Luis María Mendizabal SJ
El fruto de la Redención de Cristo consiste en que el hombre es admitido a la intimidad del Padre por Cristo en el Espíritu Santo que se nos da. Este don del Espíritu se nos da por la humanidad inmolada y glorificada de Cristo. También este punto es fundamental. Jesús envía el Espíritu Santo. Jesús hecho espíritu vivificante, como dice San Pablo, nos comunica el don del Espíritu: El Espíritu que Yo os enviaré de junto al Padre. Enviar Cristo el Espíritu no hay que entenderlo como si Jesús animará al Espíritu a que bajara hasta nosotros o le convenciera de que viniera sobre la tierra. Yo lo enviaré. Enviar quiere decir que el amor que tiene a los hombres es comunicador del Espíritu Santo. Lo enviaré amando. Por eso en la Resurrección al mostrarse Jesús a los discípulos en el cenáculo alentó sobre ellos diciéndoles: Recibid el Espíritu Santo. Este es el envío. El envío es pues el amor; incluso también el humano de Cristo, el humano-divino, pero incluyendo el humano, que es asumido en la corriente trinitaria y es el que comunica al mundo, amando, el Espíritu Santo. Podemos hablar por esto del Espíritu Santo como don del Corazón de Cristo. En el capítulo 2 de los Hechos de los apóstoles dice San Pedro cómo Jesús subiendo al cielo recibió la promesa del Padre, fue ungido por el Espíritu que veis ahora derramado sobre todos estos. Ese es el proceso: Plenitud de Espíritu en la humanidad de Cristo, comunicación de Espíritu. Nos asume también a nosotros en nuestro amor el Espíritu de Cristo para que luego amando nosotros comuniquemos también el Espíritu de Cristo. Lo asume pues, lo llena de Espíritu y lo hace comunicador del Espíritu. Es la vivificación propia del Espíritu Santo. Esta es la situación nueva: Cristo que viene a nosotros en el Espíritu y nos toma consigo. A la Ascensión de Jesús corresponde una presencia suya en nosotros. La Ascensión es la divinización de su humanidad. Es el junto al Padre. Y a esa divinización corresponde una presencia suya íntima en cada uno de los hombres por el Espíritu. Es Cristo resucitado, vivo, de Corazón palpitante, que ama al hombre. Amándole le da su Espíritu. Lleno el hombre del Espíritu de Cristo se hace uno con el Padre y con el Hijo y vive su intimidad. Estamos en la quintaesencia del cristianismo. En efecto, si nos fijamos en la predicación de los apóstoles, llamados para ser testigos de Cristo, veremos que el contenido de esa predicación es fundamentalmente dar testimonio de que Cristo está vivo. En el primer capítulo de los Hechos se nos recuerda que durante cuarenta días Jesús se manifestó a sus discípulos, dándoles pruebas evidentes de que estaba vivo. Esto es lo que ellos van a anunciar, lo que ellos mismos han visto, de lo que son testigos, de eso han de dar testimonio ante el mundo, que Cristo, el Resucitado, es el Señor. En el capítulo 25 del mismo libro de los Hechos encontramos una anécdota interesante. El gobernador de Judea cuenta al rey Agripa cómo tiene prisionero a Pablo y que los ancianos y sacerdotes piden para él la pena de muerte. Él les responde que no es costumbre romana condenar a nadie sin haber escuchado antes los capítulos de acusación y sin haberle dado tiempo y posibilidad al reo para defenderse de ellos. Y cuenta que sentándose al día siguiente en el tribunal hizo presentarse a los acusadores y al reo. Y dice el gobernador Festo que con gran sorpresa vi que no le acusaban de grandes crímenes que hubiese cometido, sino que se liaban en discusiones sobre su religión y sobre un tal Jesús, ya muerto, que Pablo afirma que está vivo. Ahí tenemos el cristianismo: Cristo está vivo. Ellos dicen: Murió. Pablo responde: Está vivo. Y al día siguiente ante el rey Agripa, Pablo da testimonio de que Cristo vive, de que él lo ha encontrado en el camino de Damasco, que ha recibido el encargo de anunciar que el Señor Jesús ha resucitado. De ahí la expresión fuerte de San Pablo: Si Cristo no ha resucitado vana es vuestra fe, vana es nuestra predicación. Porque si Cristo no ha resucitado, como nosotros anunciamos, entonces puesto que la vida eterna es participación de la vida resucitada de Cristo, si no ha resucitado tampoco hay vida participada de Cristo, ni hay vida ni hay nada. Por lo tanto se trataría de una gran mentira. Si Cristo no está resucitado vivo, vana es vuestra fe. La Carta a los Hebreos presenta igualmente a Jesús siempre vivo para interceder por nosotros. Y en el Apocalipsis Jesús aparece en el centro de la Iglesia, sosteniendo las lámparas de las diversas iglesias; y nos dice: Yo soy el que estuvo muerto y estoy vivo por los siglos de los siglos. Aparece, pues, de nuevo Cristo resucitado vivo, centro de la historia de la humanidad y de la Iglesia. Él es el que la sostiene. No es simplemente el que está allí lejos en el cielo y ora distante, sino que está en medio de las iglesias sosteniéndolas. Y Él sigue el comportamiento de los ángeles de las iglesias: Conozco vuestra conducta… Los controla, los reprende, les sigue en toda su actuación. Aparece así como el Kirios, el Señor. Cuando San Pablo llama a Cristo el Señor quiere decir que está hablando de Cristo resucitado que tiene todo poder en el cielo y en la tierra. Es el único Señor. Pero la revelación cristiana nos recalca que ese Señor tiene Corazón. En el Apocalipsis dice expresamente: El que nos ama. No sólo el que nos amó, el que nos ama ahora. Y así aparece ese gran amor en el cuidado actual de las iglesias. San Pablo por su parte proclama: Vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó a la muerte por mí. Ahí tenemos, pues, la quintaesencia, el contenido de la devoción al Corazón de Cristo. Pero hay más todavía. Podemos decir que el signo mismo del Corazón abierto lo encontramos en el Nuevo Testamento, lo vemos fundado en los textos del Nuevo Testamento. Tenemos que fijar nuestra mirada en los textos descritos por San Juan después de la muerte de Jesús. Podemos decir que el símbolo de la Redención es el costado abierto de Cristo. San Juan lo contempla como un gran misterio lleno de sentido. Ve toda la obra de Cristo como obra de amor, llevada con amor, fuente de amor, fuente del don del Espíritu, fuente de la nueva economía que arranca de esa humanidad inmolada y glorificada de Cristo. Vamos a detenernos en ese signo. El costado abierto tiene un simbolismo claro: el Corazón puesto a flor de piel. Los sinópticos no nos refieren ese signo que San Juan describe con mirada contemplativa, nos presentan otro signo: el velo del Templo rasgado; pero ambos símbolos tienen un significado muy semejante. ¿Qué significa el velo del Templo rasgado? El velo del Templo cubría el sancta sanctorum, lo más íntimo, lo más sagrado del Templo de Israel. Significaba que Dios no había revelado todavía su intimidad, que no se conocía aún el secreto íntimo de Dios. En el momento de la muerte de Jesús por amor se rasga el velo. No es que se descorre, se rasga. Ese rasgarse indica que de tal manera Dios ha manifestado su intimidad, se ha revelado de una manera tan explosiva que Dios es amor, que Dios nos declara su amor, que el velo no se ha corrido, sino que ha estallado, rasgado de arriba a abajo. Con eso al mismo tiempo se abre el camino para que podamos entrar hasta lo íntimo de ese amor, que hasta ahora estaba escondido y que se ha revelado en la muerte de Cristo. Lo íntimo de Dios era que Dios era amor, hasta dar su vida por nosotros. Esto hasta entonces era misterio escondido. Tras aquel velo no entraba más que el Sumo Sacerdote una vez al año, como figura de la venida futura de Cristo que entraría hasta la intimidad del Padre con su propia sangre. En el momento de la muerte de Jesús queda todo patente. Y al abrírsenos el amor que Dios nos tiene y al revelársenos el tesoro íntimo que es su amor, ha quedado también abierto el camino para que todo hombre pueda introducirse hasta esa intimidad que Dios le ha abierto. Dios en la muerte de Jesús se nos ha revelado como amor, nos ha declarado su amor. Y consiguientemente, como sucede siempre que se declara el amor, invita a cada uno de los hombres a entrar hasta la intimidad de ese amor que Él ha declarado. Todos nosotros podemos entrar hasta lo íntimo de Dios, el camino está abierto. Eso mismo es lo que significa el costado abierto de Jesús en la cruz. La clave nos la ofrece la Carta a los Hebreos al decirnos: El velo era la carne de Cristo. En el momento de la muerte de Jesús el velo se rasga, se rasga como respuesta de Dios al pecado del hombre. Es la Redención, drama del amor de Dios. Dios había amado al hombre, lo había amado con su amor creador. Con una inmensa humildad por su parte le había ofrecido su amistad y su amor. Pero el hombre lo rechazó, no lo quiso aceptar. Y entonces Dios, en un gesto increíble de amor inmenso del que es manso y humilde, infinitamente manso y humilde, se humilla más todavía ante el hombre, se abaja, se deja clavar en la cruz, realizando ese drama de su amor, del amor loco de Dios. El amor loco de Dios es el que se simboliza en el costado abierto de Cristo. Ese costado abierto expresión del amor loco, respuesta del amor loco de Dios a la ingratitud del hombre que le rechaza, que le hiere, que le atraviesa con su pecado. Y de ahí precisamente brota, como respuesta, el torrente de su amor, los torrentes de la salvación, comunicación del Espíritu Santo al mundo. Por eso este costado abierto no fue un detalle insignificante que se realizó en un instante y luego se perdiera en la oscuridad de la historia. Hay un detalle curioso que recoge precisamente el mismo San Juan: Cuando Jesús resucita al mostrarse a los apóstoles, recoge Juan en la narración tres frases programáticas lapidarias, dice: Jesús se puso en medio de ellos. Con esta frase quiere indicarnos que Jesús resucitado glorioso está definitivamente en medio de su Iglesia. Segunda frase que recuerda Juan: Les mostró sus manos y su costado. Ese costado abierto no es pues un detalle sin importancia que queda luego relegado al olvido. Cristo resucitado lo pone de manifiesto, declara ese amor, recuerda ante sus apóstoles ese amor extremo con que ha dado su vida por ellos. Esta segunda frase de San Juan quiere decirnos que Jesús está en medio de su Iglesia no estáticamente, no como simple objeto del amor de los hombres, sino que está activamente, dinámicamente, mostrando su manos y su costado, mostrando su amor extremo, solicitando respuesta de amor. Y como consecuencia, correspondiendo a la sangre y agua que brotaba del costado de Cristo en el momento de la lanzada, símbolo del Espíritu Santo que se comunica al mundo, símbolo de los sacramentos de la Iglesia, símbolo de la Iglesia misma que nace de su costado, Jesús dice a los apóstoles, al mostrárseles en el cenáculo alentando sobre ellos: Recibid el Espíritu Santo. Es la humanidad inmolada y glorificada de Cristo que amándoles les comunica el Espíritu Santo, como lo había prometido en el sermón de la Cena y como se realizará plenamente después de la Ascensión el día de Pentecostés. Ahí tenemos el velo rasgado, el costado abierto. Es la base bíblica de nuestro culto al Corazón de Cristo. No yendo sólo por la línea del término corazón, sino yendo a las realidades redentoras en las cuales encontramos el fundamento, la quintaesencia de ese signo del Corazón de Cristo. Esta representación viene a decirnos de una manera gráfica qué es Cristo para nosotros; en qué consiste la economía actual, a saber, que tenemos comunión con el Padre y el Hijo en el Espíritu Santo, que esa comunión es comunión de amor, que el Padre y el Hijo nos aman. Es lo que nos manifiesta ese Corazón atravesado en la cruz, ese Cristo resucitado de Corazón palpitante, que muestra a los discípulos sus manos y su costado, que está junto a nosotros comunicándonos el Espíritu Santo. Una visión así, presentada eficazmente, vivida realmente, es capaz de curar el ateísmo del mundo contemporáneo. El hombre tiende hoy mucho a imaginarse y construirse un Dios lejano, un Cristo impersonalizado, un Cristo que estima muy elevado, muy teológico, pero que queda muy lejos del hombre. Y ante esa presentación, como protesta a ella, Jesús mismo se pone delante de nosotros y viene a decirnos con un gesto feliz: ¿Por qué me tratas como un ser impersonal si Yo tengo Corazón? Ese es el sentido del Corazón de Cristo. El mismo Cristo pero cercano a nosotros, con su amor abierto, comunicador del Espíritu Santo, que nos envuelve con el fuego de su amor, que nos envuelve y nos ahoga con los torrentes salvadores de su Espíritu. En una ocasión, cuando yo estudiaba esas riquezas escondidas en el Corazón de Cristo y reflexionaba sobre el modo de manifestarlas y comunicarlas, ya que Él se había dignado hacerme entender, y pedía luz para encontrar caminos, formulaciones, expresiones de esa grandeza del amor de Cristo, recibí una respuesta por el camino que menos hubiera podido imaginar. Fue precisamente en la proyección de una película documental. Había sido invitado a verla. No sabía yo de que se trataba, sólo me habían dicho que era de sumo interés. Entré algo retrasado en la sala y al mirar a la pantalla vi dos manos que se movían. Me pareció algo de poca importancia. Y al llegar al lugar que debía ocupar observé que los que estaban allí cerca estaban sentados en tensión, con los ojos fijos en la pantalla, con el cuello alargado… Pensé para mí: No será para tanto. Miré de nuevo a la pantalla y también yo me quedé como ellos, con esa tensión, casi sin poder respirar. Es que las secuencias que entonces se proyectaban me iluminaron sobre el sentido de aquellas manos que antes me habían dejado tan indiferente. Se trataba de las manos de un cirujano que estaba operando en el corazón. Se podía ver al paciente con el pecho abierto y al cirujano que intervenía a corazón abierto. Y lógicamente todo el mundo estaba pendiente de aquella operación, porque allí un descuido y le costaba la vida al paciente. Y entonces comprendí: Eso es el Corazón de Cristo. Nuestra vida es como yo veía antes las manos en la pantalla, que me parecían sin importancia. Nuestra vida a los ojos humanos es una vida sin trascendencia. ¡Son cosas tan pequeñas las que nos suceden en nuestra vida ordinaria! Pero viene esa luz del Corazón de Cristo y nos hace entender que nuestra vida es una operación en el Corazón abierto de Cristo. Nuestra vida repercute en el Corazón de Cristo. Cada una de nuestras decisiones personales, humanas, no son simplemente algo sin importancia. Y hablo no sólo de la mía, hablo de la vida de cada uno de los hombres. Todas las vidas humanas repercuten en el Corazón de Cristo, son una operación en el Corazón abierto de Cristo, son un gozo o un dolor. Por eso una visión así no nos arranca de la vida real, sino que le da a esa vida real su sentido íntimo, profundo, su sentido cristológico. Y entonces comprendemos que el Corazón de Cristo resucitado vivo es como el corazón de toda la humanidad, repercute en él todo lo que hace el hombre, todo lo que nosotros hacemos al hombre. Y comprendemos el sentido profundo, vitalísimo, de aquella frase de Jesús: Lo que hacéis a uno de estos a mí me lo hacéis. Lo hacéis de verdad, repercute en mi Corazón. Se lo hacemos a Él directamente cuanto hacemos a los hermanos. Esta visión nos da una sensibilidad especial para cuanto es el trato con los demás, para la caridad, para la justicia, para la dimensión horizontal de nuestra vida. Todo queda revestido de ese sentido cristológico. Estamos operando en el Corazón palpitante de Cristo resucitado vivo. Y esto no es una imaginación. Esto no es una idea caprichosa que entonces pudo pasar simplemente por mi cabeza, sino que encontramos su fundamento en la misma revelación cristiana. Vamos al capítulo 9 de los Hechos de los Apóstoles. Allí leemos cómo Saulo, respirando amenazas contra los cristianos, va camino de Damasco dispuesto a encarcelarlos, con todos los permisos necesarios. Y he aquí que se encuentra frente a él a Cristo resucitado vivo de Corazón palpitante que le derriba por tierra y le dice: Saulo, Saulo, (palabra de amor), ¿por qué me persigues? Y él pregunta: ¿Quién eres tú, señor? Yo soy Jesús a quien tú estás persiguiendo. Está persiguiendo de veras a Cristo, Corazón palpitante de Cristo. ¿Por qué me persigues? Algunos se asombran de que en las manifestaciones de Paray-le-Monial el Señor hubiera dicho a Santa Margarita: Mira este Corazón que tanto ha amado a los hombres y en recompensa es ofendido por ellos. Les asombra porque piensan que Cristo está ya glorioso, que esas son maneras de hablar de más o menos buen gusto… Pero, ¿es que hay tanta diferencia entre esas palabras del Señor y las palabras dirigidas a Saulo? Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? Yo soy Jesús, a quien tú estás persiguiendo. Pero si es lo mismo. Toca el fondo de lo que es la vida cristiana, de lo que es la vida del hombre: su repercusión en el Corazón de Cristo. Porque aquello no sucedió a Saulo o en aquel caso como un especial privilegiado, sino que en él se nos revela la estructura de lo que significa el comportamiento cristiano frente al Señor. Por eso hay un momento en la vida de cada uno de nosotros en el que el Señor quizás nos ilumina y llamándonos interiormente por nuestro nombre nos dice: Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? ¿Por qué me persigues con esa vida tibia, con esa vida negligente, con esa vida fría, con esa vida llena de injusticias, con esa vida llena de impurezas? ¿Por qué me persigues? Yo soy Jesús, a quien tú estás persiguiendo. Y esta gracia del Señor, si nos la concede, cambia nuestra vida. Eso hace que sintamos toda nuestra vida empapada por la presencia de Cristo vivo; eso que el mismo San Pablo repite continuamente: Todo y en todo Cristo. Esta es la visión fundamental, el contenido del misterio del Corazón de Cristo. Quien tiene esta visión ha dado ya con lo fundamental. Cuando nosotros decimos de una persona que tiene corazón, queremos decir con ello dos cosas: Primero que ama, tiene corazón. Segundo que es sensible a la respuesta del amor. ¡No le trate así que tiene corazón! En este doble sentido hablamos del Corazón de Cristo. Decimos que Cristo tiene Corazón. Mejor, podemos decir que Cristo es Corazón, porque así como Dios es Amor, podemos decir que el Dios hecho hombre es Corazón. |