Luis María Mendizábal S.J
Comprendemos que todas nuestras reflexiones teológicas confluyen siempre en la humildad y sencillez de la Eucaristía. Este Sacramento que perpetúa entre nosotros sacramentalmente el Misterio de la Redención, el Misterio de la salvación del mundo por la inmolación del Hijo de Dios e hijo de María en el Calvario, en la Cruz.
Decíamos que la pérdida del sentido del pecado supone y tiene como fundamento la pérdida del sentido del Dios verdadero. Quizá conservando una cierta imagen más o menos filosófica de un Dios, quizá un Dios lejano; pero pierde la verdad del Dios revelado, del Dios de Nuestro Señor Jesucristo.
Si es verdad esto, el redescubrimiento del sentido del pecado deberá obtenerse por el redescubrimiento del Dios verdadero. Hacia eso tiene que tener nuestra predicación y nuestro trabajo personal en la fidelidad al Evangelio: descubrir cada vez más el Misterio de Cristo, entrar cada vez más en el Corazón del Señor.
El Dios verdadero se nos descubre en Cristo Crucificado, en Cristo Resucitado que nos muestra sus manos y su costado. Nadie viene al Padre sino por Cristo, y en ningún lugar y en ninguna otra realidad se revela al Padre como en Cristo, en el Corazón de Cristo, donde se nos revela el Corazón de Dios. Por tanto, nuestra mirada tiene que dirigirse continuamente a ese Cristo Crucificado contemplado por San Juan en el Corazón abierto de Cristo.
No es, pues, por un psicoanálisis del pecado en nosotros como llegaremos al reconocimiento de nuestro pecado, con una especie de introversión, sino por una contemplación del Corazón de Cristo. «Volvían golpeándose los pechos porque habían visto a Cristo Crucificado», y aquello les había revelado el misterio de su propia traición. Como todo lo que es misterio, es misterio de el de la iniquidad porque toca a la esfera de lo divino, y sólo lo penetramos en el Misterio de Cristo y en el Misterio del Corazón de Cristo, de la vida de Cristo interior, de su vivencia de la obligación de la Cruz, ahí tenemos que entrar para comprender lo que es el pecado, porque realmente en la Cruz se nos revela el misterio del pecado.
Ahora bien, como toda contemplación verdadera de Cristo Crucificado, como toda contemplación verdadera de la Eucaristía, que es la presencia sacramental de la Cruz, de la Redención, esa contemplación no es puramente desde nuestra parte; contemplando algo que es simplemente una cosa, como una estela que sucede, sino que es una contemplación una cosa, como una estela que sucede, sino que es una contemplación de ese Señor que nos mira. En un cruce de miradas. Entonces entramos en la verdadera contemplación cristiana. Como toda contemplación verdadera de Cristo Crucificado, es contemplación de un Cristo Crucificado que nos muestra sus manos y costado; nos lo muestra, es decir, que Él se dirige a nosotros.
Es necesario que nuestra mirada de fe se cruce con su mirada de Amor y entonces Él nos revela, nos muestra su amor Redentor y nos invita a que toquemos su amor redentor. San Juan nos dirá: «Lo que hemos visto, lo que hemos oído, lo hemos tocado del Verbo de la Vida». Y Santo Tomas es invitado a tocar el amor Redentor de Cristo; tocarlo para que disipe todo lo que en él hay de dudas y de incertidumbre. Tocar ese amor fuerte y tierno de Jesucristo, tocando la herida causada en Él por nuestra incredulidad. Cuando llegamos a acercarnos de esta manera a Cristo Crucificado, no lo tocamos de una manera abstracta, no lo contemplamos de una manera abstracta; sino que por la acción del Espíritu Santo y por la acción de la mirada de Cristo sabemos que tocamos algo que nosotros, hemos causado; es tocar el efecto de nuestro pecado en Él; es sentir que le ha llegado al alma ese pecado nuestro y nos acoge porque su Amor Misericordioso no ha cesado nunca. Probablemente Tomas no pensaba proceder mal cuando dudaba. El campo del reconocimiento de su culpa no fue el análisis de su racionalidad, sino el encuentro con el Corazón abierto de Cristo. Y cuando introdujo su mano en el costado del Señor parece que palpó la herida que en Él había producido su duda, su incredulidad, mientras palpaba el océano infinito del Amor del Señor. Este es el dialogo de nuestra culpa, de nuestro pecado, siempre que lo ponemos a la luz del Corazón de Cristo. Es palpar en Cristo su amor y nuestra ingratitud, su amor y nuestra frialdad, su amor y nuestra dureza de corazón.
Miremos, pues, a ese Corazón que hemos atravesado: «Mirarán al que atravesaron». Y saliendo de una visión egoísta del pecado, de la que hablamos ayer, comprendamos un poco que el pecado es ofensa de Dios, ofensa de Cristo. Es el aspecto más teológico del pecado. No quedándonos simplemente en una infracción de la ley, sino es una ofensa personal a Dios; ofensa personal a Cristo que le llega al alma, le ofende.
Hay una resistencia en nosotros a la compresión de esta realidad; quizá por la analogía de lo que es una observancia de sus mandatos, de unas leyes del tráfico no tenemos la impresión de ofender a nadie, sino que hemos hecho mal: esa especie de abstracción de decir simplemente está bien, está mal, hemos hecho mal. Pero eso no es el sentido vital. Es la ofensa de Dios, la ofensa de Cristo y para eso no es necesario que yo pretenda ofenderle. Porque a veces puede presentarse así: como si para ofender a Dios yo debiera pretender ofenderle. No es verdad. Probablemente el hijo prodigo nos diría querido siempre era disfrutar a la libertad que él soñaba. Pero ¡cómo no le iba a ofender a su padre el que su hijo le tratara de esa manera!, el sentir que era nada en la consideración de su hijo. Eso le llega al alma, le ofende a su padre. No hace falta pretender ofender. Hay realidades que, hechas en nosotros deliberación y actitud, son ofensivas por si mimas y nosotros ofendemos a Dios.
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Tratemos de entrar un poco en este misterio de la ofensa de Dios. Cuando vemos a Cristo Resucitado que nos abre su Corazón, nos abre y muestra sus manos y su costado, su Corazón herido, ¿qué es lo que esto nos dice a nosotros?
En primer lugar, la grandeza de su amor. Él me descubre que ama con un amor redentor. Con el amor redentor con que da la vida por mí; la dio y actualmente me ama con el mismo amor. Nunca, nunca ha dejado de considerarme suyo el Señor, a pesar de mis traiciones. Nunca. Siempre ha constituido amándome con Amor Misericordioso y buscando mi vuelta a su Corazón. Esto me lo dice con ese amor que me muestra, mostrándome sus manos y su costado; pero me dijo también y me quiere decir que mi comportamiento le hiere, le llega al alma, le llega al Corazón. Esto no lo dice con un tono depresivo. Que a veces confundimos los factores, como si decir que el pecado ofende a Dios significara decir que Dios es deprimido por el pecado, que Dios es herido en su naturaleza misma por el pecado. Y eso no es lo que significa la ofensa de Dios.
Le llega al alma porque me ama, y lo que me está mostrando es el amor infinito que me tiene. Esto es lo que ilumina, da luz al pecado. Esto es que enseña Santa Teresa en Las Moradas sextas. Tiene aquellas ideas tan acertadas, tan certeras, cuando escribe: «Os parecerá que estas almas (habla ya en las sextas Moradas), estarán ya tan seguras de que han de gozarle para siempre, que no tendrán que temer ni que llorar sus pecados; y será muy grande engaño porque el dolor de los pecados crece más mientras más se recibe de nuestro Dios»; lo cual es obvio.
Conforme se conoce más el amor del Señor se comprende más la monstruosidad del pecado. El enfrentarse con un Dios tan grande, el corresponder tan vitalmente a un amor tan excelente, tan misericordioso. Se explica en estas grandezas que le comunica; entiende mucho más la de Dios y espantase de cómo fue tan atrevida: «¡Cómo me atreví yo a oponerme al Señor!». Llora su poco respeto, parécele una cosa tan desatinada su desatino que no acaba de lastimar jamás cuando se acuerda por las cosas tan bajas por las que dejaba una tan grande Majestad!
Este es el camino verdadero, la ofensa del Señor, de un Señor tan bueno, porque Dios es muy bueno, es muy bueno con nosotros. ¡Es tan humilde, es tan deseoso de nuestro bien!, y realmente Él ha querido establecer con nosotros esta cercanía que la ha expresado en el Evangelio de tantas maneras, mostrándonos por esa comunión que ha establecido con nosotros: viniendo a nosotros, poniendo su morada en nuestro corazón, que todo lo que son obras buenas en nuestra vida son gozo para Él. No es sólo que pensemos en que Dios es ofendido con el pecado; pensemos que también Él, goza de nuestro bien. Y nuestras buenas obras son gozo para Él.
Recordemos en las Parábolas de las Misericordia, llamadas así en el capítulo 15 de San Lucas, que se nos indica el gozo del pastor cuando encuentra la oveja perdida, y el gozo de la mujer cuando encuentra el dracma que había perdido, y el gozo del padre cuando vuelve el hijo prodigo a casa. Y todo eso es para indicar el gozo de Dios por la vuelta del pecador. Hay gozo en el cielo, en Dios, por un pecador que vuelve a Él. Es un gozo en inimaginable para nosotros. Pero ahí está, y no podemos eliminarlo diciendo que Dios es inmutable. Si algo se nos revela en Cristo, es el amor de Dos que desea nuestra vuelta y el gozo cuando ha tenido de nuevo entre sus brazos el hijo que se había marchado de la casa. Gozo de Dios por la conversión del pecador. No habla del gozo del pecador cuando ha vuelto a la casa del padre, sino que lo destaca es el gozo del padre porque ha vuelto el hijo. Gozo del que debería participar el hermano mayor, si realmente estaba en sintonía con el corazón del padre.
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Pues bien, nuestro comportamiento es cercano a Dios; nuestro comportamiento bueno es gozo de Dios, porque no vale decir sólo que es la conversión de un pecador alejado. Es verdad que el Señor dice que hay más gozo en Dios por un pecador que se convierta que por noventa y nueve justo que no necesitan de conversión; pero no hay ningún ser humano que no necesite de conversión. Eso se refiere a los que se creían justos y creían que no necesitaban de conversión, pero no hay ningún santo que cada día no se sienta en la necesidad de convertirse a Dios. y sabemos que toda nuestra vida tiene que ser una conversión a Dios.
Ahí tenemos un tema precioso: hacer de toda nuestra vida gozo de Dios, gozo de Cristo Resucitado. Nosotros solemos decir que Dios no necesita de nuestras buenas obras, que Dios no necesita de nuestro bien para ser Él inmensamente feliz; con lo cual volvemos a demostrar cuánto nos domina el egoísmo y cuánto interfiere en nuestras consideraciones, porque nosotros no nos alegramos y nos parece que no nos puede producir alegría, sino la satisfacción de algo que necesitamos. No nos alegramos si no es de algo que nos hace felices. Dios no es así. Dios es amor puro, amor infinito, Dios se alegra con nuestro bien. Se alegra de nuestra vuelta porque nos ama; porque nos ama, no porque tenga necesidad de nosotros, sino porque es el fruto de su amor infinito. Esta es una realidad que debemos acoger gozosamente.
Pero vengamos al aspecto negativo: la ofensa. Porque parece que es más difícil llegar a aceptar que el pecado ofenda a Dios. Digamos inmediatamente que nunca debemos confundir ofensa de Dios con molestar a Dios. Nosotros no le molestamos a Dios y esto lo confundimos muchas veces.
Está un padre echando la siesta, e hijo, que está correteando por el jardín, con un balazo rompe el cristal de la habitación donde está descansando su padre, y éste sale, furioso, y le castiga duramente a su hijo. Eso no tiene ninguna comparación en Dios; eso no ha sido ninguna ofensa a su padre. Ha sido que le ha molestado y ha sido la reacción del amor propio del padre; ha sido la reacción de la ira del padre, a quien le han estropeado la siesta, sobre todo, y ha arremetido contra su hijo. Eso no tiene que ver con la ofensa de Dios.
En Dios no hay amor propio. Dios nunca reacciona por amor propio herido. Ofender a Dios no es herir a Dios en su amor propio; no es eso la ofensa de Dios. la ofensa de Dios es el resultado de su amor a nosotros. En la Parábola del Hijo Prodigo debemos fijarnos mucho en la figura admirable del padre. ¡Cuánto le llegó al alma al padre esa marcha de su hijo! Se ve por el gozo de su vuelta; pero de ninguna manera aparece, por esto, el padre como una figura deprimida, como si el padre estuviera afectado de tal manera que ya no tuviera ánimos; se retira, se acostara en la cama, deprimido. No hay nada de eso; le llega al lama, pero es la figura noble del padre, a quien le afecta, le llega el comportamiento en hijo. No tiene nada de depresión, de aspectos que, de alguna manera, nos den a entender esa debilidad de su espíritu.
Pues bien, en el antiguo y Nuevo Testamento encontramos expresiones constantes de cómo el comportamiento malvado del hombre conmueve las entrañas de Dios. Cómo a Dios parece que se le conmueve las entrañas por ese comportamiento desleal de su pueblo. Esto en el Antiguo Testamento y en el Evangelio, donde Jesús aparece manifestándonos la compasión del Padre, cómo el Padre siente; porque lo que nos revela Cristo en su Corazón, es el corazón del padre. Cuando Cristo llora por la desgracia de la muerte de Lázaro, Dios llora. Es Él el que nos revela: «EL que me ve a Mí, ve al Padre». Parece que nosotros queremos como rectificar lo que la revelación nos dice, sometiéndola a nuestra forma de entender previamente a Dios; y como a Dios lo entendemos como el Ser inmutable donde no existe ese amor tierno, entonces tenemos que decir, que esas son meramente metáforas que no representan la realidad de Dios, que hay que corregirlas porque naturalmente a Dios no le llega nada de eso; Dios es un Dios inmutable, Dios es un Dios infinito. Y eso sería deshacer la revelación de Dios.
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Si Cristo ha venido a nosotros es para redimirnos en una obra de amor que nos revela el amor de Dios, revelándonos en su corazón el amor del Padre. Es cierto que es un tema misterioso para nosotros. Es verdad, porque no entendemos la verdad del Amor que Dios nos tiene en Cristo. El verdadero y gran misterio es el amor que Dios tiene. Ahí está la clave; no tanto la repercusión que tiene, en consecuencia, nuestro pecado en Él, sino el amor. Por eso dirá San Juan que nosotros hemos creído en el amor, que nosotros hemos recibido y tocado ese misterio de amor, que nosotros sabemos que Dios es amor, pero amor verdadero, porque de nuevo, al llegar a la palabra amor, muchas veces –como cuando decimos que Dios es Padre- decimos: «Hay también pagamos que dicen Dios es Padre, sí, pero el padre se puede entender de muchas maneras. Puede ser un amor, sí, pero ¡como el Creador tiene a las criaturas, que Dios no odia nada de lo que ha creado!». Si realmente nosotros hubiéramos quedado en el nivel de criaturas, nosotros tendríamos que cumplir la ley moral, pero la infracción de esa ley no ofendería a Dios; porque tampoco, cuando nosotros quebrantamos una ley, ofendemos al legislador, sino que hacemos mal y estamos sometidos a una pena que está marcada también en la ley; por la infracción de esa ley no pasaríamos si hubiera sólo amor de creador o criatura, no pasaríamos de esta relación con Dios.
Pero, ¿qué ha sucedido?, y aquí viene el misterio inefable. Que Dios ha querido amarnos con amor de enamoramiento, con verdadero amor de enamoramiento; lo ha querido hacer así, y, entonces, la ofensa sólo se da donde hay amor de este tipo, amor de enamoramiento. Así entendemos ya en el campo donde el comportamiento humano ofende a Dios, y puede ofender a Dios, pero es porque ha querido amarnos. Aquí nos encontramos con que no sólo nosotros no precedamos de una manera correcta con Dios y Dios procede de una manera correcta con nosotros, sino que hemos encontrado en esa comunión de amor, comunión con el Padre y con el Hijo en el Espíritu Santo, que es la gran noticia que anuncia San Juan en su Primera Carta: «La noticia que os traemos es que tenéis comunión con nosotros y nuestra comunión es con el Padre y con el Hijo». Esta comunión es comunión de amor de enamoramiento.
Ahora bien, suele decirse: Dios está demasiado lejos para que le salpique el barro del pecado del hombre. y es verdad. ¿Qué quiere decir esto? Que nosotros no podemos herir a Dios, que nosotros no podemos saltar el abismo de la criatura al Creador para hacerle daño a Dios. Eso es verdaderísimo, pero tenemos que decir que Él ha saltado ese abismo amándonos a nosotros con amor de enamoramiento. Él ha llamado a la puerta de nuestro corazón, y ahora, si nosotros cerramos esa puerta, eso le llega al alma porque nos ama.
Vamos a la imagen humana, del amor del enamoramiento. ¿Qué sucede en un determinado momento? Que un hombre siente en su corazón que surge la llama del amor, una experiencia única, una experiencia intransferible y empieza a sentir enamoramiento hacia esa persona joven. Y en este momento eso que surge no es suyo, el amor no es verdadero hasta que no se acepta personal y libremente y se asume así. Pero ¿qué sucede? Que se encuentra ante una opción muy importante, porque si él decide no acoger ese amor esa persona pasa de largo en su vida, desaparece, no trasciende a su propia vida. Pero si toma la decisión de aceptar ese amor, en el momento en que acepta ese amor su vida depende ya de esa otra persona. Es una decisión importante y está pendiente de si esa persona le corresponde o no, procede de una manera correcta o no, porque todo eso le llega al alma, porque la vida de esa persona, por su decisión de amor, ha entrado en la suya. Es una analogía con muchas imperfecciones, pero que nos ilumina.
Dios ha querido amarnos con amor de enamoramiento. En el orden humano, cuando uno ha tenido esa experiencia y ha sufrido, y ha sabido lo que es poner su vida en dependencia de la otra persona, luego uno escarmienta; hay personas que en su egoísmo dicen: «Pues yo no quiero enamorarme, porque se sufre mucho, es un riesgo muy fuerte», y entonces, en su egoísmo, no aceptan ese amor de enamoramiento que se les presenta.
Pues bien, podemos decir así: Dios ha querido correr el riesgo de amarte, aun a sabiendas de que tú le traicionarías; pero ha querido amarte. Desde ese momento en que ha llamado a la puerta del corazón del hombre le llega al alma porque nos ama; no porque nosotros podemos herirle, sino porque Él quiere amarnos. Por ese camino va el misterio de la ofensa de Dios. Le llega al alma, es una ofensa a su amor, porque nada ofende tanto al amor como el desprecio del amor.
Le ofende, le llega al alma. ¿Es que eso le hace infeliz a Dios? No podemos decir esa palabra, ni mucho menos; pero le llega al alma porque ama con amor verdadero.
Una conclusión consiguiente para nosotros es ésta: como el amor de Dios a cada uno es personalísimo y único, la ofensa nuestra es única y personal hacia Dios; la de cada uno de nosotros, porque es la infidelidad y la traición al amor único y personal de Dios. Ahí es donde tenemos que vivir nuestra amistad con Él, transformándonos en Él.
Hay actos nuestros que pueden ser poco delicados, que pueden ser muy groseros, que pueden romper esa amistad. Y eso es lo que llamamos pecado grave. Es ruptura de amistad con el Señor, aunque yo no lo haya pretendido directamente, pero es un comportamiento que no sufre la amistad.
Hay otros comportamientos que no rompen la amistad, pero no dicen bien con la amistad. Y esto comportamientos, repetidos, son los que pueden ir enfriando nuestra amistad con Dios, y de esa manera disponernos a groserías mayores, a desprecios mayores de su amor, que pueden acabar con esa amistad de Dios.
Es un tema, pues, vital para nosotros. No es cuestión de teorías, no es cuestión de simples estudios teológicos. ¡Nos jugamos la vida! Son cosas muy serias, en las que la luz del Señor, en nuestra adoración y contemplación, debe penetrar hasta el fondo e iluminarnos para que nuestra vida sea limpia y transparente; y para que no pongamos limites a ese amor del Señor que pretende inundarnos e introducirnos plenamente en la corriente de amor de la Trinidad Santísima.