PROYECTO DE VOTO
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«Juré y determiné guardar los preceptos de tu justicia» (Salmo 118, 106)
Me siento atraído a hacer a Dios voto de observar nuestras Constituciones, nuestras Reglas comunes, nuestras Reglas de modestia y las Reglas de los sacerdotes, de la manera siguiente:
2.- Sumario de las Constituciones
1º. Trabajar toda mi vida en mi perfección particular por la observancia de las Reglas y en la santificación del prójimo, aprovechando todas las ocasiones que la obediencia y la Providencia me proporcionen de ejercitar mi celo sin detrimento de las Reglas de la discreción y prudencia cristianas. (Regla 2ª)
2º. Ir indiferentemente, sin excepción, sin réplica, a cualquier parte que la obediencia me envíe. (Regla 3ª)
3º. Tratar con el Superior sobre las penitencias exteriores y no omitir, sin necesidad, las que a él le haya parecido bien que haga; hacer la confesión general todos los años; el examen de conciencia dos veces al día; tener un confesor fijo, y descubrirle toda mi conciencia. (Reglas 4ª, 5ª, 6ª y 7ª)
4º. Amar a mis parientes sólo en Jesucristo. Me parece que, por la gracia de Dios, me encuentro ya en esta disposición; así este punto no me puede dar ningún trabajo. (Regla 8ª)
5º. Ver con gusto que me reprendan, que se dé cuenta a mis Superiores de mis defectos y darla yo también de los defectos de mis hermanos cuando juzgue estar obligado a ello por la Regla. (Reglas 9ª y 10ª)
6º. Desear ser ultrajado, colmado de calumnias e injurias, pasar por un insensato, sin dar ocasión para ello, y sin que Dios sea ofendido. Me parece que todo eso sólo tengo que pedir a Dios me conserve los sentimientos que ya me ha dado. (Regla 11ª)
7º. Tocante a la mayor abnegación y continua mortificación me parece que, con la gracia de Dios, puedo hacer voto:
– De no tener jamás voluntad eficaz respecto a la vida, salud, prosperidad, adversidad, empleos, lugares, sino en cuanto esta voluntad sea conforme a la suya.
– De desear, en cuanto de mí dependa, todo cuanto sea contrario a mis inclinaciones naturales, si ello no se opone a su mayor gloria; y me parece que por su infinita bondad me ha venido a poner ya en esta disposición.
– De no buscar nunca lo que halaga los sentidos, como los espectáculos, los conciertos, los olores, las cosas agradables al paladar ni lo que pueda satisfacer la vanidad; de no buscarlo, digo, nunca ni en mis discursos ni en mis acciones; en cuanto a los muebles y vestidos, contentarme con lo que me den, a menos que la obediencia o la Regla de la salud no me obligue a obrar de otro modo.
– De no evitar ninguna de aquellas mortificaciones que se me presenten, a menos que juzgue, según Dios, que debo obrar de distinto modo por alguna razón que me parezca verdadera.
– De no gustar jamás ningún placer de aquellos a que la necesidad me obligue, como beber, dormir, ni de aquellos que no podamos evitar en la Compañía sin alguna afectación o singularidad, como las recreaciones, los manjares extraordinarios, etc. Jamás tomarlos por el placer que en ello experimenta la naturaleza, sino renunciar a ello de corazón, y mortificarme, en efecto tanto cuanto Dios me inspire y pueda yo hacerlo sin hacerme notar demasiado. (Regla 12ª)
8º. Las cuatro Reglas siguientes están encerradas en todas las otras. Respecto a la 17ª, que trata de la pureza de intención, me parece puedo hacer voto:
– De no hacer nunca nada con la gracia de Dios, al menos con reflexión, sino puramente por su gloria.
– De no hacer ni omitir nada por respeto humano: este último punto me agrada sobremanera, y me parece que me afianzará en una gran paz interior. (Regla 17ª)
9º. Este presente voto encierra, si no me equivoco, la observancia de la diez y nueve (Regla 19ª)
10º. Respecto a la 21ª puedo hacer voto:
– De no faltar nunca a la oración y observar, ya sea en la preparación, ya sea en la misma oración, todas las adiciones de San Ignacio, a menos que alguna razón o de necesidad o de caridad u otra parecida me dispense de algunos de esos puntos.
– De observar, respecto a la Misa y Oficio divino, las Reglas de los sacerdotes (Regla 21ª)
11º. En cuanto a la pobreza, ya he hecho voto de observar todas las Reglas dadas por San Ignacio.
12º. Por lo que hace a la castidad, no mirar jamás ningún objeto que pudiera inspirarme pensamientos contrarios a esta virtud, al menos con intención formada, o sin necesidad indispensable; no leer ni oír decir cosa que no sea casta, a menos que la caridad o la necesidad de mi empleo me obliguen a ello; guardar las Reglas de los sacerdotes referentes a la confesión y visita de mujeres.
13º. Comer siempre con templanza, modestia y decencia, diciendo la bendición y acción de gracias con respeto y devoción.
14º. En cuanto a la obediencia, ya he hecho voto de practicarla según nuestras Reglas.
15º. Respecto de las cartas que se entregan o reciben, observaré lo que los Superiores deseen que guarde.
16º. Dar cuenta de conciencia según la fórmula que tenemos en nuestras Constituciones.
17º. De no tener nada oculto a mi confesor, al menos de lo que debe saber para dirigirme.
18º. Respecto a la unión y caridad fraterna, los negocios puramente seculares y el cuidado de la salud, no encuentro en mí ninguna dificultad, así como tampoco en la manera de proceder cuando uno está enfermo.
3.- Reglas comunes
Hacer todos los días dos veces el examen de conciencia y el examen particular y anotar el adelanto, según la instrucción de San Ignacio; la lectura espiritual, siempre que pueda; no faltar al sermón sin permiso, estando en casa; en la abstinencia del viernes guardar el uso de la Compañía; no predicar sin la aprobación de los Superiores. Las tres Reglas siguientes se refieren a la pobreza; en todas las otras no encuentro dificultad. Puedo hacer voto, me parece, de no dispensarme de ellas sin permiso.
Convendría acordarse, al llegar a una casa, de pedir permiso a los Superiores:
– Para tener libros.
– Para ver a los enfermos, si es que no hay la costumbre de pedirlo cada vez que se va a visitarlos.
– Para entrar un momento en el cuarto de ciertas personas en determinadas ocasiones, como para tomar luz, devolver un libro, etc.
– Para hablar en casa con los de fuera y llamarlos si fuere necesario.
– Para hacer los encargos de los de fuera de casa a los de dentro, y de los de dentro a los de fuera cuando nos lo piden, siempre que se juzgue que en ello no hay nada de particular.
– Para escribir cartas; bien entendido que se enseñará a quien deba hacerlo, si es que no hay costumbre de pedir este permiso cada vez que se escribe.
4.- Reglas de modestia y de los sacerdotes
Las Reglas de la modestia están compuestas de tal manera, que no pueden costar ningún trabajo. Dígase lo mismo de las de los sacerdotes. La que recomienda la instrucción de los niños no impone, a mi juicio, mayor obligación que la que está encerrada en el voto que hacen los profesos.
Se podría hacer voto de las Reglas de los oficios particulares a medida que a ellos sea uno aplicado.
5.- Motivo de este voto
1º. Imponerme una necesidad indispensable de cumplir, en tanto cuanto sea posible, los deberes de nuestro estado y ser fiel a Dios, aun en las cosas más pequeñas.
2º. Romper de un golpe las cadenas del amor propio y quitarle para siempre la esperanza de satisfacerse en alguna ocasión; esta esperanza, me parece, vive siempre en el corazón en cualquier estado de mortificación en que uno se encuentre.
3º. Adquirir de una vez el mérito de una larga vida, en la extrema incertidumbre en que estamos de vivir ni un solo día, y ponernos en estado de no temer que la muerte pueda quitarnos los medios de glorificar más a Dios; pues esta voluntad que tenemos de hacerlo eternamente no puede dejar de tomarse por efectiva, puesto que nos obligamos tan estrechamente a cumplirlo.
4º. Reparar las pasadas irregularidades por el compromiso que contraemos de ser regular durante todo el tiempo que Dios quiera prolongar nuestra vida. Este motivo me agrada mucho y hace mucha más fuerza que todos los otros.
5º. Reconocer en cierto modo las misericordias infinitas que Dios ha tenido conmigo, obligándome indispensablemente a ejecutar sus más pequeñas órdenes.
6º. Por respeto a la divina voluntad, que bien merece ser ejecutada bajo pena de condenación; aunque Dios, por su infinita bondad, no nos obliga siempre a ello bajo tan graves penas[1].
7º. Hacer de mi parte todo cuanto de mí dependa para ser todo de Dios sin reserva, para desprender mi corazón de todas las criaturas y amarle con todas mis fuerzas, al menos con un amor efectivo.
6.- Algunas consideraciones que me animan a hacer este voto
1º. No encuentro más trabajo en observar todo lo que este voto encierra, que el que tendría un hombre naturalmente inclinado al placer para guardar la castidad que le obliga a tantos combates y a tanta vigilancia.
2º. Dios, que inspiró nuestras Reglas a San Ignacio, pretendió que fuesen observadas. No es, pues, imposible el hacerlo, un aun con imposibilidad moral. Ahora bien, el voto, lejos de hacer la observancia más difícil, lo facilita, no sólo porque aleja las tentaciones por el temor de cometer un pecado grave; pero, además, porque en cierto modo obliga a Dios a dar mayores gracias en las ocasiones.
3º. San Juan Berchmans pasó cinco años en la Compañía sin que su conciencia le reprochase la infracción de ninguna Regla; ¿por qué, con gracia de Dios, no lo haré yo en una edad en que se debe tener mayor fuerza y en que se está menos expuesto a los respetos humanos, que son los mayores enemigos que tenemos que combatir?
4º. No temo yo que esto me quite la paz del alma y me sea piedra de escándalo: «Mucha paz hay para los que aman tu ley y no les sirve de tropiezo» (Salmo 118, 165). Es artículo de fe y, por consiguiente, cuanto más se ama esta ley, mayor tranquilidad se experimenta: «Andaré con rectitud de corazón porque busqué tus mandamientos» (Salmo 118, 45). El exacto cuidado en obedecer a las más pequeñas observancias pone al espíritu en libertad en vez de causarle violencia.
5º. Me parece que desde hace algún tiempo vivo yo poco más o menos como tendré que vivir después de hecho este voto. Y más bien por el deseo de obligarme a perseverar que por gana de hacer algo nuevo o extraordinario, he tenido este pensamiento.
6º. Me parece que el solo pensamiento de hacer este voto me desprende de todo lo del mundo poco más o menos como si sintiere acercarse la muerte.
7º. No me apoyo yo ni en mi resolución ni en mis propias fuerzas, sino en la bondad de Dios, que es infinita, y en su gracia, que nunca deja de comunicarnos abundantemente, tanto más cuantos mayores esfuerzos hacemos por servirle: «No será castigado quien se acoge a Él» (Salmo 33, 23)
8º. Me parece que este voto sólo me obliga a un poco más de vigilancia que la que tengo, pues ahora mismo no querría, me parece, quebrantar ninguna Regla con voluntad deliberada.
9º. Para prevenir los escrúpulos puedo no comprometerme a nada en que tenga duda.
10º. Puedo comprometerme bajo esta condición: que si pasado algún tiempo encuentro que este voto me turba, cesa el compromiso; si no, terminará sólo con mi vida.
11º. Cuando se tiene permiso no se quebranta la Regla, al menos cuando se trata de una Regla exterior; porque muy desgraciado tendría uno que ser para preferir quebrantar una Regla y desagradar a Dios, aunque no hubiere obligación de pecado mortal, que el decir una palabra al Superior.
12º. No pretendo estar obligado a nada en todas las ocasiones en que cualquier otro pudiera dispensarse de la Regla, sin hacer nada contra la perfección.
13º. El pensar en este compromiso, lejos de asustarme, me llena de júbilo; me parece que, en vez de ser esclavo, voy a entrar en el reino de la libertad y de la paz. El amor propio no se atreverá a enredarme cuando tan gran peligro habrá en seguir sus movimientos. Me parece que toco ya mi felicidad y que he encontrado, al fin, el tesoro, que es necesario comprar a tan gran precio.
14º. No es éste un fervor pasajero, hace mucho tiempo que lo medito; pero me reservaba el examinarlo a fondo en esta ocasión, y mientras más se aproxima el tiempo de ponerlo por obra, más facilidad encuentro en él y más fuerza y más resolución en mí mismo.
15º. Esto, no obstante, esperaré la resolución de V. R. antes de seguir adelante. Por esto le suplico quiera examinar este escrito y reflexionar, sobre todo, en estas últimas consideraciones, en las cuales encontrará, tal vez, señales del espíritu de Dios; si no, no tiene más que decirme que no juzga a propósito que yo ponga en práctica este designio, y tendrá para con el sentir de V. R. el mismo respeto que debo a la Palabra de Dios.
C.- La misión apostólica
1.- Misión de los Apóstoles
En la meditación de la Misión de los Apóstoles comienzo, me parece, a conocer mi vocación y el espíritu de la Compañía, y creo también que, por la gracia de Dios, este espíritu nace y se fortifica en mí, ya sea a causa de un afecto particular y de una gran estima que tengo de todas las Reglas, ya sea porque me parece que mi celo se aumente y purifica.
Sobre esta palabra que encierra la Misión de los Apóstoles: «Enseñad a todos» (Mt 28, 19), he comprendido que somos nosotros enviados a toda clase de personas, y que en cualquier parte que se encuentre un jesuita y en cualquier compañía que esté, está allí como enviado de Dios para tratar el negocio de la salvación de aquellos con quienes trata, y que si no habla de este negocio y aprovecha todas las ocasiones para hacer que adelanten en él, hace traición a su ministerio y se hace indigno del nombre que lleva.
He resuelto, pues, acordarme de esto en toda ocasión y estudiar los medios para hacer recaer la conversación sobre cosas que puedan edificar, sea quien sea aquel con quien me encuentre; de tal modo, que cuando de mí se separe vaya con más conocimiento de Dios, y si es posible, con mayor deseo de su salvación.
2.- Celo apostólico
Al meditar sobre el celo, me ha ocupado todo el tiempo el desinterés y la indiferencia que debo tener. Doy gracias a Dios de que no he encontrado en mí ninguna repugnancia en ocuparme de los niños y de los pobres; antes al contrario, me parece tomaría estos empleos con gusto; no están expuestos a la vanidad y son de ordinario más fructuosos. Después de todo, el alma de un pobre es tan querida de Jesucristo como la del rey, y poco importa de quiénes se llene el cielo.
Entre las señales que Jesucristo da de su misión, ésta es una de las principales: «Los pobres son evangelizados» (Mt 11, 5), y por esta señal se puede reconocer que es el Espíritu de Dios quien ha fundado la Compañía; pues el Catecismo y el cuidado de los pobres es una de sus principales atenciones; las Constituciones nada nos recomiendan tanto como eso. Me parece que debemos esperar que somos enviados de Dios y que a Él buscamos cuando tenemos esta indiferencia; por esto he resuelto, sea en las confesiones, sea en la predicación, servir con gusto a los pobres, y cuando quede a mi elección preferir a éstos, pues a los ricos nunca les faltará quienes les sirvan.
3.- Pobreza apostólica
En la meditación de la pobreza apostólica he resuelto gloriarme toda mi vida y complacerme en esta virtud, y tener el consuelo de poder decir siempre: «No tengo nada»; así, como por el contrario, el mundo y el amor propio sienten tanta satisfacción en decir y contar lo que poseen. Sobre todo, ningún libro; esto me obligará a leer mucho y bien aquellos de que tenga y crea más necesarios; respecto a los demás, ninguna pena sentiré en pasarme sin ellos.
4.- Mortificación apostólica
En la meditación de la mortificación he comprendido que un Apóstol no está llamado a llevar una vida muelle ni descansada; es necesario sudar y fatigarse, no temer ni el calor ni el frío, ni los ayunos ni las vigilias; es necesario gastar su vida y sus fuerzas en este empleo. Lo peor que le puede suceder, es morir sirviendo a Dios y al prójimo; mas no veo que esto pueda hacer temer a nadie.
La salud y la vida me son, por lo menos, indiferentes; pero la enfermedad o la muerte, cuando me lleguen por haber trabajado en la salvación de las almas, me serán muy agradables y preciosas.
5.- Observancia de las Reglas
Este mismo día, después de la comida, habiendo leído en la vida de San Juan Berchmans la muerte de este santo joven, me sentí muy conmovido por lo que entonces dijo: que sentía gran consuelo por no haber quebrantado nunca ninguna Regla; y reflexionando en lo que podría decir yo sobre esto, si debiera dar cuenta a Dios, concebí pronto tan grande dolor de haberlas observado tan mal, que derramé lágrimas en abundancia.
Hice enseguida mi oración, en la que formé grandes resoluciones de ser en adelante mejor jesuita que lo que he sido hasta aquí; invoqué con confianza a este bienaventurado joven y le rogué por la Santísima Virgen, a quien él tanto amó, y por la Compañía, a la cual fue tan fiel, que me obtuviese la gracia de vivir hasta la muerte como él vivió durante cinco años. Todo el resto del día estuve penetrado de dolor, teniendo siempre ante mis ojos las Reglas despreciadas y quebrantadas tan a menudo; lloré tres o cuatro veces, y me parece que, con la gracia de Dios, no será fácil que las quebrante en lo sucesivo.
Pero no por eso dejo de estar sin consuelo por lo pasado; nunca jamás había pensado en el mal tan grande que hacía en ello.
Pensaba que si hubiesen querido solicitar de Berchmans que quebrantase una Regla a la hora de su muerte, por ninguna consideración lo hubiese hecho, después de haber pasado cinco años sin haber quebrantado la más mínima. Ahora bien, las mismas razones tenemos nosotros que las que tuvo él para resistir a las tentaciones de esta naturaleza. Al faltar hoy al silencio, no desagradaré menos a Dios; desprecio una orden inspirada por el Espíritu Santo a nuestro Santo Fundador. Por mí, no queda que no se destruya la observancia regular; no es tan poca cosa esta Regla que no dependa de ella todo el bien del cuerpo de la Compañía.
6.- Desprecio del mundo
Me parece que para el desprecio del mundo es un medio muy eficaz la presencia de Dios. Es pensamiento de San Basilio que un hombre que tiene por testigo de lo que hace a un rey y a un lacayo, no atiende para nada al lacayo, sino sólo a merecer la aprobación del príncipe. Es extraña y bien desgraciada servidumbre la del hombre que sólo piensa en agradar a los otros hombres. ¿Cuándo podré yo decir: «El mundo está crucificado para mí y yo para el mundo» (Gal 6, 14). He pedido con insistencia a Jesucristo y a la Santísima Virgen me concedan esta disposición de ánimo.
7.- Humildad apostólica
En la meditación de la humildad, es verdad, y yo lo comprendo, que debe ser grande esta virtud en un hombre apostólico, y el temor de no poseerla bastantemente me tendrá toda mi vida, a mi parecer, en un continuo temor. Me parece, sin embargo, que para esto no hay sino estar muy atento y evitar la inconsideración. Pero cualquiera que reflexione qué es, qué ha sido, qué es lo que puede hacer por sí mismo, no es fácil que se atribuya nada a sí mismo; para matar el orgullo basta recordar que la primera señal de la virtud es no estimarse absolutamente en nada.
En segundo lugar, basta mirar a Jesucristo, anonadado de corazón, que reconoce delante de Dios que nada es y que sólo a su Padre se debe la gloria de todo cuanto hace. Si me alaban, se equivocan; es una injusticia que hacen a Dios. Es como si alabasen a un comediante por los versos que recita y que otro ha compuesto; además, no nos estiman tanto como nosotros pensamos: conocen todos nuestros defectos, conocen aun aquellos que a nosotros se nos escapan, o al menos no se ocupan de nosotros.
Más aún; concedido que hacemos grandes cosas, o por decir mejor, que Dios haga grandes cosas por nosotros. Es muy digno de admiración y de alabanza que Él haga tan buen uso de tan malos instrumentos; pero no soy por eso mejor; y puede suceder que Dios me condene después de haber salvado a muchos por mi medio, como sucede que un pintor tira al fuego un carbón que le ha servido para trazar un dibujo admirable y muy excelentes figuras. La práctica de la Santísima Virgen es admirable; confiesa de buena fe que Dios ha obrado en Ella grandes cosas y que por eso la alabarán todas las generaciones: «Magnificat anima mea Dominum» (Lc 1, 46)
8.- Repetición
En la repetición de esta meditación, después de haber reconocido y confesado delante de Dios que no soy nada y que nada he hecho por mí mismo, he comprendido cuán justo es que sólo Dios sea glorificado, y me ha parecido que un hombre que se ve alabado por una virtud o una buena acción, debe estar tan avergonzado como un hombre de pundonor a quien toman por otro y le alaban de lo que no ha hecho. Pero si somos tan vanos que nos hinchamos por estas cualidades naturales o sobrenaturales que no nos pertenecen, ¡qué vergüenza, qué confusión! cuando, el día del Juicio, Dios haga salir al medio a este hombre vano y dé a conocer a todo el mundo que nada tiene de sí mismo, y le diga reprochando su vanidad: «¿Qué tienes que no hayas recibido? Y si lo has recibido, ¿por qué te glorías?» (1 Cor 4, 7)
Me parece ver un bribón que, haciéndose pasar algún tiempo como un hombre honrado, gracias a una capa robada, viene a quedar descubierto en medio de la buena sociedad y se llena de grandísima confusión[3]. Pero mucho peor será todavía, Dios mío, cuando hagáis ver que no solamente no tenía nada de qué vanagloriarse, sino que ni siquiera tenía aquello de que me he gloriado, cuando descubráis mi hipocresía, el abuso que he hecho de vuestras gracias, mis miserias interiores, etc.
Dios me ha hecho ver a mí mismo, en esta ocasión, tan deforme, tan miserable, tan desprovisto de todo mérito, de toda virtud, que verdaderamente jamás me había encontrado tan desagradable a mí mismo; me parecía oír a este Dios en el fondo de mi corazón, recorriendo todas las virtudes y haciéndome ver claramente que yo no tengo ninguna; le he suplicado insistentemente conserve en mí esta luz.
Confieso hallar que este conocimiento de mí mismo que crece en mí de día en día, debilita mucho o al menos modera cierta firme confianza que hace mucho conservaba en la misericordia de Dios. No me atrevo ya a levantar los ojos al cielo; me encuentro tan indigno de sus gracias, que casi no sé si las habré cerrado del todo la entrada. Este sentimiento me viene especialmente cuando comparo mi vida, mis crímenes y mi orgullo con la inocencia y humildad de nuestros santos[4].
9.- Desconfianza de sí mismo
En la meditación de la desconfianza de sí mismo no encontré nada tan fácil después de la meditación precedente. Cuando se conoce lo que es salvar un alma y lo que nosotros somos, pronto nos persuadimos que nada podemos. ¡Qué locura pensar que con algunas palabras dichas de paso podamos hacer lo que tanto costó a Jesucristo!
Habláis y se convierte un alma; es como en el juego de los fantoches, el criado manda a la muñeca que baile y el maestro la hace bailar por medio de un resorte. El mandamiento no ha hecho absolutamente nada. «Apartaos de mí, Señor, que soy un hombre pecador» (Lc 5, 8). ¡Hermoso sentimiento del alma en quien o por quien Dios hace algo extraordinario!
10.- Oración
Como siento, por la gracia de Dios, bastante atractivo por la oración, he pedido de todo corazón a Dios, por la intercesión de la Santísima Virgen, me conceda la gracia de amar cada día más este ejercicio hasta la muerte. Este es el único medio de purificarnos, de unirnos con Dios, de que Dios se una con nosotros para poder hacer algo por su gloria. Es necesario orar para obtener las virtudes apostólicas, es necesario orar para hacerlas útiles al prójimo, es necesario orar para no perderlas en el servicio del prójimo.
Este consejo o este mandamiento: Orad sin interrupción, me parece dulce y de ningún modo imposible; encierra la práctica de la presencia de Nuestro Señor. Siempre tenemos necesidad de Dios; así pues, hay que orar siempre; cuanto más oremos, más le agradaremos y más conseguiremos. No le pido las dulzuras que Dios da a sentir en la oración a quien le place; no soy digno, no tengo fuerzas suficientes para soportarlas. No son buenas para mí las gracias extraordinarias; esto sería edificar sobre arena, echar un licor precioso en un vaso roto que nada puede retener. Lo que yo pido a Dios es una oración sólida, sencilla, que le glorifique a Él y no me hinche a mí; la sequedad y la desolación, acompañadas de la gracia de Dios, me son, a mi parecer, muy útiles. Entonces hago con gusto actos de las más excelentes virtudes; hago esfuerzos contra la mala disposición y procuro ser fiel a Dios, etc.
11.- Conformidad con la voluntad de Dios
Desde el principio de la oración me he sentido movido a hacer actos de ella. Y los he hecho sin trabajo, porque, efectivamente, no siento ninguna oposición por la gracia de Dios hacia ningún estado; y me parece que con la misma gracia aceptaría con sumisión los más enojosos accidentes que la Providencia permitiera me sucediesen, o al menos pronto me resolvería a ello, si Dios no me abandona.
Me he resuelto, sobre todo, a santificarme por la vía que a Dios le plazca: por la sustracción de toda dulzura sensible, si así Él lo quiere; por las penas interiores, por los continuos combates contra mis pasiones. Esto es para mí lo más duro que hay en la vida; me someto, sin embargo, a todo con todo mi corazón, y de tanto más grado cuanto que comprendo que es el camino más seguro, el menos sujeto a ilusiones, el más corto para adquirir la perfecta pureza de corazón, con grande amor de Dios y muchísimos méritos.