Vida del Beato P. Bernardo Francisco de Hoyos(XIV)

Se confirma la doctrina de los ímpetus de Bernardo con lo que enseña la extática y experimentada
Santa Teresa de Jesús

Siendo tan sublime y recóndita la doctrina que nos ha enseñado Bernardo explicando los ímpetus con que el Señor le favorecía en este tiempo, no es justo fiarnos a su dicho solo. La extática y seráfica Santa Teresa puede enseñarnos y asegurarnos, como tan experimentada.

Habla la Santa de las especies de ímpetus que nuestro joven describe, y las reduce a cuatro.

“La 1ª especie son unos ímpetus materiales, que más tienen de esto que de espirituales; pues vienen con grande desasosiego del cuerpo”.

Estas son las palabras de Bernardo; oigamos ahora a la iluminada Madre. “Quien no hubiere probado estos ímpetus tan grandes (dice la Santa hablando de la segunda especie) es imposible poderlo entender, que no es desasosiego del pecho, ni unas devociones que suelen dar muchas veces, que parece ahogan el espíritu, que no cabe en sí.

Esta es oración más baja, y se han de quitar estos aceleramientos, con procurar con suavidad recogerlos dentro de sí y acallar el alma, que es esto, como unos niños que tienen un acelerado llorar, que parece van a ahogarse, y con darles a beber cesa aquel demasiado sentimiento. Así acá la razón ataje a encoger la rienda, porque podría ser ayudar el mismo natural.

Vuelva la consideración, con temer no es todo perfecto, sino que puede ser mucha parte sensual, y acalle este niño con un regalo de amor que le haga mover a amar por vía suave y no a puñadas, como dicen; que recojan este amor dentro, y no como olla que cuece demasiado, porque se pone la leña sin discreción y se vierte toda, sino que moderen la causa que tomaron para este fuego, y procuren a matar la llama con lágrimas suaves y no penosas, que lo son las de estos sentimientos, y hacen mucho daño. Yo las tuve algunas veces a los principios, y dejábanme perdida la cabeza y cansado el espíritu de suerte que otro día y más no estaba para tornar a la oración. Así que es menester gran discreción a los principios. Para que vaya todo con suavidad y se muestre el espíritu a obrar interiormente, lo exterior se procure mucho evitar”. Hasta aquí la celestial Maestra[1].

“La 2ª especie son otros ímpetus, con que hiere Dios al alma íntimamente, causándola un escozor sabroso”.

Volvamos a escuchar a la extática Maestra, que nos habla con palabras de divino fuego. “Estotros ímpetus son diferentísimos, (dice); no ponemos nosotros la leña, sino que parece que, hecho ya el fuego, de presto nos echan dentro para que nos quememos. No procura el alma que duela esta llaga de la ausencia del Señor, sino hincan una saeta en lo vivo de las entrañas y corazón a las veces, que no sabe el alma, qué ha, ni qué quiere; bien conoce que quiere a Dios y que la saeta parece traía hierba, para aborrecerse así por amor de este Señor, y perdería de buena gana la vida por él.

No se puede encarecer ni decir el modo con que llega Dios al alma, y la grandísima pena que da, que la hace no saber de sí; mas es esta pena tan sabrosa, que no hay deleite en la vida que más contento dé. Siempre querría el alma, como he dicho, estar muriendo de este mal. Esta pena y gloria junta me traía desatinada, que no podía yo entender cómo podía ser aquello.

¡Oh, qué es ver un alma herida! Qué digo, que se entiende de manera que se puede decir herida por tan excelente causa, y ver claro que no movió ella, por donde le viniese este amor, sino que del muy grande, que el Señor le tiene, parece cayó de presto aquella centella en ella, que la hace toda arder. Oh, cuántas veces me acuerdo, cuando así estoy, de aquel verso de David: «como el ciervo desea las fuentes de las aguas, así mi alma te desea a Ti, Dios mío» (Salmo 41, 2) que me parece lo veo al pie de la letra en mí.

Cuando no da esto muy recio, parece se aplaca algo (a lo menos busca el alma algún remedio, porque no sabe qué hacer) con algunas penitencias, y no se sienten más, ni hace más pena derramar sangre, que si estuviese el cuerpo muerto. Busca modos y maneras para hacer algo que sienta por amor de Dios; mas es tan grande el primer dolor, que no sé yo qué tormento corporal le quitase como no está allí el remedio son muy bajas estas medicinas para tan subido mal; alguna cosa se aplaca, y pasa algo en esto, pidiendo a Dios le dé remedio para su mal, y ninguno ve, sino la muerte, que con ésta piensa gozar del todo a su bien.

Otras veces da tan recio, que eso, ni nada se puede hacer, que corta todo el cuerpo; ni pies, ni brazos no puede menear, antes si está en pie se sienta, como una cosa transportada, que no puede ni aún resollar; sólo da unos gemidos no grandes porque no puede, mas sonlo en el sentimiento. Quiso el Señor que viese aquí algunas veces esta visión. Vi a un ángel cabe mí hacia el lado izquierdo en forma corporal, lo que no suelo ver sino por maravilla; aunque muchas veces se me representan ángeles es sin verlos, sino como la visión pasada, que dije primero.

En esta visión quiso el Señor le viese así, no era grande, sino pequeño, hermoso mucho, el rostro tan encendido que parecía de los ángeles muy subidos, que parece todos se abrasan, deben ser los que llaman serafines, que los nombres no me los dicen; más bien veo que en el cielo hay tanta diferencia de unos ángeles a otros, y de otros a otros, que no lo sabría decir. Veíale en las manos un dardo de oro largo, y al fin del hierro, me parecía tener un poco de fuego; éste me parecía meter por el corazón algunas veces, y que me llegaba a las entrañas. Al sacar, me parecía las llevaba consigo y me dejaba toda abrasada en amor grande de Dios.

Era tan grande el dolor, que me hacía dar aquellos quejidos, y tan excesiva la suavidad que me pone este grandísimo dolor, que no hay desear que se quite, ni se contente el alma con menos que Dios. No es dolor corporal, sino espiritual, aunque no deja de participar el cuerpo algo, y aun harto. Es un requiebro tan suave, que pasa entre el alma y Dios, que suplico yo a su bondad lo dé a gustar a quien pensare que miento. Los días que duraba esto, andaba como embobada, no quisiera ver ni hablar, sino abrasarme en mi pena, que para mí era mayor gloria que cuantas hay en todo lo creado.

Esto tenía algunas veces, cuando quiso el Señor me viniesen estos arrobamientos tan grandes, que aun estando entre gentes no los podía resistir, sino con harta pena mía se comenzaron a publicar. Después que los tengo, no siento esta pena tanto, sino la que dije en otra parte antes (no me acuerdo en qué capítulo)[2] que es muy diferente en hartas cosas, y de mayor precio; antes en comenzando esta pena, de que ahora hablo, parece arrebata el Señor el alma y la pone en éxtasis, y así no hay lugar de tener pena ni de padecer, porque viene luego el gozar. Sea bendito por siempre, que tantas mercedes hace a quien tan mal responde a tan grandes beneficios”. Hasta aquí la Santa[3].

“La 3ª especie son los ímpetus con que Dios arrebata al alma con algún rapto”.

Háblenos ahora en este punto la Santa tantas veces arrebatada, a pesar de sus humildes esfuerzos de resistencia. “En estos arrobamientos (dice) parece no anima el alma al cuerpo, y así se siente muy sentido, faltar de él el calor natural: vase enfriando, aunque con grandísima suavidad y deleite.

Aquí no hay ningún remedio de resistir, que en la unión como estamos en nuestra tierra, remedio hay, aunque con pena y fuerza, resistir se puede casi siempre; acá las más veces ningún remedio hay, sino que muchas sin prevenir el pensamiento ni ayuda ninguna, viene un ímpetu tan acelerado y fuerte, que veis y sentís levantarse esta nube, o esta águila caudalosa, y cogeros con sus alas, y digo que se entiende, y veis os llevar y no sabéis dónde, porque, aunque es con deleite, la flaqueza de nuestro natural hace temer a los principios, y es menester ánima determinada y animosa, mucho más que para lo que queda dicho, para arriscarlo todo, venga lo que viniere, y dejarse en las manos de Dios, e irá donde nos llevaren de grado, pues os llevan, aunque os pese, y en tanto extremo que muy muchas veces querría yo resistir, y pongo todas mis fuerzas, en especial algunas, que es en público y otras hartas en secreto, temiendo ser engañada.

Algunas veces podía algo con gran quebrantamiento, como quien pelea con un jayán fuerte; quedaba después cansada; otras era imposible, sino que me llevaba el alma y aun casi ordinario la cabeza tras ella, sin poderla tener, y algunas todo el cuerpo hasta levantarle. Esto ha sido pocas: porque como una vez fuese a donde estábamos juntas en el coro y yendo a comulgar, estando de rodillas dábame grandísima pena, porque me parecía cosa muy extraordinaria, y que había de haber luego mucha nota, y así mandé a las Monjas (porque es ahora después que tengo oficio de Priora) no lo dijesen.

Mas otras veces, como comenzaba a ver que iba a hacer el Señor lo mismo, y una, estando personas principales de Señoras, que era la fiesta de la vocación, en un sermón, tendíame en el suelo, y llegábanse a tenerme el cuerpo, y todavía se echaba de ver.

Supliqué mucho al Señor que no quisiese ya darme mercedes que tuviesen muestras exteriores, porque yo estaba cansada ya de andar con tanta cuenta, y que aquella merced no podía su Majestad hacérmela sin que se entendiese. Parece ha sido por su bondad servido de oírme, que nunca más hasta ahora la he tenido; verdad es que ha poco.

Es así que me parecía, cuando quería resistir, que debajo de los pies me levantaban fuerzas tan grandes, que no sé cómo lo comparar, que era con mucho más ímpetu que otras cosas de espíritu; y así quedaba hecha pedazos, porque es una pelea grande, y en fin aprovechaba poco, cuando el Señor quería, que no hay poder contra su poder.

Otras veces es servido de contentarse con que veamos nos quiere hacer la merced, y que no queda por su Majestad, y resistiéndose por humildad deja los mismos efectos que si del todo se consintiese. Los que esto hacen son grandes; lo uno, muéstrase el poder del Señor, y como no somos parte, cuando su Majestad quiere de detener tan poco el cuerpo como el alma, ni somos señores de ello sino, que mal que nos pese, vemos que hay superior, y que estas mercedes son dadas de él; y que de nosotros no podemos en nada, nada, e imprímese grande humildad; y aún yo confieso que gran temor me hizo al principio grandísimo, porque verse así levantar un cuerpo de la tierra, que aunque el espíritu le lleva tras sí y es con suavidad grande, si no se resiste, no se pierde el sentido, a lo menos yo estaba de manera en mí, que podía entender era llevada.

Muéstrase una Majestad de quien puede hacer aquello, que espeluza los cabellos, y queda un gran temor de ofender a un tan gran Dios. Este envuelto en grandísimo amor, que se cobra de nuevo, a quien vemos le tiene tan grande (a) un gusano tan podrido, que no parece se contenta con llevar tan de veras el alma tras sí, sino que quiere el cuerpo, aun siendo tan mortal y de tierra tan sucia, como con tantas culpas se ha hecho. También deja un desasimiento extraño, que yo no podré decir cómo es; paréceme que puedo decir es diferente en alguna manera. Digo más que estotras cosas de solo espíritu; porque ya que estén cuanto al espíritu con todo el desasimiento de las cosas, aquí parece, quiere el Señor, que el mismo cuerpo lo ponga por obra, y hácese una extrañeza nueva para con las cosas de la tierra, que es muy más penosa la vida”. Hasta aquí la iluminada Maestra[4].

“La 4ª y última especie más impropiamente tiene el nombre de ímpetus, pues es muy diferente de las especies dichas”.

Santa Teresa da el nombre de ímpetus a este paso del alma y le explica muy difusamente de esta suerte: “Después de una pena, que ni la podemos traer a nosotros, ni venida se puede quitar, yo quisiera harto dar a entender esta pena y creo no podré, mas diré algo, si supiere.

Y hase de notar que estas cosas son ahora muy a la postre, después de todas las visiones y revelaciones que escribiré, y del tiempo que solía tener oración, a donde el Señor me daba muy grandes gustos y regalos. Ahora ya que eso no cesa algunas veces, las más y lo más ordinario es esta pena que ahora diré. Es mayor y menor: de cuando es mayor quiero ahora decir; porque aunque adelante diré de estos grandes ímpetus que me daban cuando quiso el Señor darme los arrobamientos, no tienen que ver más que una cosa muy corporal a una muy espiritual, y creo no lo encarezco mucho

Porque aquella pena parece, aunque la siente el alma, es en compaña del cuerpo; entrambos parece participan de ella, y no es con el extremo de desamparo que esta; para la cual, como he dicho, no somos parte; sino muchas veces a deshora viene un deseo, que no sé cómo se mueve, y este deseo, que penetra toda el alma, en un punto se comienza tanto a fatigar, que sube muy sobre sí y de todo lo creado, y pónela Dios tan desierta de todas las cosas, que por mucho que ella trabaje, ninguno que la acompañe parece hay en la tierra, ni ella la querría sino morir en aquella soledad.

Que la hablen, y ella se quiera hacer toda la fuerza posible a hablar, aprovecha poco; que su espíritu, aunque ella más haga, no se quita de aquella soledad, y con parecerme que está entonces lejísimo Dios, a veces comunica sus grandezas por un modo el más extraño que se puede pensar, y así no se puede decir, ni creo lo creerá ni entenderá, sino quien hubiere pasado por ello.

Porque no es la comunicación para consolar, sino para mostrar la razón que tiene de fatigarse, de estar ausente de bien que en sí tiene todos los bienes; con esta comunicación crece el deseo y el extremo de soledad, en que se ve, con una pena tan delgada y penetrativa que, aunque el alma estaba puesta en aquel desierto, que al pie de la letra me parece que entonces se puede decir, y por ventura lo dijo el real profeta estando en la misma soledad, sino que como a Santo se la daría el Señor a sentir en más excesiva manera: “Insomne estoy y gimo cual pájaro solitario en el tejado” (Salmo 102, 8), y así se me representa este verso entonces, que me parece lo veo yo en mí, y consuélame ver que han sentido otras personas tan gran extremo de soledad cuanto más tales.

Así parece está el alma no en sí, sino en el tejado o techo de sí misma y de todo lo creado. Porque aún encima de lo muy superior del alma me parece que está. Otras veces parece anda el alma como necesitadísima, diciendo y preguntando a sí misma: ¿dónde está tu Dios? Y es de mirar que el romance de estos versos yo no sabía bien el que era, y después que lo entendía, me consolaba de ver que me los había traído el Señor a la memoria sin procurarlo yo.

Otras, me acordaba de lo que dice San Pablo, que está crucificado al mundo; no digo yo que sea esto así, que ya lo veo, mas paréceme, que está así el alma, que ni del cielo le viene consuelo, ni está en él; ni de la tierra le quiere, ni está en ella, sino como crucificada entre el cielo y la tierra, padeciendo sin venirle socorro de ningún cabo.

Porque el que le viene del cielo (que es como he dicho una noticia de Dios tan admirable muy sobre todo lo que podemos desear) es para más tormento, porque acrecienta el deseo; de manera que, a mi parecer, la gran pena algunas veces quita el sentido, sino que dura poco sin él.

Parecen unos tránsitos de la muerte, salvo que trae consigo un tan gran contento este padecer, que no sé yo a qué lo comparar. Ello es un recio martirio sabroso, pues todo lo que se le puede representar al alma de la tierra, aunque sea lo que le puede ser más sabroso, ninguna cosa admite, luego parece lo lanza de sí.

Bien entiende que no quiere sino a su Dios, mas no ama cosa particular de él, sino todo junto lo quiere, y no sabe lo que quiere, digo no sabe, porque no representa nada la imaginación, ni (a mi parecer) mucho tiempo de lo que está así no obran las potencias; como en la unión y arrobamiento el gozo, así aquí la pena las suspende.

Oh Jesús, quién pudiera dar a entender bien a V. M. esto, aun para que me dijera lo que es; porque es en lo que ahora anda siempre mi alma, lo más ordinario en viéndose desocupada expuesta en estas ansias de muerte, y teme, cuando ve que comienzan, por que no se ha de morir; mas llegada a estar en ello, lo que hubiese de vivir querría durar en este padecer. Aunque es tan excesivo que el sujeto lo puede mal llevar; y así algunas veces se me quitan todos los pulsos casi, según dicen las que algunas veces se llegan a mí de las Hermanas que ya más lo entienden, y las canillas muy abiertas, y las manos tan yertas, que yo no las puedo algunas veces juntar, y así me queda dolor hasta otro día en los pulsos y en el cuerpo, que parece me han descoyuntado.

Yo bien pienso alguna vez ha de ser el Señor servido, si va adelante como ahora, que se acaben con acabar la vida, que a mi parecer, bastante es tan grande pena para ello, sino que no lo merezco yo. Toda la ansia es morirme entonces, ni me acuerdo del purgatorio, ni de los grandes pecados que he hecho por donde merecía el infierno, todo se me olvida con aquella ansia de ver a Dios, y aquel desierto y soledad le parece mejor que toda la compañía del mundo. Si algo le podría dar consuelo, es tratar con quien hubiese pasado por este tormento, y ver que, aunque se queje de él, nadie le parece la ha de creer.

También la atormenta que esta pena es tan crecida que no querría soledad, como otras, ni compañía, sino con quien se pueda quejar. Es como uno que tiene la soga a la garganta y se está ahogando, que procura tomar huelgo, así me parece, que este deseo de compañía es de nuestra flaqueza que, como nos pone la pena en peligro de muerte, (que esto sí cierto hace; yo me he visto en este peligro algunas veces, con grandes enfermedades y ocasiones, como he dicho, y creo podría decir es éste tan grande como todos) así el deseo que el cuerpo y alma tienen de no se apartar, es el que pide socorro para tomar huelgo, y con decirlo y quejarse y divertirse busca remedio para vivir muy contra voluntad del espíritu, o de lo superior del alma, que no querría salir de esta pena.

No sé yo si atino a lo que digo, o si lo sé decir; mas a todo mi parecer pasa así. Mire V. M. (Vuestra Merced) qué descanso puedo tener en esta vida, pues el que había, que era la oración y soledad (porque allí me consolaba el Señor) es ya lo más ordinario este tormento, y es tan sabroso, y ve el alma que es de tanto precio, que ya le quiere más que todos los regalos que solía tener.

Parécele más seguro, porque es camino de cruz, y así tiene un gusto muy de valor a mi parecer; porque no participa con el cuerpo sino pena, y el alma es la que padece y goza sólo del gozo y contento que da este padecer. No sé yo cómo puede ser esto, mas así pasa, que a mi parecer, no trocaría esta merced que el Señor me hace (que viene de su mano, como he dicho, no nada adquirida de mí, porque es muy sobrenatural) por todas las que después diré, no digo juntas, sino tomada cada una por sí. Y no se deje de tener acuerdo que digo que estos ímpetus son después de las mercedes que aquí van, que me ha hecho el Señor, después de todo lo que va escrito en este Libro, y en lo que ahora me tiene el Señor.

Estando yo a los principios con temor (como me acaece casi en cada merced que me hace el Señor, hasta que con ir adelante su Majestad asegura) me dijo que no temiese y que tuviese en más esta merced que todas las que me había hecho, que en esta pena se purificaba el alma, y se labra o purifica como el oro en el crisol para poder mejor poner los esmaltes de sus dones, y que se purgaba allí lo que había de estar en purgatorio.

Bien entendía yo era gran merced, mas quedé con mucha más seguridad, y mi confesor me dice que es bueno; y aunque yo temí, por ser yo tan ruin, nunca podía creer que era malo; antes el muy sobrado bien me hacía temer acordándome cuán mal lo tengo merecido. Bendito sea el Señor, que tan bueno es”.

Hasta aquí la excelente Doctora de la Teología Mística, que parece prestó a Bernardo su pluma seráfica para explicar estos ímpetus propios de serafines humanos. Por este tiempo, hallándose este feliz joven en su primer año de Filosofía explicó difusamente la ciencia, propiedades y efectos de estos ímpetus divinos.

Es imposible leer esta descripción o declaración mística, sin hacer concepto que semejante doctrina no pudo salir de la pluma de un joven de diecisiete años de edad, sin estar inspirada con las luces del Espíritu Santo e inflamada con sus sagrados ardores. Me ha parecido copiar aquí esta mística y sutilísima explicación con las mismas palabras de Bernardo, que llenen los dos capítulos siguientes.


[1] Libro de la Vida, cap. 29, 9.

[2] Trata de ello en el capítulo 20 de la Vida, que se titula: “En que trata de la diferencia que hay de unión a arrobamiento. Declara qué cosa es arrobamiento y dice algo del bien que tiene el alma que el Señor por su bondad llega a él. Dice los efectos que hace. Es de mucha admiración”.

[3] Libro de la Vida, cap. 29 nº 10-14.

[4] Libro de la Vida, cap. 20 nº 3-8.