Místico atado. Tantas prisiones de sus ministros y de sus fieles; tantos mártires. Las ligaduras, sobre todo, de la palabra de Dios; que muchas veces sometemos a nosotros y llevamos a Jesucristo donde Él no quiere, diciendo que es ésa su voluntad. Y le hacemos ir contra su voluntad.

Considerar lo que sufre Cristo y lo que quiere sufrir. Todo eso todavía le parece poco en fuerza de su amor. Y desea que esas cuerdas se conviertan en cadenas. Y que esas cadenas se conviertan en clavos. Que esas miradas sean las de todo el mundo; y así ve toda la historia. Que la humillación sea hasta la muerte; aun cuando en su interior, ese cáliz le repugna. Notad que siente toda la tristeza del Huerto. Está triste hasta la muerte en medio de estos pasos. Y su naturaleza se resiste. Pase de mí este cáliz. ¡Cómo se esconde la divinidad! Está solo entre sus enemigos.

Qué debo yo hacer, y qué debo padecer por Él. A mí que me gusta tanto la libertad, el ser libre, el moverme a mi gusto en todo. Qué debo yo hacer y padecer por Él para corresponder un poco a la generosidad con que Él se ha atado por mí.

Lo llevan a Anás así como está; a altas horas de la noche. ¿Quién es este Anás? Es un hombre astuto y apreciado, de mucho influjo. Es el suegro del sumo pontífice de aquel año. Hombre muy rico. La historia nos cuenta que Anás llegó hasta los 90 años de edad. Cinco hijos suyos fueron sumos sacerdotes, y ahora era sacerdote su yerno. De modo que, un hombre hábil, diplomático, de gran influencia en la ciudad, de esos vividores que saben venderse en todas las circunstancias. Y, ¿por qué le someten a Jesucristo a Anás? Él no tenía autoridad, aun cuando se podía llamar sumo sacerdote porque lo había sido, pero no tenía autoridad actual. Pues lo llevan porque era suegro de Caifás, dice San Juan. Es decir, querían dar una satisfacción a aquel anciano que no podía ver a Jesucristo. Y ahora, que tenga la satisfacción de verlo, de verlo atado, de jugar con Él, de gozarse de que ya va camino de la muerte. Ya han acabado con Él. Siempre la paga Jesucristo. A costa de Jesucristo tienen que encontrar satisfacción los hombres. No les importa Jesucristo.

Pero hay otra razón por la que lo llevan a Anás. No sólo porque era suegro de Caifás y tendría gusto en ello, sino porque Anás era el principal enemigo de Cristo. Y más tarde, en los Hechos de los Apóstoles, en el capítulo 4, aparecerá Anás como el grande enemigo de los cristianos. Y quieren -Caifás y los demás-, que Anás se harte de mirarlo y de despreciarlo. Que se dé un gusto grande.

Y última razón; porque como era muy inteligente, había que hacer una prueba antes del proceso verdadero, cómo podían ir las cosas. Y esto Anás lo podía hacer perfectamente. Aun cuando él no era autoridad, podía tantear cómo iría un proceso. Y comienza el interrogatorio en casa de Anás. Anás, dice el Evangelio que le preguntó sobre sus discípulos y sobre su doctrina como con autoridad. Como nosotros muchas veces nos plantamos delante de Cristo queriendo juzgar de sus discípulos y de su doctrina. Cuántas veces el hombre se pone así delante de la enseñanza de Cristo para ver si tiene razón o no tiene razón. Que nos diga Él qué es lo que piensa de las cosas. Ya veremos si es razonable lo que dice o no. Así está Anás con Cristo: sus discípulos y su doctrina.

 

Jesucristo, con una delicadeza suma, calla sobre sus discípulos y responde sobre su doctrina. Pero notad, que ya antes de esta respuesta de Cristo y del bofetón que le dará el soldado, el primer bofetón se lo está dando Anás; no con guante de hierro o con un bastón, sino con su ficción. Cómo Jesucristo tantas veces se presenta también atado a los pecadores como si no fuera Dios, con la divinidad escondida. Así está también delante Anás; que parece que el pecador puede hacer lo que quiera de Cristo. Es dueño absoluto. Jesús atado junto a él. Así se presenta también ahora.

Con gran delicadeza, Jesucristo calla sobre los discípulos. ¿Qué podía decir él de sus discípulos? Si habían huido todos… Y el que no había huido, Pedro, estaba negándole fuera. No dice nada de los discípulos. De su doctrina, Él dice: “¿Por qué me preguntas a mí de la doctrina? No se le pregunta al reo; sino, están los acusadores. Yo no he hablado en secreto diciendo cosas misteriosas, sino que siempre he hablado en la Sinagoga y en el Templo donde concurren todos los judíos. ¿Por qué me preguntas a mí? Pregunta a los que han oído lo que yo he dicho. Ellos te dirán cuál es mi doctrina”. Respuesta justísima. Le está diciendo en el fondo, primera cosa: que no tiene autoridad. Y esto le hiere a Anás; pero es la verdad. No tiene autoridad.

Y entonces, uno de los ministros, acercándose al Señor, le da un bofetón, quizás con un bastón; un golpe fuerte en la mejilla y en la nariz, que hace temblar al Señor, a la fuerza de Dios. Es la expresión del bofetón de Anás; lo que más le hiere a Cristo es Anás; no es el pobre soldado, que es un ignorante; y él, lo que ha oído. Quizás le han indicado para que le dé ese golpe; quizás ordenado con una mirada por el mismo Anás. De todos modos, le hieren a Jesucristo para dar gusto a los hombres; como suele ser casi siempre: el dar gusto a los hombres, al mundo. Entonces cedemos y no tenemos dificultad en herir a Cristo. Con razón decía San Pablo: “Si yo buscase el agradar a los hombres, no sería siervo de Cristo” ¡Cómo teníamos que tener esto dentro del alma!: No podría ser; no podría agradar a Cristo. Porque no están de acuerdo los gustos de los hombres y los gustos de Dios. Y éste quiere agradar a los hombres, y ofende a Cristo. Le da fuerte en su rostro divino. Y nadie protesta. Esto es lo que siente la soledad de Cristo; eso de decir: todos contra Él. Y se siente en aquella tristeza íntima, solo, solo, solo. Con la divinidad escondida; todos contra Él; ningún discípulo que le consuele, que esté con Él.

¡Cómo el Señor soporta esto! ¡Cómo no hace que el brazo de ese soldado se paralice! No, no. Jesucristo no procede así. La divinidad se esconde. Ahora es el poder de las tinieblas. Y ahora Jesucristo está sometido a ellos, como está sometido a los pecadores que pueden hacer con Él lo que quieran: pueden ofenderle, cometer sacrilegios; y Él no se venga. Más; Cristo ofrece el perdón. Y con gran mansedumbre le dice: “Si he hablado mal, di en qué he faltado. Y si he obrado bien, ¿por qué me hieres?” ¿Te he hecho algún daño? ¿Por qué lo tengo que pagar Yo? ¿Por agradar a los hombres?

Y lo llevan así atado a Caifás. Quizás fue en este paso cuando Jesucristo miró a Pedro. Estas casas -las del suegro y el yerno-, probablemente eran una sola grande casa, un gran palacio. Un gran palacio con un gran patio interior,  en el cual se entraba de fuera por una puerta, y después estaban las habitaciones. Por una parte estaría Anás, en otra, Caifás, de modo que se entra y se sale, aun sin salir del patio interior, a la calle. Y esto explica muchas cosas de la Pasión. Pasa de un sitio a otro en la oscuridad de la noche, entre el fuego que habían encendido los soldados, porque hacía frío aquella noche.

 

Jesús, al resplandor de las llamas se le ve que entra en la casa de Caifás. Aquí es un verdadero proceso. Caifás es el sumo sacerdote. Dice el evangelista: “Y lo mandó Anás, atado, a Caifás pontífice”. Caifás es el enemigo personal de Cristo. Se considera él enemigo personal. Fue pontífice del año 18 al año 34. Le va a juzgar, junto a Caifás, el Sanedrín. Y el Sanedrín había ya decretado su condenación. En el capítulo 11 de San Juan, en el verso 52 lo leemos. Lo había decretado ya. Por lo tanto, va a caer en manos de unos jueces que tenían ansias de quitárselo de encima. Y allá va; indefenso, atado. A Caifás que lo había prejuzgado, lo había condenado, y estaba con su Sanedrín que lo había ha condenado a muerte. Y es el camino de Dios. Y es la glorificación del Padre. ¡Cómo nos cuesta entender esto!

Junto a Caifás, o con el Sanedrín, hay –parece- dos sesiones: una sesión nocturna y una sesión a la mañana siguiente, muy breve, porque ya estaba hecho lo principal. En la sesión nocturna, las características son éstas: Buscan un falso testimonio contra Jesucristo. ¡Un falso testimonio! Nosotros también nos quejamos: Mire usted quién ha dicho, quién ha hablado de mí ¡Qué santidad la de Cristo! Sus enemigos que le observaban día y noche, y son incapaces de acusarlo de una falta verdadera. Y ni puestos a buscar falsos testimonios, los encuentran.

Por fin, encuentran dos que dicen lo que Jesucristo habló en el Templo. Éste dijo: “Yo destruiré este templo, y en tres días lo reedificaré”. Y el otro decía una cosa parecida. “Pero no era igual el testimonio de ellos”. Puede significar que no era concorde el testimonio de ellos, o quizás -como piensan otros-, no era suficiente, no era el testimonio como para condenarle, porque no se veía razón suficiente para condenarlo. No es que Él hubiese despreciado el Templo, sino que Él no habló de desprecio del Templo. Y viendo que aquello no marchaba, y que no había modo de condenarlo, entonces el sumo sacerdote, ya nervioso, le conjura con solemnidad. Primero le dice: “¿Nada respondes a lo que éstos todos están testimoniando contra ti? ¿No dices nada?”. Y dice el evangelista la gran palabra, que ha sido clave para muchas almas: “Jesús estaba en silencio”; no decía nada. Es el gran silencio de Cristo en la Pasión. Aquí han aprendido las almas a callar. El silencio. A no quejarse, a no murmurar; a no quejarse ni por fuera ni por dentro, de nada ni de nadie, ni de sí mismo; a vivir en la soledad silenciosa. Jesús sin embargo callaba.

Y como Jesús callaba y no se establecía una discusión, como ellos hubiesen deseado que hubiese saltado con impaciencia, ya no tiene más remedio el sumo sacerdote, en su puesto de sumo sacerdote, con su autoridad legítima: “Te conjuro en nombre de Dios vivo, que nos digas si Tú eres el Mesías”. Esto es la autoridad que le pide un testimonio. Y Jesucristo sabe la gravedad de este testimonio que tiene que dar y dice: “Tú lo has dicho; Yo soy el Mesías”. Ved un poco esto. Es casi increíble la fuerza que tiene esta expresión. Aquel pobre hombre, con su mejilla ya hinchada, con sus cabellos desgreñados después de la agonía del Huerto; macilento, agotado, oye esta pregunta del sumo sacerdote: “Te conjuro que nos digas, en nombre de Dios vivo, si Tú -pobre hombre, pobre hombre que estás ahí-, si Tú eres el Mesías”. Y Él dice: “Sí; Yo soy el Mesías”.

Y entonces el sumo sacerdote se rasga las vestiduras, escandalizado. ¡Qué hipócrita! Había encontrado lo que quería. Y mostraba una tristeza por la ofensa de Dios… “Vosotros mismos habéis oído la blasfemia; ¿qué os parece a vosotros? ¡Oh, reo es de muerte! Merece la muerte”. Por haber dicho la verdad. ¿Por qué le condenan a muerte a Jesucristo? Estaba escrito en el Levítico, capítulo 24: “Quien se jacte falsamente de ser profeta enviado por Dios, morirá”. Pero aquí, ¿quién se jacta falsamente de ser profeta enviado por Dios? Durante la vida pública le habían preguntado muchas veces: “Si Tú eres el Cristo, dínoslo claramente”. Y Jesús les había dicho: “Vosotros no queréis venir a Mí para tener vida. Yo no recibo la gloria de los hombres. ¿Cómo podéis creer, vosotros, que buscáis la gloria los unos de los otros? No estáis dispuestos”. Y aun de los príncipes, muchos habían creído en Él. Pero por los fariseos, por temor de los fariseos, no lo confesaban, para que no los arrojasen de la Sinagoga. Porque amaron la gloria de los hombres más que la gloria de Dios.

Aquí se ve todo esto en este momento. Jesucristo habla claro. “Si Tú eres el Cristo, dínoslo claro”. Aquí está. Y sin embargo, no lo aceptaron. Es lo que muchas veces nos pasa a nosotros: que no confesamos a Cristo del todo, porque amamos la gloria de los hombres; amamos nuestras comodidades.

Pero lo condenan a muerte. Porque es el Mesías… Es tremendo. Por ser lo que es, lo hemos condenado a muerte. Como si nos molestase que fuera lo que es. Y nosotros querríamos que no fuera Dios. Y lo llevan allí, a una sala, para que pase la noche. La sala de belleza de Cristo en la noche triste. La sala de belleza de Cristo con que se está preparando para el día de la muerte, el día de su amor. Esa noche los soldados que están de guardia se entretienen con Él. “Le daban bofetadas, le vendaban los ojos, le escupían en el rostro y le decían: Tú, Mesías, profetiza quién es el que te ha dado este golpe”. Habían oído que le habían condenado a muerte por decirse Mesías, Profeta; y se reían de Él. “Profetiza quién te ha herido”. Pero podían decirlo en verdad; porque esas heridas que Él recibía, no eran sólo de los soldados, de los verdugos, sino que eran de toda la humanidad, que descargaba sus golpes sobre Él. “Profetiza quién te ha herido”. Él sí lo veía. Para Él esas vendas que le ponían ante los ojos no significaban nada, y veía a través de ellas a los soldados, y más que a los soldados -porque ellos eran pobres ignorantes-, a los que conscientemente hemos abofeteado a Cristo en su vida. Hay un cuadro de Fray Angélico, en el cual está el Señor en esta escena con una venda, a través de la cual se ven los ojos del Señor como transparentes. Y alrededor de Él se ven unas manos que lo hieren, pero esas manos no terminan en nadie, sino son como manos al aire, con lo cual quiere decir que ahí terminan las manos nuestras; que terminan en esas bofetadas al Señor. Pero allí está toda la noche. A divertirse a costa del Señor. Para reparar tantas horas de vanidad y derroches en salas de belleza.

Y al terminarse estas escenas de la noche, los soldados volverían a casa contentos: Esta noche nos hemos divertido. Esta noche se nos ha pasado pronto. Se han divertido a costa de Cristo. Cuántas noches se pasan divertidas entre droga, sexo y alcohol, a costa de Cristo, mientras Él está allí recibiendo estos golpes; que le escupen en el rostro, que lo desprecian.

¡Cuántos sufrimientos de Cristo! Cristo sufre. Además de esos físicos, está sufriendo la negación de Pedro. Está sufriendo la muerte de Judas. Todo eso le pesa sobre el alma. Las negaciones de Pedro, mucho le duelen. Pedro se había metido en aquel peligro imprudentemente. Había querido seguir al Señor, pero lo seguía un poco de lejos. Y Juan, que parece que tenía amigos en casa del pontífice, entró sin dificultad, y le dijo a la sirvienta, que estaba en la puerta, que aquél otro era un amigo suyo, que le dejase pasar. Y entró también Pedro; con mucho miedo; deseando ver en qué terminaba todo. Y se acercó con timidez al fuego. A la luz del fuego, la criada lo ve, lo mira, y dice: “Yo creo que también éste es de los que iban con Jesús”. Y el pobre ya pierde la serenidad, y le asegura que no, que no conoce a ese hombre, que jamás ha estado con Él, que no sabe quién es. Y quizás, el Señor le oía esas palabras. ¡Qué dolor para Cristo! Pedro, ¿no me conoces, pensaría el Señor? Y, ¿quién te ha prometido el Primado, quien te ha lavado los pies, Pedro?, y, ¿quién te ha ordenado sacerdote esta noche?, y, ¿quién te ha dado la Primera Comunión esta noche? ¿No me conoces?

Y después las cosas se complican, y la gente se va interesando; y vienen los soldados, y le vuelven a repetir: ¡Pero si el mismo hablar te dice que eres galileo! -¡Que no, que no, que no! Y perjuraba, y aseguraba, y echaba imprecaciones; que no conocía a ese hombre.

Cuando estaba así es cuando Jesús pasa, o de Anás a Caifás, o de Caifás a la sala ésta de la noche triste. Y Jesús, con una delicadeza enorme para no traicionarle -porque el Señor no traiciona nunca; y si le hubiese mirado claramente le hubiesen dicho: ¿lo ves?, ¿lo ves cómo eres, cómo te conoce?- sin que nadie caiga en la cuenta, furtivamente, lo miró; miró a Pedro. Y esa mirada de Cristo, le dijo todo. Le dijo que ya se lo había predicho; que no se fiase de sí mismo; y que ya le había perdonado.

Y Pedro, entonces, va hacia la puerta de salida, y pide que se la abran, y sale fuera. Y se echa a llorar. Allí, apoyado contra el muro, sollozando. Todo lo que ha pasado en aquella hora, en aquellas dos horas… ¡Cuántas cosas en poco tiempo! Señor, líbrame de un mal cuarto de hora. Y se fue, probablemente, a la Virgen. ¿Dónde iría? Al refugio de los pecadores. Quizás el primer pecador que recogió la Virgen fue el primer Papa: a Pedro; a quien mostró las delicadezas de su corazón, y a quien mostró las delicadezas del Corazón de Cristo, asegurándole que Jesús le perdonaba, que Ella le conocía muy bien por dentro, que no pensase más en ello.

A la mañana siguiente -si seguimos el relato de San Lucas-, se reunió el Sanedrín brevemente para confirmar lo hecho”. Y el sumo sacerdote parece que esta vez le preguntó ya directamente no sólo si era el Mesías, sino si era el Hijo de Dios. Le presentan allí atado, delante de aquella asamblea grande. El pobre Jesús, agotado por la agonía, agotado por toda la noche de vela, con todos aquellos insultos y bofetones. Había estado en una especie de pozo. Quizá hasta orinaron encima de Él. Le habían escupido, estaba todo sucio, que apenas se tenía en pie; y a este hombre le preguntan: ¿De modo que Tú eres el Hijo de Dios? Casi suena a una ironía de parte del sumo sacerdote. Tú, pobrecillo, miserable, que no puedes tenerte en pie, ¿Tú eres el Hijo de Dios? Y Él, no obstante todo esto, con grande energía y firmeza, le responde ante todos: “Tú lo has dicho. Yo te aseguro que veréis al Hijo del Hombre venir sobre las nubes del cielo con grande poder y majestad”. ¡Ese pobre hombre! ¡Parece mentira! Lo manifiesta así, y ahora ya lo condenan definitivamente a muerte. Porque es blasfemo.

Y le atan, le atan con cadenas y lo llevan a Pilatos. En este momento cae sobre el Corazón de Cristo la pena inmensa de la muerte de Judas, que la siente tanto. Al ver que las cosas iban en serio -Judas quizás no había caído en la cuenta del todo de la rapidez con que iban las cosas, de la seriedad con que buscaban al Señor-, al ver lo precipitado que iba todo, al oír que ya lo habían condenado a muerte y que lo llevaban ya a Pilatos para que se realizase la sentencia aquel mismo día, sintió aquel remordimiento interior. Un remordimiento sin confianza, una desesperación. Y entonces fue al Templo con sus monedas y su bolsa. Y les dice: “He pecado entregando sangre inocente”. Lo habéis condenado a muerte. Es falso. Pero a ellos no les importa nada. Y dicen: “Ahí te las arregles. Eso es cosa tuya. Nosotros haremos lo que nos parece”. Y entonces, echa sus monedas al templo. ¿De qué le sirve todo lo que él pensaba hacer con esos dineros? ¡Desesperado! Y entonces busca un árbol; se ahorca. Si hubiese ido a los brazos de Cristo, aun entonces le hubiera recibido diciendo: ¡Amigo, amigo mío! Porque Él tiene un Corazón grande como para eso. ¡Amigo mío! Pero no fue a Cristo. Se alejó de Él. Se colgó desesperado. Cómo tiene que resonar en los oídos de Judas las últimas palabras que él ha pronunciado, y que él ha oído de Cristo: “Llevadlo con cuidado para que no se os escape”. ¡Que yo haya dicho esto! Pero, ¡a dónde he llegado! “Amigo”, que le decía Jesucristo. “Amigo, ¿a qué has venido? ¿Con un beso entregas al Hijo del Hombre?” ¡Y cuánto sufre Jesucristo! Un alma por la cual Él ha hecho tanto, y que no ha sido capaz de volver a Él; que no se ha fiado de Él. Le ha faltado la confianza.

Y lo llevan a Pilatos. Pilatos es el brazo secular. Tienen prisa por realizar la sentencia. Tienen que buscar otra sentencia de los romanos. Porque si los romanos hubieran confirmado solamente la sentencia de los judíos, entonces no hubieran podido ejecutarla el mismo día. Y ellos son muy celosos de salvar la ley. Ellos, de otras cosas no tienen escrúpulos, pero de que la fórmula de la ley se salve, sí. Lo que les decía el Señor: ¡Hipócritas, hipócritas!, que salváis la letra de la ley y pasáis por encima de la misericordia y de todas las virtudes.

Llevan, pues, a Jesús atado con cadenas -después de la condena de muerte-, ya de día, ante todo el pueblo, en la ciudad donde era conocido. Tener que atravesar aquellas calles donde todos le conocen; donde todos lo han visto victorioso, triunfante; ahora atado con cadenas, condenado a muerte. Y oír esos comentarios que no puede menos de hacer la gente: Mira, mira, ¡cómo nos había engañado! Mira, ¡por fin lo han reconocido! ¡Fíjate! ¡Y nosotros que íbamos detrás de Él! Las manos atadas de Jesús, sus ojos bajos, su rostro afeado, sucio, con sangre, con saliva, amoratado. Y en su corazón, toda la tristeza, todo el hastío de la oración del Huerto. Y en medio de todo eso, el amor a ti que salta por encima de todo y que le hace llevar todo eso. “Me amó y se entregó a la muerte por mí” (Gal 2, 20).

 

Oye los comentarios de la multitud desagradecida, que ha olvidado todo. Y llegando a casa de Pilatos, los que lo llevan, -los sacerdotes-, no entran por no contaminarse. Era la casa de un pagano. Ellos no podían entrar. Tenía sus ídolos, tenía sus estatuas romanas. Era un sitio impuro. Y le acusan desde fuera. Tiene que salir Pilatos. Es Pilatos un hombre legalista, romano, auténtico. De “buena” voluntad. Eso que solemos decir muchas veces: de “buena” voluntad. Donde lo de “buena”, pase; pero la voluntad no se ve por ningún lado. Le falta voluntad. Mientras no toque sus intereses, desea arreglarlo todo. Está cansado de los problemas de los judíos, que ya le han traído varias veces muchas dificultades y muchas cuestiones, y está harto de ellos. Sale a los judíos. Jesucristo es el centro del diálogo de Pilatos con ellos. Y les pregunta: “¿Qué acusación tenéis contra este hombre?” Lo que decíamos del pecado de todos en la pasión de Cristo: considerarlo puro hombre. “¿Qué acusación tenéis contra este hombre?” Y ellos indignados, le dicen: “Si este no fuera un malhechor, -uno que obra cosas malas-, no te lo hubiéramos traído”. Pues ya puedes suponer; si te traemos a uno… ¿No te fías de nosotros? Es un malhechor. Y él les dice: “Pues si no le habéis juzgado, juzgadle vosotros según vuestra ley”. Y ellos le responden: “Nosotros tenemos una ley, y según esa ley, nosotros no podemos matar a ninguno”. Este es uno de tantos; pero nosotros no podemos matar a ninguno. No podemos poner en cruz, como nosotros deseamos. La ley nos lo prohíbe. Y éste merece la cruz. Éste es un cualquiera; un malhechor.

Y entonces presentan los capítulos de acusación, que son estos tres, convenientes para ellos. Ellos le habían condenado por otra razón: porque se había hecho Hijo de Dios. A Pilatos eso le importaba muy poco, que fuera Hijo de Dios o no. Pero a Pilatos le presentan otras tres causas de acusación: que había agitado al pueblo, que había prohibido dar tributo al César, que se quería hacer Rey. Todo falso y sacado de contexto.

Y entonces Pilatos se lo lleva adentro. Y le pregunta. Un hombre a quien se acusaba de tres capítulos, de agitación contra los romanos, y que por lo tanto podía ser puesto en cruz, como todos los revolucionarios y esos patriotas. Por lo tanto, un caso normal. Fijaos. En todos los momentos de la vida estamos actuando en Cristo. Todo es una operación en el Corazón de Cristo. Pero él procedía como cualquier otro en cualquier otro caso, con la misma neutralidad.

Y ahí está Jesús, hecho una miseria ante Pilatos, lleno de majestad y de autoridad, rodeado de todo el lujo romano. Y le pregunta: “De modo que, ¿eres tú el Rey de los judíos?” ¿Eres Tú? Aquel pobre hombre: “¿Eres Tú el Rey de los judíos?” Y Jesucristo, con gran entereza, le pregunta: “¿tienes tú razones para pensar esto? ¿O es porque te lo han dicho otros? ¿Te interesa verdaderamente? ¿O es que lo has oído así…? Y él le dice: “Yo no soy judío. Yo no entiendo de esas cosas. Tu pueblo, los tuyos, los judíos y los pontífices te han entregado a mí”. Y entonces Jesucristo le dice: “Mi reino no es de este mundo. Si mi reino hubiera sido de este mundo, mis ministros, mis súbditos, mis soldados hubieran luchado para que yo no fuera entregado a los judíos. Pero mi reino no es de aquí abajo”. Palabras misteriosas para Pilatos. Dice que es Rey, pero no el rey al modo humano.

 

Entonces Pilatos le dice: “Luego, ¿Tú eres Rey?” Tú, ¿eres Rey? Y Él: “Tú lo has dicho. Yo soy Rey. Yo para esto he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad. Todo el que es de la Verdad, oye mi palabra”. No es el reino de la tierra, el reino de los romanos, el reino de rebelión contra los invasores. No. De la Verdad. “Todo el que es de la Verdad me sigue”. Y entonces Pilatos vio que la cosa iba por otro lado. Y con aquel sentido de escepticismo, levantando un poco los hombros, le dice: “Bueno, ¿y qué es eso de la verdad? Quid est veritas?” ¡Bah! ¡Vaya usted a saber qué es verdad! ¡Eso no me toca! Y salió fuera. Y les dijo claro: “Yo no encuentro causa alguna en este hombre”. Aquí no hay motivo. ¿No habéis dicho que quiere ser Rey? Aquí no hay nada de eso. Este es un pobre hombre que no tiene nada, no ha hecho nada grave; aquí no hay ninguna rebelión. Y entonces ellos le insultaban y le insistían: que ha hecho esto, que ha hecho lo otro. Jesús callaba. Nada, nada. De modo que Pilatos se maravillaba grandemente de que Jesús no dijese una palabra.

Mirad; siempre la táctica de Cristo: A la autoridad legítima que le pregunta lo que tiene que preguntar, responde. Fuera de eso, nada. Jesus callaba. Los demás pueden decir lo que quieran. E insistiendo los otros en aquella lluvia de acusaciones, le dicen: “¡Pero si no ha parado de revolver a toda la gente desde Galilea hasta aquí!”. Y pregunta él, apenas oye esto: “¡Cómo! Pero, ¿es de Galilea éste? Sí. ¡Ah!, pues muy bien. Si es de Galilea, no me toca a mí, no me toca a mí. Está Herodes, que es tetrarca de Galilea -con el cual he tenido ya algunos conflictos por cuestiones de jurisdicción, que dice que yo intervine donde no me tocaba-, pues es la ocasión mía. Que lo lleven a Herodes, y que se arregle Herodes. Y lo mandan, atado, a Herodes.

Cómo va Jesucristo pasando de enemigo en enemigo. Herodes es el hombre voluptuoso, débil, regido por una mujer que había decapitado a Juan por una bailarina. Ese es. Ahí va; a esas manos va a parar. Es Jesucristo atado en manos de la concupiscencia y del mundo. Ahí va. Un hombre supersticioso, que creía que Juan había resucitado en Cristo. Quizás estaba allí, en Jerusalén, Herodías y su hija. Y allá va Jesús; a todo este ambiente. Y va atado. Va a responder. Su vida está en manos de todos estos. ¡Qué humillación para Cristo! La divinidad se esconde. ¡Cuánto sufrimiento! Todos esos pecados cargan sobre Él. Dice el Evangelio que “Herodes se alegró al ver a Jesús”. Se alegró. Pero se alegró como quien iba a ver un espectáculo interesante. ¡Tantos se alegran de ver a Cristo como un espectáculo interesante! No porque van a jugarse la vida por Él; no porque van a tomar en serio lo que Jesucristo diga, sino, un espectáculo interesante. Como la Semana Santa, reducida a espectáculo cultural, de atractivo turístico.

Herodes es el tipo de hombre voluptuoso, para quien Jesucristo no interesa en el fondo de su vida solamente como un suplemento, o como un complemento en la conversación de una verbena. ¡Cuántas veces pasa esto! Tiene uno su vida, y de vez en cuando habla de Cristo, de la Iglesia, de la actualidad mediática. Y pregunta de religión: Oiga usted, ¿y qué, cómo está ahora el tema de la Iglesia? Pero, ¡qué le interesa a éste! ¡Si no es más que para pasar el tiempo! Curiosidad vacía; curiosidad sensacionalista para opinar de todo y hablar de todo. En el mejor de los casos con deseo de conocer, pero sin cambiar su vida; sino, de lado. Y Jesucristo calla, calla. No levanta sus ojos.

Herodes, en efecto, no le preguntaba por su causa. No le preguntaba por lo que había venido allí; cuál era su crimen, la acusación que tenían contra Él. Sino le preguntaba cosas de curiosidad; como tantas especulaciones de periodistas y de intelectuales. No va a la raíz, sino, curiosidad, interés, problemas históricos, temas folklórico-culturales, tradiciones de los pueblos… Y Jesús calla. No abre su boca delante de Herodes, porque era voluptuoso empedernido; y no puede uno oír a Jesús cuando se da a los placeres. Es inútil; no lo oiremos, no lo escucharemos. Mientras nos demos a la voluptuosidad, al placer, a la carnalidad, no se puede oír a Jesús. No habla. “Jesús callaba”. Calla porque está ante Herodes que ha decapitado a Juan por un capricho. Porque era un apóstata práctico. Entretanto, los judíos le acusan con muchas palabras, muchas acusaciones. Y Él se calla. Y Herodes lo despreció; lo despreció con toda su corte. El mundo, que es concupiscencia de la carne, concupiscencia de los ojos y soberbia de la vida -eso es Herodes-, desprecia a Cristo, y lo desprecia desde lo profundo del corazón. No le sirve para lo que él pretende. “La sabiduría de Dios es estupidez a los ojos de los hombres, y la sabiduría de los hombres es estupidez a los ojos de Dios”, dice san Pablo. Como lo despreciamos nosotros cuando estimamos alguna cosa más que Cristo; o cuando no le creemos capaz de saciarnos y de llenar nuestro corazón. Y lo mandó así. Le puso un manto brillante, y tratándole como loco, le mandó de nuevo a Pilatos. “Y en ese día se hicieron amigos Herodes y Pilatos, por causa de Jesucristo”.

Bien. Vamos a interrumpir aquí. Mañana pasaremos directamente a la crucifixión. Completad vosotros, por vuestra parte, ésas y las siguientes escenas de la Pasión. Si podéis, y tenéis oportunidad, tenéis devoción, podríais hacer cada uno por su parte el Vía Crucis, acompañando así al Señor en espíritu de amor en este sufrimiento que padece por mí, por mis pecados.

 

Acabamos rezando

Oh Dios, que en el corazón de tu Hijo,

herido por nuestros pecados,

has depositado infinitos tesoros de caridad;

te pedimos que,

al rendirle el homenaje de nuestro amor,

le ofrezcamos una cumplida reparación.

Por Jesucristo nuestro Señor. R. Amén