El Misterio del Corazón de Cristo. ¿POR QUÉ ME PERSIGUES?

Luis María Mendizabal SJ

Antes de entrar en el tema de la repercusión de la respuesta del hombre en el Corazón
de Cristo vamos a recordar y aquilatar el concepto de amistad con Dios con que
terminábamos la charla precedente.
Decíamos que el trato del hombre con Dios es de amistad, no sólo amor. Nuestra
relación con Cristo y con el Padre ha de ser de amistad. Esa amistad lleva consigo que
sea un amor mutuamente comunicado. La visión del misterio del Corazón de Cristo tiene
una eficacia especial para introducirnos en esa amistad. Nos revela la intimidad abierta
de Dios y nos invita a abrir nuestra intimidad a Dios y a los hermanos.
Es iluminador en este sentido el pasaje de Zaqueo, el publicano, en cuya casa el Señor
mismo se invitó. El contacto de amistad con el Señor le transforma interiormente. En el
banquete, puesto en pie, anuncia que dará la mitad de sus bienes a los pobres y que si en
algo ha defraudado a alguien le devolverá cuatro veces más. De aquel encuentro sí que
debió de salir Zaqueo diciendo: Jesús es ya mi amigo, ha estado en mi casa, todo ha
cambiado en mi vida. No tenemos que temer que la amistad con Cristo derive en un
intimismo retraído y egoísta. Si es verdadera amistad nos comunicará las mismas
disposiciones de Cristo, nos identificará con Él en amor; por lo tanto sentiremos en
nosotros las mismas disposiciones de Cristo hacia los hermanos; nos identificará también
con ellos, sentiremos el impulso de la generosidad, de la entrega, el hambre de justicia y
de amor hacia nuestros hermanos.
Con esto entramos en el tema que nos ocupará en el día de hoy. La vida del hombre,
la respuesta de la amistad humana llega al Corazón de Dios, al Corazón de Cristo. Este
es uno de los aspectos más interesantes y vitales de la vida cristiana.
Para tratarlo vamos a partir de nuevo de la respuesta del hombre que llega a Dios y en
otra conferencia, a su tiempo, trataremos de cuál ha de ser esa respuesta del hombre al
misterio del amor de Dios en Cristo.
Vamos a fijarnos, pues, primero en esta dimensión: El pecado llega al Corazón de
Dios. Es un tema en sí sumamente interesante, muy estudiado teológicamente en nuestros
días. Suele presentarse la dificultad respecto del Corazón de Cristo resucitado, aduciendo
que está ya resucitado, que es bienaventurado, que la muerte no puede hacer garra en Él.
Todo esto se admite. Pero resulta que hoy la cuestión teológica se ha trasladado al mismo
Dios y uno de los puntos que hoy teológicamente se estudia y discute es lo que se llama
la teología del sufrimiento de Dios. Hay varias obras serias recientes, que se ocupan del
tema. Hay títulos como: El sufrimiento de Dios. El misterio del sufrimiento de Dios. Y
un teólogo francés actual llega a decir: No se puede entender nada del misterio de la
Redención mientras no se admita que se puede herir a Dios en la pupila de su ojo y en lo
más profundo de su Corazón. Hay que tomar muy en serio las numerosas expresiones
bíblicas según las cuales Dios aparece como internamente conmovido de dolor por el
espectáculo de la miseria humana. Estas son verdaderas realidades del orden espiritual.
Diríamos que nos encontramos en el campo del avance último de la Teología. Por otra
parte sabemos todos que es tema delicado, muy difícil, del que siempre hace falta matizar.
Si uno dijera: Dios sufre. Le diríamos: No es exacto. No es verdad. Hay que matizar
esa expresión. Pero si otro me dijera: Dios no sufre. Le diría: Eso es todavía menos
verdad. Tiene usted que matizar aún más esa expresión. Porque el decir simplemente que
Dios no sufre por el pecado produce la impresión de que a Dios le da lo mismo el pecado.
Y eso no es verdad. Por lo tanto una y otra afirmación son inexactas; hay que matizar
ambas. Pero diría yo que se acerca más a la verdad revelada decir que Dios sufre por el
pecado que decir que Dios no sufre por él. Aun cuando todos estemos de acuerdo en que
ambas expresiones hay que matizarlas.
El tema es, pues, apasionante porque toca la realidad de nuestro contacto vital con
Dios. Porque si aquí no damos con la expresión justa la impresión puede ser fatal.
En un artículo escrito en una revista científica en 1969† decía: En el fondo de la
rebelión contra Dios que se advierte en una masa de no cristianos se esconde la idea
absurda e intolerable de un Dios insensible en su cielo al mal de los personajes a los
cuales hace representar un papel de teatro. Si la gente supiera que Dios sufre con
nosotros, y mucho más que nosotros, por el mal que destroza la tierra cambiarían muchas
cosas y muchas almas se liberarían.
Estamos, pues, en un punto importante para que no vivamos en un mundo de ficción.
Para explicarlo teológicamente creo que el mejor camino es caer en la cuenta de que sólo
se trata de una explicitación de lo que decíamos de la verdad del amor de Dios; sólo se
trata de eso. Nuestra verdadera dificultad para llegar a creer la realidad es comprender,
acercarnos de alguna manera a la comprensión de cuán de veras nos ama Dios. Porque
resulta que si el amor en Dios lo concebimos como un amor que no le importa nada lo
que le pasa al hombre, eso no es amor. Ahí está pues la clave: Hasta qué punto nos ama
Dios.
En una ocasión decía un conferenciante en un tono un tanto demagógico: A Dios no le
importa que yo le ame. A Dios le importa que yo ame al hermano. Si fuese verdad la
primera parte de la frase, la segunda no tendría sentido; porque podríamos decir: Si a Dios
no le importa que yo le ame, ¿qué le importará que yo ame al hermano? Si no le importa
que le ame, porque estoy muy lejos de Él y Él está muy lejos de mí, qué le importará que
yo ame al hermano, que tan lejos como yo está de Dios. La verdad es muy distinta. La
verdad es que a Dios le importa que yo le ame y a Dios le importa que yo ame al hermano.
Esto hay que recalcarlo. Hay que matizar el lenguaje que empleamos, es cierto. Por eso
en vez de decir: Dios sufre por nuestra respuesta. Yo diré: A Dios le llega al alma, le llega
al Corazón.
Pero la primera cuestión que se nos presenta es esta: A Dios le llega en general nuestra
respuesta. Esto lo deducimos de la presentación misma del Nuevo Testamento. Se
presenta como el establecimiento de una relación nueva con Dios, de comunión con el
Padre y el Hijo en el Espíritu Santo. Ahora bien, si nuestra respuesta no llegara a Dios no
hablaríamos de comunión con el Padre y el Hijo en el Espíritu Santo. ¿Qué comunión
existiría si lo que yo hago no le llega, si mi respuesta no le interesa? Por eso el verdadero
misterio es que existe comunión, comunión de amor, y en consecuencia podemos decir,
así al menos en general: Nuestra vida, nuestro comportamiento llega al Señor, interesa al
Señor, vivimos una verdadera comunión. Y esto por el enfoque del Nuevo Testamento.
Al tratar este tema tenemos que matizar ya un poco más y concretándolo diríamos,
después de la generalidad de que nuestra respuesta llega a Dios, que en concreto nuestra
respuesta buena, fundándonos en los textos bíblicos, es gozo de Dios. Y para confirmarlo
recurriríamos al capítulo 15 de San Lucas, el capítulo de la misericordia, el capítulo de la
† No entiendo bien el nombre del autor. Puede ser Mariten oveja perdida, del hijo pródigo.

Es claro que en esas parábolas el punto culminante es el gozo de Dios por la conversión del pecador: Hay más gozo en el cielo… Sabemos que esa fórmula en el cielo es muchas veces un modo de evitar la mención del nombre de Dios.
Hay gozo en el cielo, es decir, hay gozo en Dios por un pecador que se convierte.
Lo mismo en la parábola de la dracma perdida: Hay gozo en los ángeles del cielo.
Claro está que ahí se refiere a los ángeles que están en el cielo, pero una alegría
compartida con la mujer dueña de la dracma que convoca a sus amigas. En el cielo los
ángeles participan del gozo que Dios tiene, que les llama a alegrarse.
Y en la parábola del hijo pródigo, no hay aplicación de la parábola a la realidad, y es
que el padre de la parábola se identifica con el mismo Dios. La parábola termina en la
realidad.
En todas estas parábolas hay, pues, un hecho: Se alegra Dios de la conversión del
pecador. Y es un detalle delicadísimo que en ellas no se habla del gozo del pecador, sino
que el gozo que se destaca es el de Dios, que se alegra de que el pecador haya vuelto a
Él.
Las obras buenas son, pues, gozo de Dios, llegan al Corazón de Dios.
Lo mismo podríamos notar cuando el Señor afirma: Si alguno me ama, mi Padre le
amará y Yo le amaré. Y vendremos a él, y haremos nuestra morada en él.
La respuesta de amor llega al Padre. Si al Padre no le importará, no le llegara, no
correspondería con ese amor, no se enteraría si quiera de la respuesta del hombre.
Tenemos, pues, el aspecto de las obras buenas que son gozo de Dios. Es algo para
nosotros incomprensible, pero real. Aquí suele surgir inmediatamente un razonamiento
teológico: Dios es necesario, Dios es inmutable, Dios no necesita de las criaturas. Todo
eso es absolutamente verdad. Es así. Es así. Pero no confundamos nunca ese Dios
inmutable entendido en su sentido metafísico, con la connotación psicológica de
inmutable. Una cosa es la inmutabilidad como realidad de acto puro y otra es que
presentemos esa realidad como actitud psicológica de Dios, como si esto comportara una
visión fría de la realidad: Es el hombre que contempla inmutable una desgracia. Y esto
parece que es lo que ponemos en Dios.
¿Cómo se unen esa inmutabilidad metafísica con ese amor tan sensible a la respuesta
del hombre? Esto para nosotros es un enigma, como es un enigma Dios. Pero ahí debemos
apoyarnos en la revelación. Y en la revelación esto está claro, nos habla del gozo de Dios,
dentro de lo que recalca la infinitud de Dios. En el fondo lo que no comprendemos es el
amor infinito. Ahí está la cuestión última. Por eso no comprendemos la fe en un amor
infinito, porque es infinito precisamente en el amar.
Y vamos ya al segundo aspecto, todavía quizás más difícil para nosotros: El pecado
llega a Dios, llega al Corazón de Cristo. En lugar de decir: Dios sufre por el pecado;
decimos: el pecado llega al Corazón de Dios, le ofende verdaderamente, personalmente.
Es el punto que podríamos denominar decisivo. En el fondo no es muy diferente del que
acabamos de indicar, siempre que entendamos lo que es verdadero amor. El orden
sobrenatural en el fondo no es más que esto, el que el hombre ha sido llamado a una
verdadera relación interpersonal de amor con Dios. El hombre ha sido creado por Dios,
ser inteligente, capaz de amar, rey de la creación. Dios podía dejar al hombre en esa
situación de criatura bajo Él, Dios le amaría como criatura, le cuidaría con su providencia,
sería el orden creacional, el orden natural. En esa situación el pecado del hombre, la
inobservancia de la ley impuesta por Dios no sería ofensa de Dios en sentido estricto.

Ofensa se da sólo donde hay relaciones personales de amor, al menos ofrecidas. El
rechazar un ofrecimiento personal de amor puede ser una ofensa. El orden sobrenatural
comienza pues cuando Dios dice a este hombre: Te quiero introducir en mi comunión de
vida trinitaria, te quiero como amigo, te quiero hacer mi hijo, mi hermano, y entablar
contigo unas relaciones de entrega mutua de amor.
Y esto es lo que Dios ha hecho. Dios jugándose el tipo. Porque Dios quiere hacer al
hombre libre, capaz de aceptar o rechazar su amor. En su humildad infinita, que es propia
del amor, le ofrece al hombre su amistad, su relación personal de amor. Y el hombre lo
rechaza. Adán y Eva no lo aceptan. Luego vendrá el nuevo ofrecimiento de la redención,
la humillación asombrosa del Hijo de Dios hasta la cruz, hasta arrodillarse a los pies de
cada uno de los hombres ofreciéndole su amor y su sangre. Pero aquí está el punto: el
hombre admitido, invitado a la relación interpersonal de amor.
Al entablarse esa relación interpersonal de amor cambia la situación del hombre y
ahora el comportamiento malo del hombre ofende a Dios. Le ofende porque Dios le ama
y quiere su bien. Le llega al alma a Dios porque ama al hombre.
Aquí se comprenden las palabras magistrales de Pablo VI, que en la constitución sobre
las indulgencias, después del Concilio Vaticano II, escribía: Para toda mente cristiana de
cualquier tiempo, siempre fue evidente que el pecado es no sólo la transgresión de la ley
divina, sino una verdadera ofensa de Dios que escapa la capacidad de la mente humana.
Tenemos analogías en el orden humano. Supongamos un joven en medio de un pueblo.
El comportamiento de una determinada chica le deja totalmente indiferente, porque no le
une con ella ninguna relación de amor. Pero si llega a enamorarse de ella, entonces el
comportamiento de esa chica le llega al alma, ahora le ofende que proceda mal.
El decidirse a amar es un momento personal libre. Si no quiere uno libremente no se
da el paso al verdadero enamoramiento personal. Hasta entonces podrá sentir atracción,
pero una vez encadenado el comportamiento, entonces le llega al alma, porque le ama,
porque se ha unido en una vinculación de relación interpersonal.
Ahora se comprende cómo el pecado del hombre llega a Dios, llega al alma a Dios.
Dios es despreciado en su amor, rechazado en su amor: Crié hijos y mis hijos me has
despreciado.
En un razonamiento muy humano se hace con frecuencia el siguiente discurso: Dios
está demasiado lejos del hombre. El hombre no puede herir a Dios, no puede hacer nada
a Dios. Y es verdad. Pero es que la acción del hombre no alcanza a Dios en cuanto acción
producida por él. Hay una distancia infinita que hay que mantener muy clara entre Dios
y el hombre. Pero ese abismo lo ha superado Dios amando. Lo que llega al alma a Dios
es su amor, el amor que nos tiene, con el cual ha saltado ese abismo, se ha acercado al
hombre; y ahora la respuesta del hombre le hiere en su amor, ese amor con el que ha
superado el abismo.
Diríamos con una imagen del orden humano: Un niño de pocos años que amenace a
su madre con el puño cerrado. ¿Le puede hacer algo? Nada. Pero a su madre le duele
porque le ama. Ese comportamiento hiere a su madre por el amor que tiene al niño, al ver
que no es correspondida por su hijo pequeño, al ver que el niño pequeño se comienza a
desviar.
Aquí está, pues, la explicación. El amor de Dios supera el abismo que separa al Creador
de la criatura. Así se comprende el drama de la Redención y se comprende que el hecho
de que Dios se haya decidido libremente a amar al hombre, a amarle con amor de amistad
es más impresionante y misterioso que crearle. Porque crear al hombre deja a Dios intacto,
ahí queda la realidad. Pero Dios al amar se hace vulnerable en el amor; esto es lo
verdaderamente misterioso.
Es el proceso que vemos a través de todo el Antiguo Testamento. Los profetas para
recalcar la ofensa de Dios cometida por Israel siguen un esquema semejante: Yo te he
escogido, te he buscado, luego te he desposado conmigo y me has traicionado, has ido
tras otros amores. Lo podemos ver en Isaías, capítulos 54 y 62. También Jeremías en el
capítulo tercero dice: Como una mujer engaña a su compañero, así me has engañado tú
a mí. Ezequiel por su parte dedica tres capítulos, el 16, el 20 y el 23, para describir la
historia de la infidelidad de Israel contra Dios. Y Oseas recoge, en el capítulo 2 y en el
capítulo 11 principalmente, el contenido de estos mismos aspectos.
Ahora, eso que sucede con el pueblo de Israel en el Antiguo Testamento, sucede en el
Nuevo con cada uno de los hombres. Ese amor con que Él se une a cada uno de nosotros,
nos introduce en su comunión, y el hombre desprecia, no digo que desprecie formalmente
y explícitamente, pero desprecia de verdad esa invitación de Dios. Este es el campo
misterioso de las relaciones con Dios. El pecado llega a Dios, es muy vital, sumamente
importante.
¿Qué es entonces ese cuasisufrimiento de Dios, como llama algún teólogo a este
hecho: el misterio del cuasisufrimiento de Dios?
Aquí está para nosotros lo difícil de explicar. Es lo que la Teología trata de investigar,
de comprender en algún grado. Pero, en todo caso, antes de comprenderlo hay que
mantener los hechos, la línea que ellos nos marcan, tenemos que ser fieles a los datos de
la revelación. Y en la revelación está claro que el pecado llega al Corazón de Dios.
Cuando Dios dice: Herido internamente en su Corazón, no se trata de una pura metáfora
exterior. Indudablemente hay elementos metafóricos, herido en su Corazón, Dios no tiene
un Corazón de carne; pero con esa expresión quiere designarse algo real en Dios que es
lo que los profetas repiten y que es lo que nosotros tenemos que aceptar también. Por esto
tenemos que ser fieles a los datos de la revelación.
El que yo llegue a explicarlo teológicamente es otra cuestión, pero tengo que tener la
humildad suficiente y decir: No sé cómo explicarlo, pero el Señor me lo dice claramente.
Esto significa algo íntimo de Dios, que como decíamos algunos teólogos denominan
el misterio del cuasisufrimiento de Dios. Ese cuasisufrimiento no tiene el carácter de
atenuación. Ese cuasisufrimiento de Dios es real, pero analógico para nosotros; y de ahí
que no se debe identificar con un puro sufrimiento humano. Pero ese misterioso
cuasisufrimiento de Dios corresponde, de alguna manera, con lo que el niño Francisco,
uno de los videntes de Fátima, llamaba en su lenguaje sencillo e infantil: la tristeza de
Dios. A mi parecer tenía un verdadera luz mística, había experimentado algo muy
verdadero, que es cómo Dios lleva en su Corazón la salvación del mundo.
Al Corazón de Dios llegan de hecho tanto los pecados cometidos directamente contra
Él como los cometidos contra los hermanos: Lo que hacéis a uno de estos a mí me lo
hacéis. No se trata de nuevo de desentendernos de la vida real, de la dimensión horizontal
de la existencia, sino de empaparla en la profundidad de su sentido cristológico y
teológico.
La visión del Corazón de Jesús herido se convierte en un verdadero grito divino que
nos clava en el corazón la palabra victoriosa, llena de amor y de fuego que Jesús dirigió
a Saulo: Saulo, Saulo. ¿Por qué me persigues? Yo soy Jesús a quien tú estás persiguiendo.