Cartas a religiosas Ursulinas del monasterio de Paray (C-CVIII)
CARTA C
A una religiosa Ursulina
Londres, junio-julio de 1677
Mi muy querida Hermana:
La paz de Jesucristo.
No he recibido otra carta suya que la que tiene fecha del 23 de mayo. De ningún modo la he olvidado, y no creo que pudiera hacerlo aun cuando lo quisiera.
Me regocijo al saber que continúa usted en los mismos pensamientos con que la dejé. Espero que haya avanzado también mucho en la virtud, y que el cuidado de la mortificación interior habrá obrado en su alma mayores cambios todavía que aquellos de los que fui testigo. Así debe ser, mi querida Hermana; Nuestro Señor ha usado con usted de tales bondades que la comprometen a un perfecto agradecimiento. Si después de los pasos que ha dado, se hubiese detenido en el camino de la virtud por los débiles obstáculos que le quedan por vencer, sería para usted motivo de gran confusión. Por eso le conjuro que se examine con frecuencia, y recuerde en su espíritu los sentimientos que Dios le dio en su conversión, así como las resoluciones que formuló entonces. Vea usted si no se ha relajado en nada y si no hay nada en sus deseos, en sus pensamientos, en sus acciones, que desmienta ese primer fervor, y que pueda ser una vergüenza después de tan fervorosos comienzos. Yo no le dejé reglas, porque tiene usted una que no deja nada que desear y que contiene toda la perfección religiosa. No es un hombre quien le ha dado esa regla; la tiene usted de Dios mismo; y si se aplica a observarla exactamente es imposible que no llegue pronto a una grandísima perfección.
Las penas que usted sufre son, a mi entender, muy buena señal; si le causan melancolía, debe soportar con paciencia ese humor desagradable como una cruz que Dios quiere añadir a las otras.
Siento que mi silencio la haya mortificado; Dios ha permitido que se hayan perdido sus cartas para ayudarla a desprenderse de todas las cosas y a no esperar socorro sino de su parte. Acostúmbrese, se lo ruego, a aprovecharse de esas pequeñas mortificaciones de que está sembrada toda la vida, y cuyo buen uso conduce pronto al alma a una gran familiaridad con Dios.
Me dice usted que, si supiera que me habían de llegar sus cartas, me contaría muchas historietas. Le agradezco mucho su buena voluntad, pero, a decir verdad, no tengo mucha gana de recibir noticias que no me edifiquen. Aquí veo demasiados escándalos, y necesito que me cuenten cosas que me ayuden a preservarme contra el mal ambiente que se respira en un país herético. Le aconsejo que usted misma ignore, si es posible, u olvide lo más pronto aquello que no la induzca a amar a Dios y a estimar y querer al prójimo.
Hágame el favor de no hablarme más de la pena que siente por hallarse en la casa en que está. Dios es quien la ha colocado ahí, y quien desea que trabaje ahí por su perfección.
Es una gran ilusión querer hacer todo lo que se oye y todo lo que se ve en los libros, lo mismo que cargarse de tantas prácticas de devoción. Hay que leer pocos libros y meditar mucho a Jesucristo crucificado. Sus reglas le dicen casi todo lo que tiene que hacer; he aquí a lo que debe aplicarse.
Redúzcase, en la meditación, al cuidado de mantenerse en la presencia de Dios y vencerse en todas las cosas, y sobre todo en los sentimientos interiores y en lo que se refiere a la caridad, la obediencia y la conformidad perfecta a la voluntad de Dios, y deje todas las demás prácticas desde el momento en que reciba mi carta. Haga ese sacrificio de su juicio y de su voluntad.
No le prohíbo las penitencias que hace con consentimiento de su superiora. Para practicar bien las acciones, el único secreto es no mirar sino a agradar a Dios y a curarse de la inquietud y el disgusto que le causan sus defectos; eso viene de que se ama demasiado a sí misma, y de que piensa más en sí que en Dios, en el cual sin embargo debe únicamente pensar.
Deme noticias de la Hermana N…; según creo, la dejé en muy buenas disposiciones; le ruego que se lo haga recordar, y la conjure de mi parte que se aplique exactamente a su regla, que la unirá a Jesucristo.
Soy todo suyo en Nuestro Señor.
La Colombière
CARTA CI
A la Maestra de Novicias
Londres, 1677
Mi querida Hermana:
Recibí, hace algunos días, dos cartas suyas al mismo tiempo. He tardado en responder, le pido perdón; pero créame que no es la única cosa que tengo que hacer.
No me parece mal que me escriba; al contrario, sus cartas me consuelan, pero trate de poner juntas las cosas que requieren repuesta, a fin de no omitir nada y no verme obligado a leer varias veces sus cartas. Deseo que todas sus amigas hagan lo mismo; escríbame poco más o menos como yo le contesto:
1) Alabo a Dios porque le abre los ojos para ver sus errores y las ilusiones de su amor propio. En nombre de Dios, sea vigilante y esté siempre en guardia contra sí misma; la humildad y la obediencia la sacarán de todos los peligros.
2) Me dice usted que le cuestan las cosas que ha prometido a Dios. Perdóneme, mi querida Hermana, si me alegro de ello; es buena señal; sin eso ¿qué mérito tendría usted en ser fiel? Demuestre que ama a Dios y que nada es capaz de separarla de su amor.
3) ¿Es cierto que carece usted de lo necesario? Dios mío, Hermana, cómo le envidio esa felicidad y con qué gusto cambiaría mi condición por la suya. Confieso, sin embargo que no diría esto a todo el mundo; pero sé con quién hablo.
4) Sus escrúpulos me parecen muy poco razonables en cuanto a lo que le cuesta acusarse de algunas circunstancias de los pecados pasados; no puedo tolerar en usted esa cobardía. Aun cuando ya lo haya dicho todo, no debe soportar que venza la vanidad. ¿Teme usted tanto una confusión que debe hacerla más gloriosa a los ojos de Dios? ¿Cómo puede soportar por entero los reproches que le hace por eso su conciencia? ¿No basta que sienta usted una gran repugnancia para obligarla a aprovechar esa ocasión de hacer a Dios un sacrificio? Eso le está permitido, y prefiere usted hacer cosas que no lo están y que no valen la centésima parte de aquélla.
5) Ya le he respondido respecto a las oraciones vocales y las mortificaciones. Tiene usted razón en estar inquieta por lo que hace por propia voluntad, porque Dios no gusta de esa clase de sacrificios.
6) No me disgusta que esté usted en el noviciado; si cumple bien su deber, puede dar mucha gloria a Dios. Proceda de modo que esas jóvenes pongan buenos fundamentos a su piedad. Puede reparar, por medio de ellas, todas las faltas de su primera juventud. Entre todos los empleos, es el que puede favorecer más el recogimiento. Inspíreles el respeto a los votos, el amor a su regla, el odio al locutorio, y sobre todo, enséñeles a vencerse en todas las cosas. Salude de mi parte a la pobre Hermana N…, a quien compadezco. Hágale recordar lo que me prometió que sería toda su vida; que no pierda el ánimo; yo rogaré a Dios por ella hasta que sepa que no ha olvidado las grandes gracias que Dios le hizo.
7) No hablemos ya de las debilidades en que caímos o de la cólera que Nuestro Señor le manifestó alejándose de usted. Todo eso me lo había imaginado; pero, alabado sea Dios, uno conoce su fragilidad por sus caídas y así se mantiene en guardia para el porvenir.
8) En cuanto a mortificaciones, pida a su Madre que le permita dormir en el suelo una vez al mes; espero que consentirá; pero acostúmbrese a pedir esa clase de cosas con gran respeto, como si fuera a Jesucristo.
9) Temo mucho las acciones que denotan vanidad. Llamo acciones los desprecios que se hacen de los demás, el temor de dar a conocer sus debilidades, la repugnancia a someterse, a humillarse, a consultar, a ser iluminada, instruida por otros, las palabras que tienden a hacerse estimar, etc. Evite con valor esas flaquezas, y trate, en nombre de Jesucristo, de sobreponerse a ellas.
10) Me parece haberle señalado el tiempo de la oración mental: una hora por la mañana, una hora por la tarde, es bastante; y aún, si siente usted que tiene algún apego o sentimiento de vanidad quedándose en el coro más tiempo que las demás, siga algún tiempo a las otras y haga o restante en particular. No busquemos sino cómo agradar a nuestro Dios, mi querida Hermana. Él nos ve, nos oye, nos ama; que eso le baste.
Soy todo suyo en Jesucristo.
La Colombière
CARTA CII
A una religiosa ursulina
Londres, febrero-marzo de 1677
Mi querida Hermana:
Contesto a una de las suyas de 17 de enero, en la cual me da cuenta de su vida con una sinceridad y humildad que me edifican muchísimo. Me ofrece usted el detallarlo más, lo que no juzgo necesario. Basta que Dios le dé un gran deseo de agradarle y de reparar el pasado; le doy gracias de todo corazón. Le ha conducido a la religión por un gran don de su misericordia, aunque por caminos difíciles y molestos; pero qué importa, mi queridísima Hermana, con tal de que Él la atraiga por fin a sí y le dé su amor.
Tenga usted siempre gran confianza en su superiora, que ocupa para con usted el lugar de Jesucristo. No hay hermano ni hermana, ni nadie en este mundo que se lo pueda impedir.
Guárdese bien de encontrar mal que le rehúse alguna cosa que usted desea por devoción; sería una mala señal.
¿Qué le importa hacer poco o mucho, con tal de hacer la voluntad de su buen Maestro?
No he perdido la buena opinión que tenía de usted por lo que me ha dicho; la humildad lo repara todo y hasta con ventaja; todo ello se convertirá en bien para usted. Alabo a Nuestro Señor porque no ha envejecido usted en la tibieza; todavía es lo bastante joven para hacerse una gran santa. Uno de los mejores medios para llegar a serlo es soportar el humor de su N…; esté segura de que así ganará el corazón de Dios, mejor que por todas las otras prácticas de piedad.
Adiós, mi querida Hermana, continúe rogando a Dios por el que es
Todo suyo en Jesucristo.
La Colombière
CARTA CIII
A la Madre de los Ángeles, asistenta de la superiora
Londres, 12 de julio de 1677
Mi buenísima y queridísima hija:
Le estoy sumamente agradecido por la bondad que tiene de acordarse de mí y de las cosas que le dije cuando estuve con usted.
Ruego a Nuestro Señor Jesucristo que las imprima cada día más en su corazón, y que produzcan todo el fruto que yo deseaba produjeran, cuando le hablé.
No sé qué motivo tendrá usted para turbarse por la confesión general. Si algo se le olvidó debe decirlo sin vacilar, y no perder esa ocasión de humillarse y ahogar sus faltas en la humillación. Si quiere usted darme a conocer más precisamente lo que le turba, puede hacerlo con toda seguridad por la misma vía por la que escribió. Sin embargo, le suplico, en nombre de Jesucristo, que viva tranquila y no dé entrada a ninguna turbación. No hace honor a Nuestro Señor el permanecer ni un momento en la desconfianza. Tenemos en su bondad el remedio para todos los males; y si las penas que sufrimos vienen de nuestra parte, veo cada día que un poco de ánimo y de mortificación devuelve la calma a las almas más atribuladas. Me imagino que una de las penas más grandes que ha tenido usted en su vida ha sido hacer confesión general. Pues bien, ¿no habría sido usted mucho más desgraciada si por vano temor se hubiera privado del provecho que esa acción le ha procurado para descanso de su conciencia? ¿Qué mal le ha sobrevenido? ¿Y qué mal le vendrá de todas las cosas que Dios pueda exigirle para estar contento de usted? Valor, querida hija, no tema nada de parte de Dios, y no descuide nada de la suya para satisfacerle y para calmarse a sí misma. ¿Qué es lo que se puede presentar tan difícil que no pueda usted superarlo con la gracia? ¿Y no quedará usted encantada, un momento después de haberlo superado?
No he recibido ni sus otras cartas ni las del señor cura. Me alegro de que todas ustedes van a ser observantes. Alabo a Dios con todo mi corazón por ello, y le suplico con instancia que no haya nadie que no se doblegue bajo su yugo voluntariamente y por motivo del más puro amor.
Bienaventuradas aquellas que son perseguidas por la justicia. Compadezco a aquellas que se atraviesan en sus buenos designios; pero no podría enojarme; Dios no concede a todas las mismas gracias. Llegará un día en que las más indóciles igualarán tal vez a las más fervorosas.
Es una gran desgracia no haber tenido educación y haber contraído, sin pensarlo, malos hábitos.
Admiro con usted, cómo aprovecha la Providencia divina la relajación de algunas para restablecer una regularidad universal, y espero que esa amable Providencia no se detendrá ahí, y que cambiará en una regularidad agradable y voluntaria la que introdujo por fuerza y contra el gusto de las más tibias. No ceso de ofrecer mis oraciones por esa intención. Le prometo que tendrá usted una parte muy particular, y pediré con frecuencia a Nuestro Señor que liberte su corazón de todo lo que puede impedir que reine en él absolutamente, y haga reinar esa santa paz que nunca se deja de disfrutar bajo su imperio. Espero que no me olvide, pues nunca tuve tan gran necesidad de auxilio, tanto para mí como para las almas por las cuales me imagino haber sido enviado a este país. Encomiéndeme también a las tres queridas Hermanas Lafin y conjúrelas, de mi parte, que sean siempre tan buenas como las dejé y recuerden que, para ser feliz en esta vida y en la otra y para servir a Dios como Él merece, es preciso ser de Dios sin reserva.
Así es, mi querida Madre, Hermana e Hija, como soy suyo en el Corazón de Jesucristo.
La Colombière
CARTA CIV
A una religiosa ursulina
Londres, julio-agosto de 1677
Mi muy querida Hermana:
Que Nuestro Señor le dé su espíritu, su paz y su santo amor.
Respondo un poco tarde a su última carta, que es de 29 de mayo; pero como no he encontrado nada muy urgente en lo que usted me dice, creo no le parecerá mal que haya descansado un poco.
No sé qué decirle respecto a su superiora, sea la actual, sea la que vendrá. Ruego a Nuestro Señor que les dé luz y fuerza para cumplir bien su deber. Si yo pudiera contribuir de otra manera al orden de su casa, sabe muy bien que lo haría. Respecto a usted, le aconsejo que no se cargue con negocios de esa naturaleza; haga de buena fe lo que Nuestro Señor le inspire, y luego trate de llevar generosamente el yugo de la obediencia hasta la muerte, como lo llevó Jesucristo por amor a usted.
En el empleo en que estoy, tendría motivo de quejarme lo mismo que usted de lo abrumado que me encuentro; la soledad me sería sin duda más agradable, pero mejor quisiera la muerte que decir una palabra para aliviarme. Y aunque apenas me queda una hora cada día para pensar en Dios, me parecería una gran ilusión tomar ese pretexto para sustraerme a la dirección de la Providencia, a la que me he abandonado de tal manera que pongo en ello toda mi felicidad. Créame, mi querida Hermana, no son el retiro y las largas conversaciones con Dios las que hacen los santos; es el sacrificio de nuestra propia voluntad, aun en las cosas más santas, y una adhesión inseparable a la voluntad de Dios, que se nos declara por medio de nuestros superiores.
Dice usted que si supiera que su Madre la trataba así por consejo mío se sometería sin repugnancia. ¡Ay! mi querida Hermana, ¿haría usted más por mí que por Jesucristo, que la gobierna por medio de ella? Yo no he aconsejado a su superiora que le mande lo que le manda; pero a usted le he aconsejado y le aconsejo de nuevo que le obedezca. Yo no respondo de que ella haga bien aplicándola a lo que le repugna, pero respondo con gusto de todo lo que haga usted mal siguiendo sus órdenes, que seguramente son las órdenes de Dios, cualquiera que sea el motivo que le obliga a dárselas. El apego que tiene usted a su propio juicio es, en efecto, un gran mal; pero, si es cierto que tiene usted alguna confianza en mí, espero que ese mal no irá más lejos y le suplico, en nombre de Dios, que me crea hoy más que nunca. No, Hermana, no hay verdadera virtud sin sencillez y humildad; la sencillez nos hará olvidar nuestras propias luces, y la humildad nos persuade de que todo el mundo ve más claro que nosotros. Una persona verdaderamente humilde no ve en sí sino defectos y no distingue los ajenos. ¡Qué triste ocupación, Dios mío, la de entretenerse en examinar la vida de los demás! Mejor es ser ciego y sin juicio que servirse de él para considerar y juzgar las acciones del prójimo. Un corazón lleno de amor de Dios tiene muchas otras ocupaciones; no piensa sino en sufrir por los que ama, y ama a todos aquellos que le dan ocasión de sufrir por su Amado.
Es necesario que le diga lo que pienso con toda la sinceridad que le debo; creo que el cuidado que toma usted de procurar mejoras a su monasterio es una distracción. Veo que Dios no responde a ese plan, y que no ha secundado los pasos dados por usted. Si me cree, abandone el asunto a la Providencia, y continúe adelantando en el camino de la verdadera perfección sin querer contribuir a la reforma de las demás sino por el ejemplo y la oración. Estos son mis pensamientos; quisiera que pudiera usted ver en mi corazón cuáles son las razones que me obligan a expresárselos y cuán sincero, desinteresado y ardiente es el celo que tengo de su salvación. Evite, se lo ruego, las murmuraciones contra las demás. No atienda sino a sí misma y verá que vivirá mucho más contenta, y que Dios habitará en usted y encontrará allí sus delicias. Le doy las gracias por sus oraciones; le suplico que las continúe, y crea que yo no la olvido allí donde debemos acordarnos de las almas que nos son más queridas.La Colombière