Cristo Jesús es Maestro de Bernardo en los ejercicios de la renovación y le continúa
sus celestiales favores
Se acercaba la renovación de los votos que acostumbra nuestra Compañía de Jesús, cuando vio con intelectual visión al Señor y oyó que le decía quería enseñarle en estos ejercicios no por sus ángeles, sino por sí mismo; entendió lo mucho que Jesús ama a su Compañía y que la tenía en su Corazón. Había copiado de la Vida de Santa María Magdalena de Pazzi, capítulo 128, una admirable inteligencia que la Santa tuvo en un rapto acerca de la renovación que acostumbra nuestra Compañía.
Era su intento aprovecharse de esta celestial inteligencia para prepararse fervorosamente a la renovación de los suyos. Pero como Cristo nuestro Señor se le había ofrecido por Maestro en estos ejercicios, quiso enseñarle por sí mismo. Dispuso que el joven perdiese la copia que había hecho de la extática inteligencia de la Santa, y le imprimió en el alma otra muy semejante, distinta y más particular en muchas circunstancias.
La inteligencia de este joven renovante jesuita es digna de copiarse aquí toda, y dice de esta suerte:
“Inexplicables son los bienes que recibe el alma en esta renovación de sus votos. Todas las virtudes se le aumentan: La gracia se le multiplica (conforme a la disposición), la caridad recibe nuevos quilates; se aumenta la unión según la que antes tenía el alma. Es de gran gloria de la Santísima Trinidad y de gran placer a las tres divinas Personas; pues con los tres votos hace el alma una unión con Dios con cierto remedo a la de estas divinas Personas, uniéndose con cada uno por cada voto de un modo que yo no sé explicar.
La sacratísima Humanidad recibe gran gozo y agrado, viendo le siguen por sus pisadas. La Santísima Virgen recibe gloria accidental y se regocija como si en cierto modo renovase su voto. Los ángeles cantan alabanzas al Señor y se alegran de que los hombres cooperen a sus inspiraciones. El coro de las vírgenes renueva un canto suavísimo en alabanzas de Dios y reciben gloria accidental; unas más, otras menos, según fueron sus méritos en este voto.
Los Bienaventurados que se esmeraron o guardaron con especialidad algún voto, como San Francisco de pobreza, San Javier de obediencia, etc., reciben también gloria accidental. Los de la Compañía reciben en esta renovación la misma gloria accidental, aunque con ciertas especialidades: ¿qué diré de nuestro glorioso Padre San Ignacio? No es explicable el agrado y placer que se le hace, y el Santo pide al Señor especiales mercedes para sus hijos: para los que han de ser indignos hijos de tal Padre pide, o que les arranque y les eche de la Compañía, o que les dé eficaces auxilios, según ve su divina Providencia han de corresponder.
Para los que hacen esta renovación no con todo fervor, pide gracia; para los que llegan preparados y bien dispuestos, pide nuevos dones y se complace en gran manera. En fin, todos los Bienaventurados se regocijan, resuena todo el Empíreo (con) las alabanzas del Señor, y es día éste que allá se celebra con particularidad. ¡Oh, de cuánto valor son estos votos hechos en la Profesión, puesto que su renovación es de tanto mérito!
Regocíjense, alégrense, consuélense y salten de placer los jesuitas especialmente, pues tienen este día entre los de mayor solemnidad; y pues en el cielo se celebra tanto, justo es se celebre en la tierra. Si los grandes de este mundo como los reyes, príncipes y señores celebran los días de su nacimiento o aquellos en que recibieron alguna dignidad, cuánto más debemos los religiosos celebrar con júbilos de alegría el día en que renovamos los tres votos, con que nos unimos la primera vez y después renovamos la unión con Dios”.
Cotéjese esta inteligencia con la de Santa Magdalena de Pazzi, que empieza: “Todas las veces que se renuevan las promesas, etc.”, y se hallará una celeste consonancia entre los dos espíritus de la ilustre protectora de Bernardo y de éste su favorecido. En uno de los tres días de ejercicios que preceden a la renovación, tuvo una visión intelectual que le declaró muchos secretos del Santísimo Sacramento. Este trono de las finezas del amor de Jesús le sirvió ahora de cátedra para enseñar a su discípulo Bernardo una doctrina verdaderamente celestial.
Le había el Señor inspirado o enseñado, en los ejercicios del año próximo pasado, cinco propósitos de grande perfección. Examinaba el fiel discípulo renovante cómo los observaba, cuando su divino Maestro le dio nuevas y perfectísimas inteligencias sobre los mismos propósitos. Era el primero, “no admitir amistad alguna sino en Dios, por Dios y dirigida a Dios, a que se llega no consentir afecto de cosa humana en mi corazón”. Se le dio a entender en estas palabras los grandes frutos que trae a un alma el despego de todas las cosas. Cómo se había de entender el amor que debemos al prójimo y a nuestros Padres espirituales.
Todo se lo cifró el Señor en una visión intelectual con que le mostró la pureza de un alma que llega a este despego o desnudez efectiva. Veía en la tal alma una como omnipotencia con que tenía debajo de sus pies todas las cosas caducas y perecederas de esta vida: el infierno, el mundo, a los demonios, a los hombres, a las fatigas, a los descansos, a las tribulaciones, a las consolaciones, a las adversidades, a las prosperidades.
Veía en esta alma, a la letra, lo que quiso explicar el Apóstol con aquella su famosa sentencia: “¿Quién nos apartará de la caridad de Cristo? ¿Por ventura la tribulación, la angustia, etc.?” Después, con una humilde magnanimidad y magnánima humildad, se decía: “Cierto estoy de que ni la muerte, ni la vida, ni los ángeles, ni los principados, ni las virtudes, ni las cosas instantes, ni las futuras, ni la fortaleza, ni la altura, ni lo profundo, ni criatura alguna me podrá separar de la caridad de Dios que está en Jesucristo Señor nuestro”.
Al tiempo de estas inteligencias se le infundió a Bernardo esta virtud en parte y se le dio grandes deseos de tenerlas en toda su perfección.
El segundo propósito decía: “Hacerme todo a todos conforme al Apóstol”. Entendió aquí que ésta era la santidad más semejante a la de Jesús nuestro divino Maestro; que el Señor nos quiere virtuosos y no extravagantes; que se engañan muchos con la apariencia de esta virtud, juzgando ser condescendencia virtuosa lo que es finísimo amor propio; que para no errar en este punto, siempre se mirase al fin del Apóstol, que era ganarlos a todos para Dios. Cuando en una comunidad religiosa, con hacerse alguno afable, condescendiente y humano con todos, los gana para Dios, buena señal; pero si la condescendencia ocasiona faltas de regla e imperfecciones, es muy perniciosa y ofende mucho al Señor.
El tercero era: “Observar siempre lo que me enseñaron en el Noviciado”. En este propósito entendió lo mucho que agrada a Dios hacer las cosas pequeñas con una grande pureza de intención, amor y espíritu. El cuarto decía así: “Procurar cuanto en mí estuviere estar siempre en una total indiferencia, no queriendo, ni aun teniendo deseos, sino estando como en espera de lo que es la voluntad de Dios”.
“Oh, y ¡qué maravillas entendí aquí! Esta es la reina, el esmalte, el oro y lo más precioso de las virtudes; pues se puede comparar al primer eslabón de una cadena, que trae los demás tras sí. Habiendo esta virtud, habrá paciencia, humildad, caridad, mortificación, esperanza, fortaleza y todas las demás virtudes”.
Se esfuerza después a explicar esta perfecta indiferencia que le pedía su divino Maestro, y se remite a la pluma seráfica de San Francisco de Sales, quien la describe con espíritu del cielo en los cap. 49, 59, 69, y79 del libro 39, de su Práctica del amor de Dios. El quinto propósito era: “Aspirar a amar a Dios sin cesar”. Parece que el aspirar a amar se opone a la perfecta indiferencia, pero no es así; porque la indiferencia, luego que descubre la voluntad de Dios en alguna cosa, se inclina a abrazarla y lo procura. Yestá claro que amar a Dios con todo nuestro corazón es, no sólo voluntad del Señor, sino precepto suyo, y el máximo y primero de todos sus preceptos.
Con estos propósitos de tan sólida doctrina, practicados por el joven discípulo del divino Maestro con toda la perfección que le pedía, se dispuso para renovar sus votos. Al tiempo de renovarlos vio, como otras veces, a los dos príncipes del cielo: San Miguel, y el santo Ángel de su guarda. Sintió a poco rato una estrechísima unión de su alma con Dios, y dentro de su corazón vio la sacratísima Humanidad de Jesús con más gloria que otras veces.
Le arrebató toda su admiración y amor el Corazón sacratísimo de Jesús, que se le representó en esta forma: Vio este Sagrado Corazón fogosísimo y sobremanera hermoso, del cual salían tres cordones riquísimos como de hilo de oro finísimo. A poca distancia se tejían entre sí y componían un cordón sólo. Volvían a destejerse por el extremo y quedaban tres, como habían salido del Corazón de Jesús, y ataban el corazón de Bernardo, uniendo con este misterioso cordón, que el Espíritu Santo llamó funiculus triples (cuerda compuesta de tres), los dos corazones –dice este favorecido joven–: el divino y el terrestre, el santo y el pecador, el limpio y el enlodado, el de Cristo y el de una criatura, y criatura tan vil y, en fin, dos extremos tan extremadamente contrarios.
“Y me dijo el Señor: Este sacrificio (la renovación de los votos simbolizados por los tres cordones) me hace desearte más por mi esposa. Antes de que te desposes conmigo padecerás dura guerra; goza ahora para padecer después”.
Hasta aquí Bernardo. La solidez de este favor se descubre por los efectos de enseñanza y fruto espiritual que dejó en su alma.
Como el joven había conocido en esta admirable visión y locución lo mucho que agrada al Señor la renovación de los votos religiosos, la repetía muchas veces al día. Practicaba esto con mayor fervor y devoción oyendo Misa el día doce de julio, en que se cumplía el primer año del sacrificio que hizo al Señor con los votos del Bienio.
Al pronunciar aquellas palabras de nuestra devotísima fórmula: “hago voto de pobreza”, vio a Jesús, que pasaba como de largo, y le decía: “Tú serás mi esposa”. Esta visión y locución causó en el alma de Bernardo un gran sosiego y le enseñó una utilísima devoción, que debíamos practicar todos los religiosos. Le dio a entender el Señor que era su voluntad y le sería devoción muy excelente y agradable, que todos los años se preparase ocho días antes para celebrar este día, en que la primera vez se ofreció en holocausto a su Majestad por los tres votos de pobreza, castidad y obediencia; y que emplease otros ocho días después en darle gracias por este beneficio inestimable. Así lo practicó Bernardo los pocos años de su vida.
Quedó también muy consolado, porque el Señor le miró ahora con una vista afabilísima; y aquellas palabras: “Tú serás mi esposa” le dieron más seguridad interior que las antecedentes promesas. Porque como todas las promesas que el Señor le había hecho –como dice este iluminado joven– acerca del desposorio con su alma, eran con expresa condición de que no faltase a la correspondencia de sus favores, siempre le hacían temer de su fragilidad; mas esta vista le añadió un no sé qué de favor y grande gracia para corresponder. La condición que el Señor pone, hace que el favor sea un agridulce; parece que desconfía, y este es un amor vulnerante al modo de aquella pregunta hecha a San Pedro: “¿Me amas?”, que hirió tan vivamente el corazón del amante discípulo.
Le advirtió el Señor a Bernardo en este tiempo que sus conversaciones, cuanto fuese posible, fuesen santas y de materias espirituales. Porque le desagradan mucho y apartaban de la conversación de los religiosos las cosas inútiles, pueriles y no pocas veces perniciosas, que hablaban.
También le reprendió por su santo Ángel de guarda la omisión y olvido de contemplar algunas veces las perfecciones; pues estos celestiales espíritus tanto le favorecían. Oyó esta corrección con humilde compunción de su falta; y le agradó al Señor tanto su arrepentimiento, que le pareció que se la perdonaba y le echaba su bendición absolviéndole de ella. Quedó advertido de no olvidarse del amor y continuo agradecimiento que debía a los santos ángeles, y para que este recuerdo se fijase bien dentro de su corazón, oyó un día aquellas palabras: “Mandó a sus ángeles que te guarden en todos tus caminos”.
Las oyó como dichas a él mismo muy particularmente, entendiéndolas del santo Ángel de su guarda y de San Miguel. Del primero como de ángel destinado para guardar a Bernardo; del segundo sólo como quien tan particularmente le asistía en todas sus batallas. En significación y confirmación de esto vio, dando gracias después de comulgar, al príncipe San Miguel a su lado con una espada de fuego y a su santo Ángel con la bandera, de que se hizo mención en el capítulo…
Le dio a entender ahora el Señor que se preparase para recibir el día de nuestro gloriosísimo Padre San Ignacio la cuarta señal, de que quería a su alma por esposa. Había recibido ya tres muy singulares: la primera, abrasarle el corazón en fuego de amor divino; la segunda, ponerle la corona Santa Magdalena de Pazzi; la tercera, haber unido y enlazado Jesús su Corazón al de Bernardo con los tres bellísimos cordones de hilo de oro.
Anduvo el joven confuso, humillado y abrasado en llamas de amor divino los días que faltaban para la festividad de nuestro Santo Padre. (En) su vigilia, al tiempo de cantar las vísperas, tuvo elevadísima inteligencia de la gloria del Santo cifradas en los salmos que se cantaban. Todo era disposición para los grandes favores, que había de recibir el siguiente día.