Continúan otros regaladísimos favores,
que recibió Bernardo en este tiempo
Habiendo escogido el amantísimo Jesús por carroza y trono de su amor el corazón de Bernardo, no es maravilla que le continuase los celestiales favores que su Majestad hizo y hoy hace a muchas almas singularmente favorecidas. Serán increíbles los que a Bernardo hizo a los que no acaban de entender las finezas del divino Esposo con las almas que escoge para sus delicias.
Al tiempo de comulgar vio en una ocasión que el Príncipe de los ángeles, San Miguel, y el Ángel de su guarda descogían y tenían un riquísimo paño de tela blanca, bordado de celestiales labores, para que comulgase.
Comulgó este día con tal ternura y devoción que, al recibir la Sagrada Forma, le pareció estar su corazón como una blanda cera; que entraba en él su amado y que, tocándole la sacratísima Humanidad del Señor, quedaba estampada en el mismo corazón.
“Quedó estampada en él una imagen como el sello (que) se imprime (en) la cera blanda; pero es más de admirar que esta imagen, no sólo quedó impresa en un lado del corazón, sino por todos los lados y por el medio, como la esponja henchida de agua. Y esta misma impresión de la Humanidad en el corazón, vi, por visión más alta, hacía la Divinidad en el alma, y se me dijeron estas palabras con un amor inexplicable: “Desde ahora quedas transformado en mí y yo quedo en ti por cierto modo; pero mira que quedas obligado a evitar las mínimas imperfecciones y a aspirar a amarme sin cesar”.
“Después, por visión imaginaria se me mostró una corona de oro, esmaltada de tan rica pedrería que las piedras preciosas de acá parecen cieno en su comparación; y me dijo el Señor: «Ésta te prometo, yo te la daré, cuando sea mi Gloria». También me dijo que semejante impresión a la que dejo dicha, había hecho a Santa Gertrudis. Yo he buscado después su vida y lo he leído allí casi del mismo modo que esto fue, y allí se pueden ver los efectos que este favor deja, pues queda el alma deificada en cierto modo. Es verdad que entiendo hay todavía otra transformación más alta, no porque pueda ser más que de la divinidad, sino por las circunstancias”.
Otro día de comunión le brindó su santo Ángel de guarda una celestial copa llena de ambrosía del cielo, se la llegó a los labios y bebió con indecible dulzura un licor desconocido en la tierra, que le confortó el espíritu y aun el cuerpo. Este licor angélico y divino era, sin duda, el mismo que bebió pocos días después en otra comunión, diciéndole el Señor: “Esta es la sangre de mi costado”. Favor semejante leemos en la vida de la prodigiosa virgen Santa Catalina de Siena.
Los efectos que causó en el espíritu y en el cuerpo de Bernardo le hicieron decir:
“Me parece este favor muy semejante a otro, que cuenta de sí Santa Teresa en las adiciones de su Vida. Sintió tan inflamado su corazón con el contacto divino del licor sagrado que le parecía se abrasaba en un santísimo incendio. Como estaba impresa la imagen de la sacratísima Humanidad en su corazón, como el sello en la cera, le parecía que, entrando sacramentado en su pecho, se volvían a llenar los huecos o señales profundas de la imagen del Redentor”.
Dejaban tantos favores tan desfallecido el cuerpo de Bernardo que no podía moverse después de la sagrada Comunión. Era preciso subir desde la iglesia, donde comulgaban todos los Hermanos del colegio, a dar gracias los Hermanos Filósofos a una capilla retirada; y así, para que no se descubriesen estos singularísimos favores, dispuso el Señor que los santos ángeles le fuesen sosteniendo y llevando en sus brazos. Favor muchas veces repetido.
Entre tan singulares favores de Jesús no podían faltar los de María Santísima, dulce Madre del Señor, empeñada en favorecer a su siervo. Se dejó ver esta celestial Reina del joven favorecido, cortejada de innumerables ángeles, con vestido y ademán airoso de su Asunción gloriosa. Traía en su mano derecha la corona, de que hablamos antes, esmaltada con riquísimas piedras. Se la mostró y le dijo: “Esta corona será señal del desposorio con mi Hijo”, y desapareció.
Para este celestial desposorio fue disponiendo el Señor a su amado siervo con particulares favores. El primero fue hablarle regaladamente en lo interior de su espíritu y como pedir al alma su consentimiento.
“Alma escogida mía (la dijo el Señor con lenguaje y amor divino), Yo te quiero por esposa; Yo que soy Hijo del Eterno Padre, igual y consustancial con él, de quien procedo por fecunda generación. Yo soy la segunda persona de la Santísima Trinidad, teniendo una misma esencia con el Padre y con el Espíritu Santo. Igual es mi poder, mi grandeza, mi inmensidad, mi bondad, mis atributos y mis perfecciones con las del Padre y el Espíritu Santo; mira, pues, si me quieres tener por esposo, que yo a ti te quiero por esposa”.
(Esto fue en nombre de la Divinidad y, lo que se sigue, de la Humanidad sacratísima):
“Yo soy Dios y Hombre, dotado en cuanto Hombre de todas las dotes correspondientes a mi dignidad. Yo soy el más hermoso de los Hombres, de mis grandezas están llenas las Escrituras; a mí se me ha entregado el mando de todo lo creado, siendo Rey de todo ello. Esta hermosa máquina del Universo con todas sus perfecciones me está sujeta como hacedor, en cuanto Dios y en cuanto heredero del cetro de Judá. Los supremos Serafines se me arrodillan y me adoran, conociendo la dignidad que tengo y la infinita distancia que hay de ellos a mí.
Considera, pues, amada alma, si te convendrá tomarme por esposo, que Yo sólo por el amor que te tengo quiero desposarme contigo. Considéralo bien y deséalo con los deseos debidos, que todavía pasará mucho tiempo; entretanto Yo te iré disponiendo y te daré las arras, que serán prendas seguras, cuales sean mis favores; y el primero sea este que te he hecho de abrasar tu corazón. Fueron palabras distintas y muy en lo interior, y estaba el alma escuchando estos requiebros como espantada dulcemente”.
“¡Oh quién tuviera lengua de serafín para decir alguna cosita de lo mucho que en este paso sucedió en mi alma! Ya se ve cuán amorosas y regaladas son las palabras referidas; pero fue tal el amor con que se me dijeron que, si su Majestad no me conservara la vida, fuera caso imposible vivir. Esperaba el Señor la respuesta, pero el alma confusa y sumergida en el abismo de sus miserias y nada, no sabía qué hacerse, viendo con una clara luz que se le comunicaba, cuán indigna era de este soberano favor, y parece se deshacía y aniquilaba.
No podía hablar por estar muda y sorprendida de excesiva admiración, como abrasada en vivas llamas de amor, y balbuciente, sin formar palabra, hablaba con cifras, y sólo pudo decir: ‘He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra’. Explicando con este solo afecto tales actos de otras virtudes, que no es fácil explicar cómo sea; pues con éste solo amaba, admiraba, alababa, engrandecía, agradecía, adoraba, veneraba y exaltaba las grandezas de su Amado. Se confundía, se aniquilaba y miraba indigna de tan gran favor. Los efectos han sido divinos, y ya me vale más callar en este favor, pues desfallezco de amor y no puedo proseguir”.
No contento el amabilísimo Esposo de las almas sus escogidas, con la locución y favor precedente, le continuó muchos otros el día de la Invención de la Santa Cruz. Estaba Bernardo dando humildes y fervorosas gracias después de comulgar, cuando se vio en un celestial teatro en esta forma: le parecía ver por visión intelectual a Cristo Señor nuestro en un trono de suma y amable Majestad. Tenía a su mano derecha a su Santísima Madre, después se seguía la extática Santa Teresa de Jesús, nuestro glorioso P. San Ignacio, y San Miguel. Formaban el celestial coro de la mano siniestra de Jesús Santa María Magdalena de Pazzi, San Francisco Javier, el V. P. Manuel Padial (de quien era devotísimo Bernardo) y el santo Ángel de su guarda.
Absorto y profundamente aniquilado, miraba el feliz joven esta gloriosa representación cuando Jesús habló a los Santos en esta forma:
“A esta alma quiero tomar por esposa, pues peleó valerosamente con mi gracia y llevó con constancia los trabajos. Quiero también publicar su victoria a mis Santos, sus devotos, y que le han asistido en sus combates”.
Vio a este tiempo Bernardo la corona, de que hemos hablado, en manos del Señor, quien prosiguió hablando de esta suerte:
“Hoy, en que se celebra la fiesta por mi cruz, he querido manifestar su victoria para que vea cuánto le importa llevar mi cruz: esto es, la cruz que le he entregado y ha empezado a llevarla, pero le falta todavía mucho por que llevar”.
Se le mostró aquí una cruz de color blanco y encarnado; estaban los colores tan unidos y mezclados que no se podía discernir cuál de los dos sobresalía; se le dio a entender que significaba esta cruz la que había visto tres años antes: que su vida toda sería una tela tejida de favores y penas, consuelos y trabajos, delicias y desamparos.
Como este era el tiempo de los favores, los continuaba el Señor por preparar a su siervo al desposorio que le había significado. Uno de los celestiales adornos del alma, que se había de desposar con el Rey de los ángeles, había de ser una castidad angélica; se la comunicó el celestial esposo con favor singularísimo, que le hizo su grande protector San Miguel.
Vio a este Príncipe de la milicia angélica un día, al tiempo de dar gracias después de la Sagrada Comunión, acompañado de innumerables ángeles. Venía con toda la belleza y resplandor que convenía al ángel supremo, y traía en sus manos un velo más blanco que la nieve. Despedía éste muchos rayos de luz y unas llamas de fuego, que significaban la castidad y caridad. Se veían en el centro del velo unas letras de oro, que componían esta palabra: Castitas (Castidad).
Habló a Bernardo el santo Príncipe y le dijo: “Vengo como el Príncipe de los ángeles a traerte el don de la castidad, y con ella, aunque en adelante padezcas las imaginaciones que los demonios levantan, está cierto que nunca llegarás a pecar”. Le ciñó San Miguel aquel velo, largo como de media vara y algo menos de ancho, como si le estrecharan con un cíngulo. Sintió algún dolor al tiempo que le ceñían, pero un dolor tan amable como el don que le comunicaba.
“Y me parece que este velo, que ceñía el cuerpo, vestía el alma de un modo admirable, con que quedaba más agradable a los ojos de su amado; percibiendo al mismo tiempo interiormente aquello de los Cantares: «Vuélvete, vuélvete, Sunamita; vuélvete, vuélvete para que te miremos: ¿qué veis en la Sunamita sino una danza de coro?»[, declarándose lo que agrada al Señor la castidad y que el alma, fortalecida de esta virtud como de impenetrable loriga, es fuerte como un ejército bien concertado contra sus pasiones y contra los demonios.
Todos estos son dones con que el Señor va preparando mi alma para el desposorio espiritual; y antes de hacerme cualquiera de estos favores, me trae a la memoria mis pecados, y se me comunica tan claro conocimiento de mi nada, mis miserias, mis tibiezas, mis pecados, mis maldades e ingratitudes que, si al paso que baja esta balanza no subiera la del conocimiento de Dios y del particular amor que me tiene, fuera bastante para desesperar. Pero como lo que viene de Dios sólo es provechoso y no dañoso, causa esta luz en mi alma una humildad magnánima y que, en medio de la confusión, dice: Engrandece mi alma al Señor… hizo en mí cosas grandes el que es poderoso”.