Santa Margarita María de Alacoque
Pienso que aquel gran deseo de nuestro Señor de que su sagrado Corazón sea honrado con un culto especial tiende a que se renueven en nuestras almas los efectos de la redención. El sagrado Corazón, en efecto, es una fuente inagotable, que no desea otra cosa que derramarse en el corazón de los humildes, para que estén libres y dispuestos a gastar la propia vida según su beneplácito.
De este divino Corazón manan sin cesar tres arroyos: el primero es el de la misericordia para con los pecadores, sobre los cuales vierte el espíritu de contrición y de penitencia; el segundo es el de la caridad, en provecho de todos los aquejados por cualquier necesidad y, principalmente, de los que aspiran a la perfección, para que encuentren la ayuda necesaria para superar sus dificultades; del tercer arroyo manan el amor y la luz para sus amigos ya perfectos, a los que quiere unir consigo para comunicarles su sabiduría y sus preceptos, a fin de que ellos a su vez, cada cual a su manera, se entreguen totalmente a promover su gloria.
Este Corazón divino es un abismo de todos los bienes, en el que todos los pobres necesitan sumergir sus indigencias: es un abismo de gozo, en el que hay que sumergir todas nuestras tristezas, es un abismo de humildad contra nuestra ineptitud, es un abismo de misericordia para los desdichados y es un abismo de amor, en el que debe ser sumergida toda nuestra indigencia.
Conviene, pues, que os unáis al Corazón de nuestro señor Jesucristo en el comienzo de la conversión, para alcanzar la disponibilidad necesaria y, al fin de la misma, para que la llevéis a término. ¿No aprovecháis en la oración? Bastará con que ofrezcáis a Dios las plegarias que el Salvador profiere en lugar nuestro en el sacramento altar, ofreciendo su fervor en reparación de vuestra tibieza; y, cuando os dispongáis a hacer alguna cosa, orad así: «Dios mío, hago o sufro tal cosa en el Corazón de Hijo y según sus santos designios, y os lo ofrezco en reparación de todo lo malo o imperfecto que hay en mis obras». Y así en todas las circunstancias de la vida. Y, siempre que os suceda algo penoso, aflictivo, injurioso, decíos a vosotros mismos: «Acepta lo que te manda el sagrado Corazón de Jesucristo para unirte a sí».
Por encima de todo, conservad la paz del corazón, que es el mayor tesoro. Para conservarla, nada ayuda tanto como el renunciar a la propia voluntad y poner la voluntad del Corazón divino en lugar de la nuestra, de manera que sea ella la que haga en lugar nuestro todo lo que contribuye a su gloria, y nosotros, llenos de gozo, nos sometamos a él y confiemos en él totalmente.