Recibe singulares favores en tiempo de los ímpetus
y señala el día en que han de cesar
Después de este favor singularísimo de los ímpetus, todos los que se siguieron se hacen muy creíbles. La soberana Reina de los cielos le presentó a su santísimo Hijo el día de su Presentación en el Templo[1], para que concluyese los desposorios con su alma. Pocos días después le visitó el Niño Dios; le dio a besar su mano divina y le significó: quería que en los días solemnes de su Natividad se interrumpiesen aquellos ímpetus maravillosos.
Aunque el Señor, fino amante de Bernardo, le había revelado antes que le tenía predestinado para que eternamente le gozase en la gloria, le confirmó ahora tan inestimable revelación. Las circunstancias fueron para Bernardo de singular consuelo, aunque al presente no pueden publicarse. El día de nuestro grande Apóstol de las Indias[2], ilustre protector de Bernardo, no podía dejar de señalarse con algún singular favor.
Después de comulgar le habló el Señor muy amoroso y, entre otras palabras, le dijo: Que siempre que miraba su corazón se gozaba y complacía de haberle creado y llamado a su unión. Con estas amorosas palabras se encendió el corazón de Bernardo en un suave incendio de amor y se confundía hasta el abismo de su miseria. Pero, cuanto más se humillaba y confundía, se disponía mejor para mayores favores.
Se le aparecieron los Santos sus devotos, que más frecuentemente le visitaban en otras ocasiones, y vio con especial gloria a San Francisco Javier, por ser el día de su fiesta. Le dieron el parabién de que en este feliz día en que se cumplían tres años, hubiese comenzado el Señor a comunicársele por sola su bondad infinita[3]. La extática Santa Teresa de Jesús aprobó y echó la bendición a un pequeño obsequio que había hecho a la Santa cierto devoto suyo.
Se dejó ver entre sus cortesanos la soberana Reina de los Cielos, más hermosa que los mismos cielos. Le mostró ser su dulce y regalada Madre con este símbolo. Traía al cuello un collar de oro finísimo, muy ajustado, del que pendía una cadenita de la misma materia, y por remate un corazón, que miraba con agrado y benignísimos ojos María Santísima; y venía a caer sobre el Corazón amabilísimo de su dulce Madre. Se le dio a entender que, en ser ajustado el collar celeste, se significaba que esta gran Señora le tenía por su fiel esclavo. La cadenita pendiente denotaba la libertad filial que gozan los esclavos dichosos de María. El corazón era símbolo de que esta amabilísima Señora le tenía robado el corazón con un amor cifrado en la materia del collar de oro finísimo.
Andaba por este tiempo Bernardo deseoso de ponerse al cuello una cadenita de alambre que fuese señal de la esclavitud dichosa que había ofrecido a Ntra. Señora. Con el favor de esta amabilísima Reina se avivó más su deseo y determinó para el día de la Purísima Concepción ponerse la cadenita en la forma que había premeditado su devoción. Así lo ejecutó después de comulgar, ofreciéndose por humilde esclavo y amante hijo de esta soberana Señora.
Mas apenas se echó al cuello su cadenita de esclavo, cuando vio que le ponían un collar riquísimo semejante al que había visto en María Santísima; era de oro muy fino, en que se simbolizaba la caridad que debía procurar en todas sus obras. Los eslabones del collar eran símbolo de todas las virtudes, que habían de unirse entre sí y acompañar a la reina de todas: la caridad. La cadenita, que estaba pendiente del collar, tenía por remate un Corazón grande, hermoso, resplandeciente, todo como de fuego y de una capacidad, al parecer, inmensa. Se abrió este bellísimo y divino Corazón, que era el Corazón amabilísimo de María Santísima, y reparó Bernardo que estaba allí guardado su corazón: se cerró luego el Corazón de María y desapareció la visión[4].
A este singularísimo favor que María Santísima hizo a su regalado hijo y siervo, se siguió otro más prodigioso de Jesús Niño:
“quiso el Hijo divino no le excediese su digna Madre en favorecer a esta vilísima criatura”.
Estando engolfado en los regaladísimos afectos que semejantes favores causaban siempre en su alma, tuvo la visión siguiente: Vio que San Miguel y el santo Ángel de su guarda extendían sobre sus brazos un riquísimo paño, como de brocado celeste, y al instante vio sobre ellos por visión imaginaria al Divino pequeñito amor Jesús en la misma forma que suelen representarle las imágenes de San Estanislao de Kostka.
Le miró muy amoroso y suave el Dios Niño, y le mostró su risueño y benignísimo rostro, en quien desean mirarse continuamente los Serafines. Le dijo el celestial Niño con mucho amor, aludiendo a los desposorios, las palabras de los Cantares. “Hermana mía, amiga mía, paloma mía, inmaculada mía”.
Al decir estas amorosas palabras, se penetró el Divino Niño por el pecho de Bernardo hasta el corazón, como se penetra un rayo del sol por una vidriera cristalina.
“Lo que pasó en mi alma con este favor, –dice el favorecido joven–, lo dejo a los experimentados, que no es fácil explicarlo; liquidábase mi alma como el incienso en el fuego”[5].
Se acercaba la felicísima noche de la Natividad de Dios Niño, en que Bernardo había de gozar singularísimos favores; pero quería el Señor su cooperación y preparación. Esta había de ser propiamente del cielo; y así le visitó el Arcángel San Gabriel para enseñársela de parte de la Reina de los Ángeles, Madre de Jesús.
Entre otras inteligencias que le dio, le declaró los humildes, amantísimos y vivísimos afectos de esta santísima Madre, la más amorosa y más tierna que pudo haber, en los días que precedieron a su sagrado parto. Conoció los ardentísimos, pero resignadísimos deseos, con que María Santísima deseaba ver nacido a su Santísimo Hijo, para adorarle, amarle y servirle en carne pasible, formada de sus virginales entrañas. Le dijo el Santo Arcángel que la voluntad de la Santísima Virgen era que la acompañase en sus ardentísimos afectos y deseos de ver nacido al Niño Dios. Los ocho días que faltaban desde la expectación[6] de su sagrado parto, se debía emplear en esto.
Cumplida su embajada, desapareció el Ángel, dejando bañado el espíritu de Bernardo en celestiales dulzuras y abrasado su corazón con los suaves y penosos ímpetus. Aumentábanse por los instantes de estos ocho días, hasta llegar a ser insufribles. Pero, para que se cumpliese el prenuncio profético de que cesarían los ímpetus en los días de Navidad, estando ya en los Maitines[7] de esta feliz noche, se interrumpieron al cantar en el Te Deum laudamus aquellas palabras: Pleni sunt coeli, et terra gloria tua. Los cielos y la tierra están llenos de tu gloria.
Quedó el espíritu de Bernardo con una paz suma y tranquilidad admirable, gozando singulares favores. Entre otros, fueron los siguientes: le nombraron para que en la Misa de esta feliz Noche sirviese al santo altar con el incensario y, al empezarla el sacerdote, vio a su santo Ángel de la guarda a su lado derecho. Estaba el Ángel, como le describe San Juan en su Apocalipsis: “delante del altar con un incensario de oro”. Movía Bernardo su incensario y le acompañaba el santo Ángel en el mismo oficio, subiendo el incienso de ambos incensarios en olor de suavidad al acatamiento del Señor. “Y por mano del Ángel subió delante de Dios la humareda de los perfumes con las oraciones de los santos”.
Vio también al Príncipe San Miguel acompañado de una multitud innumerable de Ángeles, y oyó la música celestial con que cantaban: Gloria in excelsis Deo. Al tiempo de la consagración tomó San Miguel otro incensario y empezó a incensar con el joven ángel y con el Ángel de su guarda. Cuando el sacerdote elevó la sagrada Hostia, se le mostró a Bernardo el amantísimo Niño Jesús en aquella pequeñez hermosa y celestial con que había salido del seno virginal de su santísima Madre.
“Yo admiro la providencia del amantísimo Jesús de que, en medio de estas visiones, que de su naturaleza arrebatan tanto los sentidos, pudiese ejercitar las acciones necesarias de mi oficio, sin que se percibiese en lo exterior la mínima señal e indicio de lo que pasaba en lo interior”[8].
Llegó a recibir la sagrada Eucaristía y se repitieron los favores de que San Miguel y su santo Ángel de la guarda le pusiesen un riquísimo paño para comulgar; que se llenase su boca de un celestial néctar sensible que confortaba su espíritu, cuerpo y corazón. Después recibió una soberana inteligencia del Misterio de la Santísima Trinidad sobre las divinas palabras: Et Verbum caro factum est: y el Verbo se hizo Hombre; pero la omito, remitiéndome a otras que en adelante tuvo sobre este inefable y augusto Misterio.
Uno de los señalados favores, con que se coronó este año de 1729, fue de su dulcísima Madre María Santísima. Le visitó esta Señora el día de San Juan Evangelista, y le recomendó mucho la devoción con el amado Discípulo, diciéndole, “que este Santo era el Primogénito de sus hijos adoptivos, dechado de sus regalados hijos, y que aspirase a la imitación del amor que tuvo a su Majestad y a su Hijo santísimo”. Con esta inteligencia se imprimió en el espíritu de Bernardo una cordial, dulce y afectuosa devoción con el Santo[9].
[1] El día 21 de noviembre de 1729.
[2] El 3 de diciembre.
[3] El día de San Francisco Javier del año 1726, siendo novicio de primer año, tuvo Bernardo de Hoyos la primera gracia mística de su vida:“comenzó a notar Bernardo que, nada más ponerse en oración, todas sus potencias se recogían hacia el interior y sus sentidos se adormecían; la inteligencia era iluminada con una luz distinta, la voluntad se inflamaba, el corazón se derretía de ternura y, como consecuencia, de sus ojos brotaban abundantes lágrimas”.
[4] Esta gracia preciosa la recibe Bernardo el 8 de diciembre de 1729, en la que es hoy parroquia de Santiago, en Medina del Campo.
[5] Esta experiencia mística tiene lugar en el mes de diciembre de 1729, y antes de la Navidad.
[6] La fiesta de la “Expectación del parto” era el 18 de diciembre. Se conoce la fiesta también con el nombre de la “Virgen de la Esperanza”, o “Virgen de la O”.
[7] Era costumbre entre los estudiantes jesuitas de la época rezar juntos los Maitines antes de la Misa de Gallo, que se celebraba a medianoche. Es en este tiempo cuando se da fin a las gracias y fervores sensibles, de tan alto consuelo, como había disfrutado hasta entonces Bernardo.
[8] Esta fue una de las peticiones que Bernardo hacía siempre al Señor: que aquellas gracias extraordinarias quedasen ocultas a la mirada y observación de los demás.
[9] Existió una afinidad muy grande entre San Juan evangelista y el P. Hoyos. Los dos fueron unos auténticos enamorados del Corazón del Señor. La figura de Juan, reclinándose durante la Cena en el pecho de Jesús, ha sido pintada frecuentemente en el arte religioso medieval y de nuestros días. De hecho, en el altar mayor del Santuario Nacional de la Gran Promesa de Valladolid en el alto relieve inferior derecho está representada esta imagen con el mismo Bernardo y otros amantes del Corazón de Jesús, al igual que en el monumento del Cerro de los Ángeles (Madrid). No sólo los ha unido la piedad, sino también el arte.