SAN CLAUDIO DE LA COLOMBIÈRE. Escritos espirituales (III)

II
PERFIL ESPIRITUAL

La vida exterior de un hombre es reflejo de su vida interior. Si dice el Señor en el Evangelio que del corazón salen las palabras de la boca y las acciones, y que por los frutos se conoce la calidad del árbol (Lc 6, 43-45), es un claro indicio del corazón de San Claudio saber que fue elegido por el Señor para una altísima misión, y que la desempeñó fielmente hasta su muerte. Como los frutos proceden del árbol, comenzaremos por éste. Examinamos brevemente, reduciéndolo a un esquema, el interior del espíritu y alguna cualidad especialmente destacada del mismo que sea como un sello de marca interior. Luego dirigimos, también brevemente, nuestra atención sobre la gran misión a él encomendada y su desempeño. De este modo tendremos el perfil espiritual de Claudio de la Colombière en líneas esenciales. También indicaremos su carisma de director de almas. Creemos que así habremos trazado el retrato de Claudio de la Colombière en sus rasgos fundamentales.

1.-Vida interior y espíritu

En el Santo, como en aquellos santos que nos han dejado apuntes personales de su propia vida, tenemos motivos para pensar que llegamos más adentro de su alma que a través solamente de sus obras externas. Sus Retiros nos dan los más íntimos sentimientos de su alma en momentos importantes de su vida, tiempos de concentración y de oración, de reflexión y personalidad. En sus Cartas hallamos también detalles importantes de su vida espiritual propia, ya por algunas alusiones a ella (cf. cartas a la M. Saumaise y a santa Margarita), ya a través de los consejos que da a otras personas, sacados de su propia experiencia.

Si quisiéramos examinar todos los sentimientos y virtudes del hombre de Dios, tendríamos que recorrer íntegros los escritos que después damos. Dejamos al lector el gustarlos y leer en ellos el alma del Santo, y solamente hacemos aquí consideraciones fundamentales. Su oración, su humildad, su obediencia y su amor a las Reglas de su vida religiosa nos parecen algunas de las constantes básicas de su vida interior, y sólo de ellas decimos algo a manera de síntesis.

a) La oración contemplativa

Si se comparan los dos Retiros que conservamos del Santo, uno el de sus ejercicios de mes entero en Lyon en 1674, que podemos llamar de su entrega definitiva a Dios y la santidad, y el otro de ocho días en Londres de 1677, hallamos una notable diferencia entre ambos. Hasta sus ejercicios de mes el P. Claudio ha hecho, como es costumbre entre los jesuitas, primero otros mes de ejercicios en el noviciado para comenzar su vida religiosa, y luego retiros de ocho días cada año hasta el de 1674, en total durante dieciséis años. De todos ellos no conservamos ningún apunte, sea porque los hay destruido después, sea porque no tomase todavía apuntes. En quien con tanta fidelidad ha anotado sus sentimientos en el mes entero de 1674, parece natural suponer que tomase ya por costumbre antes hacer apuntes espirituales, pero han desaparecido.

Después tenemos notas espirituales de algunos días o meditaciones de los años 1674-76, pero no propiamente Retiros hasta el de febrero de 1677 (Carta XXIII del 17 de febrero a la M. Saumaise). Podemos pensar que no los ha habido en el intermedio, visto el cuidado con que ha conservado estos dos. Como los de mes de 1674 fueron a fines del año, y precedieron a los votos de su Profesión del 2 de febrero 1675, parece natural pensar que fueron considerados válidos para este año. En 1676, si no los hizo antes del verano, al ser puesto en perspectiva de nuevo destino ya en agosto y enviado a Inglaterra en octubre, pensamos que dejó los ejercicios de este año para hacerlos con reposo en Londres, donde los hubo de retrasar algo por razón de la acomodación al nuevo destino y los hizo en febrero de 1677, que son los que conservamos. El 2 de diciembre de este mismo año de 1677 había, en una carta a la M. de Saumaise (XXVIII), de un retiro que va a comenzar «dentro de dos días»; pero no ha dejado ninguna nota de él.

En 1678, ya desde febrero comienza a notar fallos en su salud, y en el mes de mayo se presentan claros los síntomas del pulmón. Luego los vómitos de sangre y la cárcel, no le dieron el tiempo de hacer otro Retiro en soledad. Pensamos, sin embargo, que fue un admirable Retiro de sufrimientos, y en las seis semanas de cárcel no dejaría de dedicar lo principal de su tiempo a la oración en cuanto podía por su salud. Pero, como es obvio, no conservamos ningún apunte escrito de tal tiempo.

Comparando pues el primer Retiro de 1674 y el segundo de 1677, notamos claramente en este intervalo que el Santo ha pasado de la meditación iluminativa de los misterios de la vida del Señor (uno por uno, según el propio orden de los ejercicios, excepto en la segunda parte de la segunda semana,) a una situación propia de un contemplativo que encuentra su reposo en pensar en Dios por fe (n. 7), porque no encuentra ya su devoción en la meditación reflexiva anterior. Su espíritu se esponja pensando en la presencia de Dios, y en este Retiro ha encontrado a Dios no tanto en las meditaciones cuanto en reflexiones sobre la misericordiosa conducta del Señor con su alma. Piensa que en estos y otros sentimientos semejantes «hubiera pasado horas enteras, sin agotarme ni fatigarme» (n. 7).

Por lo demás, hallamos en las notas espirituales intermedias a los dos retiros una serie de reflexiones sobre los divinos atributos, que muestran a un hombre sumergido en el pensamiento de Dios. Se hallan también en sus apuntes algunos pasajes que con razón han sido juzgados como gracias de carácter místico. Charrier ha notado, creemos que con razón, que cuando el Santo en sus ejercicios de mes dice, escribiendo en su meditación sobre los pecados propios (I, 4): «Después de recibirme con tanta afabilidad, esta Señora me ha presentado, a mi parecer, a su Hijo, el cual, en consideración a Ella, me ha mirado y abierto su seno como si yo hubiera sido el más inocente de los hombres». La expresión «a mi parecer», en su modestia, indica una gracia que no se atreve a dar como plenamente cierta por su excelencia precisamente. Y sabiendo que poco después el Sagrado Corazón va a referirse a él diciendo que es su «siervo fiel y amigo perfecto», ¿cómo no ver en el final de esta gracia «me ha abierto su seno», como un preludio de la misión del servidor fiel del Sagrado Corazón de Jesús abierto?

Del mismo modo, poco más tarde, relatando una gracia especial que ha recibido, dice: «Sentí en mi corazón tan gran tranquilidad, que me pareció haber encontrado al Dios a quien yo buscaba. Esto me causó un instante de la más dulce alegría que he gustado en mi vida» (I, 5). Asimismo los sentimientos que describe en la meditación del Santísimo Sacramento: «Me he sentido penetrado de un dulce sentimiento de admiración y agradecimiento por la bondad que nos ha mostrado Dios en este misterio. Es verdad que he recibido por él tantas gracias, y he sentido tan sensiblemente los efectos de este Pan de los Ángeles, que no puedo pensar en ello sin sentirme movido a profunda gratitud» (I, 10).

En el día de Navidad de 1675 ha considerado «con un gusto delicioso y una vista muy clara los excelentes actos que la Santísima Virgen practicó en el Nacimiento de su Hijo. «He admirado la pureza de este Corazón y el amor en que se abrasa por este divino Niño… Me parecía ver los latidos de este Corazón, y me encantaba». (Notas esp. b, 1675, 5).

Y en un don carismático de profecía muy claro, el día de san Francisco Javier de 1674, a pocos días del fin de los ejercicios de mes todavía, ve la futura cárcel de Londres cuatro años antes de sufrirla: «De pronto se ha hecho una gran claridad en mi espíritu. Parecíame verme cargado de hierros y cadenas, arrastrado a una prisión, acusado y condenado por haber predicado a Jesús Crucificado, y deshonrado por los pecadores». (Notas esp., a,1674,8). Y él solicita estos males y penas: «Enviadme estos males, Señor, los sufriré con gusto». (¿Tuvo purificación pasiva?, C. XLI).

b) La humildad y el olvido de sí mismo

El punto que podemos llamar central de su espiritualidad es, sin duda, el deseo de alcanzar lo que él llama «el perfecto olvido de sí mismo». Esta gracia es la petición con que inicia su consagración al Sagrado Corazón de Jesús, en la cumbre de su vida espiritual (Orac. 1,c,p.167). Pide el olvido de sí mismo, porque es «el único camino por el cual se puede entrar en el Sagrado Corazón». Esta enseñanza se la ha dado santa Margarita María, desde luego, en relación a la entrada en el Sagrado Corazón. Lo dice él mismo, atribuyendo «el deseo de olvidarme enteramente de mí mismo», a «un consejo dado de parte del mismo Dios, como así lo creo por medio de la persona de quien Dios se ha servido para otorgarme muchas gracias», que es santa Margarita María (Retiro 1677,13). Pero ese consejo divino, ¿no le ha sido ya sugerido también a él mismo antes personalmente?

Al terminar la tercera semana del mes de ejercicios ha escrito: «Sería necesario vivir como si ya estuviese muerto y enterrado. Oblivioni datus sum… Estoy dado al olvido como muerto de corazón (Sal 30,13). Un hombre de quien ya nadie se acuerda, que no es ya nada en este mundo, que no sirve para nada; he aquí el estado en que es necesario que viva yo de aquí en adelante, en cuanto me sea posible, y anhelo estar efectivamente en él» (III,11). Sin duda, este anhelo, infundido por Quien le preparaba a entrar en su Sagrado Corazón, había de ser una de sus líneas directrices o maestras de vida.

Podemos pensar que respondía a un estado admirable, buscado por el Señor, de víctima de su Sagrado Corazón. En realidad, responde plenamente a la reflexión final de san Ignacio en los Ejercicios Espirituales, al terminar la segunda semana: «Tanto aprovechará cada uno cuanto más saliere de su propio amor, querer e intereses».

En su profunda humildad, dice en la carta a santa Margarita María exponiendo el interior de su alma, y su visión de sí mismo: «No puedo llegar a ese olvido de mí mismo que debe darme entrada en el Corazón de Jesucristo, del cual por consiguiente estoy muy lejos. Veo claramente que, si Dios no tiene piedad de mí, moriré muy imperfecto» (Carta L). Esta carta es desde Lyon en el verano de 1680. Año y medio más tarde, víspera de su muerte, escribirá a la gran confidente de su alma, la M. Saumaise, en su última carta: «Desde que estoy enfermo no he sabido otra cosa sino que nos apegamos a nosotros mismos por muchos lazos imperceptibles, y que si Dios no pone la mano en ello, no los romperemos nunca. Ni siquiera los conocemos. Sólo a Él pertenece santificarnos. No es poca cosa desear sinceramente que haga Dios todo lo necesario para ello…» (Carta XLIX; enero 1682).