CARTA CXXXIII
CUARTA DE AVIÑÓN, AL P. CROISSET
Abrasémonos en amor al amantísimo Corazón.—Hace al P. Croisset dos advertencias dictadas por su profunda humildad.—«Busco una víctima para mi Corazón».—Todos sus favores iban ajustados a la santa obediencia.—«¡Cuánto tendréis que sufrir por mi amor!»—La favorece con su presencia actual y continua.—Admirables manifestaciones y efectos de esta divina presencia.—La primera de las grandes revelaciones.—Otra revelación del Sagrado Corazón con sus insignias. ¿Para qué manifiesta, por medio de su fidelísima sierva, a los hombres su amoroso Corazón?— Ardores del de Margarita.—La vestidura de la inocencia.—«He aquí el lugar de tu descanso».—Testamento de Margarita en favor de Jesús y de Jesús en favor de Margarita.—Le manda que practique la Hora Santa.—Las dos santidades de justicia y de amor, tienen a la Virgen de Paray clavada perpetuamente en la Cruz.—«Tengo sed ardiente de ser amado de los hombres».—El Divino Corazón es un sol ardiente.— Alusión a la gran Revelación y al P. de La Colombière.—Tres apóstoles del Sagrado Corazón.—«Quemad estas cartas».—Aprueba Margarita el libro del P. Croisset.—No quiere lastimar al amante Corazón con peligro de la caridad.—Desconfianzas y temores de sí misma.—Cómo hay que esparcir la semilla de la preciosísima devoción.—Trabajad unidos sus apóstoles.—Aprueba las meditaciones para los Viernes.—¿Queréis conocer a la H. Joly?
¡Viva † Jesús!
De nuestro Monasterio de Paray 3 de noviembre de 1689
No hay más remedio: ha llegado por fin la hora de que nuestros corazones se consuman enteramente en la ardiente hoguera del Sagrado Corazón de nuestro amable Jesús, ya que no pudiendo contener en sí mismo sus llamas, las lanza con tanto ardor en los corazones que halla dispuestos para recibirlas. ¡Abrasémonos eternamente en ellas!
¡Ah!, ¡cuánto consuelo me dan vuestras cartas cuando me notifican los felices progresos de esta amable devoción, que es toda mi alegría y mi único regocijo en este valle de lágrimas! Habéis hecho bien en decirme que habéis recibido mi última, pues sentiría mucho que la viera ningún otro que vos, porque bien veo que, a pesar mío, me doy en ella a conocer más de lo que yo quisiera. Mas puedo aseguraros que lo hago tan sólo por la obediencia, que así me lo ordena para gloria de mi divino Dueño, a la cual estoy sacrificada por completo. Conviene que os diga dos cosas que siempre me han atormentado en gran manera, al hablar de las gracias singulares que hace este Soberano a su indigna esclava.
La primera es que mucho me temo que, después de haberme engañado a mí misma, no engañe también a los demás a quienes hablo de estas cosas, y que se atribuya a la criatura lo que sólo es debido al Criador y a su pura misericordia. Siendo Él quien todo lo hace y ha hecho siempre en este particular, puedo decir con toda verdad que nunca le he servido más que de obstáculo por mi grande pobreza, que me convierte en un compuesto de toda suerte de ignorancias y de miserias.
Esta pobreza es, a mi juicio, uno de los motivos que le han obligado a servirse de un instrumento tan vil, como hizo con el lodo que puso sobre los ojos del ciego de nacimiento. Sí; porque si hubiera encontrado un sujeto más miserable e indigno para hacer de él un compuesto de sus grandes misericordias, a ése le hubiera escogido. Guardaos, pues, os lo advierto, y no os dejéis engañar con lo que os digo.
La segunda cosa es que me deis la seguridad de que todo cuanto os he dicho u os dijere, quedará reservado bajo el sello de un inolvidable secreto, no hablando jamás de mí para darme a conocer, ni durante mi vida ni después de mi muerte. Queriendo como quiero permanecer aniquilada, desconocida, sepultada en un eterno olvido, me concederéis la, gracia de quemar todas mis cartas a fin de que, en cuanto lo permita la gloria de mi divino Señor, no quede memoria alguna de tan miserable criatura. Os digo esto una vez por todas. La seguridad que me diereis de lo que os pido, y de que contribuiréis cuanto os fuere posible a dar a conocer al Sagrado Corazón de Nuestro buen Señor, dejándome a mí desconocida, conservará en paz mi alma y me hará contar este favor en el número de los mayores que os debo.
Me mandáis que os hable confiada y sencillamente, o más bien, lo quiere así mi divino Dueño; pues sin esto en vano me esforzaría por hacerlo. No puedo responder a lo que me pedís sin deciros bastantes cosas que desearía quedaran sepultadas en un eterno silencio, a menos que no exigiese otro proceder la gloria de mi soberano Dueño.
Decidme lo que pensáis acerca de lo que acabo de deciros; pues me da a conocer el Señor que debo dar crédito a lo que me dijereis de su parte, y he sentido algunos efectos de ello. Cuando en vuestra carta me habéis asegurado que es el espíritu de Dios quien me conduce, esto me ha tranquilizado un poco, pero no me ha quitado la gran pena que sufro al hablar de mí o de esas gracias singulares, que, por el mal uso que de ellas hago, sólo servirán para mi mayor condenación. Pues llevo una vida del todo opuesta a esos favores y todas mis obras me condenan. Mas después de todo, y puesto que vos me aseguráis que esto es lo que mi Soberano quiere de mí, ¿debo atender tanto a mis intereses?
Os diré, pues, que habiéndose presentado un día el divino Salvador a su indigna esclava, me dijo: Busco para, mi Corazón una víctima que quiero sacrificar como una hostia de inmolación para el cumplimiento de sus designios.
Entonces, sintiéndome toda penetrada de la grandeza de aquella soberana Majestad y habiéndome prosternado, le presenté muchas almas santas, que corresponderían fielmente a sus designios. Pero me replicó este amable Salvador: No quiero otra que a ti, y para esto te he escogido.
Toda deshecha en lágrimas, repuse que bien sabía Él que yo era una criminal y que las víctimas debían ser inocentes; que yo no haría más que lo que ordenase mi Superiora. Consintió; más no cesaba de perseguirme, y yo de resistirle por el gran temor que tenía de que esos caminos extraordinarios me apartasen del espíritu sencillo de mi vocación. En vano le resistía. No quería darme punto de reposo, hasta que por orden de la obediencia me hubiese inmolado a todo lo que deseaba de mí, que era hacerme una víctima sacrificada a toda suerte de sufrimientos, de humillaciones, contradicciones, dolores y menosprecios, sin otra pretensión que la de cumplir sus designios. Habiéndome, por fin, ofrecido a ello con todo mi corazón, me dijo que bien sabía mis temores; pero que me prometía, como creo habéroslo dicho ya, ajustar de tal modo sus gracias al espíritu de mi Regla, a la obediencia debida a mis Superioras y a mi debilidad y flaqueza, que lo uno no impediría a lo otro.
Después de esto me otorgó sus gracias con tanta profusión, que no me conocía a mí misma. Aumentó esto mucho más mis temores y me obligó a pedirle instantemente que jamás permitiese que se descubriese en mí nada, excepto lo que me hiciese más vil, abyecta y despreciable delante de las criaturas. Y Él me lo prometió.
En unos Ejercicios, que hice algún tiempo después, recibí de su incomprensible liberalidad y misericordia ciertas gracias de que no necesito hablar. Solamente diré que entonces me descubrió su bondad la mayor parte de las gracias que había determinado hacerme en todo lo que concierne a su amable Corazón. Por lo cual, prosternada, le supliqué que tuviera a bien conceder sus gracias a algún alma fiel, pues bien sabía que yo no era a propósito más que para servir de obstáculo a sus designios. Entonces me hizo entender que por esto mismo me había escogido, a fin de que no pudiera atribuirme nada a mí, porque Él mismo supliría a todo lo que me faltara.
En cierta ocasión, este Soberano de mi alma, habiéndome favorecido con su visita, me dijo: Vengo a enseñarte cuánto tendrás que sufrir por mi amor y para la ejecución de mis designios. En seguida me descubrió lo que debía hacer el resto de mi vida; mas todo ello con tan fuertes impresiones, que todos aquellos sufrimientos se imprimieron en mi como si efectivamente los hubiera experimentado todos en aquel momento. Me añadió en seguida que no debía temer nada, porque Él me prometía una de las mayores gracias que hubiera concedido jamás a alguno de sus amigos, y era la de favorecerme con su actual y continua presencia.
Como un fiel y perfecto amigo tendría sus delicias con su indigna esclava, favoreciéndola con su amorosa conversación. Las faltas que cometas, yo las purificaré por medio de los sufrimientos, si tú no lo haces por medio de la penitencia. No te privaré de mi presencia por esto, pero te la haré tan dolorosa, que equivalga a cualquier otro suplicio.
Desde este punto realizó tan bien su promesa, que le tenía a todas horas presente. Le sentía siempre cerca de mí, como cuando se está próximo a alguno a quien las tinieblas de la noche nos impiden ver con los ojos corporales. Pero la vista penetrante del amor me hacía verle y sentirle de un modo mucho más amable y más seguro y de diferentes maneras.
Esta divina presencia infunde en mí tanto respeto, que cuando estoy sola no me deja reposar hasta que me postro de rodillas como una miserable nada ante aquel Todopoderoso. Esta grandeza infinita me envuelve en su poder, el cual de tal suerte se apodera de todas mis cosas y de todo mi ser corporal y espiritual, que puedo aseguraros, a mi juicio, no tener yo poder alguno sobre mí misma. Porque obra en mí independientemente de mí misma, encontrándome como impotente para resistirle, aunque a veces el temor de ser engañada me haga poner en ello todos mis esfuerzos. Él los inutiliza todos, no dejándome libre para nada cuando le place.
E imprime en mí una paz inalterable, un gozo, una satisfacción y un deseo ardiente de conformarme a la vida paciente, humilde, oculta y despreciada de mi Salvador; de tal suerte que los desprecios, pobreza, dolores, humillaciones, son los manjares delicados de que se nutre constantemente mi alma, que no puedo hallar gusto en otros. Todo mi placer en este destierro es el de no tener otro que el que se encuentra en la cruz de todo género de sufrimientos, privada de todo otro consuelo que el del Sagrado Corazón.
Os confieso que este Soberano de mi alma ha tomado tal imperio sobre mí, que, si fuera el espíritu del demonio, estaría condenada en lo más profundo del infierno. Os digo todo esto como me parece que es; pero, ¡ay!, no sé si me engaño, pues no me siento ni con juicio ni con discernimiento en todo cuanto a mí concierne; decidme vuestro parecer.
Mas, volviendo a lo que deseáis respecto del Sagrado Corazón, la primera gracia que me parece haber recibido con relación a Él, fue un día de San Juan Evangelista65. Después de haberme hecho reposar muchas horas en aquel sagrado pecho, recibí de este amable Corazón varias gracias cuyo recuerdo me enajena y que no creo necesario especificar, si bien conservaré toda mi vida su recuerdo e impresión.
Después de esto66, se me presentó el Corazón divino como en un trono de llamas, más ardiente que el sol y transparente como un cristal, con su adorable llaga. Estaba rodeado de una corona de espinas que simboliza las punzadas que nuestros pecados le inferían; y una cruz encima significaba que desde el primer instante de su Encarnación, es decir, desde que fue formado este Sagrado Corazón, fue implantada en Él la cruz. Desde aquellos primeros momentos se vio lleno de todas las amarguras que debían causarle las humillaciones, pobreza, dolor y desprecio que la Sagrada Humanidad debía sufrir durante todo el curso de su vida y en su sagrada Pasión.
Me hizo ver que el ardiente deseo que tenía de ser amado de los hombres y de apartarlos del camino de perdición, adonde Satanás los precipita en tropel, le había hecho formar el designio de manifestar su Corazón a los hombres con todos los tesoros de amor, misericordia, de gracia, de santificación y de salvación que contiene. A todos aquellos que quisieren tributarle y procurarle todo el amor, honor y gloria que esté en su poder, los enriquecerá con abundancia y profusión con esos divinos tesoros del Corazón de Dios que es la fuente de ellos. Pero es preciso honrarle bajo la figura de ese Corazón de carne, cuya imagen quería que se expusiera y que llevara yo sobre mi corazón, para grabar en él su amor, llenarlo de todos los dones de que Él estaba lleno y destruir todos sus movimientos desarreglados. Me aseguró que tiene singular placer en el ser honrado bajo la figura de ese Corazón de carne, cuya imagen quería se expusiera en público a fin de mover, añadió, por este medio el corazón insensible de los hombres. Me prometió que derramaría en abundancia todos los dones de que está lleno sobre el corazón de todos los que le honren. Y dondequiera que esta imagen fuere expuesta para ser honrada, derramaría sus gracias y bendiciones.
Esta devoción era como un supremo esfuerzo de su amor, que quería favorecer a los hombres en estos últimos tiempos con esta redención amorosa, para sacarlos del imperio de Satán que Él pretendía arruinar para colocarnos bajo la dulce libertad del imperio de su amor, el cual quería restablecer en los corazones de todos los que quisieran abrazar esta devoción.
Luego me dijo este Soberano de mi alma:
He ahí los designios para los cuales te he escogido y hecho tantos favores. Yo he tenido cuidado muy particular de ti desde la cuna: no me he hecho tu Maestro y tu Director más que para disponerte al cumplimiento de este gran designio y para confiarte este gran tesoro que te muestro aquí al descubierto. Entonces, prosternándome en tierra, le dije con Santo Tomás: «¡Señor mío y Dios mío!» Pero no puedo expresar lo que entonces sentía, pues no sabía si estaba en el cielo o en la tierra.
Desde aquel día las gracias de mi Soberano se hicieron más continuas; y no pudiendo contener en mí las ardientes impresiones de amor que me causaban, trataba de difundirlas tanto por mis palabras como por escrito, pensando que los demás, recibiendo las mismas gracias, tendrían los mismos sentimientos. Pero me desengañaron de mi error el R. P. de La Colombière y las humillaciones y persecuciones que esto atrajo sobre mí.
No habiendo llegado aún el tiempo que Él se había propuesto, se tomó por sí mismo el cuidado de disponerme según su deseo, como me lo había prometido, no habiendo tenido jamás otro director. He aquí algunas de sus disposiciones: La primera fue que, después de una confesión general de mi vida tan criminal y perversa, en seguida de recibir la absolución me mostró una vestidura, que Él llamaba «de inocencia», la cual era más blanca que la nieve, y con ella me revistió, diciéndome: He aquí que yo quito para siempre la malicia de tu voluntad, a fin de que en adelante las faltas que cometieres sean para humillarte y no para ofenderme.
Y después, abriéndome de nuevo su Corazón e introduciéndome en Él, añadió: He aquí el lugar de tu descanso presente y perpetuo, donde podrás conservar sin mancha la vestidura de inocencia de que he revestido tu alma.
Desde aquel entonces me veía y encontraba yo siempre en este amable Corazón de una manera que no sé expresar, sino diciendo que estaba como en un jardín o vergel delicioso esmaltado de toda especie de flores; y otras veces como un pececito en el vasto océano, y también como el oro en el crisol, para ser en él purificado; pero lo más ordinario es hallarme en Él como en un abismo y horno de este amor.
Una vez me pidió que hiciese un testamento a su favor de la manera que Él me enseñaría; que mi Superiora serviría de notario, y que Él le pagaría sus trabajos; todo se hizo como Él lo había deseado. En seguida, habiéndoselo presentado, me lo hizo firmar sobre mi corazón de la manera dolorosa que quiso. Y luego me dijo: En fin, hete aquí toda mía y toda para mí, para hacer de ti todo lo que me agrade, como de mi hija, mi esposa, mi esclava, mi víctima y el juguete de los deseos de mi Corazón.
Él, por su parte, me hizo leer en su mismo Corazón y luego escribir, lo que Él había escrito para mí. He aquí algunas líneas con un testamento hecho en mi favor: Yo te constituyo heredera de los tesoros de mi Sagrado Corazón, para que puedas disponer de ellos a tu gusto en favor de las personas bien dispuestas. Este Corazón será tu fiador, que responderá y pagará por ti. Él será el reparador de todos tus defectos, y tendrá cuidado del desempeño de todos los deberes y obligaciones y no carecerás de auxilio mientras Él no carezca de poder. Y como tú te has entregado y sacrificado por completo al amor de su beneplácito, no debes ya tener otra aplicación ni ocupación que la de amarle y dejarte inmolar y sacrificar por Él.
Me prometió además que tendría cuidado de castigar o recompensar todo lo que se me hiciere; y que, como todos los bienes espirituales que se me hicieren habrían de quedar a disposición de su Corazón Sagrado, en virtud de la donación que yo le había hecho de ellos, le agradarían tanto todos los que rogasen por mí, que los enriquecería con los tesoros de su Sagrado Corazón. Añadió que tenía un singular placer en disponer de las oraciones y sacrificios que se dijesen a mi intención, que no es otra que la suya. Ya me había dado a entender que suscitaría muchas de esas almas que rogaran por mí, a fin de que yo tuviese un medio de formarle un tesoro, pues, aunque estuviere compuesto de sus mismos bienes, quería tener la satisfacción de distribuirlos a su gusto, como si fuera un bien que hubiera recibido. Y he ahí por qué los que me hacen algún bien espiritual, no solamente participan de las riquezas inmensas de este Divino Corazón, sino que también le complacen en gran manera.
Una vez este Soberano de mi alma me mandó velar todas las noches del jueves al viernes durante una hora, postrada en tierra con Él, diciéndome que me enseñaría lo que deseaba de mí. Esto tenía también por objeto reparar lo que sufrió en aquella hora en que, estando en el Huerto de los Olivos, se quejó diciendo que sus Apóstoles no habían podido velar con Él una hora.
Me lo permitió la obediencia; pero es indecible lo que yo tuve que sufrir, pues me parecía que este Divino Corazón derramaba en el mío todas sus amarguras y reducía mi alma a unas angustias tan dolorosas, que a veces me parecía que iba a expirar. En este tiempo fue cuando me hizo ver que mi vida no sería más que un continuo sufrimiento y que toda ella se deslizaría sobre una cruz compuesta de maderas de toda clase, pues quería, establecer el reino y el imperio de su Sagrado Corazón sobre la ruina y la destrucción de mí misma. Y así lo han demostrado los efectos que se han seguido, pues no he pasado un momento sin sufrir y, casi siempre, según toda la capacidad de mis fuerzas corporales y espirituales.
He aquí cómo me hace sufrir este martirio continuo. Una vez me hizo ver en su Corazón adorable dos santidades: la una de amor, la otra de justicia. Con esta última envolvía al pecador impenitente que había despreciado todos los medios de salvación que le había presentado. Entonces esta santidad de justicia le rechazaba del Corazón de Jesucristo, para abandonarle a sí mismo y hacerle insensible a su propia desgracia. Por medio, pues, de esta santidad me hace sufrir, sobre todo cuando quiere abandonar a alguna alma que le está consagrada.
Me obliga a soportar el peso de esta santidad de justicia de una manera tan dolorosa, que no hay suplicio en la vida que pueda compararse, y me arrojaría voluntariamente en un horno ardiendo para evitarla. Sería demasiado larga si quisiera expresar lo que en este particular experimento; baste decir que esta santidad no puede tolerar la menor mancha en un alma que conversa con Dios y aniquilaría mil veces al pecador, si a ello no se opusiera la misericordia.
La santidad de amor no es en su modo menos dolorosa, pero sus sufrimientos son para reparar de algún modo la ingratitud de tantos corazones que no corresponden al amor ardiente del de Jesucristo en el divino Sacramento del amor. Porque hace sufrir por no poder sufrir bastante, e imprime deseos tan ardientes de amar a Dios, y de que sea amado, que no hay tormentos a que no se expusiera uno para conseguirlo.
Me fue, pues, mostrado que estas dos santidades se ejercitarían continuamente en hacerme sufrir. Por esto no hay nada mejor para mí que vivir y morir en la cruz, oprimida bajo el peso de toda suerte de sufrimientos, y me parece que no podría vivir sin sufrir. Mas, ¡ay de mí!, que sucumbiría a cada paso si Él no me sostuviera con su gracia poderosa. Este fue uno de los motivos por los cuales me mandó comulgar todos los primeros viernes de cada mes, o más bien, para reparar los ultrajes que durante el mes he recibido en el Santísimo Sacramento.
Uno de mis mayores suplicios era cuando este Divino Corazón se me presentaba diciéndome estas palabras: Tengo sed, pero una sed tan ardiente de ser amado de los hombres en el Santísimo Sacramento, que esta sed me consume; y no hallo nadie que se esfuerce, según mi deseo, en apagármela, correspondiendo de alguna manera a mi amor.
A veces este amable Corazón es como un sol que lanza sus rayos por todas partes y sobre cada uno de los corazones; mas sus influencias obran en ellos de bien diverso modo. Las almas de los réprobos son como el barro, y con los rayos de este sol se endurecen todavía más, mientras que las de los justos son con ellos purificadas y santificadas.
Continuamente me sentía impulsada y compelida a dar a conocer a este Divino Corazón, sin poder encontrar medios de hacerlo hasta que fue enviado a ésta el P. de La Colombière, y en la Octava del Santísimo Sacramento me fue preciso al fin rendirme, no pudiendo resistir ya más. Tuve que descubrirle, a pesar mío, lo que siempre había tenido oculto con tanto cuidado, porque él había sido destinado para la ejecución de este gran designio. Acerca del cual confieso que no sé ni puedo expresarme según que se me ha dado a conocer, porque es un abismo. Mas creo que ya sabréis bastante de esto y que supliréis lo que falta.
Porque, ¡si conocierais el horroroso martirio que sufro al escribir esto! Lo escribo porque me dais a conocer que es necesario para la gloria del Sagrado Corazón de mi Divino Maestro, al cual estoy totalmente dedicada y sacrificada; y todavía me ha sido preciso un mandato expreso de la obediencia. ¡Tan grande es la violencia que me hago al referiros todo esto, tal como me parece que ha pasado! Pero, ¡ay de mí!, no sé si me engaño y si toda mi vida no es acaso más que ilusión. Decidme lo que os parece acerca de esto: pues lo que en ello me consuela es que al menos tendré siempre la dicha de sufrir conformándome con mi Esposo Crucificado.
Además, los favores que os refiero, según Él me lo ha hecho ver siempre, no me los otorgaba solamente para mí, sino para distribuirlos a los demás. Por esta causa debía recibir a todos aquellos que Él me enviara y Él me haría conocer que estaban efectivamente escogidos y destinados para hacer que fuera conocido, amado y honrado su Sagrado Corazón. Me parece que no debéis ya dudar que sois vos de ese número, pero de una mañera muy particular… Y, si no me engaño, no os ha reunido a los tres (los PP. Croisset, Gette y Villette) sino para promover esta obra según las luces que Él os comunicará. Creo que no le debéis rehusar emplearos en esto, ya que todos tres habéis recibido bastantes pruebas del amor de este Divino Corazón para devolverle el retorno que espera de vosotros. No habéis de escatimar nada; y os habéis de emplear en cuanto podáis en el cumplimiento del designio que tiene de manifestar esta devoción como un medio de santificación y salvación a los hombres.
Pero ¿cómo me atrevo a deciros esto, yo, vil y miserable pecadora? ¡Qué!, ¿acaso obran milagros mis palabras, o son oráculos a los cuales debéis dar crédito? ¡Ah, Padre mío!, ¡qué confusión para mí hablaros de esta suerte! ¡En qué abismo de confusión y humillación no voy a quedar abismada! Mas no importa, suceda lo que quiera; con tal de que el Corazón de mi amable Jesús sea conocido y amado y reine, esto me basta.
La gracia que os pido por amor de este Sagrado Corazón y que os conjuro a que me la concedáis por todo el amor que le tenéis, es que todo esto quede bajo un inviolable secreto: quemad estas dos últimas cartas después de haberlas leído, no haciéndome hablar jamás, ni de palabra ni en vuestros escritos. Yo os ruego que no me rehuséis esta gracia; de otro modo no os respondería jamás, ni a vos ni a nadie: tan grande es el deseo que tengo de vivir y morir desconocida. Espero de vuestra bondad que me aseguréis esto en la primera ocasión; y así como yo hago todo lo que me mandáis, espero también esto de vos.
Os doy mil gracias por el regalo que me habéis hecho, que es un tesoro para mí, del cual me despoja a veces el mismo Corazón divino más de lo que yo quisiera. Os confieso que, tanto los libros como los puntos de meditación, me parecen conformes a lo que creo me ha dado Él a entender acerca del particular por el agrado y placer que a mi juicio en ello recibe; no dudo que sea Él mismo quien así os lo ha inspirado. Pero es menester, si no me engaño, acabarla sin dilación, si no queréis que otro ocupe vuestro puesto en esta obra, la cual me hace experimentar anticipadamente un consuelo incomparable67.
No dejaré de hacer la visita al Santísimo Sacramento a vuestra intención, pues me causa un doble placer. Rezaré el Padrenuestro y el Avemaría que me pedís, y ofreceré la comunión que os he dicho. Mas con todo esto os quedo deudora; aunque espero que el Sagrado Corazón lo recompensará todo, ya que Él me ha hecho enteramente pobre. También os agradezco la devota imagen que nos habéis enviado. Bien quisiera poder justificaros por ello mi reconocimiento, pero,
¡ay!, no tengo más que una voluntad llena de impotencia.
Se me olvidaba responder a una pregunta de vuestra carta: ¿cuáles son los obstáculos que se han opuesto a esta santa devoción? Pero, ¡oh Dios mío!, ¿cómo podría yo responderos, sin herir la caridad de ese Divino Corazón, cuya menor injuria o frialdad para con Él me es más sensible que todos los tormentos que pudieran hacerme sufrir?
Aquí tenéis una larga y enojosa carta, que os hará, al menos, ejercitar la paciencia leyéndola y os quitará el deseo de procuraros jamás otras semejantes. Vuestra respuesta me dará tal vez algún consuelo y endulzará la pena que sufro al escribir. En fin, deseo que todo sea para gloria de nuestro Divino Dueño, en cuyo amor anhelo que os consumáis enteramente. ¡Qué Él sea para siempre bendito, amado y glorificado! Amén.
Se me olvidaba deciros que no puedo especificaros el tiempo en que me parece que me sucedieron todas estas cosas, por no pensar entonces que había de verme obligada alguna vez a hablar de ellas, aunque frecuentemente se me dijo lo contrario. El ardiente deseo que siempre he tenido de mantenerme oculta, me hace mirar como un castigo debido a mis pecados, el no haberlo podido realizar, por exigirlo así la gloria y el interés de mi Soberano.
Aunque no os he hablado más que de algunas de las puras liberalidades de su misericordia, y no de mí, en cuanto me ha sido posible, ni de los efectos e impresiones que esas gracias causaban y causan en mí, no dejéis de decirme vuestro juicio, y de qué espíritus creéis que viene todo esto. No obstante los efectos que en mí produce, que son siempre de amor, de paz, de confusión a la vista de mi nada, no dejaré de creer lo que me dijereis vos acerca de ello. Aun cuando me hiciereis ver que todo ello no es más que ilusión y engaño, me parece que por esto no me turbaría absolutamente nada, pues jamás me he adherido a ello, sino tan sólo a Aquél que creo es su autor, que es mi Señor Jesucristo, del cual me parece que no me pueden separar y al cual no me pueden quitar. Esto me basta.
Por lo demás, estoy persuadida de que nada se hará en esta obra sino a mi costa, es decir, que mis penas y sufrimientos, sean de humillación, de anonadamiento, de desprecio, de dolor o de contradicción, aumentarán a medida que el reino e imperio de este amable Corazón se extienda por medio de esta devoción, en la cual basta hacer lo que nos inspire que está en nuestro poder. Luego, después de haber arrojado la semilla, hay que dejar obrar a la gracia de ese Divino Corazón, el cual se encargará de cultivarla y hacerla fructificar con la unción amorosa de su ardiente caridad, la cual quiere dar a conocer por este medio a aquellos a quienes ha destinado a ser sus verdaderos amigos para amarle y glorificarle eternamente en el cielo, según se hayan ocupado en esta empresa en la tierra. Hay que esperar que no dejará perecer nada de cuanto le esté consagrado, como ya lo hemos dicho.
Me es preciso confesaros, antes de terminar, lo que me siento compelida a deciros; y es que este Divino Corazón recibirá, a lo que me parece, un gran placer en que haya una santa y estrecha unión entre los tres, es decir, unión de vos con esos dos santos religiosos68, que le son también tan agradables, a fin de que, de común acuerdo, le glorifiquen cada uno en la manera que Él les diere a conocer que lo desea. Si esto no se puede hacer, no reciban pena por ello, pues ya veis que no hago más que exponeros sencillamente mis pensamientos, según vuestro deseo. Me parece que el Sagrado Corazón les comunicará abundantemente sus gracias y les manifestará sus secretos.
Por lo demás, no me cansaré de testificaros los sentimientos de gratitud que Él me da por todas las obras de caridad que habéis ejercitado conmigo. Él sea vuestra eterna recompensa. Todas las razones que me dais no creo sean suficientes para retardar el proyecto de vuestras meditaciones69, que me parece no puede ser mejor. He visto los puntos que abarcan con mucha consolación; suplico al Corazón divino que cada vez os abrase más en su puro y santo amor.
Preciso es deciros aún, o más bien preguntaros, si os agradaría el conocer a una santa religiosa (la Hermana Joly) que es la que ha hecho imprimir los libritos de Dijon. No es que ella me haya encargado de esto; sino que os lo propongo yo, en cuanto no os sirva de molestia, porque tiene tanto celo de la gloria del Sagrado Corazón, que nada perdona para promoverla.
Maria concepta est sine peccato