Padre Cándido Pozo, S.J.
- TEOLOGÍA DE LA CONSAGRACIÓN
- Una consagración solo es posible presupuesta la distinción entre lo sagrado y lo profano punto la distinción es característica De la religión bíblica. Lo sagrado como característico de lo divino y de lo sobrenatural. La distinción entre lo natural y lo sobrenatural, según San Atanasio.
- La divinización del hombre propia del orden sobrenatural. La entrada en la familia de Dios y la filiación atractiva. El nuevo nacimiento del agua y del Espíritu Santo. El bautismo como la consagración primaria.
- El lenguaje pasivos y activos de la consagración, o las dos vertientes de la misma. La iniciativa de Dios y la respuesta del hombre; el crecimiento del consagrado.
- Sentido de las consagraciones posteriores al bautismo. Toma de conciencia de la consagración bautismal y de sus exigencias, y compromiso de crecimiento dos. Modo de vida y estilo ascético.
- La consagración al Corazón de Jesús como consagración al amor y a la Interioridad del Dios hecho hombre.
- TEOLOGÍA DE LA REPARACIÓN
- La reparación en su conexión con la consagración: las exigencias de la consagración y de las limitaciones de nuestra respuesta. El planteamiento histórico: las ofensas también de los otros; la dimensión colectiva de la reparación.
- La relación personal a Cristo en la reparación. El planteamiento de Pío XI en la Encíclica Miserentissimus Redemptor.
- ¿Cristo terminó o camino de nuestra preparación? La historia de las fórmulas oracionales. La importancia de la idea de Cristo Mediador. Sus consecuencias para vivir la misa en unión con el corazón de Cristo.
- Reparar y consolar. La referencia a Getsemaní. La referencia a Cristo glorioso. La Teología del dolor de Dios.
ASPECTOS TEOLÓGICO-DOCTRINALES: LA CONSAGRACIÓN Y LA REPARACIÓN
Que a la devoción al Corazón de Jesús pertenecen dos dimensiones fundamentales, la consagración y la reparación, no es dudoso un y ello no solamente por la existencia de ambas ya en la historia de la devoción al Corazón de Jesús en lo que estaba tiene de revelaciones privadas, sino por el hecho, teológicamente mucho más relevante, de que el magisterio de la Iglesia, cuando expone lo que es la devoción al Corazón de Jesús, señala, como los dos elementos sustanciales de ella, precisamente la consagración y la reparación. Bastaría recordar un texto sumamente importante de la Encíclica de Pío XI Miserentissimus Redemptor, que es, sin duda alguna, el documento e que mas ampliamente se desarrolla la teología de la reparación al Corazón de Jesús, y tomar conciencia de que el Papa allí antes de abordar el tema de la preparación, se ocupaba expresamente de la consagración. Más aún, el párrafo que voy a citar y que es bien conocido, constituye la transición entre las dos partes fundamentales de la Encíclica y pone en conexión los dos aspectos esenciales de esta devoción: consagración y reparación. El Papa Pio XI Escribe: “Conviene que a todos estos obsequios, principalmente a tan fructífera consagración, como confirmada por la sagrada solemnidad de Cristo Rey, se añada otro, acerca del cual, Venerables Hermanos, Nos place detenernos ahora con vosotros un poco más extensamente: el homenaje, decimos, de pública satisfacción o reparación, como llaman, que hay que tributar al Sacratísimo Corazón de Jesús”. Por todo ello, creó y necesario discutir el hecho de que a la devoción al Corazón de Jesús pertenecen estas dos dimensiones fundamentales. No me detendré en establecer el hecho. Más bien pretendería reflexionar brevemente sobre lo que significan la consagración y la reparación respectivamente.
Procuraré, por tanto, explicar, en primer lugar, la Teología de la consagración, para, a continuación, en una segunda parte, es poner la Teología de la reparación.
TEOLOGÍA DE LA CONSAGRACIÓN
Hablar de consagración, como de un acto o una realidad especial, sólo tiene sentido, sí se mantiene la distinción, que es fundamental en el Cristianismo, entre lo sagrado y lo profano. Una de las aportaciones más originales y más importantes de la Religión bíblica a la historia de la humanidad este rechazo de que la creación se adivina. Precisamente la divinización de la creación es un pensamiento característicamente pagano. El paganismo adora el sol, la luna y las estrellas porque los considera divinos, y realizada, con ello, una especie de divinización de lo creado. Por el contrario, la Religión bíblica rehúsa fuertemente la idea de que la creación sería divina. La fe fundamental de Israel está expresada en de Deut 6,4: “Yahveh, nuestro Dios, Yahveh es uno”; lo que, dicho en otros términos, sería expresar que únicamente Dios es Dios. Ahora bien, sí solo Dios es Dios, todo lo demás no es Dios, no es divino, sino profano.
Sería un modo paliado de reintroducir la idea de divinización de la creación, interpretar lo creado como me era marioneta en las manos de Dios. Lo creado tiene sus leyes internas y, en este sentido, una relativa autonomía, como lo ha subrayado el Concilio Vaticano II, constitución pastoral Gaudium et spes, nota 36, lo cual sin embargo, no significa que lo profano no haya siempre necesariamente una referencia a Dios. Lo profano, por ser creado, procede de Dios; tiene dentro de sí, sin duda, unas leyes propias que constituyen su autonomía; pero esa autonomía es relativa, en cuanto que esas leyes han sido puestas por Dios en lo profano al crearlo, y, por ello, hay siempre en lo creado una referencia a Dios de Quien proceden las leyes que regulan lo creado y la misma realidad en qué consiste el ser de lo creado.
En todo caso, necesitamos, como punto de partida mantener con nitidez una clarificación conceptual, según la cual lo sagrado sería la esfera de lo divino, mientras que llamamos profano a lo que pertenece a la esfera de lo creado.
Sin embargo, estas dos esferas no están cerradas en sí mismas sin comunicación entre ellas. Y no me refiero aquí al hecho de la creación y a la referencia a Dios que tiene lo profano por haber sido creado por Él. La creación- y ya referencia que sigue de ella- son constitutivas de lo profano en cuanto profano. Aludió a una comunicación distinta que tuvo lugar en el momento culminante de la historia, es decir, cuando Dios ha tomado una naturaleza humana, se ha hecho como uno de nosotros y ha entrado así en nuestra historia. Es la comunicación con Dios que comienza a hacerse posible porque él se ha bajado hasta nosotros en un modo que San Pablo expresa con el término “se anonadó; no puede olvidarse que Dios se baja hasta nosotros para darnos la posibilidad de entrar en el campo de lo divino, es decir, de entrar en el campo de lo sagrado.
A veces, hemos oído decir en predicaciones y en ejercicios espirituales, especialmente al explicar el principio y fundamento de los ejercicios de San Ignacio, que Dios es nuestro padre por habernos creado. Las reflexiones que voy haciendo, harán inteligible que declare aquí que no solo considero que esa fórmula es sumamente pobre, sino que incluso la calificaría como teológicamente inexacta. Dios no es nuestro padre por el hecho de habernos creado. El hecho de que un carpintero construya una silla o una mesa coma no lo constituye en padre de la silla o de la mesa, sino únicamente en hacedor de ellas punto el hecho de la creación constituye a Dios como creador nuestro, pero no como nuestro padre punto Dios comienza a ser padre nuestro y nos da la posibilidad de que nosotros seamos hijos suyos, cuando envía al mundo al Hijo, al único Hijo, para que realizando la obra salvadora, nos introduzca en la familia de Dios. San Atanasio en la “oración segunda contra los Arrianos” definió claramente la existencia de dos planos distintos sirviéndose de una doble trilogía sumamente profunda. La primera trilogía es: Creador, creatura, siervo; es el plano de la creación. Pero coma gracias a que Dios se ha hecho hombre, surge un segundo plano con una nueva trilogía: Padre, amigo, Hijo. Se produce así para nosotros una superación del campo de lo profano y una entrada en la esfera de lo sagrado en virtud de una intimidad con Dios (amistad) y de un ingreso en la familia misma de Dios (filiación).
Ya la idea de amistad hay que interpretarla como un acercamiento que nos saca de nuestra lejanía natural. ”Ahora por Cristo Jesús los que un tiempo estabais lejos, habéis sido acercados por la sangre de Cristo”(Ef, 2,13). Siempre por obra de Cristo. Es imprescindible recordar unas palabras de Jesús en la Última Cena: “ya no os llamaré siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor, sino que os llamaré amigos coma porque os he dado a conocer todo lo que había oído de mi Padre”(Jn,15.15). La frase tiene un contenido lleno de riqueza. Se alude a una condición de siervos que tuvimos mientras desconocimos el secreto de Aquel que era señor nuestro; pero, ese nuestro amo nos ha abierto la puerta a sus secretos; para ello vino, se hizo carne y acampó entre nosotros la Palabra de Dios, Jesús; por el, por Jesucristo nos vino la gracia de la verdad; Él, “el Dios unigénito que está vuelto hacia el seno del padre”; nos lo ha dado a conocer. A través de esta confidencia que nos revela y nos desvela el misterio y secreto de Dios, se realiza nuestra entrada en la amistad con Dios.
También a la obra salvadora de Jesús a de atribuirse nuestro paso de criaturas a hijos. “Esta era la luz verdadera que, viniendo a este mundo, ilumina a todo hombre. Él estaba en el mundo y el mundo había sido hecho por medio de él y, sin embargo, el mundo no le reconoció. Vino a los suyos, pero los suyos no le recibieron. Más a los que le recibieron le dio el poder de llegar a ser hijos de Dios”. La construcción es muy significativa.
Hasta entonces éramos creaturas. Solo cuando el verbo ha venido y se ha hecho hombre como uno de nosotros, nos ha dado la posibilidad de llegar a ser hijos de Dios. Entonces – y no antes – comenzamos a tener esa posibilidad. Es el mismo plano en que se coloca: “al llegar la plenitud de los tiempos, Dios envió a su hijo, nacido de una mujer, nacido bajo la ley, para redimir a los que estaban bajo la ley, para que recibiésemos la adopción (Gál 4, 4 s)”. La venida de Cristo a nuestra historia coma enviado por el padre y nacido de la Virgen coma es la línea divisoria de dos situaciones diversas en nosotros: una en la que no éramos más que creaturas; Y otra en la que comenzamos a formar parte de la familia de Dios.
Pero Gál 4, 4s es sugestivo también por otros motivos. Encontrarnos en el un término clave, frecuente en San Pablo para matizar nuestra filiación con respecto a Dios: “adopción”. En realidad, en Dios no hay más que un Hijo: la Segunda Persona Trinitaria. El que cuando se habla de nosotros como hijo de Dios, se nos adjetivice como adoptivos, indica claramente que en realidad no éramos hijos. En el sentido natural y propio de la palabra, en Dios no hay más que un hijo: la Segunda Persona Trinitaria. Un hijo adoptivo es una persona que por su naturaleza no era hijo, pero a la que se introduce en la propia familia. Así nosotros hemos sido tomados de la calle e introducidos en la cercanía familiar a Dios. Como es obvio, entramos en la familia con todas las consecuencias: “si somos hijos, somos también herederos, herederos de Dios Padre y coherederos de Cristo cierro comillas (Rom. 8,17). Esta entrada en la familia es la que nos permite llamar a Dios con la misma palabra con la que le llamaba Jesús, es decir, con el nombre de Padre.
Sería necesario renovar todo el sentido de emocionante novedad con que el cristianismo percibió este hecho. El “Padre Nuestro” se ha convertido, como tenía que convertirse, en la oración fundamental del cristiano desgraciadamente el precio ha sido que lo vemos trivializado y que lo rezamos sin que nos tiemble los labios al pronunciar sus palabras iniciales. No sucedía así a los cristianos primitivos. Su emoción al poder invocar a Dios con el nombre de Padre, era tal que no lo hacían sin poner por delante una fórmula de disculpa, sin la cual decir a Diós, Padre, hubiera resonado como una terrible osadía. La costumbre nos ha sido transmitida en la liturgia de la Misa, no sólo en el rito de la Misa romana, sino en el de otras liturgias tanto orientales como occidentales. Todavía hoy, en la celebración de la Misa, hacemos preceder el rezo de la oración dominical, de esta significativa fórmula: “fieles a la recomendación del Salvador y siguiendo su divina enseñanza nos atrevemos a decir: Padre”. Es decir, solo porque el Salvador nos lo enseñó y porque Él, que es Dios, nos lo mando, deja de ser una osadía y un atrevimiento el que nosotros que por naturaleza no somos más que creaturas, digamos: Padre.
La misma emoción ante la posibilidad de utilizar esta palabra se manifiesta en el hecho de que San Pablo, escribiendo en griego y para lectores que desconocían el arameo, haya conservado la invocación en su forma alameda “Abba”. En este caso, como siempre que Pablo conserva fórmulas hará me has, puede justificadamente suponerse un uso de Paulino. El cristianismo absolutamente primitivo, aun en ambientes que no hablaban hará medio, sintió devoción no sólo en llamar a Dios con el mismo nombre con que le había invocado su hijo Jesús, sino en el mismo idioma con que Jesús lo había hecho (cf. Mc. 14, 36): “Abba, Padre, todo te es posible; aleja de mí este cáliz; mas no sea lo que yo quiero, sino lo que quieras tú.”
No vale la pena detenerse en discutir sí “Abba” debe traducirse en meramente por Padre o si se trata de una palabra de mayor intimidad que debería traducirse más bien por “papá”. Probablemente habría que optar por esta segunda posibilidad. “Abba” es una palabra casi infantil — aún fonéticamente es el primer balbuceo de un niño –, una palabra que se usa para dirigirse al propio Padre directamente, pero no para hablar de él con otro en tercera persona. Es un fenómeno bastante paralelo al que sucede con nuestra palabra castellana “papá”: también ella es fonéticamente el resultado del primer balbuceo del niño, tiene algo de sentido infantil en cuanto que es expresión de una intimidad de niño con el propio Padre, y la conservamos normalmente en el uso directo con nuestro Padre también después de que hemos llegado a la edad adulta, pero que, ya adultos, no utilizamos para hablar de él con otras personas, a no ser que seamos bastante cursi ser nuestro modo de hablar. En todo caso, estas reflexiones nos hacen comprender el tono infantil de intimidad de niño y de absoluta confianza filial, encerrado en la palabra ”Abba”, como nos permiten también percibir los matices de ternura de la oración de Jesús en Getsemaní: “Abba, papá, todo te es posible cierro comillas (Mc. 14, 36).
Pero volviendo al tema de nuestra filiación adoptiva, es necesario subrayar que Cristo nos ha concedido una filiación con respecto a su Padre que aunque es adoptiva—sólo Él, como persona divina, es el Unigénito, el Único verdaderamente Hijo–, no es pura atención jurídica, sino que implica la comunicación de una vida nueva. Toda vida nueva tiene como comienzo un nuevo nacimiento. En nuestro caso, es el nacimiento nuevo consistente en nacer del agua y del Espíritu, del que Jesús habló a Nicodemo (Jn. 3,3 y 5). Nacemos a este mundo y a la vida terrena y mortal, cuando nacemos de nuestros Padres; pero a los pocos días de ese nacimiento se nos lleva al templo y allí nacemos de nuevo, del agua y del Espíritu, o más exactamente de la Iglesia y del Espíritu. Es subjetivo subrayar el impresionante paralelismo que este nuevo nacimiento a la vida de la gracia en virtud de la cual nos hermanamos con Cristo, tiene con el nacimiento del mismo Jesús. Él nació de María y del Espíritu Santo. La imagen de ese nacimiento virginal, también nosotros en el bautismo nacemos del agua o, mejor, de la Iglesia y del Espíritu Santo. A partir de este nacimiento o una nueva vida comienza a correr por nuestras venas, la vida de la gracia, como sabía que procede de la cepa y nos hace ser sarmientos cargados de fruto, según las explicaciones de Jesús en la alegoría de la vid (Jn. 15,1-8). Precisamente porque esas había procede de la cepa, la nueva vida con la que viven los Sarmientos, es participación en la vida divina.
Con ello queda delimitado un primer concepto de consagración entendida como el proceso en virtud del cual nosotros éramos por naturaleza puras creaturas, entramos en la esfera de lo divino. Tal proceso se realiza con nuestra entrada en la familia de Dios y esa entrada no consiste en una realidad meramente jurídica, sino que nos proporciona una participación de la vida divina que es la vida de la gracia.
Pero al mismo tiempo es claro que nuestra consagración más fundamental tiene lugar en el bautismo, ya que él es nuestro nuevo nacimiento a la vida divina. Vale la pena tomar conciencia del sentido de consagración contenido en la fórmula con la que según Mt. 28,19, Jesús dio su último encargo a los Apóstoles. Estamos demasiado acostumbrados a las traducciones normales de ese versículo: “Id, pues; enseñar a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.“ Las palabras “en el nombre de se nos han hecho absolutamente familiares. Y, sin embargo, la expedición griega<<baptithones eis to onoma>> no significa<<Bautizando en el nombre del Padre, etc.>>, sino que es propiamente<<Bautizar consagrando los al Padre al Hijo y al Espíritu Santo>>. El nombre (to onoma) para una mentalidad se mítica corresponde a la realidad misma de Dios; la preposición griega<<eis>> no se puede traducir por<<en>>, sino por<<hacia>>. El conjunto, por tanto, de la frase habla de bautizar<<para>>o <<consagrando a>>. El bautismo aparece así, ya en sus palabras institucionales, como la primera y primaria consagración del cristianismo. Más adelante, tendremos que volver sobre ello, incluso porque será necesario preguntarse qué sentido tienen las consagraciones posteriores de un cristiano y en concreto nuestra consagración al Corazón de Jesús, supuesta la existencia en el de esta consagración primera y total de su ser a la Trinidad ya por el bautismo.
La fórmula de mt. 28,19, sugiere otra idea importante en orden al tema de la consagración, que con frecuencia pasa inadvertida al hablar de ella. En efecto, en nuestro lenguaje piadoso solemos hablar de la consagración con expresiones activas reflexivas:<<yo me consagro>>. Mt. 28, xix, nos hace comprender que el bautismo-el cual, por ser sacramento tiene a Cristo como agente principal-que nos consagr a la Trinidad. La consagración reconoce a Dios o a Cristo, Dios encarnado, como su agente primario. Por ello, es sumamente significativo que el Concilio Vaticano II, constitución dogmática Lumen gentium, n. 44, haya preferido hablar de la consagración propia de la vida religiosa con fórmula pasiva (el religioso<<Es consagrado>>) en lugar de la fórmula habitual activa reflexiva (el religioso<<Se consagra>>); la expresión empleada por el concilio es fruto de una opción tomada de modo deliberado para señalar la iniciativa de Dios en toda consagración; desgraciadamente la mayor parte de las traducciones castellanas da una traducción inexacta del texto conciliar al escribir<<Se consagra>> donde en latín se dice<<consecratur>>.
Pero mantengamos todavía fija nuestra atención en la consagración bautismal que es la consagración primaria y fundamental del cristiano. Es claro que en ella la iniciativa tenía que ser de Dios. Nosotros no éramos hijos de Dios por naturaleza. Como es obvio, si no somos hijos, no basta que nos empeñamos en ser adoptivos. Tiene que haber sido Dios quien ha tomado la iniciativa de introducirnos en la propia familia. Pero una vez subrayada fuertemente la iniciativa de Dios, es igualmente evidente que tiene que haber una respuesta del hombre que afecta ese don que Dios le ofrece, es decir, que aprovecha la posibilidad de llegar a ser hijos de Dios (cf. Jn. 1,12). Por ello hablando en términos más generales, en toda consagración hay siempre en dos vertientes: una iniciativa de Dios y una respuesta del hombre. La iniciativa de Dios es su llamada, la cual una vez aceptada por mí en mi entrega personal, me recibe y me toma, y, en ese sentido, Dios me consagra y yo soy consagrado (en pasiva). En toda consagración hay así dos dimensiones que se abrazan: supuesta la llamada de Dios, un entregarse del hombre y un ser tomado por Cristo. Sin esta doble dimensión no hay consagración completa.
Volviendo una vez más a la consagración religiosa como punto de referencia para explicar mi pensamiento, vale la pena fijarse en su forma más primitiva que es la consagración de las vírgenes. La virginidad consagrada nunca se interpretó en la iglesia como me era soltería. Soltería es un concepto negativo-no casarse-, mientras que la virginidad consagrada se interpretó en el cristianismo, ya desde los orígenes, como casarse con Cristo: la virgen cristiana consagrada es esposa de Cristo. Ahora bien, en un matrimonio no basta un sí. Tiene que haber dos síes. Es necesario el sí de la persona que se entrega-supuesta la llamada previa del Señor-y el sí de Cristo-que nunca faltará cuando Él es quien llama-, para que haya un auténtico matrimonio de consagración virginal. En toda consagración hay dos voces que se responde la una a la otra, con la peculiaridad de que la voz del Sr. Se mantiene desde el comienzo como llamada hasta el final como aceptación: la voz de Cristo que me llamaba y mi afecta, y la mía con la que respondo a su vocación. En virtud de la voz que viene de Cristo yo quedo consagrado; mi voz de respuesta es aquella con la que me entrego y me consagro.
En el caso de la consagración primaria, aquélla por la que empezamos a ser hijos de Dios y Hermanos de Cristo, Rom. 8,28 ss. Subraya la iniciativa de Dios en todo el proceso: por ello, habla de un plan de Dios (V. 28) qué consiste en hacernos<<Conformes con la imagen de su hijo, para que éste sea el primogénito entre muchos hermanos>> (V. 29), es decir, hacernos hijos a imagen del Hijo, de modo que Jesús será nuestro hermano mayor; es claro que con ello entramos en la familia de Dios y que a la vez que comenzamos a ser Hermanos de Cristo, somos también hijos del Padre. El plan se realiza en virtud de una predestinación y, como consecuencia de ella, mediante una llamada (V. 30). Como es obvio, a esta iniciativa y llamada del Padre, el hombre tiene que responder abriéndose a la gracia.
Como frutos de todo el proceso, comienza en el hombre una vida nueva, que es la vida de la gracia. Es notable que 1 Jn. 3,9, llama a la vida de gracia<<Semilla de Dios>>. La idea de<<semilla>> es sumamente sugestiva, porque indica algo que puede y debe crecer. Precisamente la semilla siempre que se planta, es para que crezca.
Una vez que hemos estudiado el sentido de la consagración primaria que es la bautismal, podemos abordar el problema del sentido de las consagraciones posteriores a ella. Para ello no podemos perder de vista que el bautismo nos confiere una vida nueva, la vida de la gracia, en virtud de la cual entramos en la familia de Dios, pero una vida que por ser semilla, es capaz de crecer y convertirse en un árbol; más aún, debe haber un crecimiento constante de esa semilla. Nadie planta una semilla, sino es deseando su crecimiento. Y Dios no se comporta de otra manera: al sembrar en nuestras almas la vida de la gracia, Dios pretende el desarrollo ulterior de esa semilla, el cual no se dará si nuestra colaboración.
En todo caso, la posibilidad de crecimiento de la vida conferida en el bautismo es precisamente lo que hace posible otras consagraciones posteriores. Toda consagración posterior tiene, a mi juicio, dos elementos esenciales. En primer lugar, ha de tener como punto de partida, una toma de conciencia de lo que fue y debe seguir siendo para mí la consagración bautismal. En segundo lugar, en sentido último de una consagración posterior es siempre intentar desarrollar la consagración bautismal hasta sus últimas consecuencias. Por ello, vista de la parte del hombre, en toda consagración posterior al bautismo, después de tomar conciencia de esta base fundamental, debe realizarse un compromiso de crecimiento, es decir, de esfuerzo por desarrollar las virtualidades de la consagración bautismal para llevarlas hasta sus últimas consecuencias. Ello implicará en concreto adoptar el compromiso de un estilo de vida ascética, de un determinado modo de vida apto para desarrollar las virtualidades de la consagración primaria bautismal.
Este es el planteamiento que a propósito de la consagración de la vida religiosa hace el Concilio Vaticano II, Constitución dogmática Lumem gentium, n. 44. Allí se reconoce que el cristiano<<Ya por el bautismo había muerto al pecado y estaba consagrado a Dios>>. <<La profesión de los consejos evangélicos>>, hecha por los votos, en la que consiste la esencia de la consagración de la vida religiosa, se hace<<Para extraer de la gracia bautismal fruto más copioso>>; con ello, es claro que se quiere decir que en la consagración de la vida religiosa se toma conciencia de la consagración bautismal y de sus exigencias, y se pretende que esas exigencias fructifiquen del modo más copioso. Para alcanzar estos objetivos, el religioso abrazarlo consejos evangélicos y se compromete por su profesión a vivir los; de este modo, el religioso<<Pretende liberarse de los impedimentos que podrían apartarle del fervor de la caridad y de la perfección del culto divino>>. En efecto, con la profesión de los consejos evangélicos se desea llevar la consagración bautismal hasta sus últimos frutos, suprimiendo todo lo que nos ata y nos impide llegar a ellos. ¿De qué se trata? De una serie de tendencias, en sí legítimas, pero que pueden convertirse en trabas. La tendencia a formar una propia familia que nos limita, la tendencia poseer unos bienes terrenos que puede incluso hacernos esclavos de esos bienes, y la tendencia a la propia autonomía y libertad, son valores en sí legítimos, pero cuya renuncia nos da la posibilidad de desarrollar el pleno y completo ejercicios de la caridad al que estamos llamados por la consagración bautismal; en la caridad nuestro amor tiene que ser puro Don Y pura gracia, como es el modo con que Dios ama; sólo se dispone de amar de esta manera quién sabe renunciar a amar constante y casi exclusivamente por atracciones (el amor que las cosas y las personas nos roban mediante su atracción); la renuncia a regirnos por las tendencias más enraizadas en la persona humana es el intento más total de vivir en el modo nuevo de amor que llamamos caridad. Pero el mismo Concilio Vaticano II, Decreto Perfectae caritatis, n. 1, completando lo dicho en constitución dogmática Lumem gentium, n. 44, presenta la consagración religiosa también como un compromiso de imitar a Cristo más de cerca, en cuanto que pretende imitarle por más allá del obligatorio (consejos evangélicos). Por tanto, vista desde el punto de vista del religioso que se consagra, la consagración religiosa encierra la voluntad de entrega al intento de llevar radicalmente las exigencias de la consagración bautismal hasta las últimas consecuencias. Pero esta entrega no es posible si no existe una llamada previa de Jesús, es decir, una vocación; esa vocación, cuando es seguida por un hombre con su entrega, se convierte en aceptación de la entrega del hombre por parte de Dios: Dios acepta el compromiso del hombre que se consagra, y el hombre queda consagrado (en pasiva). Así aparecen en este caso concreto, las dos dimensiones de que hablamos antes, de entrega (que ya ella misma e respuesta a una vocación previa) y aceptación como el abrazo en que Cristo asume en la entrega que nosotros hacemos.
Viniendo ya al caso de la consagración al Corazón de Jesús reaparece el mismo esquema que acabamos de explicar. Hay en ella una toma de conciencia de que por el bautismo estamos consagrados a la Trinidad y de las exigencias que este hecho comporta; conscientes de todo ello, nos comprometemos, abrazando un determinado estilo de vida, a llevar esa consagración a sus últimas consecuencias. Naturalmente sólo podemos descubrir lo específico de la consagración al Corazón de Jesús, que la distingue de todas las demás consagraciones posbautismales, señalando que la línea de entrega se sitúa en una referencia al Corazón de Jesús. El corazón es, en todas las culturas, símbolo del amor. Pero, como explicaba en el simposio internacional de Roma (junio de 1978) Monseñor Salvatore Garofalo en un estudio del sentido bíblico de la palabra ”corazón”, ésta para un hebreo no es solamente símbolo del amor, sino que ulteriormente simbolizar toda la vida interior. Por ello, el compromiso de llevar la consagración bautismal hasta las últimas consecuencias se concretiza en la voluntad de concentrarse en el amor, para responder así al amor de Cristo, y de concretarse en la vida interior, ya que el Corazón de Jesús no es sólo símbolo de su amor, sino también de toda su vida interior. El estilo de vida de quien se consagra al Corazón de Jesús centra su visión de Jesús en la dimensión del amor y de la interioridad del mismo Jesús, e intentar vivir, por su parte, una respuesta a ese amor con una acentuación de amor a Cristo, y una intensificación de vida interior precisamente porque, como hemos dicho, el Corazón de Jesús no simboliza solamente su amor, sino que representa todo lo que es su vida interior.
Con ello se consigue en el modo de mirar a Jesús una concentración en lo esencial de Él. No puede nunca olvidarse que el amor y la interioridad de Jesús son lo que da valor a todo lo que Él hace externamente. Lo externo no vale nada, sino brota de una actitud interior que es, en último término, una actitud de amor. Por tanto, nuestra mirada a Jesús se coloca en el centro del misterio del Señor, Nuestra contemplación se fija en la misma raíz de cuanto Jesús dice y hace, y nuestro propósito fundamental es intentar imitar la actitud interna del Señor Jesús, conscientes de que de una imitación de ella, de modo prácticamente connatural, traerá consigo un comportamiento a imagen del suyo. Como ya hemos recordado, Rom. 8,28 s. nos habla del designio del Padre de hacernos “conformes con la imagen de su Hijo”. Pero todo intento de hacernos semejantes a Jesús, sería una comedia y una mascarada, si se limitará a una invitación puramente externa, sin llegar a copiar-en medida de lo posible-las actitudes profundas del Señor. Esas actitudes son las que han dado Valor a todo lo demás y consisten en su amor y su interioridad. Se trata por tanto de conocer a fondo las actitudes internas del Señor y de procurar reproducirlas en nosotros, es decir, de un compromiso de imitar al Señor Jesús en lo que hay más profundo en Él.
Soy un entusiasta de nuestra Semana Santa española y-casi diría más en concreto-andaluza (sin ser andaluz, he tenido el privilegio de vivir desde hace mucho tiempo en Andalucía), y de ese gran tesoro de catequesis popular que son sus procesiones con sus maravillosos pasos que producen una enorme impresión en nuestro pueblo por el realismo de nuestra imaginería. Pero es necesario que nuestra consideración y la impresión que las procesiones de Semana Santa nos producen, no se queden únicamente en lo exterior, en la carnicería que padeció el Señor Jesús. Hay que ser conscientes de que todo esto en tanto tiene valor en cuanto que procede del amor y de la entrega del Corazón por parte de Jesús.
En resumen, nuestra consagración al Corazón de Jesús es un intento de llevar nuestra consagración bautismal a su fin último que según Rom. 8,29, es hacernos semejantes al Hijo, pero imitando al Hijo en lo que hay en su vida de más profundo que es su amor, y su actitud y dimensión interiores.