SAN CLAUDIO DE LA COLOMBIÈRE. Escritos espirituales (X)

TERCERA SEMANA

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1.- Preparación a la Pasión

En la primera meditación de la tercera semana, que es de la preparación a la Pasión, considerando el ardiente deseo que Jesucristo tenía de sufrir, mi espíritu se ha inclinado, desde luego, al deseo que tenían los Santos de morir; el cual deseo hacía que la muerte tuviese para ellos dulzuras inexplicables. Es el efecto, me parece, de una fidelidad inviolable en cooperar a todas las gracias de Dios y hacer por Él todo cuanto han podido durante muchos años. Esta vista ha encendido en mi corazón un gran deseo de no perder el tiempo, de hacer cuanto antes todo el bien que pueda, a fin de ponerme en estado de desear la muerte y recibirla con alegría.

He pensado, además, que el hombre que verdaderamente desea sufrir mucho por Jesucristo es como una persona hambrienta o extremadamente sedienta, la cual, mientras espera se le presente con qué saciarse, toma, sin embargo, la poca comida o bebida que le ponen delante. Siento en mí un gran deseo de sufrir por Dios, y creo que no hay ningún dolor que yo no aceptase, a mi parecer, con gran alegría; pero estimo que ésta es una gracia que Dios hace sólo a sus amigos, y me encuentro yo tan indigno, que no creo que Dios me haga nunca este favor.

2.- Prendimiento de Jesucristo

Dos cosas me han conmovido sumamente y me han tenido ocupado todo el tiempo. La primera es la disposición con que sale Jesucristo al encuentro de los que le buscan, con la misma firmeza, el mismo valor, el mismo porte exterior que si su alma hubiese estado en perfecta paz. Su corazón[1] está anegado en un mar de amarguras: todas las pasiones se han desencadenado en su interior, toda la naturaleza está desconcertada, y a través de estos desórdenes y de todas estas tentaciones, su Corazón va derecho a Dios, no da un paso en falso, no vacila en tomar el partido que la virtud y la más alta virtud le sugiere. He aquí un milagro que sólo el Espíritu de Dios es capaz de obrar en un corazón: el de concertar la guerra y la paz, la turbación y la calma, la desolación y cierto fervor varonil que ni la naturaleza ni los demonios ni el mismo Dios (que parece armarse contra nosotros, o al menos abandonarnos) no pueden quebrantar.

La segunda cosa es la disposición de este mismo Corazón con respecto a Judas, que le traicionaba; a los Apóstoles, que cobardemente le abandonaban; a los Sacerdotes y a los demás, que eran los autores de la persecución que sufría. Es cierto que todo ello no fue capaz de excitar en Él el menor resentimiento de odio ni de indignación; que no disminuyó en nada el amor que tenía a sus discípulos y a sus mismos perseguidores; que se afligía en extremo y de corazón del daño que a sí mismos se hacían, y que lo mismo que sufría, lejos de turbarle, dulcificaba en cierto modo su dolor, porque veía que sus dolores podrían remediar los males de sus enemigos. Me represento, pues, a este Corazón sin hiel, sin acritud, lleno de verdadera ternura para con sus enemigos, al cual ninguna perfidia, ningún mal tratamiento puede mover al odio.

Después, dirigiéndome a María para pedirle la gracia de poner mi corazón en esta disposición, me doy cuenta de que el suyo ya se encuentra perfectamente en ella; que está abismada en el dolor, pero sin hacer nada inconveniente y que no pierde el juicio en tan terrible coyuntura; que no quiere mal ninguno para los verdugos de su Hijo, antes por el contrario, los ama y lo ofrece por ellos. Confieso que semejante espectáculo me encanta, me da un amor increíble a la virtud y me causa el mayor placer que pueda yo experimentar.

¡Oh corazones, verdaderamente dignos de poseer todos los corazones, de reinar sobre todos los corazones de los Ángeles y de los hombres![2] Vosotros seréis, de aquí en adelante, la regla de mi conducta, y en todas las ocasiones trataré de inspirarme en vuestros sentimientos. Quiero que mi corazón no esté, en adelante, sino en el de Jesús y de María, o que el de Jesús y de María estén en el mío, para que ellos le comuniquen sus movimientos; y que el mío no se agite ni se mueva sino conforme a la impresión que de ellos reciba.

3.- Repetición

«Amigo». Es verdad que Jesús le amaba, que no hubiese empleado esta palabra si no hubiese sido verdad. Jesucristo quería de veras convertirlo, había escogido bien el tiro; así que Judas sintió herido su corazón, pero le sucedió como a esos enfermos desahuciados a quienes les dan los más fuertes remedios. Producen éstos su efecto, pero el enfermo no tiene fuerzas bastantes para soportar la operación y exhala el alma al arrojar los malos humores.

¡Todo es admirable! Jesucristo arrastrado; Jesucristo, delante del juez, sentado en su banquillo, acusado, y callando. Me ha parecido que, con la gracia de Dios, sufriría yo ser calumniado y tratado como un malvado; encontraría en ello el completo anonadamiento del amor propio. Me parece que en semejante ocasión daría gracias a Dios de todo corazón y le pediría con insistencia me dejara morir en este estado. Pero es perder el tiempo pensar en esto. Creo que no es este favor para mí; es necesario para eso ser un santo; es necesario aprovechar las pequeñas ocasiones que se presentan y tener cuidado, no sea que, mientras me entrego en esos quiméricos deseos, corra tras la vanagloria mundana, y deje escapar las pequeñas ocasiones que se presentan.

4.- Negaciones de san Pedro

Al meditar sobre la caída de San Pedro he visto con sorpresa y espanto cuán débiles somos. Esto me hace estremecer; tengo dentro de mí las semillas y fuentes de todos los vicios; no hay uno sólo que no pueda cometer; entre mí y el abismo de todos los desórdenes, sólo media la gracia de Dios, que me impide caer. ¡Qué confusión debe excitar, aun en las almas santas, este pensamiento! He aquí por qué dice San Pablo: «Con temor y temblor, trabajad en vuestra salvación» (Flp 2, 12).

Jesucristo pasa toda la noche atado, sirviendo de juguete a la insolencia de los soldados. ¡Hermoso motivo de meditación los pensamientos de Jesús durante toda la noche!

5.- En el palacio de Herodes

¿Qué cosa más admirable que ver a la Sabiduría encarnada, Jesucristo, tratado de loco por Herodes y por toda la corte? El mundo no ha cambiado aún de modo de pensar con respecto al Hijo de Dios: todavía pasa por loco. ¡Qué valor el de Jesucristo, haber despreciado toda la gloria, todo el respeto que tan fácilmente podía atraerse de toda esta corte, haber dejado de buen grado a este príncipe y a todos sus cortesanos en la creencia de que era un insensato! ¡Qué sacrificio a su Padre! ¡Qué acto tan glorioso! ¡Y qué cobardes somos nosotros que hacemos tanto caso de los sentimientos de los hombre y nos hacemos esclavos de su opinión! ¿Cuándo sacudiremos este vergonzoso yugo? ¿Cuándo nos elevaremos por encima del mundo?

¡Cuán digno es de un alma cristiana el sufrir una confusión que podría evitar, y contentarse con tener a solo Dios por testigo de una verdad ventajosa para nosotros! Dios mío: quiero hacerme santo, entre Vos y yo, despreciando toda confusión que no disminuya la estima que Vos podríais tener de mí.

La consideración de estos actos generosos, y que tan por encima están de la naturaleza, eleva, me parece, mi alma sobre sí misma y sobre todos los objetos criados.

6.- En el pretorio de Pilatos

¡Qué espectáculo ver a Jesucristo vuelto a casa de Pilatos, atravesando Jerusalén vestido de loco! Pilatos le condena a ser azotado. ¡Qué justicia! Jesucristo no se queja, aunque ve la causa en la envidia de los sacerdotes y en la falsa condescendencia del juez, como también prevé la crueldad de este suplicio. He comparado este proceder con el que nosotros solemos tener cuando nos injurian en alguna cosa. ¿Cómo quejarnos, teniendo a la vista este ejemplo?

He estado sumamente confuso con el recuerdo del pasado. Dios mío: las hermosas ocasiones que he desperdiciado no volverán jamás; no soy digno de ello. He resuelto no quejarme nunca de nada. Me he convencido de que, de cualquier manera que me traten, no me harán ninguna injusticia.

7.- Flagelación y Coronación de espinas

Nada me conmueve tanto en la flagelación como el desprecio con que es tratado en ella Jesucristo. El más criminal de los hombres encuentra compasión cuando es condenado al suplicio: apedrean al verdugo si hace sufrir demasiado a un ladrón, a un asesino; y he aquí a Jesús entregado al capricho de los soldados, que desgarran sus carnes, que añaden pena sobre pena, que lo tratan a su placer impunemente como si no fuese hombre. Jesús no se queja, se anonada; aún más, en presencia de su Padre acepta, como venidas de su mano, todas estas penas, se regocija al poder darle todo un soberano honor por este espantoso abatimiento.

Le ponen una corona de espinas sobre la cabeza para expiar esta horrible pasión que tenemos de querer ser en todas partes reyes, de sobresalir, de sobreponernos a todos y en todas las cosas.

8.- Ecce homo

Pilatos lo muestra al pueblo: Ecce homo. ¡Debía estar en un lastimoso estado! Buena lección para los que aman los grandes teatros y los aplausos. Prefieren a Barrabás. ¡Cosa más extraña! Nos quejamos de las ventajas que dan a los demás; Jesucristo no se queja, sino que se coloca más bajo aún de lo que le colocan con esta injusta comparación. En este momento decía en su corazón al Padre: «Gusano soy y no hombre» (Salmo 21, 7). Gritaban: «Crucifícalo», y consentía en ello de todo corazón.

A la vista de este ejemplo, de este modelo, ¿hay cristianos en el mundo? Si cada vez que por respeto humano quebrantamos una Regla hiciésemos reflexión de que preferimos un hombre a Dios, yo creo que no lo haríamos a menudo. Este pensamiento me ha movido, y me parece que de aquí en adelante seré inflexible en este punto. Me parece tan poca cosa un hombre, que no puedo comprender cómo se toma uno tanto trabajo para agradar a algunos, siendo Dios testigo de nuestras acciones. Pero, ¡ay, Dios mío!, ¿no se desvanecerán todos estos sentimientos en la primera ocasión?

9.- Sentencia de muerte

No me he asombrado mucho de la injusticia de Pilatos al condenar a Jesucristo; pero sí me he sentido conmovido al ver a Jesucristo someterse a este injusto juicio, tomar su Cruz y cargar con ella con una humildad, una dulzura y una resignación admirables; al verle cómo, llegado al alto de la montaña, se deja despojar de sus vestiduras, se tiende sobre la Cruz, extiende sus manos y sus pies para ser clavados, y se ofrece a su Padre con sentimientos que sólo Él es capaz de formar.

Es cierto que esta vista me hace la Cruz tan amable, que me parece no podría ser dichoso sin ella. Miro con respeto a aquellos a quienes Dios visita con humillaciones o adversidades, de cualquier clase que sean; son, sin duda alguna, sus favoritos. Me bastará para humillarme el compararme con ellos, cuando esté en prosperidad.

10.- Crucifixión y muerte

Al considerar a Jesucristo muriendo en la Cruz, he notado que aún está muy vivo en mí el hombre viejo, y que si Dios no me sostiene con una gracia muy grande, me encontraré después de treinta días de retiro y meditación tan débil como antes. Es necesario que Dios haga un gran milagro para que yo muera enteramente a mí mismo: todavía vive en mí el hombre viejo, no está del todo crucificado, y no está perfectamente muerto. Mueve guerras intestinas, ni deja en paz el reino de mi alma. (Kempis)

He notado que siempre que Dios me ha dado este vivo sentimiento de mis miserias y he entrado en oración después de alguna falta o debilidad que me ha hecho conocer mis imperfecciones, he sido consolado antes de terminarla y salido de ella con más esfuerzo: «Te has airado y te has compadecido de mí; se ha vuelto tu furor y me has consolado» (Is 12, 1). Esto me sucede también fuera de la oración, después de haber vencido alguna tentación con la gracia de Dios. Lo mismo me ha sucedido ahora: he salido con nueva resolución de no dar cuartel a mi amor propio y estar en guardia contra sus ataques.

He pedido con mucho sentimiento esta gracia a Jesucristo, exponiéndole mis miserias y mis debilidades, que cada día descubro mayores.

11.- Sepultura

En la meditación de la sepultura, viendo cuán lejos estoy de estar en el estado a que Jesucristo se halla reducido para honrar a su Padre y salvarme. ¡Dios mío!, he dicho con gran sentimiento, ¿es posible que tantos dolores, tan profundo anonadamiento, una muerte tan cruel y tan infame, que todo esto, digo, haya sido padecido para aplacar vuestra cólera contra mí, para atraerme vuestras gracias y vuestras bendiciones, y que, con todo, sea yo tan imperfecto? Padre eterno, ¿no ha sido esto bastante para hacerme santo? ¿De qué procede que no sienta yo en í un cambio tal, que esté en proporción con tantos trabajos?

He aquí una gran suma, un gran tesoro; pero permitidme os diga que me parece que todavía no me habéis dado gracias que respondan a tal precio. Espero grandes efectos del celo de vuestro Hijo; pero no los siento aún tales como me parece debo esperarlos. ¿Es acaso que no quiero yo experimentar estos efectos? Pero, Dios mío, si fuese así, no os ofrecería yo la muerte de vuestro Hijo y el sacrificio de la Misa para experimentarlos: no se emplean medios tan excelentes y poderosos cuando no se tiene deseo de obtener nada. Sería necesario vivir como si se estuviese ya muerto y enterrado. «me han olvidado como a un muerto» (Salmo 30, 13).

Un hombre de quien ya nadie se acuerda, que no es ya nada en este mundo, que no sirve para nada; he aquí el estado en que es necesario que viva yo de aquí en adelante, tanto cuanto me sea posible, y anhelo efectivamente estar completamente en él.