CUARTA SEMANA
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1.- Resurrección
¡Qué alegría para aquellos que sufrieron con Jesucristo y que verdaderamente habían sentido sus dolores como María, San Juan, la Magdalena, etc., pues los demás tienen tan poca parte en esta fiesta como la tuvieron en los tristes misterios que la precedieron!
¡Con cuánto placer y cuánta profusión recompensa Dios los dolores e ignominias de su Hijo! Sin hablar del cielo, donde tiene su grande gloria, aun en la tierra, por un Judas que le vendió, ¿cuántos millones de hombres que se despojarán de todo para poseerle?; por una ciudad ingrata y sacrílega que no le reconoció por Rey, ¿cuántos reinos e imperios sometidos a su poder? Se ha visto negado por San Pedro; ¿cuántos millones de mártires sufrirán la muerte antes que renegar de Él? ¿Cuántos altares por el banquillo? ¿Cuántas verdaderas adoraciones por las burlas de los soldados? ¿De cuántas riquezas no se revestirán sus templos y sus altares por el manto de púrpura y por la vestidura blanca, etc.?
2.- Impasibilidad de Jesús
Al meditar sobre la impasibilidad de Jesucristo he examinado qué podría aún alterarme. He sentido una extrema repugnancia a obedecer en cierta circunstancia; la he vencido con la gracia de Dios, y me encuentro dispuesto a todo.
He reflexionado cuán peligroso es formar proyectos, aun en cosas de poca importancia, a menos que no estemos bien resueltos a dejarlo todo por obedecer y ejercitar la caridad. Toda ocupación que se deja con trabajo, o que le gusta a uno más seguir con ella que hacer otra cosa, o aun no hacer nada cuando Dios así lo quiere, hay peligro de estar aficionado a ella con algún apego humano. He resuelto muy de veras vigilarme sobre este punto.
Es necesario tener el consuelo, con la gracia de Dios, de no conceder nada a la naturaleza. Es preciso, con la ayuda de Dios, antes de determinarme a cualquier cosa que sea sobre cualquier proposición que me hagan, es necesario, digo, consultar a Dios y acostumbrarme a prevenir el movimiento que las cosas puedan causar en el alma por una elevación del espíritu a Dios y ver qué debo yo sentir de tal cosa, según las reglas del Evangelio. Si no se tiene este cuidado es imposible conservar la paz del corazón y no caer en muchas faltas, porque todas las cosas que suceden tienen un aspecto agradable o desagradable a la naturaleza, y no es por él por donde hay que mirarlas. No hay otro medio para proceder rectamente que este método de elevación, al cual se refiere todo lo que acabo de notar.
El método de San Ignacio, de hacer un examen o deliberación antes de cada acción y particularmente antes de aquellas en que hay mayor peligro de caer en faltas, este método, digo, es incomparable: he resuelto servirme de él; no puede menos de producir con el tiempo una gran pureza y conservar gran tranquilidad de conciencia. Esto, con la gracia de Dios, no es tan difícil; como tampoco lo es el examen que debe seguir a la misma obra. Cuando se tiene gran celo por la propia perfección se hace esto como naturalmente y casi sin sentir.
3.- Ascensión
¡Hermosa palabra! «He terminado la obra que me encomendaste» (Jn 18, 4). Jesús y María pudieron decir esto al morir. He notado que cuando me determino a imitar en esto a Jesucristo para toda mi vida, siento que la naturaleza como que se sorprende de semejante proyecto, y que me siento más fuerte para hacerlo actualmente, para resolverme, por ejemplo, a hacer durante este mes, este año, todo cuanto pueda para que mis acciones sean más agradables a Dios y lo más perfectas que me sea posible. Es necesario para esto gran vigilancia y la práctica de las Reglas, la dirección y frecuentes exámenes, junto con la oración, para obtener muchas gracias.
4.- Repetición
En la repetición de la Ascensión he notado que Jesucristo, después de haber sufrido, haber muerto y resucitado, sale de Jerusalén, sube al alto de la montaña y después de tantas pruebas, desprendido enteramente del mundo y de la tierra, se eleva sin trabajo al cielo.
Lo que a nosotros nos impide seguirle es que estamos aún vivos con una vida natural, o sepultados en el pecado, o comprometidos en el trato de los hombres, o apegados a la tierra, donde todavía encontramos nuestra felicidad. San Pablo decía: «Nuestra conversación está en el cielo» (Flp 3, 20). ¡Bienaventurados los que pueden decir lo mismo!
Pido a Dios para mí el poder vivir entre el cielo y la tierra, sin gozar ni de los placeres de aquí abajo, ni de los del Paraíso, con un desprendimiento universal, estando sólo ligado a Dios, que se encuentra en todas partes. A nosotros nos toca el desprendernos de todos los placeres de la tierra, al menos no tomar ninguno por puro gusto; desprender de ellos nuestro corazón, si realmente no podemos renunciar a ellos; hacer que se nos conviertan en tormento por el deseo ardiente que tenemos de privarnos de ellos por amor de Dios. Respecto a los gustos del cielo, es necesario dejar hacer a Dios que conoce nuestras fuerzas y tiene sus designios y vivir en una gran indiferencia, siempre dispuestos a pasarnos sin ellos.
5.- Primera contemplación para alcanzar amor
En la meditación sobre el amor de Dios, me ha movido mucho el ver los bienes que he recibido de El desde el primer instante de mi vida hasta ahora. ¡Qué bondad, qué cuidado, qué providencia para el alma y para el cuerpo, qué paciencia, qué dulzura! Ciertamente no he tenido trabajo ninguno en entregarme todo a Él, o al menos en desear de todo corazón ser de todo suyo, pues no me atrevo todavía a lisonjearme de haber hecho el sacrificio completo; sólo la experiencia será capaz de asegurarme en este punto.
La verdad es que me tendría por el ser más ingrato y desdichado de los hombres si me reservase la cosa más mínima. Veo que es absolutamente necesario que yo sea todo de Dios y no podría nunca consentir en dividirme. Pero será necesario ver si en la práctica tendré bastante fuerza y constancia para sostenerme en este hermoso sentimiento. Soy tan débil, que es imposible que por mí mismo lo haga; palpo esta verdad.
Si yo os soy fiel, Dios mío, vuestra será toda la gloria, y no sé cómo podría yo atribuirme algo. Sería necesario que me olvidase de mí mismo enteramente.
6.- Segunda contemplación
En la segunda meditación del amor de Dios, el Señor he hecho que me penetre y vea claramente esta verdad:
1º. Que está Él en todas las criaturas.
2º. Que Él es todo lo que hay de bueno en ellas.
3º. Que Él nos da todo el bien que de ellas recibimos.
Me ha parecido ver a ese Rey de gloria y majestad ocupado en calentarnos con nuestros vestidos, en refrescarnos con el aire, en alimentarnos con los manjares, en regocijarnos con los sonidos y objetos agradables, en producir en mí todos los movimientos necesarios para vivir y obrar.
¡Qué maravilla! ¡Quién soy yo, oh Dios mío, para ser así servido por Vos, en todo tiempo, con tanta asiduidad y en todas las cosas, con tanto cuidado y amor!
De la misma manera procede Él en todas las criaturas; pero todo por mí, semejante a un intendente celoso y vigilante que en todos los lugares de su reino hace trabajar para su rey.
Lo que es aun más admirable, es que Dios hace esto por todos los hombres, aunque casi ninguno piensa en ello, a no ser algún alma escogida, algún alma santa. Es necesario que al menos yo piense y sea agradecido. Me imagino que como Dios tiene su gloria por último fin de todas sus acciones, hace todas estas cosas principalmente por amor de aquellos que piensan en ellas y que admiran en esto su bondad, le son reconocidos y toman de aquí ocasión para amarle; los otros reciben los mismos bienes, como por casualidad y buena fortuna, a la manera que cuando se hace una fiesta o se da una serenata a una persona, miles de personas gozan de este placer porque se encuentran en la casa donde está la persona por quien se hace la fiesta. A esto se refiere lo que Dios decía a Santa Teresa; que si no hubiese hecho el mundo, lo crearía por amor a ella.
7.- Tercera contemplación
En la tercera he considerado que los servicios que Dios nos hace por medio de las criaturas deberían tenernos sumidos en gran confusión y recogimiento. Cuando es un criado quien nos sirve, recibimos con frecuencia este servicio haciendo otra cosa, hablando con otra persona, durmiendo, etc.; pero si una persona de calidad se abajase hasta querer servirnos, ciertamente que entonces procuraríamos estar bien despiertos: «¡Señor, tú me lavas a mí los pies!» (Jn 13, 6). Esto es admirable para quien comprende un poco lo que es Dios y lo que somos nosotros.
Dios refiere incesantemente a nosotros el ser, la vida, las acciones de todo cuanto ha creado en el universo. He aquí su ocupación en la naturaleza; la nuestra debe ser recibir sin cesar lo que nos envía de todas partes y devolvérselo por medio de acciones de gracias, alabándole y reconociendo que Él es el autor de todas las cosas. He prometido a Dios hacerlo así en cuanto pueda.
Este es el ejercicio de la presencia de Dios, de una utilidad admirable; pero puede decirse que es un don de Dios muy singular el continuarlo con esta dulzura, sin la cual se haría perjudicial. Ahora bien, yo sólo pido a Dios su amor y su gracia, un amor que tenga más de sólido que de brillante y dulce. Lo que he prometido hacer con su gracia es no comenzar ninguna acción sin recordar que le tengo por testigo, y que Él es quien la hace conmigo y me da todos los medios para hacerla, y no terminar ninguna sino con el mismo pensamiento, ofreciéndole esta acción como que le pertenece; y durante el decurso de la acción, cada vez que me venga este pensamiento, detenerme en él algún tiempo y renovar el deseo de agradarle.
A propósito de estas palabras: «Dadme vuestro amor y gracia, que esto me basta…», me he sentido dispuesto a pasar toda mi vida sin consuelos, ni aun los espirituales; me contento con servir a Dios con gran fidelidad, ya sea en la sequedad, ya sea aun en las tentaciones.
Para recibir como se debe lo que veo teme la naturaleza, es necesario que recuerde cuando tal suceda que se lo he pedido a Dios. Es ésta una gran señal de que me ama, y por lo tanto, debo esperar todo de su bondad. Es una consecuencia que me confirmará en el dulce pensamiento de que lo que hasta aquí me ha sucedido, ha sucedido por una muy particular providencia. Hago voto de aceptarlo, como si fuera la cosa más agradable del mundo, sin demostrar nunca a nadie inclinaciones de la naturaleza.
«Fuera de mí el gloriarme (o el alegrarme) en otra cosa que en la cruz de nuestro Señor Jesucristo». (Gal 6, 14)
«En cuanto a mí, poco me importa el ser juzgado por vosotros o por cualquier tribunal humano; porque el Señor es quien me juzga» (1Cor 4, 3)
Esperar que podemos morirnos en la ocupación que tenemos entre manos.
Las personas verdaderamente humildes no se escandalizan de nada, porque conocen perfectamente su debilidad; se ven a sí mismas tan cerca del precipicio y temen tanto el caer en él, que no les llama la atención el ver que caen los otros.
«¿Qué honor hay en predicar, si a Dios no le place que lo haga?, decía el P. B. Álvarez; y, ¿qué hay de bajo en los oficios más viles, si agrado a Dios ocupándome en ellos?»
A cualquier precio que sea, es necesario que Dios esté contento.