Luis María Mendizabal SJ
Vamos a exponer en esta charla de hoy, con la necesaria brevedad, el primer aspecto
de la interioridad del Corazón de Cristo, a saber, Dios en Cristo nos ama ahora. Es un
tema que se debe desarrollar cuidadosamente en nuestra vida espiritual, porque es
fundamental la persuasión de que Dios en Cristo nos ama ahora y nos ama a nosotros. Es
verdad difícil de aceptar. Solemos decir que sí, que la creemos, teóricamente. ¡No faltaba
más! Pero una cosa es creer como simple teoría y afirmación de principio y otra cosa es
ese creer que nos agarra desde dentro; ese creer verdadero es la clave de la conversión.
Pero es costoso. Nos resulta especialmente costoso a nosotros el llegar a esa fe viva.
Los motivos son estos: Primero, porque tenemos una idea equivocada de Dios.
Segundo, porque tenemos una idea baja del hombre. Y, por fin, tercero, porque tenemos
un sentimiento muy profundo de la propia miseria.
Primero, porque tenemos una idea equivocada de Dios. Prácticamente pensamos en un
Dios totalmente distinto de nosotros. Se ha extendido mucho esa corriente que presenta a
Dios muy por encima de nuestras pequeñas cosas. Algo hay de verdad en esta afirmación,
evidentemente. Pero en consecuencia se llega a afirmar que a Dios no le puede interesar
mucho nuestra vida, porque Dios es demasiado grande, Dios es infinito, no hay que
empequeñecer a Dios creyendo que Él está preocupado y ocupado con nuestros detalles
de cada día; Dios está muy por encima del hombre. Y así fácilmente deformamos la figura
de Dios, fácilmente lo presentamos como un Dios autosuficiente, lo cual es blasfemo, es
falso. La autosuficiencia denota una postura psicológica, que no es simplemente el que
Dios sea Dios, sino que presenta y connota un Dios en cierta manera soberbio; y Dios no
es soberbio.
Ese aspecto de la lejanía de Dios, del Dios abstracto, del Dios que no se comunica con
nosotros de verdad, del Dios autosuficiente, puede hacer mucho daño a nuestra vida
cristiana. No lo imaginamos como un Dios verdaderamente de amor.
Lo mismo cuando presentamos a Dios como impasible, entendiendo esta palabra con
un sentido de resonancia psicológica, como un Dios que está por encima de toda la
movilidad psicológica que nosotros llamamos amor. Indudablemente Dios es impasible
en el sentido metafísico de la palabra, pero su amor no es un amor del Olimpo, un amor
que no fuera verdadero amor en la realidad.
Cuando vamos a examinar: ¿Qué entiendes por amor de Dios a nosotros? Se encuentra
uno con que se extrañan al encontrarse con una frase como esta de San Juan de la Cruz
(y es de San Juan de la Cruz, del doctor místico), en la estrofa tercera de la Llama de amor
viva dice así: Siendo Dios la virtud suma de la humildad, con suma humildad y estimación
te ama e igualándote a sí te dice con aquel rostro suyo lleno de gracias, no sin gran
deleite tuyo: Soy tuyo y para ti y me alegro de ser lo que soy para ser tuyo y para darme
a ti. Ante esta expresión tan sorprendente, que no se entiende, sentiría uno quizás la
tentación de pensar que nos estamos moviendo en un quietismo infundado; y sin embargo
cuando decimos que Dios ama de veras hablamos de esto. Dios se alegra de ser lo que es
para darse a ti, para ser tuyo. Y eso es el amor.
Este es pues uno de los primeros motivos que decíamos, que nos hace costoso creer en
el amor de Dios, esa desfiguración de Dios.
De una manera parecida decimos que Dios es el Señor. Y para ponderar que Dios es
el Señor llegamos a pensar que Dios podía haberte criado y haberte mandado al infierno,
porque Él es dueño absoluto. Y sin embargo tales expresiones desfiguran de hecho a Dios.
Dios es Señor, pero es Señor de amor. Así pues, la figura de Dios se deforma. Decimos
que sí, que es amor, pero con un sentido de amor que resulta ininteligible.
Segunda razón por la que nos cuesta aceptar esta verdad del amor personal que Dios
nos tiene, que Dios vitalmente nos ama, es: La baja estima que el hombre tiene del
hombre. También esto tenemos que tenerlo presente. Es idea de San Agustín, el cual
afirma que una de las razones del ateísmo es la baja idea que el hombre tiene del hombre.
Como nosotros estimamos muy poco al hombre, a los hombres concretos, no acabamos
de creer que Dios les pueda amar, y no acabamos de creer que Dios lo haya hecho y
creado al hombre, nos parece que no merecía la pena de hacerlo. Ahí está la raíz. Dios
ocupado del hombre, en el fondo no lo acabamos de creer.
Tercera razón es que dentro de la pequeñez del hombre cada uno de nosotros se conoce
un poco a sí mismo, un poco, y conoce que está lleno de pequeñeces, de fallos, de
miserias, que trata de encubrir como puede; normalmente solemos vivir con una careta,
encubriendo lo que llevamos dentro, presentando una figura que sea un poco más
aceptable a los demás, porque en el fondo tenemos la impresión neta de que si nos
conocieran como somos no nos querría nadie. Eso lo llevamos dentro. Entonces tratamos
de encubrirlo a los demás; lo conseguimos hasta cierto punto. Pero, delante de Dios que
nos ve hasta el fondo: ¿Cómo Dios puede quererme a mí con todo lo que yo tengo de
limitación, de miseria, de pequeñez?
Todas estas razones están influyendo sin duda; el caso es que no acabamos de creer
que Dios nos ama. Pienso que la gran gracia que trae consigo la devoción al Corazón de
Cristo es que de una manera gráfica, de una manera diríamos sacramental, no en el sentido
de los sacramentos de la Iglesia, sino en el sentido de los sacramentales de la Iglesia,
como una especie de signo escogido por el Señor con eficacia especial y asistido por su
gracia nos hace entender que nos ama, nos lleva a eso, nos hace caer en la cuenta de que
nos ama de veras a nosotros concretamente.
Para entender el misterio de ese amor de Dios a nosotros tenemos que ir a las fuentes
de la fe, porque realmente se trata de un punto fundamental, de la quintaesencia del
cristianismo. La palabra de San Juan nos ilumina: Nosotros hemos creído en el amor. Los
cristianos son los que han creído en el amor. Y cuando Juan habla del amor habla de amor
personal. No sólo que Jesús ama a la humanidad entera, al pueblo de Dios en general,
hemos creído en el amor personal de Jesucristo a cada uno de nosotros. Recordemos la
palabra de Jesús: Si alguno me ama, mi Padre le amará y Yo le amaré; y vendremos a él
y haremos nuestra morada en él. Si alguno me ama… Es perfectamente personal y a ese
que me ama Yo le amaré. Igualmente cuando en el capítulo sexto dice: Quien come mi
carne y bebe mi sangre vive en mí y Yo en él. Es relación personalísima: El que come mi
carne. Y está refiriéndose al tiempo después de su muerte y resurrección, a nuestro
tiempo. Otro tanto expresa San Pablo cuando exclama: Me amó y se entregó a la muerte
por mí.
Nosotros hemos creído en el amor. Este es un punto fundamental del Evangelio: la fe
en el amor personal. Dios, en Cristo, me ama a mí. Hablando de nuestra economía,
hablando del tiempo después de su muerte y resurrección habla de nosotros que habíamos
de creer en Él.
Igualmente llama la atención como Jesús suele dirigirse a cada uno de los apóstoles
por su nombre, muchas veces. Simón, Simón, dirá a su apóstol. Saulo, Saulo, dirá a su
perseguidor, que va a convertir en apóstol. Siempre en esa relación personal a cada uno
de los discípulos.
Y en el capítulo 15 de San Juan dice en sus efusiones después de la Eucaristía: Ya no
os llamo siervos, os llamo amigos. Tenemos, pues, esa relación de amistad, esa relación
de amor. Notando bien que cuando Jesús habla de amigo, no toma esta palabra como en
un grado inferior a hermano, se refiere a la relación mutua de amor. Basta notar que
pueden ser dos hermanos y no ser amigos. En cambio cuando hablamos de ser amigo no
puede entenderse sin serlo de hecho, sin que estén unidos en el amor. Los hermanos son
también amigos cuando están en buenas relaciones. El término amistad no se contrapone
a esas otras realidades de vinculación de carne y sangre, sino que indica la relación vital
existente entre dos con comunicación mutua de amor. Cuando dos hermanos viven su
hermandad, entonces tienen una amistad más estrecha que dos simples amigos, pero
siempre supuesto que vivan de hecho su relación interpersonal de amor.
Luego, el mismo Jesús llamará a esos mismos apóstoles hijitos míos. Y más adelante
ya resucitado enviará a María Magdalena: Vete y di a mis hermanos. Son sus hermanos,
pero hermanos unidos con una relación mutua, interpersonal de amor. Es la amistad. Y
gracias a la redención de Cristo podemos llamar a Dios mismo Amigo, Padre; pero en el
sentido de padre vivido, cordialmente expresado.
En la parábola en que Jesús habla del amigo importuno nos presenta al hombre que se
acerca a Dios como un amigo a su amigo, y por eso tiene el valor de despertarle en la
noche y de llamar obstinadamente a la puerta hasta que le dé el pan que necesita. Todo
esto lo hace porque es amigo; es la suposición que está en la base de toda la parábola. Por
eso según algunos comentaristas debería llamarse mejor la parábola del amigo, de Dios
amigo del hombre. Dios, Padre, en una relación íntima de amor conmigo. Así tenemos
que acercarnos a Dios en Cristo, como amigos, sin tener miedo de ser importunos, porque
es amigo y no se molestará sino que acabará por abrirnos.
Tenemos que procurarlo nosotros y ayudar a cuantos encontremos en nuestro camino
a que capten esta grandeza, este misterio de condescendencia divina. Creo que muchos
fieles cristianos sufren hoy mucho, no son buenos en el fondo porque no conocen a Dios
y no conocen lo bueno que es Dios. Porque Dios es muy bueno, muy bueno. Y no llegan
a entenderlo.
El Señor para expresar ese amor que tiene respeto de nosotros, para expresar esa
relación interpersonal de intimidad de amor, se ha servido de muchas imágenes,
empezando por el Antiguo Testamento. Es verdad que a Dios en el Antiguo Testamento
no le llamaban Padre a título individual. Era Padre de Israel, era Padre de todo el pueblo,
pero no de cada uno de los miembros de Israel. Sólo algunos personajes muy selectos lo
llamaban Padre a título individual. Pero a pesar de toda esa relación de Dios con su
pueblo, el trato de amor con el pueblo nos puede servir de imagen para expresar y para
presentar la relación que en el Nuevo Testamento Dios establece con cada uno de los
hombres, es precisamente característico del Nuevo Testamento. Y por eso, como en el
Nuevo Testamento somos llamados a esa intimidad, a ser discípulos de Dios, íntimos de
Dios, de la familia de Dios, aplicamos lo que dice del amor de Dios a Israel a este amor
que Dios tiene a cada uno de nosotros.
Encontramos estas imágenes que nos pueden ayudar: Dios dice que ama a Israel como
a la niña de sus ojos, como una madre a su niño de pecho: Si una madre puede olvidarse
de su niño de pecho, Yo nunca me olvidaré de ti. Esto en el Nuevo Testamento tenemos
que aplicarlo al amor personal que tiene a cada uno de nosotros, a la relación interpersonal
que establece con cada uno de los hombres.
Pero hay más. Los profetas usan una imagen que nosotros probablemente no nos
hubiéramos atrevido a utilizar. De formas diversas llegan a decir que Dios busca al
hombre como un hombre busca a la mujer que desea. Es decir, que Israel es como su
esposa, a la que Dios desea, que Él busca. Esto es impresionante. Si uno volatiliza lo que
es ese amor de Dios no lo puede entender. Este es el gran misterio.
Ese afán, esa búsqueda del amor de Dios, aparece en el Nuevo Testamento, por
ejemplo en la parábola de la oveja perdida, en la que el pastor dejando a las noventa y
nueve en lugar seguro busca a la que se le ha perdido; y la busca con tanta fatiga… Es
verdad. Podemos decir de verdad que Dios tiene sed de tu amor, verdadera sed. Todos
sabemos que Dios es ser necesario, que Dios es felicísimo en sí mismo. Eso lo sabemos.
Pero si vamos a la revelación de ese Dios, en esa revelación encontramos claramente que
Dios tiene sed del amor del hombre. Es el drama de la redención: Dios tiene sed. Esto no
es una idea infundada, quietista, desequilibrada. Recordemos la escena de Jesús con la
samaritana: Mujer, dame de beber. Con esas palabras Jesús no le pedía el agua material.
Como dice muy bien San Agustín: Tenía sed de la fe de la mujer. Tenía sed de la entrega
y del amor de aquella mujer. Era su sed, la sed que tendrá en la cruz. La sed de Cristo en
la cruz no es sólo sed material, es la sed de comunicar el Espíritu, de que se reciba el
Espíritu Santo, de que entre el hombre en comunión con el Padre, la sed del amor. Esto
es impresionante. Dios tiene sed de tu amor, de tu amor. Si comprendieras hasta que punto
Dios tiene sed de tu amor no ahorrarías esfuerzo alguno por saciar esa sed del amor de
Dios. Es el gran misterio del amor.
Al hablar así de ese amor verdadero, que es el que nos quiere recalcar esa imagen
misma del Corazón abierto de Cristo, tenemos que subrayar que Dios desea tanto ser
amado de nosotros… No es en el sentido de una especie de satisfacción egoísta, que a Él
le falte, una satisfacción egoístamente buscada por Dios, sino que es la sed que procede
de la infinitud del amor, porque el amor es darse y desear ser recibido. Tenemos que
recalcar ese amor, esa sed de amor, que es sed de amor de amistad, sed de que
establezcamos comunión de amor con el Padre y con el Hijo.
Hay que recalcar todavía en este mismo campo de la sed del amor de Dios que tiene
el matiz de una intimidad abierta a nosotros. Lo que indica el Corazón es la intimidad
abierta. A la juventud le arrastra Cristo rey, es claro; pero no siempre llega a captar la
intimidad abierta de ese Cristo. Le arrebata a veces como líder, o se lo presenta así.
Podemos presentar a Jesús como dirigente de un gran movimiento, y entonces la juventud
va detrás; y hace una manifestación pública. Todo esto es relativamente fácil. Pero no ha
llegado quizás todavía al Jesús de la intimidad abierta, que es lo que nos presenta el
Corazón de Cristo. Ese Corazón de Cristo indica que Jesús es rey por su intimidad abierta,
no rey por la fuerza. Claro está que al joven le atrae la fuerza, el vigor, por eso nos gusta
presentar un Cristo vigoroso, un Cristo líder. Se puede hacer. Se debe hacer también,
porque es un aspecto que puede ser perfectamente válido. Pero mientras no lleguemos al
Cristo de la intimidad abierta, que nos abre la intimidad del Padre no hemos llegado
todavía a la esencia del cristianismo. Por eso tenemos que recalcar que el cristianismo no
se reduce a un entusiasmo. Eso no basta. Está bien que tengamos entusiasmo, lo hemos
de tener y vibrante; pero tiene que llegarse al amor de intimidad, al amor de amistad.
Santo Tomás al hablar de la vida de la gracia insiste que no se trata de simple amor,
sino de amistad con Dios. ¿Qué diferencia hay entre amor y amistad? El mismo Santo
Tomás lo clarifica: El amor, dice, puede ser unilateral, puede ser de benevolencia, puede
ser de entusiasmo. Y el amor de benevolencia, el amor de entusiasmo se puede dar sólo
en una de las partes. Sucede a veces que uno vibra de entusiasmo por un personaje, el
cual no sabe siquiera que exista un tal admirador.
Podemos verlo en un ejemplo de cada día: Un peregrino que llega a Roma y acude a
una de las audiencias del Papa en el Vaticano y ve al Papa por primera vez, y se
entusiasma, y grita, y sale de la audiencia contentísimo porque ha visto al Papa y lo ha
visto de cerca. Pero le podríamos hacer una pregunta: ¿Y el Papa, te ha visto a ti? Ni
verle. Y si le ha visto ha sido por un mero cruzarse de sus miradas, pero como si no le
hubiera visto. No ha llegado a una intimidad. Se trata de un entusiasmo. No puedo salir
de la audiencia diciendo: El Papa y yo nos hemos hecho amigos.
Pues bien, el cristianismo no es ese simple entusiasmo, sino que es una amistad con
Cristo. Y la característica del amor de amistad es precisamente esta: Que es amor
mutuamente conocido, mutuamente comunicado. Es interesante advertir que no basta que
exista el amor por una parte y por otra, ni siquiera que el amor del uno sea conocido al
otro y de este al primero. Esto hemos de aplicarlo a nuestra relación con Dios. No basta
que Dios sepa que yo le amo, lo cual conoce por su omnisciencia. Ni basta que yo sepa
que Dios me ama. Es necesario que Dios me declare a mí su amor y que yo declare mi
amor a Dios; con actitudes que son distintas como postura interior del hombre; es un
corazón que se abre a Dios, como Dios se abre al hombre. Es un corazón que recibe la
abertura de Dios. Un Dios, pues, que se abre al hombre en su contacto personal con él.
Esto es fundamental en la vida interior. Y Dios suele hacer entender al hombre en su vida
íntima que le ama. Entonces se actualiza aquella amistad plena que se había iniciado ya
con la infusión de la gracia santificante.