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Vamos a hacer esta contemplación en la presencia del Señor, sobre la Crucifixión y Muerte del Señor, las Siete Palabras de Jesucristo en la Cruz. Vamos a asistir así, con ese deseo, con ese corazón abierto, con el afecto de un hijo que asiste a la agonía de su padre moribundo y que recoge de sus labios su testamento de amor. Pedimos al Espíritu Santo su luz y su amor.
Ven Espíritu Santo inflama nuestros corazones en las ansias redentoras del Corazón de Cristo para que ofrezcamos de veras nuestras personas y obras en unión con Él por la redención del mundo; Señor mío y Dios mío Jesucristo, por el Corazón Inmaculado de María me consagro a tu Corazón y me ofrezco contigo al Padre en tu Santo Sacrificio del altar con mi oración y mi trabajo sufrimientos y alegrías de hoy en reparación de nuestros pecados y para que venga a nosotros tu Reino
Te pido en especial
Por el Papa y sus intenciones
Por nuestro Obispo y sus intenciones
Por nuestro Párroco y sus intenciones
DÍA VIGÉSIMO QUINTO.
CRUCIFIXIÓN Y MUERTE DE JESÚS
Después de la condena a muerte, después del camino del vía crucis, llegan al Calvario Jesús con los dos ladrones. Le dieron a beber vino mezclado con mirra aquellas piadosas mujeres Era una especie de bebida embriagante, con la finalidad de mitigar un poco los dolores. No es el vinagre que le darán después. Esta es una ofrenda de amor, de compasión. “Le dieron vino mezclado con mirra”. Es un calmante. Y Él no quiso beberlo, sino que gustándolo, renunció a él. No quiso, porque quería sufrir con plena conciencia, no amortiguada, el sufrimiento de la Cruz. Él venía allí como víctima. Tenía dentro de sí la divinidad que podía calmar todos los dolores, y no quería. Dejaba sufrir tan crudelísimamente a la sacratísima Humanidad, la contenía. Y no iba a tomar esos calmantes exteriores. Quería sufrirlo todo, hasta lo último, por amor de mí. Agradece a aquellas piadosas mujeres, pero no lo toma.
Luego, le arrancan los vestidos con violencia, vestidos que se habían adherido ya a las llagas de la flagelación, con dolor nuevo. Siente dolor y vergüenza al verse así desnudo ante la multitud. Entrar en el Corazón de Cristo, donde siente Él todos los pecados de toda la humanidad. Se ve ante todos, con todos ellos, delante de la justicia del Padre. Y le ordenan que se eche sobre la cruz. Y Él obedece. “Él obedece hasta la muerte”. Es como está salvando a la Humanidad. Es lo que nos cuesta creer a nosotros: que muriendo uno en la cruz salve a la Humanidad. Nos parece que tiene que ser siempre la victoria, la gloria, el aplauso del mundo, y no el ser cosidos a la cruz entre la irrisión y en la vergüenza de todos los que nos rodean. Y lo crucifican.
Probablemente siguieron el método que parece era el habitual. El palo transversal estaba sobre la tierra. El palo vertical estaba ya clavado, sujeto en tierra, elevado, y lo hacían ponerse sobre el suelo y le clavaban las manos en el palo transversal. Luego levantaban ese palo sobre el otro con cuerdas y fijaban éste sobre el vertical. Entonces clavaban los pies. Una operación muy dolorosa, sumamente dolorosa, aun humanamente. Cuánto más para la sensibilidad de Cristo que en todos esos sufrimientos veía toda la realidad que estaba pasando sobre esas heridas y que le llegaba hasta la sensibilidad suma de su naturaleza humana hipostáticamente unida a la divinidad.
Fijan la mano derecha. Naturalmente los agujeros estaban hechos previamente, porque servían unos mismos maderos para muchos ajusticiados, y para facilitar el clavar los mismos clavos, tenían ya los agujeros que aprovechaban. Pasan la mano a martillazos; se encogen los nervios de los dedos, los brazos, con ese calambre de dolor agudísimo. Martillazos que resuenan en el Corazón de la Virgen que está presente, que los oye, con dolor también. Después los clavos suenan ya más en firme; se fija en el madero el clavo y queda ya la mano derecha clavada. Todo el cuerpo encogido de dolor. Tienen que estirarlo normalmente con cuerdas por la otra parte para que llegue la mano al sitio prefijado para el clavo. Quizás se dislocan los huesos. “Se pueden contar todos sus huesos”.
Y fijan también el segundo clavo. Queda la mano izquierda clavada en la cruz. Y el Señor está así: boca arriba, hacia el cielo, como víctima, en medio de dolores espantosos. Y lo levantan en el aire; con todo el peso que pende en ese primer momento de los dos clavos. Dolorosísimo. Entre el cielo y la tierra. Fijan el palo transversal en el vertical, y clavan los pies. Doloroso; muy doloroso. Ahí está ya el Señor como víctima entre el cielo y la tierra. No está en la tierra ya. Tampoco en el cielo. Es el momento del sacrificio. Suenan las trompetas del Templo; más o menos era la hora del mediodía. Os acordáis de la Samaritana: era como la hora sexta. También aquí dice San Juan: era la hora de sexta. Y era el momento en que se comía el cordero pascual; y por eso las trompetas lo anunciaban. El cordero pascual verdadero es el que pende ya entre el cielo y la tierra. Dolores agudísimos, intolerables. Los dos que estaban con Jesucristo -los dos ladrones- los soportan también igual que Él, y lanzan gritos de dolor, lanzan palabras de blasfemia, de imprecaciones, de queja. Jesucristo, en este momento precisamente, es cuando pronuncia su primera palabra:
“PADRE, PERDÓNALES PORQUE NO SABEN LO QUE HACEN”. Es lo que el sacerdote hará después en cada misa, reviviendo este momento. Perdónales. Pide el fruto de la Pasión por las almas: el perdón. Perdónales, porque no saben lo que hacen. ¡Qué reacción tan distinta de los ladrones! “Porque no saben lo que hacen”. Y lo dice de verdad el Corazón de Cristo. El Corazón de Cristo no miente. No es que hace una ficción. No, no. Lo dice de veras. “Porque no saben lo que hacen”. Excusa al pecador en cuanto puede. No quiere decir con esto que no pecan, y que no pecan gravemente, pero quiere decir que busca la excusa que se puede presentar al Padre. Que no saben todo lo que están haciendo. Ellos, no son tan malos que hubieran crucificado al Rey de la gloria su hubiesen creído en Él. Lo dirá lo mismo San Pablo: “Si lo hubiesen conocido, nunca le hubieran crucificado al Señor de la majestad”. Pero no es que no pequen. “Cuanto hicisteis a uno de éstos, a mí me lo hicisteis”. Pero, a pesar de eso, les quiere excusar en lo que pueda. Es el Corazón de Cristo, que siempre trata de comprender y de excusar. Como el corazón de una madre, que sin mentir, siempre trata de excusar al propio hijo. Aun cuando haya cometido algún crimen y lo hayan condenado a muerte, la madre siempre dirá: No es malo; yo lo conozco, no es malo. Le han engañado. Es verdad que ha hecho eso, pero es que le han engañado. Pero él no es malo. Ese es el Corazón de Cristo. “No saben lo que hacen”.
Lección grande para nosotros, tan difíciles en perdonar. Tan difíciles en olvidar las ofensas y las injurias que nos hacen, las pequeñas molestias que nos causan. ¿Qué es eso en comparación con los sufrimientos de la cruz de Cristo? Y sin embargo, Jesucristo, la primera palabra que pronuncia: “Perdónales, perdónales que no saben lo que hacen”. En medio de esos acerbos dolores, piensa en nosotros, como si no pensara en sí, y piensa precisamente en los que le atormentan. Porque sabe que si no obtuviese el perdón para ellos, serían castigados terriblemente. Piensa en sus propios enemigos, y nos enseña a perdonar; a perdonar a los mismos que nos ponen en la cruz; perdonarles de corazón.
Ante esta palabra de Jesucristo, uno de los dos ladrones que quizás al principio blasfemaba también y se quejaba -tenían algo contra el Señor, porque quizás por Él habían adelantado la hora de ajusticiarles; quizás no hubiesen sido ajusticiados en ese día si no hubiese habido que ajusticiar a Cristo-; pues uno de los dos, no puede menos de quedar admirado ante esta reacción de Cristo. Este ladrón ha observado a Jesús; sabe lo que es la cruz. Él sabe lo que es sufrir, sabe lo que es el tormento que padece Cristo, aun cuando es mucho menor de lo que Cristo padece en realidad; no tiene comparación. Pero algo lo ha captado. Y ve que aquel hombre es más que hombre. Lo observa en la cruz. Ha oído aquella palabra: “Perdónales, porque no saben lo que hacen”. Lo mira; se fija en Él. Sus ojos se llenan de Cristo crucificado. Y mirándole a Jesucristo, Jesucristo le mira a él. Como miró a Pedro, mira también al buen ladrón. Las dos miradas se cruzan. Y Jesucristo le toca en el fondo de su corazón. Y se realiza en el buen ladrón un milagro de la gracia. ¡Es una figura tan maravillosa la del buen ladrón! Una santidad hecha así tan de repente, ¡y tan alta! Tan llena de confianza y de fe, que es realmente la obra maestra de Cristo crucificado. Y este buen ladrón parte de una confesión de sí mismo. Se pone a defender a Jesucristo. El otro blasfemaba contra Cristo, contra Dios, imprecaba; y él se pone a defenderle: “¿Ni tú temes al Señor, estando como estás en el mismo suplicio?” “El Señor”. A Cristo, ¿no le temes? ¿No tienes respeto, estando en el mismo suplicio que Él? Defiende a Cristo. Es el efecto de la gracia. Defiende a Cristo porque reconoce su propia miseria. “Y nosotros hemos merecido esta cruz”, porque hemos cometido muchos crímenes. Reconoce que su cruz es merecida.
¡Qué difícil es esto entre los hombres: reconocer que nuestra cruz es merecida! Siempre oímos quejas: Yo, ¿por qué tengo que sufrir? Pero el Señor, ¿cómo permite esto? Pero yo, que soy inocente, ¿por qué tengo que pasar todas estas tinieblas? No es verdad, no es verdad. Lo hemos merecido. ¿Quién puede decir que no ha merecido la cruz? Y este buen ladrón parte de aquí: “Nosotros hemos merecido nuestra cruz”. El verdadero misterio no es nuestra cruz; el verdadero misterio es la cruz de Cristo: “Pero este, ¿qué mal ha hecho?” Aquí está tocando toda la grandeza del misterio de la cruz, sobre el que volveremos a meditar enseguida: el misterio de la cruz de Cristo. “¿Qué mal ha hecho?” Y así, movido por esa cruz de Cristo, lleno de la belleza de la cruz de Cristo -que como dice San Agustín: para quien la entiende es muy hermosa la cruz-, se vuelve al Señor y clama: “Acuérdate de mí cuando estuvieres en tu Reino”. Cuando vengas en tu gloria, acuérdate de mí. Oración magnífica; llena de confianza; sin pedirle nada en particular. “Acuérdate de mí cuando vengas en tu Reino”. Notad esto: Ha creído en el reino de Cristo, en el cual no han creído los escribas y fariseos, y no ha creído Pilatos, y no han creído los mismos discípulos y los mismos Apóstoles. Ha creído en el reino de Cristo viendo a Cristo CRUCIFICADO. Ese mismo Cristo crucificado que ha sido el escándalo que ha dispersado a los Apóstoles; el que llevará a los de Emaús lejos de la ciudad, porque esperaban que fuera el Mesías que iba a restituir a Israel, y lo han crucificado.
El buen ladrón, él solo, conoce a Cristo crucificado. Y viendo a Cristo crucificado cree en el reino de Cristo. Cree que es el Hijo de Dios, porque le ha visto crucificado de cerca, con la experiencia de la cruz y con ese modo divino de llevar la cruz, donde se manifiesta la divinidad. No por el esplendor de su gloria que está escondida, sino por el modo con que la lleva, por la paciencia, por la grandeza de ánimo, por la generosidad, por el perdón que ofrece y que pide al Padre. Ha creído viendo a Cristo crucificado; lo que no hizo Santo Tomás, lo que no hicieron los de Emaús ni los Apóstoles. Y con una confianza total, se abandona todo a ese Corazón de Cristo crucificado: “Acuérdate de mí cuando estuvieres en tu Reino”. Ve toda su vida perdida; toda ella no ha hecho más que ofender a Dios. Sólo le quedan pocas horas de vida. Y no se asusta, y no se precipita, y no empieza a hacer grandes cosas y grandes conflictos, sino que sencillamente, se abandona al Corazón de Cristo. Se fía de Él. “Acuérdate de mí el día que vengas en tu gloria”.
¡Qué lección para nosotros! Aunque mi vida toda haya sido un engaño hasta ahora, aunque haya estado siempre a mitad, siempre a medias, aunque la cruz que llevo la tengo merecida, aunque me queden pocas horas de vida, ¿a dónde iremos? ¿Dónde huiremos? Al Corazón de Cristo; sólo allí. “Acuérdate de mí cuando estuvieres en tu reino”. ¡Qué figura tan hermosa el buen ladrón! Y el Señor inmediatamente le responde: “EN VERDAD TE DIGO, HOY MISMO ESTARÁS CONMIGO EN EL PARAÍSO”. “Hoy mismo”. No hay mucho que esperar. “Hoy mismo”. “Estarás conmigo”. Estaremos juntos. Como estás conmigo en la cruz, estarás conmigo en la gloria. Y desde ese momento, la cruz del buen ladrón se convierte en la cruz del corredentor con Cristo. Es el primer corredentor en la cruz, junto con la Santísima Virgen. Su cruz ahora es distinta de lo que era antes. Antes era el castigo de los pecados; ahora es la cruz asociada a Cristo; con Él va a reinar. “Hoy mismo estarás conmigo en el Paraíso”. Es la grandeza del perdón. Si en la primera palabra Jesucristo había pedido el perdón, ahora lo aplica. Es la aplicación de la primera Palabra de Cristo: “Hoy mismo”. El fruto de la Redención comienza ya a aplicarse.
¡Qué lecciones para mí! ¡Qué bueno y qué comprensivo y qué generoso es el Señor! Basta que uno reconozca que merece la cruz que lleva, y esa cruz queda transformada. ¡Qué bueno es! ¡Qué fuerza tiene su gracia! ¡Cómo ha transformado a un hombre en un momento! Cuando parecía que ya no había nada que hacer; cuando pocos minutos antes, quizás, estaba blasfemando e imprecando al Señor… ¡Qué fuerza tiene el presentar a los ojos de los hombres la cruz de Cristo! Pero la cruz de Cristo llevada como Cristo; de modo que a través de ella se manifieste Cristo. No hay ninguno en este mundo sin cruz. Nadie. Nuestra cruz, o es la cruz del mal ladrón, o es la cruz del buen ladrón, o es la cruz de Cristo. O es la cruz del que expía sus pecados, o es la cruz del que se condena, o es la cruz del que redime con Cristo. Jesucristo ha comenzado ya a extender el fruto de su Redención.
Las tinieblas se hacen cada vez más oscuras. Alrededor de Cristo está la multitud que lo contempla, que se va aburriendo. Notad esto, que es impresionante. Los momentos más grandes de la Historia están realizándose ahora. Y los que están más presentes, se aburren. Se alarga aquella escena. Al principio la emoción, el momento de levantarlo en cruz; después ya verlo; la sangre que corre, le afea; los insectos que rondan alrededor de Cristo; las tinieblas que oscurecen el ambiente, porque han bajado en este momento sobre la colina del Calvario; la gente se aburre; las injurias continúan lloviendo sobre la cruz de Cristo: “Si tú eres el Mesías, baja de la cruz y creeremos en ti”. “Ha salvado a otros y no puede salvarse a sí mismo”; ese sufrir todo el sacrificio de la cruz entre las ironías y las risas de los presentes, que es enorme. El sufrir es costoso; pero el sufrir con la estima de los que están alrededor, de la compasión de los otros, todavía se puede. Pero mientras los demás se ríen y se burlan de quien sufre, es el colmo de la cruz. Pero como se alarga la escena, la gente se va cansando. Se cansa de todo, de lo más sensacional. Y empiezan a marcharse. Las tinieblas les asustan un poco; se empiezan a escapar. Y así, las piadosas mujeres con la Virgen, pueden acercarse un poco hacia la cruz. La cruz no estaría muy levantada. Solían estar levantados sobre la multitud algo así como la altura de los hombros para arriba; poco. Y así, la Virgen con las piadosas mujeres y San Juan, se acercan lo más posible; lo que les permiten los guardias de la cruz. Y Jesús está en silencio. Está en el momento del silencio en la misa, mientras el sacerdote pronuncia secretamente sus palabras de unión al sacrificio.
Dentro Jesús, en ninguna parte encuentra consuelo; en aquella tristeza íntima, aquel tedio de la vida, aquella soledad, aquella especie de abandono del Padre. Con los ojos cerrados, en dolores físicos inmensos, dolores morales, humillaciones. No le queda nada; lo ha dado todo por nosotros. No tiene nada. Probablemente está muriendo asfixiado, ahogado. La muerte del crucificado, de ordinario era ahogo, porque la postura misma del cuerpo hacía que el crucificado tuviera dos posiciones: una posición con los brazos horizontales y otra posición con los brazos casi verticales. Era lo normal. Estando en aquella posición, el peso del cuerpo tendía hacia abajo, y entonces los brazos se ponían casi en posición vertical. Y estaba así, sufriendo, pero al menos dejándose caer de su peso, hasta que la respiración le faltaba y se ahogaba; y entonces haciendo un esfuerzo, se erguía de nuevo, quedaban los brazos casi horizontales. Y es lo que se nota en la misma sábana santa. Se formaban dos corrientes de sangre: la una que caía directamente de los clavos a tierra, y la otra que corría a lo largo de los brazos, que correspondían a las dos posiciones del crucificado.
Y así está Jesucristo; ofreciendo su sacrificio; con un dolor inmenso. Ahí no hay esa gran serenidad y esa grande paz en la parte inferior de su espíritu. Está en soledad suma, en abandono sumo, aridez total, aniquilación total. Y estando así en ese estado de angustia interior, de ahogo, en un determinado momento abre sus ojos y ve a su Madre, su pobre Madre, que lo ve sufrir sin poder hacer nada. ¡Tantos condenados a muerte que no quieren que su madre se entere para evitarles el dolor! Su Madre está allí, todo el tiempo y lo ve morir. Y mirándola, a su Madre, afligida, y a Juan junto a Ella, entreabriendo sus párpados entre los grumos de sangre que le caen, le dice: “MUJER, AHÍ TIENES A TU HIJO”.
Palabras trascendentales. Tienen un sentido mesiánico, no privado. Es función mesiánica la que está ejercitando. “Mujer, ahí tienes a tu hijo”. Y volviéndose a Juan: “AHÍ TIENES A TU MADRE”. No es que va a cuidar de su madre y dejarle allí para que no esté sola y cuiden de ella, no. Notemos que tanto más fuerza tiene esta palabra de Cristo, cuanto que probablemente estaba presente a los pies de la cruz la madre de Juan, la madre de los hijos del Zebedeo. Y estando la madre presente, dice a Juan: “Ahí tienes a tu Madre”. Tiene sentido mesiánico, sí: El Señor -dijimos- que en toda su vida se mostraba casi con una separación continua de la Virgen. Y llegando a la vida pública, en las bodas de Caná, le había dicho: “¿Qué tienes que ver conmigo, Mujer? No ha llegado todavía mi hora”. Y anotan los comentaristas, que la hora de Cristo es la muerte, es la cruz. Es decir, que la función de María en la obra de Cristo, en la obra redentora, tenía que realizarse en la cruz de Cristo. Pero allí tenía una función que realizar María. Y si en los demás pasos de la vida pública muestra respecto de Ella esa especie de despego, indicando la independencia que tiene que tener el ministro de Cristo de todos sus lazos familiares, y dice: “Mi madre y mis hermanos son los que hacen la voluntad de mi Padre”, ahora, en este momento, no la rechaza, porque es el momento en que María realiza su función de socia del Redentor. Tiene una función mesiánica María. Y las palabras de Cristo se refieren a esta función mesiánica. María es nuestra Madre. “Ahí tienes a tu hijo”
Y notad -como advierte Orígenes-; no dice Jesucristo a la Virgen: Ahí tienes otro hijo tuyo, sino “Ahí tienes a tu hijo”. María no tiene más que un Hijo, que es Jesús. “Ahí tienes a tu hijo”, ahí tienes a tu Jesús: Juan. Porque ahora todos los redimidos son Cristo. Y María es Madre de Cristo, y sólo de Cristo; del Cristo total, de los miembros de Cristo. Y todos los miembros de Cristo tienen por Madre a María, como el mismo Jesucristo tiene por Madre a María. Y esto por esencia del cristiano. Porque el cristiano es cristiano en cuanto es Cristo, es miembro de Cristo. Y en cuanto es miembro de Cristo, es hijo de María. Así como Jesús es por su naturaleza misma Hijo de María, así todos nosotros, somos por naturaleza hijos de María. Y no se puede decir que para nosotros es una cosa más o menos accidental nuestra relación con la Virgen, nuestra devoción a María no es accidental. No puede ser buen cristiano el que no tiene a María por Madre; no puede ser cristiano. Y así como a ser cristianos se nos ha dado en ese corazón una afectividad, con la cual podemos amar a María como Madre. Y esto es lo que Jesucristo recalca ahora. Al decirle a María, con palabras eficaces suyas en la cruz: “Mujer, ahí tienes a tu hijo”, ahí tienes al único hijo tuyo, que es Cristo; ahora, por mi muerte, Juan es Cristo, es miembro de Cristo, ahora le comunica a María un corazón de Madre para con todos los cristianos, para con todos los miembros de Cristo. “Ahí tienes a tu hijo”. No sólo con una relación exterior, sino, desde ahora, María nos ama como hijos; no como ficción, sino como que son verdaderos hijos suyos. Y así también Juan recibe la misma orden: “Ahí tienes a tu Madre”. Y Juan recibe un corazón de hijo para con María. “Y desde aquella hora el discípulo la recibió en su casa” o mejor traducido “entre lo propio del discípulo, entre sus cosas”, en su corazón, como hijo, porque era hijo de María. Es la obra de la Redención y es la función de María. Es la función mesiánica. Es palabra de Cristo Redentor.
Al buen ladrón le ofrece el Paraíso. A Juan le da otro Paraíso, que es el Corazón de su Madre. “Ahí tienes a tu Madre”. Es el fruto de la Redención; la realización del Cristo total en la cruz. Contemplemos a Cristo, físicamente deshecho. De nuevo fijemos nuestra mirada para llenarnos, como el buen ladrón, que seguiría mirando todo el tiempo a Cristo, su esperanza, su amor. Físicamente no hay en Él parte sana. Todo es un dolor intensísimo. Moralmente ha quedado sin fama, sin honor; humillado. Él ha sido derrotado. La razón la tienen los otros; la razón es la del vencedor. Despreciado de todos. Blanco de los insultos del pueblo. Con su Madre a sus pies, rodeado de oscuridad, terminando su sacrificio. Es la hora suprema. Dentro de su Corazón siente el asco del pecado, del que está cubierto, lleno. Ha cargado sobre sí nuestros pecados. Es el cordero de
Dios que lleva sobre sí el pecado del mundo. Se revolvía su Corazón en un mar de tristezas. Mira ansiosamente a todas partes como un náufrago en medio de las olas, y cuando levanta sus ojos al Padre encuentra un cielo de acero. Notemos que estas siete palabras de Cristo, no son estados sucesivos de Cristo, sino que representan aspectos simultáneos del ofrecimiento de Cristo en la cruz. En cada momento Él está pidiendo perdón, está ofreciendo ese perdón, está realizando el fruto de la Redención, está sintiendo la soledad del Padre, está confiado en las manos del Padre. No son como períodos sucesivos, sino son como planos diversos del alma de Cristo; aspectos diversos de su vida interior.
Se vuelve, pues, al Padre y no lo encuentra. Y entonces pronuncia esas palabras misteriosas, que nunca penetraremos: “DIOS MÍO, DIOS MÍO, ¿POR QUÉ ME HAS ABANDONADO?” Son palabras del Salmo, que Jesucristo repite aquí; del salmo en el cual se describe la muerte del Mesías en la soledad, en el abandono. La única consolación de Cristo era siempre el Padre. Jesucristo fue en toda su vida un incomprendido. Nadie lo comprendió jamás. Ni siquiera su Madre llegaba a comprenderlo, por muy santa y muy elevada que era. Pero es como un gran genio o un gran matemático, que tiene que explicar siempre sus Matemáticas a párvulos, que nunca lo comprenden. Así es la sabiduría divina cuando tiene que explicarla a inteligencias humanas. Siempre incomprendido. La soledad de Cristo tuvo que ser enorme en su vida. Por eso Él insistía siempre: que si no estaba solo era porque el Padre estaba con Él. Y ahora es la suprema humillación de Cristo: el Padre no está con Él. Es decir, sigue unido hipostáticamente a la divinidad, tiene la visión beatífica, y a pesar de eso, esa presencia del Padre en Él, esa unión hipostática con la naturaleza divina, no llega a sentirse en los estadios inferiores de su alma. Y está triste. Y está solo, como abandonado del Padre. Anuncia su estado interior, el estado de su suprema humillación.
A mí muchas veces no me importa alejarme del Padre. Que el Padre me abandone, no me importa. Con tal de que no me abandonen los hombres… Y en cambio, Jesucristo siente, es el grande dolor de Cristo. ¿Cómo puede realizarse esto? Es el grande misterio que nunca llegaremos a penetrar del todo. ¿Cómo es posible que teniendo la visión beatífica Cristo, no sienta el consuelo de ella? Es un misterio. Tenemos el ejemplo que se suele poner de una montaña muy alta, que en su cumbre está iluminada, y en su parte inferior está cubierta de nubes; al mismo tiempo tiene aquel reflejo del sol y abajo tiene toda la oscuridad y la tempestad y las tinieblas. Es una imagen. Otra imagen puede ser la del padre moribundo, en medio de dolores atroces, que en el momento mismo de su agonía llega a ver a su hijo que ha venido de muy lejos para asistir a la muerte de su padre. Y lo ve llegar, y siente sobre su frente el beso de afecto de su hijo que ha llegado. Está en medio de sus dolores, y siente al mismo tiempo ese afecto de su hijo. Son imágenes, pero es un misterio enorme. El misterio del pecado, en cuanto el pecado aleja al hombre de Dios, y aleja a Dios del pecador.
Jesús, viendo que todo se había cumplido, cayendo en la cuenta que faltaba para cumplirse una cosa, es decir: “que en su sed le dieron a beber vinagre”, se vuelve hacia los soldados que están cerca de Él, y les dice: “Tengo sed”. Recordemos a la Samaritana: “Mujer, dame de beber”. “Tengo sed”. Ahora lo pide a los soldados que están cerca de Él. Su Madre oye la voz de su Hijo. ¡Y con qué gusto hubiera ido a buscarle esa agua! Y no puede darle nada. Esa sed la tiene que saciar el pecador, la oveja perdida. “Tengo sed”. Le dice a la Samaritana, le dice a los soldados, les dice a los pecadores; a esos que pueden saciar la sed. Porque en último término es sed de que los hombres tengan sed de Él, de su sangre. “Tengo sed”.
En su sentido físico era clarísimo. Jesucristo estaba abrasado de sed. Sus labios estaban resecos, partidos; no había tomado nada desde el día anterior. Había derramado tanta sangre… que no podemos hacernos idea. Una vez que daba yo Ejercicios -dice el P. Mendizábal- , hablando de la flagelación, indicaba que lo grande de la flagelación de Cristo no era el que hubiera sufrido tantos azotes -como suelen decir a veces, que parecen exageradísimos-. Cuando los verdugos saben azotar, con 40 azotes se mata a una persona. Y si no lo matan, es porque no quieren matarla. Pero no hacen falta muchos azotes, no. Y uno de los que me oyó dijo: ¡Qué verdad tan grande es eso! Porque yo he sido azotado. En una cierta revolución yo tomé parte, y después nos azotaron. Y me dieron 60 golpes. Y nos los dieron soldados especializados de caballería. Después de cada 10 golpes se turnaban porque ya estaban rendidos los que nos los daban. Y al terminar, sí, yo caí por tierra deshecho, y me bebí seis litros de agua, de la sed que tenía.
La sed de Cristo era ardiente, ardiente, enorme. Su lengua reseca, abierta, rajada. Sus labios, como dice el salmista “como tejas resecas”. “Tengo sed”. Era verdad. No se había quejado hasta entonces porque no estaba escrito, pero ahora se queja; lo tenía dentro. Por tantos y tantos pecados de la lengua y de la boca. “Tengo sed”. Pero, sobre todo, tenía sed de las almas; como en la Samaritana, igual. Tenía sed de la samaritana, de los soldados, de las almas. “Tengo sed”.
Y entonces, uno de los soldados, corriendo, empapó una esponja en vinagre. ¿Por qué en vinagre? Pues era natural. Tenían un pozal de vinagre. Los que han tenido que intervenir en cosas de sangre, en derramamientos de sangre, saben bien que el vinagre limpia la sangre. Y por eso los soldados, en las ejecuciones capitales en que hay derramamiento de sangre, llevan siempre un pozal de vinagre para lavarse las manos. Quita la sangre. Y en ese pozal tenían sus esponjas para lavarse, naturalmente. Y después de la crucifixión normalmente se lavaban las manos de sangre en aquellos pozales de vinagre. Y cuando el Señor dijo que tenía sed, uno de los soldados, lo primero que vio de líquido fue el pozal de vinagre; y sacando una de las esponjas que estaban dentro, empapada en vinagre, la puso en el extremo de la lanza, y se la acercó a los labios de Cristo.
Así hemos tratado a Cristo. Cuando pidió agua en su sed ardiente le hemos dado vinagre; cosa que no haríamos con nadie. Cosa que no haríamos con el criminal mayor que en el momento de su muerte nos pidiese agua. Le daríamos agua, y si posible fuera, agua endulzada, azucarada, para que al menos las últimas horas de ese moribundo fuesen lo menos dolorosas posibles. A Cristo, en su sed, le hemos dado a beber vinagre; vinagre que tuvo que caer en aquellas heridas abiertas de sus labios como un tormento; doloroso; ardor.
Y entonces, viendo que todo se había acabado, dice el Señor: “TODO ESTÁ CONSUMADO”. Se acabó. Es un grito de victoria de Cristo. Mirando hacia atrás, ve todo el plan del Padre sobre su vida. Desde que nació en Belén; desde que se quedó en el Templo; desde que fue a bautizarse al Jordán; desde las tentaciones del desierto; todo el plan que el Padre le había trazado, lo ha seguido todo al pie de la letra. “Todo está consumado”. Se acabó, se acabó. Todo está concluido. Todo lo que el Padre me confió lo he hecho. ¡Padre! “He terminado la obra que me confiaste”. Todo, todo. Tenía que dar mi vida, tenía que morir entre humillaciones, como el hombre derrotado, como el gusano pisoteado por sus enemigos. Ya está. Todo está cumplido. Ahora sólo falta la glorificación de Cristo. El Padre le glorificará. “Si el grano de trigo no muere, no da fruto, pero si muere, da mucho fruto”. Es el triunfo de Cristo: “Todo está consumado”. La obra de la Redención está cumplida. Todo lo que el Padre me confió lo he hecho. Era el camino opuesto a lo que los israelitas esperaban de Él. Le costó. Jesucristo no se agradó a sí mismo. Pero ahora ha llegado ya al fin. Todo está consumado.
¡Si yo pudiese decir lo mismo cuando se acerque la hora de mi muerte! He consumado el plan que me has confiado; todo lo he hecho. Ha sido costoso; he tenido que pasar cruces, humillaciones, sacrificios; pero todo está consumado. No ha habido nada, no ha habido regla que Tú me hayas indicado que tenía que cumplir, que no la haya cumplido. Todo está consumado; al menos después de aquellos Ejercicios. Que yo pueda decir esto. Todo está cumplido.
Y entonces, con gran gozo, con confianza plena en el Padre, dice: “PADRE, EN TUS MANOS ENCOMIENDO MI ESPÍRITU”. Confianza absoluta. Es Padre. Aun cuando lo siente lejos, aun cuando no tiene esa consolación de su presencia sensible en la parte inferior, pero sabe que es su Padre. “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”. Ahí está, en el seno del Padre. Vuelve al Padre de donde salió. “Sabiendo que venía del Padre y que volvía al Padre”. “Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin”. “En tus manos encomiendo mi espíritu”. “Y diciendo esto, inclinó la cabeza”; porque quiso. “Y entregó su espíritu”.
Contemplemos a Cristo muerto en la cruz. Contemplar suavemente ese cadáver de Cristo; como vería aquella joven, que decíamos el otro día, el cadáver de su padre fusilado, muerto por ella. Muerto por ti. Y oiría a alguien que le decía al oído: Ha muerto por ti, por ti. Muerto por mí. Ha hecho el sacrificio de todo. Todo lo ha sacrificado. En el sumo dolor corporal, en la suma ignominia, en la suma angustia interior, en el sumo esfuerzo de su voluntad por beber el cáliz que le ofrece el Padre. Pero hay una sobreabundancia de gracia y de perdón. Es un amor ilimitado el que le ha llevado hasta la cruz. En la entrega absoluta ha realizado la obra del Padre. Es nuestro Maestro y nuestro Modelo. Contemplemos esa Cruz de Cristo. Y le podíamos decir con el poeta:
Delante de la cruz los ojos míos
quédenseme, Señor, así mirando
y sin ellos quererlo, estén llorando
y porque pecaron mucho y están fríos.
Y estos labios que dicen mis desvíos
quédenseme, Señor, así callando
y sin ellos quererlo, estén rezando
porque pecaron mucho y son impíos.
Y así, con la mirada en Vos prendida
y así con la palabra prisionera
como la carne a vuestra cruz asida
quédeseme, Señor, el alma entera.
Y así clavada en vuestra cruz mi vida
así, Señor, cuando queráis que muera.
Contemplemos así a Cristo. Y contemplemos cómo la Virgen -que contempla a su Hijo- ve que llegan los soldados, después de un rato, por orden del Sanedrín, para romper las piernas de los crucificados, para que no estuviesen en la cruz el día solemne de la Pascua. Y llegan a la cruz. ¡Qué dolor para la Virgen cuando ve que comienzan a quebrar las piernas de los dos ladrones para que se desangren y mueran y sean bajados de la cruz! A veces tardaban mucho en morir. ¡Qué dolor para Ella! Eso de prever: Y ahora con mi Hijo, ¡lo mismo! Su Hijo está ya muerto. Cuando el soldado llega y lo contempla, ve que ha muerto ya. Pilato mismo quedará admirado cuando le digan que ya ha muerto, porque le parece que ha muerto muy pronto.
Y entonces, el soldado, en lugar de quebrarle las piernas, enristra la lanza y se la mete por el costado. Le abre el costado; hasta el corazón. ¡Qué sentiría María en ese momento! No se podrá nunca saber… Y a ti mujer una espada te traspasará el alma. “Y salió sangre y agua”. “Y quien lo vio dio testimonio, y su testimonio es verdadero”. Sangre y agua. El misterio de la Iglesia, de los Sacramentos: Eucaristía y Bautismo, que proceden del Corazón de Cristo, de Cristo muerto en la Cruz, de la Redención de Cristo. Como Eva fue formada del costado de Adán, así la Iglesia, del costado de Cristo dormido en la Cruz.
Es el último gesto de Cristo. Ha querido poner la firma a toda su vida. Abrirnos el secreto que ha movido a toda ella: su Corazón. “Me amó y dio su vida por mí”, dirá San Pablo. Me amó. Es la firma. Es el Corazón abierto para que podamos entrar allí. Y como decía el poeta Lope de Vega:
Muerto estáis. Por eso os pido el Corazón descubierto
para castigar dormido, para perdonar despierto.
Si decís que está velando cuando Vos estáis durmiendo,
¿quién duda que estáis oyendo a quien os canta llorando?
Y si Vos dormís, Señor, el amor vive despierto
que no es el amor el muerto, Vos sois el muerto de amor.
Que si la lanza, mi Dios, el Corazón pudo herir
no pudo el amor morir, que es tan vida como Vos.
Ese es el Corazón de Cristo. Es el secreto de toda la vida. Para que podamos penetrar la anchura y la largura y la profundidad y la altura del amor de Cristo, que supera toda ciencia. Ahí está nuestro tesoro. Ahí está nuestra habitación. Ese Corazón es vuestro. Mirad lo que dice a las religiosas san Juan de Ávila: “Hermanas, entended la gran merced que os ha hecho Dios. Paraos a pensar en el costado de Jesucristo. Que allí querría que fuese vuestra morada, como lo dice el Esposo de los Cantares: “Levántate, amada mía, hermosa mía y vente. Paloma mía, en los huecos de la roca”. La piedra es Cristo y los agujeros de ella son sus llagas; y a esta morada os convida. El decir que no me quieren allá, no lo creeré, aunque me lo juréis. Porque si tengo yo una casa mía en tierra, de justicia no me han de echar de ella. El hábito, las tocas, no es tan vuestro como las llagas de Jesucristo. ¿Para qué son las llagas? Para que si la carne os persiguiere, tengáis casa a donde os defendáis del diablo. ¡Cómo creeré yo que me arrojarán de esta casa siendo Dios tan amoroso! No es de creer que os negará lo que tan vuestro es. Mirad vos, si vais como debéis. Que muchas veces cierra Dios la puerta de la casa, mas no por desamor, ni por negarnos lo que es tan nuestro, sino por ver cómo vais, por probaros si vais de verdad, para ver si os marcháis luego en llegando a la puerta. Porque sois romero hijo, habéis de porfiar y decir: Señor, no me iré de aquí hasta que me abráis la puerta; no me iré hasta que me deis limosna. ¡Oh, qué de gente perdida hay en esta casa! Váse el pobre luego en diciéndole el muchacho: ¡Dios os ayude!, y desde que viene su padre para darle limosna, dice: ¿A dónde está el pobre? Ya no aparece. Si perseveráis en las llagas de Cristo, sin duda alcanzaréis lo que pidiereis”.
Ahí lo tienes. Es Cristo crucificado. Si has dejado de verdad todo por Cristo, Cristo te lo ofrece todo en su Corazón. Es tuyo. Es el fruto de tu Redención. Y junto con el Corazón de Cristo, desde su cruz, tienes también como tuya a su Madre. “He ahí tu Madre”. Y examina si has cumplido la voluntad de Cristo agonizante. Quizás no he sido fiel con mi Madre. Quizás no la he tratado tanto como Madre. Pues que de aquí en adelante cumple su testamento. Y pon tu morada en Cristo y cobíjate bajo el manto de su Madre.
Acabamos rezando
Oh Dios, que en el corazón de tu Hijo,
herido por nuestros pecados,
has depositado infinitos tesoros de caridad;
te pedimos que,
al rendirle el homenaje de nuestro amor,
le ofrezcamos una cumplida reparación.
Por Jesucristo nuestro Señor. R. Amén