El Misterio del Corazón de Cristo. ENTREGA AL AMOR

Corazón de Jesús

Luis María Mendizábal SJ

Llegamos al punto de nuestra respuesta al amor de Jesucristo. La fe en el amor que el
Padre nos ha revelado en Cristo, el cual da su vida por nosotros, no queda en pura teoría.
La caridad de Cristo nos urge, nos impone una respuesta. Toda respuesta nuestra auténtica
a Dios ha de partir de una participación del Corazón mismo de Cristo. Nosotros podemos
algo solamente en fuerza de lo que Dios pone en nosotros. Nuestra respuesta a Dios no
consiste en que Él me habla y yo antes de recibir nada de Él respondo con mis fuerzas;
Él infunde en mí la posibilidad de responder. El diálogo se realiza en su amor. En el grado
supremo es aquello que dice San Juan de la Cruz: Vámonos a ver en tu hermosura. Porque
la hermosura de Cristo está en Él y está en mí; y cuando Tú me contemplas, contemplas
en mí tu hermosura; y cuando yo te contemplo, contemplo tu hermosura. Y en mí mismo
lo que veo es tu hermosura. En todo grado de la vida espiritual se realiza esto
proporcionalmente. Él nos hace posible la respuesta y nos da a nosotros de esta manera
la capacidad de responder.
La respuesta, pues, está fundada en la comunicación a nosotros del Corazón de Cristo.
Es un tema muy hermoso. El Espíritu Santo forma en nosotros el Corazón de Cristo, el
corazón nuevo del Nuevo Testamento. El agua que brota del costado abierto de Cristo
simboliza la comunicación del Espíritu Santo. Y gracias a esa comunicación de amor de
Jesucristo a nosotros ha puesto en nosotros un corazón nuevo capaz de amar a Dios y
amar a los hermanos como Dios nos ama.
Jesús en la Última Cena proclama el mandamiento nuevo: Un mandamiento nuevo os
doy, que os améis los unos a los otros como Yo os he amado. Esa orden de amar a los
hermanos como Él nos ha amado, nos la da el Señor después que primero nos ha dado la
posibilidad de cumplirla, después de que nos ha ofrecido su amor, cuando su amor está
ya en nosotros. Contemplando el Corazón de Cristo al calor de la luz del Espíritu Santo,
con su gracia, con su asistencia, nuestro propio interior se va modelando y haciendo como
el Corazón de Cristo. Así, pues, el Corazón de Cristo nos da el Espíritu Santo y el Espíritu
Santo forma en nosotros el Corazón de Cristo. Y lo forma no a golpes de cincel, con
aspereza, con violencia, sino que recalentando primero nuestro corazón y moldeándolo
luego según el de Cristo; más diríamos, que el mismo Corazón de Cristo es el que vibra
en nosotros. Su obra es, pues, infundir en nosotros los mismos sentimientos participados
de Cristo.
Desde aquí se va a realizar nuestra respuesta teniendo como modelo la entrega de
Cristo al Padre. Él es modelo y actor de mi entrega y reparación. No es sólo modelo, sino
que mi entrega y expiación va a ser en cierto modo su complementación o prolongación,
como dirá San Pablo: Cumplo en mí lo que falta a la Pasión de Cristo por su Cuerpo que
es la Iglesia. Es un misterio sumamente profundo que podemos barruntar un poco. Aquí
está la gran valía del misterio del Corazón de Cristo que nos lleva a lo más profundo del
misterio cristiano, a la realidad más honda de la vida interior, participando del Corazón
de Cristo.
Ahora bien, el Corazón de Cristo en nosotros, el Corazón nuevo de la nueva ley quiere
decir la ley interna de la caridad, la presencia de la gracia en nosotros que al madurar nos
hace sentir lo que Él mismo siente. Como Cristo nos hace interiormente ilimitadamente
buenos. Tiende a eso, de su parte lo pone; existe en nosotros una carnalidad que se le
opone, pero Él establece en nosotros el Corazón ilimitadamente bueno. Decía Jesús: ¿Por
qué me llamas bueno? Dios sólo es bueno. Y es verdad, el hombre es bueno parcialmente.
No puede ser por sí mismo ilimitadamente bueno. No puede ser bueno siempre y con
todos. Cuando uno es bueno siempre y con todos eso indica ya una participación de Dios.
Solemos ser buenos con los que piensan como nosotros. Esto lo hace cualquiera. Esto no
nos manifiesta nada divino. Pero ser bueno incluso con los enemigos, mirarlos con
corazón bueno, eso lo hace sólo la presencia del Señor. En esto conocerán que sois mis
discípulos. En esto. No en que vosotros siendo parecidos os queráis como amigos, sino
en que tenéis ese amor universal, ilimitado, incluso a los adversarios a quienes miráis con
amor, con bondad ilimitada.
San Juan Crisóstomo ponía en guardia a los fieles sobre lo que él llamaba el lado
oscuro del amor diabólico. Se refería, no precisamente a no amar, sino a esa actitud por
la cual a veces se cree uno obligado a odiar a los enemigos de sus propios amigos. Ese es
el lado oscuro del amor diabólico. Ese amor no es divino. Es amor diabólico, que hace
que yo me crea obligado a odiar.
Un pastor ortodoxo de Checoslovaquia, en ocasión de la invasión de aquella zona por
los nazis, al despedir a la comisión francesa que había venido a visitarles les dirigió estas
palabras conmovedoras: Sobre todo digan ustedes a nuestros hermanos de occidente que
no odien a nuestros invasores por amor a nosotros. Palabras heroicas, divinas. Eso es del
Espíritu de Dios. Que no odien a nuestros invasores por amor a nosotros. Y daba la
razón: Porque el que odia acrecienta el reino del demonio. En último término la lucha
del corazón humano es entre amor y odio: El que odia, sea lo que sea, está favoreciendo
al demonio. El demonio tiene interés en que odiemos aunque sea por motivos religiosos,
porque ese corazón al hacerlo odiar lo ha sustraído al reino de Dios.
Ahí está, pues, la bondad del corazón ilimitadamente bueno. Contemplando ese amor,
contemplando que Cristo nos quiere y es sensible a la respuesta del hombre,
contemplando al que atravesaron, recibe la plenitud del Espíritu.
Puede entenderse en este sentido la profecía de Zacarías que ve San Juan realizada al
abrirse el costado de Cristo. Dice el profeta Zacarías: En aquellos días derramaré espíritu
de gracia y de oración. Y mirarán al que atravesaron. Y me llorarán como se llora al hijo
unigénito.
El derramar el Espíritu está condicionado por la mirada al que atravesaron. El don del
Espíritu es fruto de contemplar al que atravesaron. Al mirar a Cristo atravesado por mí
me dispongo, me preparo para la inundación de su Espíritu que transforma el corazón.
Derramaré sobre ellos espíritu de gracia y de oración. Ese espíritu de gracia y de oración
es el que hace al corazón ilimitadamente bueno y es la condición fundamental para poder
explicar la consagración y la reparación al amor de Jesucristo. Ese corazón renovado,
ilimitadamente bueno tiene en sí las virtudes y disposiciones del de Cristo. Ahí podemos
hablar entonces de las diversas virtudes, del amor al Padre, del amor a los hombres, de la
justicia, de la imitación perfecta de Cristo; pero no una imitación puramente exterior, sino
desde el corazón. Y lo mismo todas esas virtudes en cuanto arrancan de un corazón lleno
de amor.
Este mundo de hoy lo que más pide y lo que más echa de menos es corazón bueno.
San Pablo dice que para el justo no hay ley. Para el que tiene un corazón así bueno no
hay ley. No porque quien tiene un corazón bueno se pueda permitir hacer las cosas ya
antes prohibidas por la ley, sino que lo que manda la ley le resulta espontáneo para el que
tiene el corazón ya bueno.
Un hijo amante de sus padres si le decimos que hay un cuarto mandamiento que manda
honrar padre y madre nos dirá: ¿Pero es que para eso hace falta una ley? Claro que
tenemos que amar a nuestros padres. No faltaría más. Es que tiene un corazón bueno. Si
no tiene ese corazón de buen hijo, si es un hijo que odia a sus padres, que les desea mal,
nos dirá: Que cruel es la ley de Dios que manda cosas tan difíciles, tan contrarias a la
naturaleza. Y es porque tiene corazón malo.
Otro tanto podríamos decir de la pureza. Uno que tiene corazón puro dirá: ¿Es que hay
que prohibir la fornicación? Pero si eso es obvio. En cambio el que tiene un corazón lleno
de lujuria se quejará del Señor: ¡No se pueden cumplir los mandamientos!
Porque en el fondo la ley es un suplemento a la falta de bondad del corazón. Hasta que
el corazón se hace bueno necesita ser conducido por la ley que le pesa. Pero es
instrumento para que vaya formándose en él el corazón bueno del Nuevo Testamento.
Cuando se haya formado este corazón bueno del que brotan las virtudes, la ley no le
pesará ya. No que haga entonces lo que la ley prohibe, sino que como el corazón se ha
hecho bueno ya no siente el peso de la ley.
Podemos hablar también en este sentido de un corazón que lleva a la imitación de las
virtudes de Cristo. Pero no desde fuera, sino desde dentro, desde el corazón.
El mundo de hoy no se remediará sólo por las obras, si no cambian los corazones. Lo
importante es el amor. De esta manera el cristianismo aparece como religión del corazón,
que es lo que se nos muestra en las bienaventuranzas, que son la ley del Nuevo
Testamento. Entendiendo bien que no se trata de dividir las bienaventuranzas y resulte
uno bienaventurado por la mansedumbre y otro por la pureza del corazón. Las
bienaventuranzas nos proponen una unidad del corazón, son facetas diversas del corazón
bueno del Nuevo Testamento. Podríamos resumir todas las bienaventuranzas en esta:
Bienaventurado el que tiene el corazón ilimitadamente bueno porque es hijo de Dios,
tiene el corazón de hijo de Dios.
Este enfoque es muy importante en la visión cristiana. La gran ventaja de la visión del
misterio del Corazón de Cristo está precisamente en que centra el esfuerzo. No
reduciéndolo solamente a la atención a los hechos materiales, sino nos enseña que toda
nuestra vida tiene que estar modelada y formada por un corazón bueno. Nos indica que
para un corazón cristiano no se trata sólo del cumplimiento material, sino que el gran
esfuerzo de toda la formación cristiana ha de dirigirse a la formación del corazón
cristiano. Nos hace ver que en el centro de toda la vida y en el centro de toda la pastoral
hay un corazón. Una pastoral descorazonada resultaría una organización mecánica, no
sería la verdadera pastoral puesto que ésta tiene que ser la manifestación del Buen Pastor,
del Corazón del Buen Pastor. Y otro tanto diríamos de las virtudes, de la justicia, la cual
sin corazón dejaría de ser justicia. Esto, pues, nos pone delante el fondo del corazón.
Pondríamos luego todas las virtudes, pero arrancando e informadas por ese corazón.
Ahora bien, dentro de esa actuación progresiva de desarrollo, dentro de esa
bonificación continua del corazón, dentro de una vida que se rige por unas virtudes que
arrancan del corazón, hay un hecho que se llama la consagración. La consagración es un
acto serio. Diríamos que tiene el matiz de una opción fundamental y por lo tanto requiere
toda la preparación psicológica que prepara a una verdadera opción fundamental. Es un
acto por el que uno deliberadamente entrega su persona, sus cualidades, sus acciones, su
ser al amor del Corazón de Cristo. Se pone como instrumento en manos de Cristo que nos
ama, de Cristo que está realizando su obra grandiosa de amor: la salvación del mundo.
Esa consagración tiene que insertarse en la consagración bautismal.
Suele plantearse una pequeña cuestión: Si tiene sentido esa consagración. Porque si
el Bautismo es la consagración verdadera, se dice: No hay porqué añadir otra. O también:
una consagración verdadera sería a lo más la consagración religiosa. Entonces, ¿para qué
añadir otra? O el sacerdocio es una consagración, ¿por qué añadir otra consagración al
Corazón de Cristo?
Claro está que no hay ningún inconveniente en dar a la consagración religiosa, a la
consagración sacerdotal, los matices de una verdadera consagración al Corazón de Cristo.
Pero puede ser útil que reflexionemos sobre cuál es el sentido de esa consagración al
Corazón de Cristo para que veamos que no es superfluo el hacer esta consagración.
Vamos a ver si lo explicamos.
La consagración al Corazón de Cristo presupone que el fiel ha caído en la cuenta de la
grandeza del amor que Dios le tiene, que ha caído en la cuenta de que Jesucristo le busca
en un amor de amistad y de intimidad. Y cayendo en la cuenta de esta realidad y de esta
exigencia acepta ese amor del Señor. Y aceptando esa invitación suya de amor, iluminado
por la ley del amor personal de Cristo, no realiza una simple entrega, sino que es una
entrega que arranca de ese conocimiento experimental del amor de Cristo, entregándose
como instrumento disponible a disposición de ese mismo misterio de amor. Con ese
matiz, cayendo en la cuenta de que es don suyo y de que Él se lo da.
Corresponde a lo que en la Contemplación para alcanzar amor dice San Ignacio en
los Ejercicios que debe hacer el ejercitante, ofreciéndose, afectándose mucho: Tomad,
Señor, y recibid toda mi libertad, mi memoria, mi entendimiento, toda mi voluntad.
Este ofrecimiento es una actuación de un amor que progresivamente se ha hecho más
luminoso, más consciente del fondo de amor de Dios en Cristo que existe en todo, y se
entrega a ese misterio de amor. Ve las cosas de otra manera, iluminadas por el misterio
de amor, iluminadas por el Corazón abierto de Cristo, comprendiendo que ese mismo
amor se actúa por parte del Señor en todos los elementos y circunstancias que le rodean.
Y entonces ese amor invita y solicita a una entrega de amor que tome también la vida
entera, animándola toda ella con la fuerza de la caridad.
Así la consagración es aquel acto por el cual entregamos al amor de Dios nuestras
personas y todas nuestras cosas, reconociendo que todo nos viene del amor de Dios. Así
lo dice la Encíclica Miserentisimus de Pío XI: Y al amor de Dios trata de corresponder
el amor de la criatura.
Si uno llegara al Bautismo con ese conocimiento y recibiese el Bautismo con ese
sentido, tendríamos actuada en el Bautismo esa perfecta consagración al Corazón de
Cristo, perfectamente consciente, perfectamente matizada por ese misterio de amor. Pero
en el desarrollo de la gracia vamos obteniendo niveles diversos y se va uno entregando
con mayor exclusividad a una vida de amor, según las exigencias de la gracia, según las
invitaciones de ese mismo Señor que nos ama. Y puede llegar así a una vida de amor, a
la cual el Señor le ha iluminado y llamado. A todos nos llama a un perfeccionamiento de
la gracia bautismal, pero ahora he comprendido esto: El Señor me quiere. Soy objeto de
su amor íntimo, profundo. Él me quiere para comunicar y transmitir ese misterio de amor.
Y entonces yo me consagro, yo me ofrezco.
¿Esta consagración es constitutiva o es invocativa?
Se llama constitutiva aquella acción por la cual una persona se hace sacra, se vincula
con particulares vínculos al único sacro que es Dios, en y por Cristo, mediador de nuestra
sacralidad cristiana. Esta claro en este sentido que nadie puede hacerse sacro a sí mismo.
Sólo Dios hace a uno sacro cristianamente y lo hace a través del misterio de la Iglesia,
por sus sacramentos y sacramentales.
En cambio se suele llamar consagración invocativa o bendición invocativa, aquella en
que uno se ofrece, o se da algo, pero sin cambiar su vinculación sacra objetiva; sólo como
expresión personal, invocativa de gracias y bendiciones de Dios.
Solemos usar nosotros al hablar del Corazón de Jesús la palabra me consagro, nos
consagramos. La fórmula nos consagramos evidentemente no significa una consagración
constitutiva, sino que es la expresión de un acto de toma de conciencia, por el cual además
se sacan las consecuencias de eso que uno acepta con plena determinación de la voluntad.
Tiene sus verdaderos valores, el compromiso de su parte para vivir en esas disposiciones
y en esas actitudes.
La consagración al Corazón de Cristo debe incluir un total don de sí mismo al amor,
subrayando ese don total de sí mismo y las exigencias actuales de ese don. Pero tiene un
carácter dinámico, con una posibilidad de reforma ulterior, de mejora ulterior de la vida
según las exigencias de la gracia. Por eso suele ser bueno matizar las exigencias actuales
del diálogo de amor con Cristo, matizar la vida para darle sentido dinámico.
Ese acto podrá parecer simplemente un acto subjetivo de ofrenda, de ofrecimiento, una
oblación, como la llama San Ignacio en los Ejercicios; pero sin duda hay también una
cierta aceptación por parte de Dios, una consagración por parte de Dios. Ciertamente no
le constituye a esta persona en estado sacro, como sucede en la consagración religiosa;
pero podemos admitir que en ese ofrecimiento, hecho con recta intención y con
preparación esmerada, se presupone la aceptación por parte de Dios. Y puede ser
interesante lo que se aconseja en la consagración de las familias: que se haga ante el
sacerdote, que de alguna manera acepta esa consagración en nombre de Cristo. De esta
manera resulta una acción de la Iglesia. El sacerdote no va a ese acto como simple testigo,
sino que recibe la consagración de la familia como ministro de la Iglesia.
Quizás sería también buena esa forma de consagración personal realizada de esta
manera y matizar vitalmente la realización de la aceptación por parte de la Iglesia,
subrayando los deberes y las obligaciones que se aceptan, condicionadas por el amor.
Podríamos pensar que se hiciera esta entrega en algún acto litúrgico. Es bueno el hacer
esas consagraciones serias, que no se reducen a una fórmula leída en una estampa y
recitada, con una preparación verdadera, tratando de ver la voluntad de Dios sobre cada
uno, que hace esa opción seria, personal, con una entrega seria al amor del Señor.
Evidentemente esa consagración puede hacerse en una Eucaristía con aceptación de
ella por parte de la Iglesia. Pero la consagración al Corazón de Cristo no se limita a lo
simplemente personal. El Corazón de Cristo debe reinar en la familia, en la sociedad, en
las naciones, debe inspirar la legislación de las naciones, las costumbres de los pueblos.
Con todo nunca debemos olvidar que su reino no es de este mundo. Ha de hacerse en este
mundo, pero no es de este mundo. Entonces hay que trabajar porque ese derecho del Señor
se realice y las familias y las sociedades y las naciones acepten deliberadamente,
libremente el reinado de amor del Corazón de Cristo entregándose como tales al amor del
Señor.