CARTAS DE SAN CLAUDIO DE LA COLOMBIÈRE(XVII)

A la señorita Catalina Mayneaud de Bisefranc (CXXXI – CXLVIII)

CARTA CXXXI

Londres, nov.-dic. de 1676

Como me ruega usted que le diga lo que pienso de su carta, voy a comenzar por ahí mi respuesta.

Primeramente, no me parece bien que se sirva de esa manera de hablar: «mi querido». Sería tolerable decir: mi querido Padre o mi querido Señor; pero, mi querido solo, como lo ha empleado usted dos veces, no debe usarlo nunca una joven.

Me dice usted que tiene el corazón oprimido por muchas razones que no me puede decir. ¿Y por qué no lo puede hacer? Puede escribirme con entera libertad; pero no me hable de mi marcha ni del dolor que le causa, porque es un dolor que rechazo; su corazón no debe sentir otro dolor que el de haber ofendido a Dios.

¿Es posible que el matrimonio de que se habla le turbe todavía el espíritu?[2]. Un alma que se ha dado toda a Dios, ¿piensa todavía en las cosas del mundo? ¿Teme acaso la pobreza, que Jesucristo amó tanto por amor a usted? ¿De qué se inquieta, hija de poca fe? ¿No ha confiado a Dios todos sus asuntos? ¿Teme usted que Él la engañe? ¿En qué se entretiene, en lugar de aprovechar el tiempo que le queda para amar a Dios y reparar el que ha perdido?

¿Por qué me dice que no tiene nadie a quien quejarse de sus penas? ¿Tan poca humildad tiene que no se atreve a descubrirlas a su confesor? Créame, no tenga dificultad; aun cuando no fuera tan instruido como lo es, Dios bendecirá su sencillez y le inspirará lo que debe decirle para su bien. ¡Cómo se engañaría usted si creyera saber más que él, o si lo considerara simplemente como un hombre y no como aquél por medio del cual Dios quiere instruirla y consolarla!

No estoy contento con lo que me dice de que es siempre la misma. Si no tiene otra cosa que decir no es necesario que me escriba, a no ser tal vez cada seis meses para darme el consuelo de saber que persevera en el servicio de Dios. Fuera de eso, a menos que tenga alguna necesidad particular o alguna duda, no debe perder el tiempo en hacerme cumplidos. No porque no le agradezca las muestras de bondad que me da; sino porque, siendo sus intereses para mí mucho más importantes que mi propia satisfacción, temo que queriendo mostrarme cortesía se haga usted un mal a sí misma. Es preciso ser toda de Dios sin reserva, y temer como la muerte todos los movimientos del corazón que no vayan directamente a Él ¡Qué desgracia la de desperdiciar las lágrimas por otro motivo que el de manifestarle su amor! Lágrimas, digo, que son tan preciosas y una sola de las cuales puede, con su gracia, apagar todas las llamas del infierno y del purgatorio.

No le diré más… Soy en Jesucristo, etc.

La Colombière

CARTA CXXXII

Londres, enero-febrero de 1677

Señorita:

Respondo brevemente a los principales puntos de su carta de 16 de enero, que me ha procurado gran consuelo y grandes esperanzas de que Nuestro Señor no la abandonará y la colmará, por el contrario, de mil bendiciones.

Le aconsejo lo que Jesucristo mismo nos aconsejó en el Evangelio, no obstante su poca salud y todas las razones que puedan alegarse: que no piense de qué vivirá. ni de qué se vestirá, porque su Padre celestial sabe que usted tiene necesidad de esas cosas, y si no provee en esto será porque juzga más a propósito para su bien dejarla carecer de ellas. Deje a su madre que lo haga todo como mejor lo entiende, y que vea que su devoción, a lo menos en esto, favorece las inclinaciones y los designios que ella tiene.

Usted está obligada a cuidarse más que si tuviera perfecta salud, esto es muy claro y su madre tiene razón en ese punto, como en todo lo demás.

Cuando su madre le diga que desea que salga, o sus hermanas le pidan que las acompañe, no hay mal en hacerlo por obediencia y por caridad, sobre todo si le disgusta; pero en esa clase de cosas es bueno esperar a que se las ordenen o se las pidan.

Ha hecho usted bien en comulgar todas las veces que N. N… le ha dicho que lo haga; no puede usted engañarse obedeciéndole.

Sería una gran ilusión que esperara usted encontrar a Dios sensiblemente o verlo en algún lugar en que pueda estar. Pero, ¿no le basta que esté infaliblemente cerca de usted y aun dentro?

Es preciso esperar la hora señalada para hacer oración. En cuanto a la desaparición de los actos, puedo decirle en general, que la mera atención a la presencia de Dios es muy buena oración, y que si puede usted ocuparse en ella sin hacerse violencia no tiene que pensar en otra cosa; no es que tenga que evitar el hacer actos cuando se siente atraída; pero no debe afanarse por hacerlos, excepto si se viere obligada por alguna razón. Trate sencillamente con Dios, y con gran confianza de que su bondad la ha de guiar; déjese llevar con esa confianza de las inclinaciones de su corazón sin temer nada sino el orgullo y el amor propio.

El gusto de la sagrada hostia es, o de Dios o de su imaginación que la engaña. No sé qué decir, sino que es cosa muy humillante de cualquiera parte que venga; porque, si es de Dios, la trata de una manera que hace ver que es usted todavía muy poco espiritual, puesto que juzga que para atraerla son necesarios placeres que halaguen los sentidos. Pero da lo mismo de cualquier parte que venga, lo mejor es no hacerle ningún caso. Se puede decir que no es ni bueno ni malo, y que lo mejor que se puede hacer es no darle importancia.

No tiene que hacer preparación; tampoco hay necesidad de formar resoluciones cuando no se sienta atraída y esté ocupada en otra cosa.

Es una tentación peligrosa la idea que tiene usted de no descubrir todo su interior. Hay que tener más; sencillez; aunque debiera perderlo todo descubriéndose, debía exponerse a ello antes que faltar a la obediencia y a la sincera humildad. Esto es más importante de lo que puede decirse.

No es necesario renunciar actualmente a las dulzuras que siente en la oración; basta que no se apegue a ellas y esté dispuesta a que le falten. Seguramente es el menor de los dones de Dios. Sin embargo, debe amarlas porque es voluntad de Dios que esté usted en ese estado. Mucha sencillez y confianza en la misericordia de Dios, y luego recibir indiferentemente todo lo que viene de su mano, sin tantas reflexiones. Combata generosamente contra las tentaciones, pero con suavidad; sométase a los juicios de Dios más terribles y no se turbe por nada.

La frialdad que muestra usted con sus hermanas y la razón que aduce para ello son igualmente insoportables, y no son del espíritu de Dios.

¿Es posible que no haya dado las gracias todavía al Padre N… y que yo haya olvidado responderle sobre ese punto? Hágalo lo más pronto posible y no falte a la gratitud con nadie; pero soy de opinión de que no establezca correspondencia fija con ninguna persona.

La Colombière

CARTA CXXXIII

Londres, febrero de 1677

Señorita:

Contesto su carta de 1 de febrero. Puede escribirme todo lo que quiera, se lo repito, con tal de que no me dé el título de señor. No soy desconocido en esta ciudad; un hombre que predica públicamente no debe temer pasar por lo que es, puesto que hace tan alta profesión de ello.

No, no he confundido el matrimonio de su hermano con el suyo; no quiera Dios que la crea capaz de tan enorme infidelidad; conozco demasiado su corazón para sospechar una traición semejante en usted. (Tiene voto de castidad).

Ya comprendo de qué intereses me quiere usted hablar y he manifestado mi deseo de que los confíe a su madre y, sobre todo, a la Providencia, cuya hija quiero que sea hasta la muerte.

Si puede usted dejarlo todo a la disposición de su señora madre sin perjuicio considerable, y juzga que ello le dará gusto, le aconsejo que lo haga; tendrá así más tiempo para no pensar sino en Nuestro Señor.

Según me parece, he comprendido lo que me quiere decir sobre esa dificultad, que le ha hecho sufrir tanto durante cinco o seis días. ¡Pobre hija mía!, le tengo gran. compasión. Confieso que tiene usted con eso una de las cruces más pesadas que se pueden llevar en esta vida; pero tenga valor, créame, no pierde el tiempo. Nuestro Señor es testigo de sus combates; será su fortaleza y su consuelo. Arrójese a menudo en sus brazos como un pobre niño, que se hubiera perdido mil veces si no hubiese tenido la bondad de sostenerla. Guárdese bien de perder la paciencia y rechazar el sufrimiento; llegará un día en que alabará usted a Dios por haberla probado bien. Recuerde que su corazón no tiene parte en eso que la inquieta, y que, en medio de tantos ataques, permanece tan puro como si no tuviera usted enemigo. Me lo represento como un hermoso corazón de oro en medio de las llamas, donde brilla y se purifica tanto más cuanto más ardiente es el fuego.

Me pregunta usted si debe mostrar el papel que le dejé, porque le dijeron que era necesario. Eso quiere decir que usted ha manifestado que le había entregado uno. Si es así, no ha hecho usted bien; y si no es así, no se lo muestre a nadie, se lo ruego: si lo ha mostrado ya, ¿qué le haremos? ¡Alabado sea Dios!, no se atormente por eso.

Yo estoy bien por la gracia de Nuestro Señor. Ruego a Dios de todo corazón que las debilidades, que me dice usted que sufre, sirvan para fortalecer su alma, como no dudo que lo hagan. Me da usted una alegría muy grande cuando me dice que es siempre constante; siempre he esperado que así fuera. Cuando Nuestro Señor hace a una persona tantas gracias como se las ha hecho a usted, no acostumbra abandonarla.

No comete usted ninguna falta al escribirme, con tal de que lo haga con gran sencillez y en la presencia de Dios, cuyo amor debe dirigir su pluma lo mismo que sus pensamientos. Le ruego que la llene de ese amor. Si puede usted evitar el viaje de que me habla, no hará mal; sus achaques podrían servirle de pretexto; hágalo con la mayor caridad que pueda. Me ha dado mucho gusto saber que a los N… todo les va bien.

La señora N… me dice en un billete que desea usted saber lo que pienso de las visitas que usted le hace. Juzgo que a usted le pueden ser muy útiles; pero no me parece bien que las continúe sino a condición de que ella le señale el tiempo en que le sea menos incómodo, y que la despida libremente cuando lo crea oportuno. Por lo demás, es una gran dicha para usted conocerla y saber su opinión en las dudas en que pueda estar; pero acuérdese siempre de unirse a Dios lo más estrechamente que pueda, tener en Él su mayor recurso; buscar su conversación y su familiaridad, antes que la amistad de cualquier criatura, porque hallará en Él todo lo que busque en otra parte e infinitamente más. Desea usted verme; yo deseo también verla, pero Dios me guarde de desear verla en esta vida; porque, como no sé si tendré esa suerte, tal deseo me causaría inquietud; pero sí deseo verla en el cielo donde nos encontraremos pronto con Jesucristo y todos los santos.

Ruegue a Dios por mí, que soy todo suyo en Jesucristo.

La Colombière

CARTA CXXXIV

Londres, abril de 1677

Recibí, hace unos quince días, su carta de 21 de marzo; pero todo lo que pude hacer entonces fue leerla. Me alegro tanto de la enfermedad que ha tenido usted como de la salud que Nuestro Señor le ha devuelto; son dos grandes bienes que vienen de la misma mano, y de los cuales espero que haga usted muy buen uso.

No se preocupe por mí; estoy en plena seguridad; escríbame de la manera que le sea más agradable, se lo digo otra vez; pues no me puede perjudicar, sea de sus cartas lo que fuere.

Que viva usted aparte me parece bien, pero basta proponerlo sin insistir demasiado. Bien quisiera que pudiera retirarse, en efecto, de ese mundo que le estorba: Hágalo en cuanto pueda hacerlo sin lastimar la caridad, que debe reinar siempre sobre todas las demás virtudes.

Estoy muy agradecido por las devociones que proyecta ofrecer por mí. Nunca he tenido tanta necesidad de oraciones.

Alabo a Dios mil veces por lo que me dice, que en todas sus penas nunca se ha turbado con el pensamiento del sacrificio que ha hecho a Dios; he aquí una gran prueba de que le ha sido agradable.

No se inquiete ya por la falta que cometió mostrando el papel de que se trataba. Otra vez puede decir lo que contiene sin mostrarlo. En cuanto a las faltas, he aquí cómo debe acusarse: No he sido puntual en seguir la regla de vida que me había propuesto; o bien: He faltado a tal ejercicio que prometí a Dios que haría todos los días o todas las semanas.

Hágame el favor de saludar a la señora de N… y dígale de mi parte, que me extraña mucho no haber recibido todavía ninguna carta tuya. Tampoco tengo ninguna noticia de esa casa que he querido tanto y me es todavía tan querida. Parece como si todas se hubieran muerto, o hubieran renunciado a sus santas resoluciones, lo que me sería mil veces más sensible.

Nada más agradable podría usted decirme que asegurarme que Dios le conserva la voluntad constante de servirle hasta la muerte. No tenga miedo a esa muerte, mi querida hija; un alma que teme a Dios no debe tener miedo a nada ni en la vida ni en la muerte.

En cuanto al pasado, consulte al Padre Guillaré en el capítulo de las confesiones generales, y tome para sí lo que dice que no se deben hacer por escrúpulo. Hay a veces movimientos interiores que llevan a humillarse y a vengarse de sí mismo tan violentamente, por la confusión que uno se procura al decir sus faltas, que puede satisfacerse sin aventurar nada; pero, fuera de ese caso, no haría usted sino aumentar las tentaciones pensando en el pasado.

No comprendo su estado de deseos: explíquese en nombre de Dios, y no tema más que si yo estuviera en Charolles. Llámeme, si quiere, Padre mío en la carta; no hay peligro, con tal de que no lo ponga en la dirección, no sea que si algún protestante lo ve, tire la carta al río; es lo peor que puede suceder.

Ya no me envía usted cumplidos en sus cartas; pero me escribe alabanzas, que me desagradan más todavía, porque se me deben menos y pueden perjudicarme.

Cuando le dije que la vería pronto en el cielo, sólo me refería a lo corta que es nuestra vida y que por ello no hay motivo para desear verse en este mundo, puesto que estamos tan cerca de la eternidad.

Sostenga usted a la pobre señora (de Maréschalle) en sus buenas resoluciones, en cuanto le sea posible.

Siempre debe usted decir lo que siente con mucha discreción y humildad; pero esta virtud no debe impedir el celo ni el amor al prójimo.

¿Por qué tiene usted dificultad para hablarme del asunto del señor (Bronchet)? Recibí una carta del Padre (Raybaud), escrita hace cuatro meses, en la que me habla de eso.

Supe la conversión de la señorita N…, pero es usted la primera que me da noticias de la señorita de… Las espero pronto de ella misma. Si usted le escribe tenga la bondad de decirle que dirija sus cartas a París, al Padre N… Envíele de mi parte mil bendiciones.

Valor, pobre hija mía, las penas que la esperan en esta vida no serán tan grandes como usted piensa, el amor de Dios todo lo alivia. En todo caso, no serán muy duraderas y la eternidad no tendrá fin; Ofrézcase voluntariamente al Señor a quien sirve, para todas las cruces que quiera enviarle; Él le ayudará a llevarlas y la llevará a usted con ellas.

Se lo repito, tenga mucha confianza en el Padre N… no le oculte nada de lo que pasa en su corazón. Aun cuando tuviera opinión diferente de la mía, no sería señal de que se engaña; pero, alabado sea Dios, estamos de acuerdo.

Ya le he dicho que me gustada mucho que tuviera casa, aparte de su madre y de su familia. Haga la división, consiento en ello; pero si es posible con la condición de que su madre sea siempre dueña de las dos partes, y administre lo que a usted le pertenece. Si este camino no es bueno, le confieso que no tengo más luz sobre el asunto.

Adiós. En cuanto a las mortificaciones y la interrupción o continuación de los ejercidos de piedad, haga todo lo que el Padre N… juzgue a propósito.

Soy suyo en Jesucristo, más de lo que puedo decirle.

La Colombière

CARTA CXXXV

Londres, 1677

Sí, mi queridísima Hija en Jesucristo, consiento en que no descubra su interior sino a su antiguo director, por muy lejos que esté. En cuanto a sus tentaciones las puede decir siempre a su confesor ordinario, a fin de dejar tranquila su conciencia. No es porque no pueda usted encontrar personas más capaces y más santas que aquél que le dio las primeras instrucciones; sino porque me parece que Dios destina a ciertas almas ciertos Padres espirituales y no otros, aunque esos otros valgan cien veces más. Créame, hija mía, usted va bien y no tiene motivo alguno de arrepentirse de los pasos que ha dado; no piense sino en adelantar en el camino de la cruz, donde le ha hecho Dios el honor de introducirla.

Me pide usted medios para vivir en la humildad y el desinterés. No hay mejor medio para eso que pensar que así agrada más a Dios. Hablo a una hija y a una esposa de Jesucristo; basta decirle lo que da gusto a su Esposo para inclinarla a hacerlo. Cuando le digo que debe usted mirar a todos sus hermanos como a señores, no quiero hablar sino de los sentimientos interiores y de las muestras de respeto y sumisión exterior; porque no pretendo que pase la vida a su servicio; pero mientras esté usted en el estado en que está, haga lo que ellos y su madre desean de usted con tanto celo, mansedumbre, humildad, silencio y alegría como si estuviera a sueldo suyo.

Cuando le haya respondido sobre algún punto, no debe ya dudar de nada; no porque yo no pueda engañarme, sino porque ese error no se le imputará a usted.

Sin dejar sus ejercicios de devoción, un cierto aire de humildad y de modestia, mezclado de santa alegría, gusta a las gentes. Algunas veces hasta es necesario preferir la obediencia a todo lo demás, sobre todo si se siente que repugna al corazón; entonces yo preferiría la mortificación a la oración y aun a la comunión. No suprima nada cuando está con la familia; conténtese con ofrecer a Dios esa acción mezclando algunas ligeras mortificaciones, que no aparezcan.

He hecho bien en seguir el consejo del S. N.

Respecto al confesor, ya le he dicho o he pedido a (la superiora de Santa María) que le diga cómo debe acusarse de las faltas contra la regla; puede usted creer en todo a esa persona.

No hay necesidad de confesarse al día siguiente de una confesión, ni aun al segundo.

Continúe haciendo la oración como me dice, según se sienta atraída. Pero no se inquiete por lo que allí hace, pues esa inquietud es efecto del amor propio; hay que abandonarse a la dirección de Dios sin otra intención que la de agradarle, y cuando se siente que ese deseo está muy dentro del corazón, no hay que entretenerse en hacer reflexiones sobre sí misma, ni sobre el grado de virtud en que se está, sino ocuparse con Aquél a quien se ama, haciendo poco caso de sí. Considere atentamente este último consejo; es para usted de la máxima importancia.

Después que comencé esta carta, recibí la que me escribió usted sobre la señora N… Consiento en que ella se separe y lo haga lo más suavemente posible. Su hermana ha sido siempre un obstáculo para esa separación. Si ha podido vencerlo, hará bien en retirarse; pero una vez que lo haga, no quiero que cambie sin mi consejo. Además, será bueno que se sirva del intermedio de algún hombre formal para hacer el contrato que proyecta hacer, para evitar los rumores y las disputas que sobrevendrán si hablara ella misma. Ruego a Nuestro Señor que se digne asistirla en esta ocasión que es de tan gran importancia para el descanso de su vida. No desconfíe de ella, tiene mucho valor; si no tuviese bienes, sería pronto muy santa (v. Carta CXIV).

Adiós, mi queridísima hija en Jesucristo.

Soy en Él todo suyo para siempre.

La Colombière

CARTA CXXXVI

Londres, 1677

No le extrañe, señorita, que le escriba más sucintamente[3] de lo que usted deseada; si supiera todo lo que tengo que hacer, se admiraría de que me extienda yo tanto.

Cuando dejo algún punto de sus cartas sin respuesta, es de ordinario porque no juzgo que haya necesidad de contestarle y que usted no debe inquietarse por ello. Me parece que una palabra dice mucho, cuando Dios da un poco de confianza en la persona que habla.

Desprecie las tentaciones contra la fe y piense que usted no cree sino lo que han creído tantos santos y tan grandes doctores.

Avergüéncese de su desconfianza en cuanto al porvenir; ¿ignora usted que su Padre celestial conoce sus necesidades y es todopoderoso para proveer a ellas?

¿Qué teme usted en los juicios de Dios? Son siempre favorables a las almas de buena voluntad. Para consolarse de sus penas, lea el noveno capítulo del segundo libro de la Imitación de Cristo y trate de comprenderlo bien[4]. ¡Qué desgraciada es usted, si duda de que sus penas vengan de Dios! Pues, ¿de dónde vendrían? ¿Sucede algo en la tierra sin su mandato? Aun cuando esas penas vinieran del demonio, como las de Job, o del fondo de su naturaleza como las de Jesucristo en el huerto, ¿cree usted que serían por eso menos estimables? Usted pidió en otro tiempo sufrimientos y Dios le hace hoy esa gracia, ¿habrá algo que pueda consolarla más que verse escuchada y en cosa de tan gran importancia?

Me parece muy bien todo lo que usted me dice; es una muestra de sinceridad que me gusta en usted sobre todas las cosas, y que le ruego conserve hasta el fin.

Respecto a sus bienes, no pida nada, pero reciba lo que le den.

Si el Padre N… fuera a Paray, yo no encontraría mal que usted le descubriese su interior y recibiera consejos de él, que es muy capaz de dárselos. Trate de limitarse a él, y no haga confidencias a toda clase de personas. Pero comprendo que usted necesita alguien que esté presente y le resuelva las mil ligeras dudas a las cuales es imposible que yo satisfaga desde tan lejos, y que piden pronta resolución para que se conserve usted en paz.

Creo haberle respondido respecto a la presencia de Dios. Hay un tratado completo del Padre Guilloré. Léalo y de las diversas maneras que él propone elija aquella a que se sienta más atraída.

Puede decirlo todo a sus confesores cuando le preguntan y la dirigen al bien. Apruebo gustoso al Padre N…

Cuando su confesor esté ausente, importa poco, según mi opinión, con quién se confiese usted.

Respecto a la comunión, puede usted seguir el consejo del confesor y hacer lo que él juzgue mejor.

Apruebo que vea usted a la Hermana (Margarita María), si a ella le parece bien. Haga sin temor todo lo que le diga. Pero tenga cuidado de no apegarse demasiado a nadie, y que su principal confianza esté siempre en Nuestro Señor.

El Padre N… ha tenido razón en reprobarle que permita a su pariente tratarla de la manera que me dice; no lo soporte más.

También hará usted bien en no vestirse de seda en adelante.

Cuide de no inspirar vanidad a su pequeña sobrina, vistiéndola de una manera mundana; acostúmbrela, al contrario, a despreciar ya desde niña lo que sabe usted que no puede concordar con la verdadera piedad. Temo que se apegue usted demasiado a esa niña; Dios quiere poseer todo nuestro corazón, mi querida hija, y ciertamente lo merece.

Hay que corregir y, a veces, hasta con energía; pero cuando uno se siente muy alterado, debe esperar a tener más calma y moderación.

En cuanto al delantal, no haga nada que pueda desagradar a su madre; espere hasta que pueda disponer sin disgustarla.

No vuelva a confesarse por ligeras impaciencias.

No se debe aplicar remedios sino cuando se está enfermo.

No debe cambiar la manera de dormir.

No hará mal en devolver a su huésped el dinero que le ha retenido, cuando tenga ocasión favorable.

No apruebo que duerma con los cilicios.

En las dudas en que se halle, debe consultar a alguien y tratar de conducirse en todo por obediencia; porque es una vía infalible.

Todos los libros hablan de humildad; léalos y hallará cosas que no puedo decirle en una carta.

Respecto a lo que le dijo la señorita de N… le estoy íntimamente agradecido por el interés que usted manifiesta conmigo; pero no tengo nada que responder a sus quejas, sino que son demasiado justas, y que tiene mil motivos de estar descontenta de mí. Tengo tan poco tino que hago lo mismo con casi todos mis amigos, dándoles diariamente motivos para que se disgusten de mí. No hay necesidad de que me escriba lo que ella le dijo, aunque estoy seguro de que, con la gracia de Dios, no me enojaría. Estoy cierto de que esa señorita no se quejaría de mí, si no tuviera razón. Conozco su virtud; quisiera yo tenerla tan grande. No me admiro de que mi última carta le haya sido inútil; lo que me admira es que las otras le hayan servido de algo. Pero Dios se vale de todo para hacer bien a los que le aman.

La intención más común al comulgar, debe ser la misma que tiene Jesucristo al venir a su corazón que es la más pura y excelente que se pueda tener, la de unirla a la fuente y al objeto mismo del amor, la de fortalecerla en el propósito de servir a Dios y en la práctica de todas las virtudes, la de purificarla por la unión de su alma al cuerpo de Aquél que es la misma pureza. Usted puede añadir a esas intenciones otras particulares, según sus necesidades y obligaciones.

Adiós, señorita, no hable de mí con nadie, no se ocupe en justificarme: haga de modo que me olviden, o que no se acuerden de mí sino para pedir perdón a Dios por mis pecados, que se multiplican cada día y temo que al fin me abrumen.

En cuanto a usted, viva tranquila. Acuérdese de que el verdadero amor se alimenta de sufrimientos, y que las tentaciones no sirven sino para purificarlo aunque no se sienta.

La Colombière

CARTA CXXXVII

Londres, 1677-78

Muy bien, señorita, consiento en que no acepte usted la dispensa que le envié; a condición de que se mantenga en el estado al que dice usted que Dios la llama y en el que halla el descanso de su espíritu.

Me dice que le viene a veces el pensamiento de disfrazarse. Lo creo, pero no dudo de que rechace pronto ese pensamiento.

Si no me engaño, está usted en una gran ilusión al pensar en la perfecta renuncia y el martirio de los santos, mientras conserva el apego a sus bienes y a su propia voluntad, aun contra las disposiciones de la Providencia, hasta perder la paz del alma y caer en una tristeza escandalosa, hasta perder el respeto que debe a su madre, hasta afligirla con palabras picantes, etc. El espíritu de Dios lleva al fervor; pero el fervor que inspira no es turbulento, no causa desorden ni en nosotros ni en los demás, sino a pesar nuestro; y cuando encuentra obstáculos sabe detenerse y someterse a la voluntad de Dios. Ese fervor no tiene otras armas que la paciencia y la mansedumbre. Desea usted el martirio; y tiene uno que sufrir cada día y lo soporta de mala gana y sin resignación. En todo eso que le pasa por la imaginación sobre esto no hallo nada que sea juicioso, y tenga apariencia de verdadera inspiración.

Cuando le dije que no era necesario aplicar sus resoluciones a cosas particulares, quise decir que debía contentarse con esas resoluciones generales que le hace ser toda de Dios, de amarle con todo el corazón, cuando no se presente nada de particular que pueda prometer a Dios.

Es bueno leer algún asunto o concretar algo en que ocuparse durante la oración; pero si después se siente atractivo por otra materia, no hay que hacer esfuerzo para detenerse en lo que se ha preparado.

Dice que su madre ha quemado la donación que le había hecho a usted; sea Dios eternamente alabado por ello. No veo que eso sea gran motivo de inquietud. Ni siquiera le dará las rentas: que se haga la voluntad de nuestro Dios en eso, como en todo lo demás. No quiero decir, señorita, que no comprenda lo penoso que ha de ser para la naturaleza ver que se disipa su fortuna, que sus hermanos se llevan lo mejor y aun saquen provecho de sus penas; pero ese es el martirio que Nuestro Señor le ofrece. A usted le toca ver si quiere hacer inútiles los deseos que Dios le da o hacerlos efectivos, soportando las adversidades que le parecen insoportables. He aquí en qué ejercitarse en la oración y a qué aplicar sus resoluciones.

No desearía que pareciera usted demasiado alegre, pero no puedo aprobar ese aire triste, que hace desagradable la devoción. Todo lo que me dice después sobre los pensamientos que Dios le da de agradar a su madre, de desprenderse de toda criatura, es lo más juicioso del mundo y me parece que Dios comienza a abrirle los ojos. Siga los movimientos de resignación y de abandono a la Providencia y a la voluntad de Dios que siente.

Estoy muy conforme con que siga el atractivo que tiene por la soledad.

Trate usted de que su madre apruebe que se vista muy sencillamente y que no haga visitas; pero valdría más obedecerle que rehusárselo bruscamente sin mansedumbre ni humildad. No creo que haga mal en obedecerla cuando quiere que acompañe usted a las personas de que me habla; no van a menudo a su casa y eso, hecho por obediencia y por caridad, no puede hacerle mal. En nombre de Dios, confórmese con su madre, y por la dulzura de su conducta haga que apruebe la vida que quiere usted llevar.

La Colombière

CARTA CXXXVIII

Londres, febrero-marzo de 1678

Señorita:

Una carta que acabo de recibir del señor N… me ahorra todo lo que le habría dicho sobre el asunto de sus bienes. ¡Alabado sea Dios! Ya es usted dueña de ellos y me regocijo y alegro (v. Carta CXXVI).

Espero que Dios recompensará su caridad para con su hermana. No; si ella hiciera hoy la profesión y muriera usted mañana, su testamento no le serviría a ella de nada; todo recaería en sus hermanos.

Le doy las gracias por sus oraciones. Le pido que continúe y le prometo ser tan agradecido como pueda.

Tenga cuidado con las ilusiones de la mortificación; sea más obediente en ese punto que en los demás. Sacrifique a Dios los deseos que siente de hacer austeridades, y redúzcase a las penitencias que no dañan la salud, como son todas las interiores.

No debe dejar la oración por ningún motivo; si le molesta estar de rodillas siéntese, es lo mismo.

El Padre N… la ha aconsejado muy bien cuando le dijo que se mantuviera en la presencia de Dios cuanto le fuera posible, y gustara con humildad las dulzuras que encuentre; no tema engañarse.

Ríase de los pensamientos que allí la turban, o soporte su importunidad con resignación. El temor que tiene un alma que teme a Dios de cometer faltas, no la turba; trata con su Señor con una gran libertad y confianza infantil. Cuando no se desea sino agradarle no hay que temer que se ofenda de lo que creemos que está bien hecho.

Me encanta que sea buena amiga de la señora N…, dígaselo de mi parte. Es necesario que los amigos de Dios se unan para fortalecerse mutuamente; pero tenga cuidado de no hacer confidencias de todo a cualquier clase de personas y, sobre todo, no comunique nunca sus tentaciones sino a sus directores.

Me alegro de que haya hecho usted confesión general por segunda vez, porque creo que habrá alcanzado una gran victoria sobre sí.

En cuanto a los deseos de ver a Dios, y esas inquietudes en que se halla después de la comunión, opino que eso no es ni bueno ni malo; sino que es una cosa de la que se puede hacer buen uso, si con ello se desprende usted de esta vida, y de todo lo que pueda impedirle gozar de Dios en la otra. Alégrese de que no es nada extraordinario ni en bien ni en mal.

El dolor del cuerpo es un efecto de la tensión del espíritu. Ofrezca ese dolor a Jesucristo.

Guárdese de la vanidad; el recuerdo del pasado es muy buen contraveneno.

Nada es tan de temer en la vida espiritual como las cosas extraordinarias; todo lo que la lleve a la humildad, y al odio de sí misma, es bueno.

Lo que le pide Dios, por medio de las enfermedades que le envía, es un gran desprecio de todas las cosas, una gran indiferencia por la vida o la muerte, un abandono perfecto a la voluntad divina, un amor soberano y un respeto infinito por esa adorable voluntad, la cual se debe preferir a todo, y en cuyo cumplimiento debe usted poner todas sus complacencias; en fin, un gran amor a las cruces, sobre todo a las que humillan el cuerpo y el espíritu.

Seguramente está usted en el estado en que Dios la quiere; ¡bendito sea Él eternamente!

La compadezco por la pérdida de N….; pero es preciso morir a todas las cosas, a fin de no vivir ya sino para Jesucristo.

Respondo brevemente a las dudas que tiene usted sobre su regla:

Puede cambiar el tiempo y el lugar de la oración cuando la necesidad lo pida.. Los domingos puede quedarse más tiempo en la Misa.

Debe obediencia a su madre en todo lo que crea que puede agradarle y ha de observar un gran respeto al hablarle.

Puede cambiar las horas cuando los negocios lo exijan.

No está obligada a pedir permiso para hacer algo cada mes, a menos que le hayan prohibido toda penitencia.

Cuando en las oraciones vocales se sienta atraída a orar con el corazón, déjelas; ya las rezará otro día.

Las tres comuniones comprenden la del domingo, a menos que su confesor juzgue de otro modo.

Le prohíbo que se inquiete respecto a las confesiones; las hace bien, se lo aseguro.

Es cierto que, en cuanto al vestido, no puede haber demasiada sencillez. A usted le toca ver si tiene algún apego a esos encajes o a esa seda, porque si lo tiene, aun pequeño, desearía que cambiase. Negro está bien; se puede poner algo gris; pero no quisiera que fuera de seda. Use ahora lo que tiene y después ya se verá.

Se hace a veces la propia voluntad en todo, aun en las cosas santas.

Todas las pasiones están dominadas cuando nada nos inquieta.

Puede usted cambiar las horas, diferirlas, salir a la hora del silencio, con tal de que haya necesidad efectiva y no sea cobardía, capricho o disgusto por las cosas santas.

Debe despreciar absolutamente todo lo que la turba; soporte la incertidumbre en que está de si agrada a Dios, y si resiste a los pensamientos molestos; sopórtelo, digo, con paciencia y resignación, y arrójese en los brazos de Aquél que lo sabe todo y que la ama. Dígale: Dios mío, sea lo que sea, yo os amo con todo mi corazón y quisiera no haberos ofendido nunca.

El mejor libro de meditación es la Pasión misma, que hay que leer y luego meditar con reflexiones sobre la paciencia y el amor de Jesucristo.

No, no se confiese a toda clase de personas indiferentemente.

Comulgue sin escrúpulo todas las veces que le he señalado, con tal de que no se lo prohíba positivamente su confesor, pero si en eso tiene dificultad, por pequeña que sea, limítese a dos veces por semana.

Cuanto menos resista, mejor. (¿A los demás?)

Apruebo las visitas que hace usted; pero que no sean ni demasiado frecuentes ni demasiado largas. No se entregue demasiado en ellas. Escuche más de lo que hable; pero, en general, cuantas menos visitas haga, mejor.

Apruebo mucho la deferencia que N… tiene con su madre; imítela.

Sí, deje o postergue las oraciones para obedecer, eso está claro.

Si dispone de su herencia, disponga de ella según consejo de sus amigos; lo mejor sería que hiciera como su hermana, para no seguir conducta diferente, porque las dos deben estar unidas en todo, si es posible.

Adiós, señorita, me da gran consuelo ver el cuidado que tiene usted de cumplir sus deberes para con Dios. Si no la dejo satisfecha en todo es porque tengo hoy tanta ocupación que temo no poder terminarla. Otra vez le escribiré más largo, cuando no haya tantos puntos que aclarar y tenga menos respuestas que dar.

La Colombière

CARTA CXXXIX

Londres, abril-mayo de 1678

Señorita:

Le escribí por el último correo ordinario. Recibí hoy dos cartas suyas y aquí las contesto.

Su hermana no saldrá de Paray, y no tendrá necesidad tan pronto de su buena voluntad. Vivan las dos como santas hijas y buenas hermanas.

Cuiden juntas de sus bienes, y alivien a su madre encargándose de las tierras que les ha tocado en herencia.

Honren siempre a su madre, y aun más que hasta ahora: no hagan nada sino con su consejo y por sus órdenes, y traten de ahorrar, primero para pagar las deudas y en segundo lugar para dar algún día a su hermana con que cumplir su buena voluntad si Dios le presenta la ocasión; si no, se santificarán juntas y ayudarán a los pobres. No se ocupe usted de la santa joven de quien le hablé en otro tiempo. No me gustan esas devotas que quieren conocer a todas las demás. Dios le debe bastar, mi queridísima hija, y deseo que no tenga confianza sino en Él.

En cuanto a la oración, no tema mantenerse en la presencia de Dios; aun cuando no hiciera otra cosa, emplearía bien el tiempo, no lo dude.

No parece que la sortija de que me habla sea suya, después de haber estado perdida tanto tiempo. ¿Cómo la encontró esa mujer? Si ella no la reclamara podría creerse que tenía intención de restituirla; pero, puesto que la pide, le aconsejo que se la dé.

Vale más ayudar a su madre que dar limosnas. No tome nada de la casa sin permiso.

No se preocupe de cómo hablar a Dios. Él no tiene nada que hacer ni con sus palabras ni con sus pensamientos, con tal de que su corazón esté con Él. Espero que no irá usted al campo. Si su madre lo quisiera, sería necesario obedecer, encomendarse a Dios; confesarse con el primer sacerdote que encuentre, vivir con la persona de quien me habla usted como un ángel, y darle a conocer que usted quiere vivir como una santa. Si le vuelven a hablar de matrimonio, diga en secreto a su madre que ha prometido a Dios no casarse nunca.

Nada de austeridades en la enfermedad; pero en cuanto a la oración, no tendría valor para prohibírsela, a no ser que le haga mal; hágala con menos intensidad.

No veo nada que pueda decir ahora a su confesor, si no son sus pecados. En cuanto al voto, puede declarárselo y está muy bien. En todo lo demás, tantéele un poco y, según le halle dispuesto, hágale confidencias según sus necesidades. Hay que decir el voto en la confesión como una circunstancia necesaria, y sin decir nada más.

Soy en Nuestro Señor, etc. La Colombière