Particulares dones que el Espíritu Santo hizo a Bernardo, y otras gracias que a éstas se siguieron
Había tenido una locución y amorosa promesa del Señor que, ocho días antes de la solemnidad de la Pascua del Espíritu Santo, bajaría sobre su corazón este Espíritu divino. Se cumplió la profecía de esta suerte: al tiempo de comulgar oyó una suavísima música de los ángeles, que cantaban: Veni Sancte Spiritus. Apareció al instante sobre su cabeza una blanquísima Paloma, cuyas plumas despedían refulgentes rayos de luz, que inundaban al feliz joven y se oyeron estas palabras: “Este es mi amado siervo, en quien me he complacido”. La celestial Paloma se transformó en un lucidísimo globo de luz y llamas, que bajó y se introdujo en el corazón de Bernardo al tiempo que la sagrada Forma bajaba a su pecho.
“La pluma tiembla de confusión, las lágrimas saltan de los ojos y el conocimiento de mi nada me abruma, aunque el Amor eleva el corazón. Oh si todas las partes de mi cuerpo se hicieran pequeñas piezas, y cada pieza mil lenguas de serafines para declarar y ensalzar la bondad divina y juntamente mi maldad, ingratitud e indignidad”.
Hasta aquí Bernardo declara su indignidad, bajeza y natural ineptitud, en medio de verse enriquecido con estos dones del Espíritu Santo apropiándose un símil de San Francisco de Sales, que le repetía muchas veces un Director suyo en los principios. “Dime (dice San Francisco de Sales), ¿los mulos dejan de ser torpes y hediondas bestias, porque estén cargados de ricos muebles y olores de príncipes?”
Llegaba el día que el Señor había dicho a su siervo enviaría sobre su alma el Espíritu Santo con especiales dones. La víspera le comunicó soberanas luces e inteligencias del Espíritu Santo y de sus celestiales dones. Con esta esperanza se encendieron tan amorosos afectos en su alma que comunicaron a su cuerpo maravillosas impresiones.
Le parecía que se aligeraba la pesadez y gravedad material de suerte que temió alguna elevación exterior, pública y ruidosa. Clamó al Señor, suplicándole humildemente que no permitiese ningún rapto que descubriese sus secretos favores. Como su alma estaba sagradamente inflamada y subía al cielo con las llamas del amor, ocasionaba en su cuerpo lo que causa un gran fuego en la materia combustible. Procuró divertir cuanto pudo los afectos que le arrebataban y así se dignó el Señor embarazar el éxtasis temido.
El día primero de la Pascua del Espíritu Santo, al tiempo de comulgar, sucedieron el ordinario favor de que San Miguel y el santo Ángel de su guarda descogiesen el riquísimo paño, de que hemos hablado otras veces, para que Bernardo comulgase. Oyó que los ángeles entonaban Veni Sancte Spiritus. Al mismo tiempo sintió sobre su cabeza un fogoso ruido, como de una llama que ardía, y vio una lengua de celestial fuego que se sentaba sobre ella, como sobre las cabezas de los sagrados Apóstoles; de esta lengua divina salieron o se partieron otras algunas, y se sentaron sobre otras personas a quienes él mismo conocía; después de haber ondeado sobre su cabeza la lengua de fuego, le pareció que bajaba a su corazón y le llenaba de celestiales dones.
Le comunicó también soberanas inteligencias sobre las palabras del Evangelio de este día: “Os doy mi paz”; y una de particular enseñanza: que en estos grandes favores del Señor estuviese muy sobre aviso porque el demonio “Como león rugiente”, en que invita a los cristianos a la vigilancia, buscando trazas para engañarle y transfigurarse en ángel de luz, para contra hacer las visiones y revelaciones verdaderas.
También le dio luz el Espíritu Santo para que conociese y procurase el recogimiento interior del alma, que necesitan los hombres espirituales y los que tratan con los hombres, para llevarlos a Dios. Mas si queremos hacer algún concepto de las inteligencias que recibió en este día Bernardo con la venida del Espíritu Santo, oigamos algunas de sus palabras:
“Yo en algunos favores he empezado a entregarme al inmenso, insondable y anchurosísimo mar de la Divinidad, engolfándome en lo más alto de sus olas, vagueando el entendimiento, ciego de la mucha luz, en el piélago de las divinas perfecciones; y aunque he procurado recoger las velas al favorable viento del Espíritu Santo que me guía, porque no alcanzan las palabras groseras a tan altos misterios, en que, como en inmenso piélago se verán presto en naufragio los más sutiles y delicados entendimientos, si no se asen a la áncora de la fe.
Y será imposible la salida, si no les da la mano y les sirve de estrella la luminosa y ardiente luz infusa por el Espíritu Santo; y aunque he procurado no más que apuntar en este punto, me veo ahora sin saber qué camino tomar para darme a entender, porque es tanta la vasta capacidad de este océano de la Divinidad, que en una y otra ola de sus aguas falta ya la vista y no alcanza a medir tanta latitud. Pero no me admiro, porque no fuera Dios infinito si se pudiera comprender por pura criatura su infinita infinidad.
En otros atributos de la bondad, misericordia, etc., aunque infinitos, ya parece que hay un no sé qué de más explicación (aunque siempre infinitamente menor); pero en el conjunto de todos los atributos y perfecciones, en la distinción de las personas y en la identidad de la esencia; en la Trinidad en Unidad y Unidad en Trinidad, en el engendrar del Padre Eterno y existencia eterna del engendrado, en la Procesión del Espíritu Santo del Padre y del Hijo, y en lo coeterno del Espíritu Santo con el Padre y con el Hijo y, por repetir lo que más me admira: Trinidad en Unidad y Unidad en Trinidad; en este abismo de perfecciones, en este mar insondable, en este océano inmenso, en este piélago inaccesible ¿quién podrá engolfarse?, ¿quién podrá hablar?, ¿quién podrá ofrecer perfecta explicación, si no es el mismo Dios, la misma Trinidad y la misma Unidad en Trinidad?
El alma en hora buena déjese llevar de este favorable viento, que en medio de la inmensidad de tantas aguas no naufragará, porque la estrella que la mete en tanto golfo también la sacará; permitiendo alcance con la vista cuanto su luz la descubre, acomodándose a su flaqueza; pero cesen las palabras y baste decir el favor que el Señor se dignó hacerme el día de la Santísima Trinidad, aunque no el modo tan divino”.
Hasta aquí Bernardo y sus palabras verdaderamente admirables en un joven que se hallaba en el estudio de su primer año de Filosofía.
El día de la Santísima Trinidad, después de comulgar, se le representó este altísimo Misterio con visión intelectual muy subida; pero confiesa Bernardo que no puede explicar lo que vio y entendió. Le habló el Verbo Eterno en nombre de toda la Santísima Trinidad y le dijo con un modo suavísimo e inefable:
“Estos días te he dejado con mi Divinidad; regálate ahora con ella, aquí seguro estás, no puede entrar el demonio; anda con cuidado, que te acecha; no temas, que yo te guardaré”.
Luego entendió por locución intelectual las divinas palabras del amado Discípulo: “El que tiene mis mandamientos y los observa, este es el que me ama; el que me ama, será amado de mi Padre; Yo le amaré y me manifestaré a él. Si alguno me ama, guardará mis mandamientos”.
En la palabra “guardará” le dio a entender el Señor era su voluntad que escribiese y guardase estas visiones, locuciones, inteligencias y enseñanzas; porque si se guardan con diligencia y se escriben las palabras de los maestros y directores de la tierra, cuánta más razón es que se guarden las del Maestro del cielo.