Vida del Beato P. Bernardo Francisco de Hoyos

Patria, nacimiento y cristiana educación
del P. Bernardo de Hoyos

Torre de Lobatón, villa poco distante de la nobilísima ciudad de Valladolid, antigua Corte de nuestros Reyes, fue la patria del P. Bernardo. Tuvieron por fruto de su legítimo matrimonio a este ángel terreno Don Manuel de Hoyos Bravo y Dª Francisca de Seña Fuica. Ambos descendían de las Montañas de Burgos, en cuyas cumbres es hereditaria la nobleza, que da mucho esplendor a los países llanos. La de los padres de nuestro joven descendió por la línea paterna del lugar de Cuevas, cerca de Reinoso, y por la línea materna de la villa de Laredo; lugares de la Diócesis del Arzobispado de Burgos.

El nacimiento de Bernardo fue milagroso, si damos crédito a las palabras que le dijo muchas veces su madre. Le decía que su vida la atribuía a milagro, pues no conoció que estaba encinta en esta ocasión casi hasta que le dio a luz. Y así le hicieron muchas sangrías, y otros remedios, que naturalmente debían quitar la vida al niño que estaba en el seno materno. Nació, en fin, a 21 de agosto del año 1711, consagrado con la infraoctava de la Asunción de María Santísima, Señora Nuestra, de quien fue tierno y regalado hijo. Acaso en los anales del Cielo fue también misterioso este feliz nacimiento, por estar señalado con el del gloriosísimo san Francisco de Sales, cuyo nacimiento fue también a 21 de agosto; pues veremos después cuán verdadero devoto y discípulo se profesó de este admirable Santo.

Crió a Bernardo su madre Dª. Francisca con especial esmero y cuidado, diciendo algunas veces que tendría gravísimo escrúpulo del menor descuido, porque si perdía aquel hijo, la daba a conocer el Cielo que le quitaba un Santo grande. Expresión que se admiraba en aquella señora, cuyo genio varonil nada tenía de las ternuras vulgares de su sexo.

Ahora se refieren como misteriosas algunas acciones del niño Bernardo, que pasaron entonces por entretenimientos casuales de su edad. Tenía solo siete años cuando, viendo un púlpito portátil a la puerta de la Iglesia, subió a él ardientemente intrépido y, cercado de muchos niños de su edad y aun más adelantada, les predicó parte del sermón que había oído el Domingo de Ramos y otros desengaños, más propios de un celoso predicador, que de un niño balbuciente. Érale muy gustosa esta diversión apostólica de ponerse a predicar lo que había oído en los sermones.

Aún es más admirable lo que ejecutó en otra ocasión. Vio que habían concurrido a su casa varias personas de ambos sexos y que se divertían con la diversión demasiadamente usada de un sarao, aunque modesto, cuanto lo puede ser esta diversión tan peligrosa. Estaba el baile en lo más entretenido y gustoso, cuando vieron salir al niño Bernardo de otra sala y, entrando en la del festín con un libro abierto en la mano, subió en un taburete y empezó a leer como que predicaba con ardiente celo contra los bailes y saraos. No se sabe cómo pudo el niño encontrar aquel libro, y en él los capítulos que reprendían semejantes diversiones. El efecto de este inocente celo fue el que podía producir un misionero celoso con un santo crucifijo en la mano y con un sermón muy ferviente, porque cesó al instante el baile con pasmo de cuantos asistían; entre quienes se hallaba una persona de autoridad, que refiere con admiración este caso en carta de 8 de agosto de 1736.

Aprendió las primeras letras en la villa donde nació, y para que estudiase la Gramática, le enviaron sus padres a Medina del Campo, para que, en los estudios del colegio de nuestra Compañía de Jesús, empezase a cultivar su bello entendimiento. Vivió en casa de una tía suya, a quien obedecía con singular respeto en cuanto le mandaba. Ejecutaba lo mismo con todos los domésticos, sin que jamás hubiese la menor queja de Bernardo, aunque su genio pronto, vivo y ardiente le ministraba espíritus de fuego para las operaciones de la puericia.

Cuando se divertía con otros niños de su edad en los juegos honestos y pequeñas diversiones con que se entretiene y ocupa la niñez, era condescendiente sin las porfías de algunos genios poco dóciles. Cedía con suma facilidad el pequeño precio que los niños suelen poner por premio de sus juegos de industria, de habilidad o fortuna, aunque conociese que la razón y justicia estaban de su parte.

Muy luego se descubrió en el niño Bernardo una grande inclinación a la piedad, y aun a la mortificación y penitencia. Repararon en su casa que salía de ella para el estudio sin desayunarse y, habiéndole dicho que no lo hiciese así, porque podía ser dañoso a su complexión poco robusta, respondió que por haberse criado muy débil y enfermo, le bastaba poco alimento. Respuesta con que ocultaba su mortificación. Era muy puntual a las confesiones y comuniones, que los estudiantes de nuestras aulas de Gramática practican todos los meses, y recibía con suma docilidad los buenos consejos de sus maestros cuando exhortaban a sus discípulos a la devoción de María Santísima, Nuestra Señora, a la frecuencia de los Sacramentos, a evitar toda culpa, aunque fuese venial, y a los demás ejercicios virtuosos que inspiran los maestros a sus discípulos al tiempo mismo que les enseñan las letras.

Era el niño Bernardo tan aplicado al estudio y tan deseoso de aprovechar que por este fin ejecutó un largo viaje, que pareció entonces fuga o travesura de la edad pueril. Pero hoy se sabe que le motivó haber oído en una conversación de un pariente suyo, podía estudiar con más feliz progreso en Madrid. Tenía en esta Corte un tío de bastantes conveniencias y, juzgando que en la casa de este pariente tendría toda comodidad para el estudio, se partió a Madrid sin comunicar a nadie su designio. El viaje fue más breve de lo que podía esperar de la tarda lentitud de una jumentilla cansada, que pudo prevenir para su oculta y loable fuga. Llegó, sin que se pueda saber cómo, en dos días al fin de su jornada, y encontró la casa de su tío, no sin especial casualidad o providencia, con la prontitud que no suelen hallarse en la Corte aun las casas de los señores grandes.

Recibió el tío al niño Bernardo con admiración y ternura, viendo la fatiga con que había andado tantas leguas. Pero no siendo oportuna la Corte para los intentos que le habían llevado, le volvió a enviar con bagaje más cómodo a Medina del Campo. Le enviaron sus parientes para que estudiase con la aplicación y perfección que deseaba, a nuestros estudios de Villagarcía de Campos.

Esta villa es tan oportuna para estudiar con solidez y primor los rudimentos de la Gramática, Latinidad y Retórica, que se ve poblada de niños y jóvenes, no sólo del país, sino de las provincias más remotas de España. Andalucía, Extremadura, Vizcaya, Galicia y otras más remotas; aun de las Indias envían mucha parte de su nobleza a estos estudios celebradísimos por todo el orbe. Pues muchos héroes de nuestra nación: ilustrísimos obispos, militares, políticos, ministros y hombres grandes de todas líneas, destinados a lo sumo del honor, se glorían de haber empleado sus primeros años en los estudios de Gramática de Villagarcía. El número de estos héroes, que aún hoy viven, es mayor del que pudiera comprender un difuso catálogo.

Entre tantos, es digno de contarse el P. Bernardo de Hoyos, pues le sublimó la Divina Gracia a la celeste elevación que veremos. Luego que llegó a Villagarcía, se hizo reparar por la pequeñez de su estatura, y después por la piedad y viveza de su ingenio, que sobresalía ya mucho en sólo once años de edad que tendría entonces. Los compañeros y condiscípulos que le trataron, y algunos tuvieron después la dicha de ser sus connovicios y condiscípulos en nuestra Compañía, refieren no pocas acciones que, si fueron casuales entretenimientos, pueden pasar ahora por misterios. Después de haber oído algún sermón, juntaba en el cuarto de la posada algunos niños confidentes y les predicaba con tanto fervor y espíritu lo que había oído, que los inflamaba en deseos de la virtud. Su corazón lo estaba mucho con la frecuencia de los santos Sacramentos. Se hizo reparar en sus pocos años que no se contentaba con confesar y comulgar una vez cada mes, según la inviolable costumbre de nuestros estudios, sino que comulgaba muchas veces en las festividades de su devoción.

Para recibir con fruto los santos Sacramentos, se disponía con la lección de algún libro devoto y con algún rato de oración, en la forma que mejor podía. Añadía también algunos ejercicios de rigurosa penitencia, y aun piadosamente indiscreta en su debilidad y pocos años, ensangrentándose con frecuentes y ásperas disciplinas. Este inocente rigor nos descubre un reverendísimo religioso de cierta orden, condiscípulo suyo, compañero de posada y de su lugar mismo: “Observé (dice en un papel firmado) que, cuando enviábamos a nuestras casas la ropa sucia interior, la suya estaba ensangrentada algunas veces. Y me parece no podía ser de otra causa que de algunas disciplinas que ocultamente tomase, pues tenía unas de alambre, sembradas de puntas muy agudas, con las cuales, a pocos golpes podía ensangrentarse”. Hasta aquí este reverendísimo religioso, a cuya piadosa observación debemos esta noticia.

El rigor es más admirable en este inocente niño por la inocencia de su vida, pues nos asegura el mismo testigo digno de toda fe, que jamás vio en él cosa que desdijese del candor y pureza de costumbres. Lo mismo afirman otros muchos testigos que le trataron con la intimidad que estrecha los genios e inclinaciones de la edad pequeña. Yo puedo decir para gloria de Dios y crédito de la virtud de este santo joven que, habiéndole confesado generalmente en su Noviciado más de una vez, no me acuerdo que hubiese perdido la gracia que recibió en el Santo Bautismo. Con estos ejercicios de piedad y otros semejantes pasó los tres o cuatro años que estudió la Gramática en Villagarcía y con aprovechamiento sobresaliente entre todos sus condiscípulos.



Pretende Bernardo entrar en nuestra Compañía de Jesús, es recibido, y sus primeros fervores

No es maravilla que, a alma tan inocente y bien dispuesta, comunicase el Señor un ardiente deseo de entrar en nuestra Compañía de Jesús, teniendo siempre a la vista la modestia, devoción y fervores de nuestros Novicios, imán tan eficaz y suave para tirar hacia el cielo de nuestra Religión los corazones, que muchos han entrado en ella sólo por admirar su semblante, más de ángeles que de jóvenes.

Comunicó sus deseos Bernardo con uno de sus Maestros; mas, como según nuestro Instituto, no se pueden recibir en nuestra Compañía los que estudian Gramática en nuestros estudios sin expresa licencia de sus padres, le envió a su patria (pueblo), para que obtuviese el beneplácito de éstos, antes de solicitar la dicha que tanto deseaba. Examinaron su vocación hombres prudentes y la probaron sus deudos con todas las razones y experiencias que la naturaleza cariñosa emplea ciegamente en estas ocasiones. A todo satisfizo la razón despejada de Bernardo y estuvo incontrastable a toda prueba.

Volvió a Villagarcía con el beneplácito de sus padres para solicitar la dicha de ser recibido en nuestro Noviciado: pero aún tenía que superar otros embarazos, porque sólo su Maestro sabía los intentos del pretendiente, cuya pequeñez de estatura y débil salud en la apariencia, había de ofrecer a la prudencia de nuestros Superiores los sólidos reparos que tuvo la vocación de San Antonino, grande en todo menos en el cuerpo, para entrar en la esclarecida Religión del grande patriarca santo Domingo.

La pretensión del joven, propuesta a uno de nuestros Superiores que podía recibirlo en nuestra Compañía, fue desechada con una repulsa manifiesta. A la verdad, la prudencia en la elección de los sujetos para la vida religiosa pocas veces excede sus verdaderos límites. Fuera de que vocación tan sólida debía experimentar alguna prueba.

No era el espíritu del joven pretendiente de los que ceden a las primeras dificultades y más cuando la divina Gracia añadía constancia a su genio firme. Se valió para conseguir su santo intento del muy reverendo P. José Félix de Vargas, que vivía y vive en nuestro colegio de Villagarcía, gustando de las delicias de la soledad, que no pudieron darle los empleos domésticos supremos que ocupó con singulares aciertos muchos años.

Este reverendo Padre, que ya entonces había sido Visitador y Vice-Provincial de la Provincia de Andalucía, Provincial de nuestra Provincia de Castilla, y dos veces Rector de nuestro Real Colegio máximo de Salamanca, consiguió fácilmente la licencia del mismo que antes la negaba para que Bernardo fuese recibido en nuestra Compañía. Le recibió en la misma casa de probación de nuestro Noviciado de Villagarcía de Campos el muy reverendo P. Manuel de Prado, entonces Maestro de Novicios y Rector de aquel Colegio, después Provincial, y hoy Rector de este Colegio de nuestro Padre San Ignacio de Valladolid. Entró Bernardo en la Compañía a 11 de julio de 1726.

Los fervores con que empezó su Noviciado dispusieron su corazón yespíritu para los grandiosos y singularísimos favores, que empezó a comunicarle el cielo a los cinco meses de Novicio. Sería preciso, paradeclararlos, copiar aquí todos los primores de perfección que se leen enel Noviciado del angélico y venerado Hermano Juan Berchmans; porque,habiendo leído en los primeros días la celestial vida de este angelical joven,desde luego se le propuso por ejemplar para formar su noviciado.

Para tenerle continuamente a la vista y rogarle que desde el cielo le favoreciese para salir con la empresa de imitarle perfectamente, pidió a su Maestro de novicios una estampa del venerado Hermano. Se la dio gustoso, viendo el perfecto fin por que la deseaba, y al instante la puso en su aposento, adornada con el humilde y pobre adorno de otro papel más grueso que la defendía y de algunas motas encarnadas que la hacían más visible; como todos los estilos y observancias de nuestro Noviciado son el original que copió en su alma devotísima el Hermano Juan Berchmans, a pocos días se halló nuestro novicio Bernardo perfectamente instruido en cuanto podía pertenecer a su estado. No leía cosa en la vida del ejemplar que se había propuesto, que no procurase practicarla con la misma perfección.

Le llevó sus fervorosas atenciones el santo ejercicio de la oración, en que Dios le había de hacer tan iluminado y experimentado maestro. Se preparaba por la noche con la puntual y constante observancia de las adiciones que prescribe nuestro glorioso Padre San Ignacio para tener bien la oración. Iba por la mañana el primero o de los primeros, a adorar, reverenciar y amar a nuestro amante Dios, escondido en el Santísimo Sacramento de la sagrada Eucaristía. Allí ofrecía todo su corazón al Señor con los inflamados afectos que le comunicaba el sacramento de Amor, con quien tuvo las amorosas delicias que después veremos. Jamás faltó a esta devotísima práctica de los hermanos novicios, de ofrecer por la mañana sus obras a Dios en la presencia del Señor sacramentado.

Encendido ya en fervorosos afectos que le disponían más de cerca para la oración, caminaba a la capilla del Noviciado donde estaba muchas veces cuando llamaba la señal de la campana. A los principios empezaba la oración con el método que le enseñaban y en la materia que le prescribían; pero después, aunque empezaba en los puntos de los misterios que se proponían a los hermanos novicios, observando siempre en lo exterior la uniforme exterioridad de levantarse, adoración y todas las adiciones, en lo interior de su espíritu tenía otro Maestro de novicios que le enseñaba.

Temió no pocas veces que los divinos ardores de su oración descubriesen los secretos que deseaba muy ocultos; y en varias ocasiones le fue preciso, con la licencia que ya tenía, retirarse a su aposento para desahogarse un poco en lágrimas, sollozos suaves y suspiros. Las tardes de recreación larga pedía licencia para tener algún rato de oración, y entonces muchas veces era preciso orar en su aposento por los temores de quedar absorto y trasportado. Se le inflamaba el semblante, corrían dulces lágrimas de sus ojos, quedaban yertos los miembros de su pequeño cuerpo y parecía un ángel en todo su exterior.

Para cumplir exacta y literalmente las adiciones de nuestro Padre San Ignacio, para aprender el excelente arte de orar, examinaba la oración sentado un rato en el asiento humilde de su aposento, como lo practican siempre nuestros fervorosos novicios. Daba al Señor gracias por las luces que le había comunicado y por los favores que en ella había recibido. Notaba los descuidos que había tenido en prepararse, y si hallaba algunos, que no le faltaron los primeros meses, ponía singular estudio en enmendarse. Reparaba con atención el fruto que le había dado el Señor y los propósitos que había hecho para proceder todo el día con la perfección que le pedía su estado.

En lo restante del tiempo que se señala a los novicios antes de oír Misa, componía su humilde lecho y todo lo demás que mira a la limpieza, aseo y decencia de su aposento. Lo hacía con el espíritu de devoción que había encendido en su pecho poco antes y conservaba ardiente en aquellas acciones externas.

Asistía después al santo Sacrificio de la Misa con la devoción de un ángel; y no podía ser menos que angélica su devoción, pues innumerables veces le hacían visiblemente compañía los santos ángeles, en especial el príncipe de todos San Miguel y el santo ángel de su guarda. Favor más frecuente y se puede decir que diario en la sagrada Comunión, desde que empezó el Señor a favorecerle extraordinariamente.

Con los ardores que comunicaba a su espíritu la oración y la santa Misa se conservaba lo restante del día, aun en los ejercicios exteriores y manuales, que prescribe su distribución a los novicios. Los hacía Bernardo con singular gracia, expedición y desembarazo, porque para todo le asistía el Señor, y su genio vivo y oficioso le aplicaba con religioso empeño a cuanto le ordenaban. Parecía en las acciones externas un novicio como todos, pero el singular espíritu con que animaba todas las suyas, las comunicaba una celestial estima que no tienen las acciones comunes.

Teniendo su espíritu tan unido con Dios, no es maravilla resplandeciese en todas las virtudes que se desean y continuamente se solicitan en nuestros novicios. La modestia, silencio, puntualidad a los ejercicios espirituales, conversación de materias piadosas y un candor sincerísimo con sus superiores, fueron como las flores vistosas del espíritu de Bernardo. Pudiera decir muchos y no vulgares ejemplos de estas pequeñas virtudes de este angelical novicio, si no temiera dilatarme con demasía. Pero diciendo que su oración era cual tenemos insinuado y veremos muy dilatadamente, y que aspiraba a ser un ángel en la pureza de su alma y un serafín en los ardientes transportes de su amor, se expresa que todo su exterior era del todo angélico.

No es justo pasar del todo en silencio la virtud, que es el carácter de los novicios de la Compañía y la que los libra de las asechanzas del común enemigo. Esta es la claridad de conciencia con su Superior y Maestro de novicios, tan recomendada de nuestro Padre San Ignacio en la 3ª parte de sus Constituciones por estas encarecidas palabras, traducidas a nuestro idioma: “No deben tener secreta alguna tentación, que no la digan al prefecto de las cosas espirituales, o a su confesor, o al superior, holgándose que toda su ánima le sea manifiesta enteramente, y no solamente los defectos, sino aun las penitencias o mortificaciones, devociones y virtudes todas, con pura voluntad de ser enderezados donde quiera que algo torciesen: no queriendo guiarse por su cabeza, si no concurre el parecer del que tienen en lugar de Cristo Nuestro Señor”; regla excelente que nuestro santo Padre aprendió en las ilustraciones de la cueva de Manresa y trasladó al libro admirable de sus Ejercicios en la regla 13 para conocer y discernir los espíritus, copiándola después en las reglas de nuestra sagrada Religión. En esta claridad de conciencia fue tan singular el P. Bernardo, que no tenía oculto el mínimo pensamiento, y afecto y movimiento de su corazón. Daba cuenta de conciencia a su Maestro de novicios todos los días, y algunas veces, después que el Señor empezó a favorecerle extraordinariamente, la daba muchas veces al día; porque su humilde espíritu le hacía temer no le engañase el enemigo transfigurado en ángel de luz. Al salir de la oración de comunidad por las tardes, iba indefectiblemente a comunicar cuanto le había pasado en la oración, y si no había dado cuenta particular de lo sucedido en la oración de la mañana, lo comunicaba entonces. Si era exacto en la cuenta de conciencia de los favores que le hacía el Señor, observaba la misma y, si era posible, mayor exactitud en darla de sus pequeños defectos, pidiendo penitencia por ellos, y muchas veces de rodillas. Devotísima práctica que había aprendido en la vida de su dechado el venerado Hermano Berchmans.

Se acordaba, no sin devoción y santo asombro en las misericordias de Dios, de una acción particular muy pequeña en este asunto, la cual, en su dictamen, le dispuso para los singularísimos favores que recibió de Dios en su vida. Estaba en el oficio manual con sus connovicios, y sobre alguna pequeña duda que pudo ocurrir, dio una respuesta menos dulce, o algo desabrida. Conoció al instante su falta, y al instante fue muy compungido a declararla a su Maestro de novicios, pidiendo con lágrimas le diese una penitencia por la falta que acababa de cometer. Fue preciso por consolarle en su aflicción señalarle una pequeña penitencia de visitar el Santísimo Sacramento o rezar alguna breve oración. Con esto se consoló y desde entonces no volvió en su vida a cometer culpa semejante. Con este espíritu de verdadera humildad y alientos de enmendarse se debe practicar este acto de humillación, frecuente en los novicios muy fervorosos.

El Hermano con quien Bernardo cometió esta falta, le debió toda su vida especial cariño y santa amistad. Concurrieron en los estudios de Teología, y aquí se afervorizó (enfervorizó) tanto con la comunicación de su santo amigo que en pocos días aprovechó de suerte en la perfección que voló su alma al cielo, como podemos pensar piadosamente, cinco días después que falleció el P. Bernardo. Favor que muchos han atribuido a las oraciones de este joven angélico, luego que se vio en la presencia del Señor, gozando de la grande gloria con que le premió sus fervorosas obras.

En otras virtudes sólidas, que empiezan a cultivarse en el noviciado y con fruto de toda la vida religiosa, fue más que novicio Bernardo, como veremos más difusamente en esta historia. Los ejercicios de humildad que practican nuestros Hermanos Novicios eran como naturales en su angelical vida. Gustaba mucho de decir sus culpas en el refectorio (comedor), besar los pies a sus Hermanos, comer en el suelo, pidiendo de limosna su comida y otras penitencias que estilan todos. Pero no todos las animan con el espíritu de profundísima humildad que había comunicado el cielo a este fervoroso novicio.

Cuando al tiempo de la recreación o quiete pedía penitencia por sus culpas y se quedaba de rodillas para que sus Hermanos le dijesen las que le habían notado, era particularísimo su consuelo. Se gozaba de que se las diesen a conocer con aquellos caritativos reparos y practicaba lo que había aprendido en la vida de su venerado Hermano Berchmans: rezar algunas oraciones por los Hermanos que le hacían aquel caritativo oficio.

Pero sucedió algunas veces con asombro que, entre más de cincuenta novicios, no se hallase uno que hubiese advertido en el Hermano Hoyos la menor falta. Esto, en lugar de envanecerle, le humillaba, confundiéndose al ver en sí tantas faltas y notando en sus Hermanos el singular cuidado de sí mismos; atribuyendo a esta perspicacia en cuidar de sí el ningún reparo en las faltas ajenas. Fue admirable la penitencia de este pequeño novicio, pues siendo de una estatura tan pequeña y cuerpo tan débil que pudiera eximirle de las penitencias que hacían sus connovicios, jamás quiso exención alguna. Las exenciones que deseaba y pedía con santa importunidad en este punto, eran no contentarse con las penitencias regulares del Noviciado. Todas las vísperas de comunión pedía alguna licencia, para hacer extraordinarias penitencias de cilicio, disciplina, vigilias, cama dura o semejantes, de que haremos particular mención cuando se trate de su penitencia.

Sólo diré de paso, que el espíritu interior con que las animaba era el que había aprendido en las Vidas de San Luis Gonzaga y del Hermano Juan Berchmans. Que no usaba estos ejercicios por la costumbre que suele introducir en muchos una tibieza deplorable, sino que los practicaba con tanto espíritu, vigor y fuerza, que la inocente sangre, manchando las paredes de su aposento, publicaba sus excesivos rigores, y que, en estos ejercicios, expuestos a alguna complacencia vana en los novicios, tenía el solidísimo espíritu de los penitentes, anacoretas y contemplativos.

Del noviciado del venerado Hermano Bernardo omito tantas cosas, que pudieran formar muchos capítulos si no temiera que los singularísimos favores de su vida me han de detener demasiado. Sin la ponderación que suele ser ordinaria, pero desagradable en las vidas de los varones ilustres, aseguro que nada se lee en la Vida del venerado y angélico joven Juan Berchmans, que no se la viese practicar en su noviciado. Tuvo el pequeño más difícil oficio de distributario, y le sirvió con perfección tan sublime que se pudiera decir de cualquier novicio que le ejercitase perfectamente: ‘parece otro Hermano Hoyos’, como se decía en el Noviciado de Malinas: ‘parece otro Hermano Berchmans’.