Vida del Beato P. Bernardo Francisco de Hoyos(XXIV)

Hace Bernardo los ejercicios de Ntro. Santo Padre
y el Señor con singularísimos favores eleva su espíritu a más alto grado de perfección.

Algunos días antes que llegasen los Ejercidos que Bernardo había de hacer en la Semana Santa de este año[1], empezó el Señor a disponerle con especiales ilustraciones, como le sucedía siempre en tiempo de Ejercicios. El día primero fueron maravillosas las luces con que el Señor esclareció su alma e inflamó su espíritu sobre las palabras del amado Discípulo: “De tal suerte amó Dios al mundo, que le dio su Unigénito Hijo”.

Entendió por un modo admirable la primera idea de la mente divina acerca de la encarnación del Verbo divino, de la muerte de Cristo Señor nuestro y de la restauración del género humano por este medio. Vio por visión intelectual muy elevada la esencia divina ab aeterno; esto es, antes que crease los cielos, la tierra, etc.; la predestinación de los justos, la reprobación de los malos antes que existiesen, y otros secretos quae non licet homini loqui, dice Bernardo.

Conoció como por vista de ojos –dice– aquel acto santísimo con que la humanidad de Cristo nuestro Señor se sometió y conformó con el decreto de su eterno Padre de que muriese, en el primer instante de la creación de su alma santísima, y sus operaciones deíficas. Conoció también el amor infinito con que el Señor le amó y predestinó antes que existiese: cómo su divina providencia prescribió el camino, alternaciones, grados, estados y progresos de su espíritu, mirándolos como en un espejo en la esencia Divina.

“Baste de este día que, aunque toda una eternidad estuviera hablando, no explicaría con términos adecuados todo lo que entendí; y así bajemos de esta elevada inteligencia a otras más perceptibles”[2].

En el segundo día, día solemne de la entrada de Jesús en Jerusalén con la aclamación festiva del pueblo y de los ramos, entendió los júbilos de todos los Bienaventurados en memoria de la gloria que se dio al Señor, aclamándole por verdadero Mesías. Se reconocía Bernardo muy indigno de dar a la Santísima Trinidad[3] las debidas gracias por la honra que dispuso a su santísimo Hijo en este día. Pidió a los santos ángeles que le comunicasen alguna parte de las alabanzas que sabían dar a su Rey glorioso y triunfante. Al punto se vio acompañado del Príncipe de los ángeles, San Gabriel, y el santo Ángel de su guarda. Estos celestes espíritus cantaron motetes angélicos al asunto que deseaba Bernardo y le admitieron a su celestial música.

Este mismo día vio a Cristo Señor nuestro llorando en medio de sus aclamaciones y triunfos. Le dijo el Señor que lloraba porque dentro de pocos días le había de ofender Jerusalén cometiendo un horrendo deicidio.

“Oh Padre (escribe Bernardo a su Director), qué misteriosas fueron estas lágrimas de mi amor Jesús; que lloraban principalmente la tibieza de sus escogidos, significados por Jerusalén, que empezando bien, se apartan torpemente de él en las ocasiones, como lo hicieron los judíos, y le son tan sensibles estos golpes que le sacan lágrimas, y bien copiosas, que con las suyas sacó este día las mías”.

Finalmente vio aquel grande sentimiento y dolor que causó en Jesús ver por la tarde la inconstancia de los judíos, que trazaban ya un pecado tan horrendo. Le dijo el Señor:

“«Empieza, alma, a sentir conmigo las ofensas de mi Padre», y fue tan grande el sentimiento, tristeza y aun melancolía que en mi alma y cuerpo sentí, que hasta el Viernes Santo estuve prodigiosamente afligido con ella y con los ímpetus”.

Al siguiente día vio a Cristo Señor nuestro orando en el huerto y las operaciones de su alma santísima, con lo cual se aumentó en su corazón la tristeza que había empezado el día antes. Le reveló el Señor que quería que su alma muriese místicamente el Viernes Santo para celebrar con más propiedad la muerte de su amado esposo Jesús. Que se preparase para esta muerte mística, como si en aquel día hubiese de morir muerte natural y verdadera: que el día siguiente, martes de esta Semana Santa, hiciese una confesión general espiritualmente de todos sus pecados, faltas e imperfecciones. El miércoles se ejercitase en frecuentes y fervorosos actos de dolor. El jueves recibiese su Sagrado Cuerpo por Viático: que gastase todo este día en dar gracias por tan inestimables beneficios, y que el Viernes Santo moriría místicamente y del mismo modo resucitaría con el mismo amor Jesús.

Toda esta celestial doctrina procuró cumplir Bernardo con la perfección posible y el Señor se agradó tanto de su puntual obediencia de lo que le había ordenado, que le recompensó con beneficios inefables. El mismo Jesús le absolvió de los pecados, faltas e imperfecciones, que había cometido desde la última Indulgencia plenaria que antes le concedió.

El Jueves Santo le comulgó por su divina mano, como el año precedente. Se le mostró después sentado en la mesa con los demás Apóstoles. Le dio tales y tantas inteligencias de los salmos del Oficio de la Semana Santa, que para explicarlas “sería necesario ponerme a explicar todos los salmos de estos días, pues en cada palabra entendía innumerables cosas”.

Sirva de índice de otras inteligencias, la que tuvo sobre aquellas palabras del salmo 71: “Le adorarán todos los reyes y le servirán todas las gentes”. Con estas palabras se llenó su espíritu de gozo y vio aquellos felices tiempos en que se cumplirá esta profecía; que será poco antes de la venida del Anticristo.

“Tiempo a que aluden muchas profecías de la Sagrada Escritura; especialmente la de Cristo Señor nuestro al cap. 10 de San Juan: «Yo tengo otras ovejas, que todavía no son de este mi rebaño; es necesario traerlas a él y oirán mi voz; y de todas se hará un rebaño y tendrán un solo Pastor»”.

Entendió también que uno de los principales instrumentos para tantas glorias de Jesús será su Compañía, que peleará[4] por su Capitán y por las conquistas de su Reino con más fervor y aliento que jamás. Porque será en aquel tiempo una viva representación de la compañía de los Sagrados Apóstoles.

El Viernes Santo pasaron cosas tan peregrinas, singulares y raras por el espíritu de Bernardo, que yo no me atrevo a escribirlas, sino me valgo de sus mismas palabras.

“Dio la última mano a mi espíritu el Señor el Viernes Santo con la muerte mística[5], que se celebró espiritualmente en mi alma de un modo maravilloso y escondido, que no sé explicar; porque súbitamente sentí, vi y entendí, cómo llegándose, uniéndose y estrechándose más íntimamente la divina esencia con la suprema punta del alma, pareció arrancaba, abstraía, purificaba, enajenaba, dividía, elevaba, y (para mejor expresión) daba una muerte al alma a todo lo caduco y visible, haciendo místicamente el amor en el alma lo que la muerte en el cuerpo, viendo al pie de la letra cumplida aquella sentencia: «El amor es fuerte como la muerte».

Y aunque es así, que cualquier grado de amor hace este efecto en el espíritu, todavía fue este paso tan vivo, tan eficaz y prodigioso, que con especialidad se usurpa el nombre de muerte mística, e inmediatamente vi cómo era el alma recibida o (para seguir la metáfora) sepultada en la misma inmensidad y divinidad del mismo Dios, quedando muerta y escondida su vida en Dios.

Y esto, Padre mío, fue una representación de lo que el Señor, por su bondad, ha de hacer al salir mi alma del cuerpo en mi muerte. Es este caso inexplicable con propiedad, y concibiéndole bastantemente, no sé explicarle; porque no hay palabras que alcancen, por haber sido de modo muy delicado y espiritual; pero más claramente se ve en esta visión imaginaria en que vi ejecutaba lo mismo con mi corazón nuestro divino amor Jesús.

Porque vi cómo atrayéndose a Sí mi corazón, le ocultaba y sepultaba en el suyo con ademanes de indecible amor, lavándole con la sangre de su sagrado costado, viendo practicado por vista clara lo de San Pablo: «Estáis muertos y vuestra vida está escondida con Cristo».

Y es de notar que esta mística similitud de la muerte natural no sólo fue con la disposición del santo viático, como ya escribí a vuestra Reverencia, sino también con otra viva representación de la santa unción, la cual en esta visión imaginaria, fue con la sangre de Jesucristo, como acabo de decir, y en la intelectual fue una luz o rayo que dimanaba del mismo Dios, y tocando al alma la ungió con suavidad e hizo el efecto ya dicho de purificarla y quitarla las reliquias de afectos terrenos, dejándola en una desnudez inefable; que toda esta actividad tuvo aquel rayo, enviado de Dios, que se me asemeja a la brasa con que el serafín, tomándola del altar, purificó los labios de Isaías.

Todo el viernes y sábado estuvo el alma como suspensa en un intermedio del estado de los ímpetus que hasta aquí tenía, y el nuevo, a que había de subir; con un modo de suspensión maravilloso, en que los afectos, aunque eran puro amor, parecía tenían una tendencia que sobresalía de despego a lo creado, según el efecto de esta muerte, que era apartarla de los afectos menos puros. A esta como suspensión o como erradicación, se siguió otra nueva luz que, aunque no era el estado prometido ni constituyó en él al alma, fue como un divino retoque, primeras líneas o bosquejo que tiró el Divino pintor, después de haber borrado la imagen del hombre viejo, para que se subsiguiese la del nuevo.

Que aunque estos mismos efectos habían quedado de otros favores; pero, como mientras somos mortales, siempre hay que borrar y que poner. Y esta vez quería el Señor arrancar, aún más de raíz, las malas hierbas para plantar nuevas plantas de perfección. Después de todo esto, el domingo de Resurrección, después de haber comulgado vi al divino Jesús resucitado y revestido de gloria, y en su Corazón al mío, también ya elevado a nuevo estado, dando el último complemento a las palabras del Apóstol: «Y cuando aparezca Cristo, vida vuestra, también vosotros apareceréis con él en la Gloria».

A esta vista y resurrección material, para decirlo así, se siguió inmediatamente otra vista y resurrección del alma, intelectual. Mirando con luz refleja infusa las operaciones mismas del alma muy diversas y grandiosas, y aun prácticamente en las dos visiones intelectual e imaginaria, sentí nuevos quilates de elevación; pues fueron de esfera superior.

Ahora, amado Padre, hasta aquí me he explicado, aunque no adecuadamente con la claridad que el Señor me ha dado. Lo que se siguió, empezando a sentir el nuevo estado con los efectos y afectos y luces, aún juzgo es más difícil de explicar, por ser tan admirables, que la misma alma experimentada ya en otros favores se maravillaba y aniquilaba en confusión y amor”.


[1] Estamos en el año 1731. El Hermano Bernardo cursa ya su tercero y último año de filosofía en el colegio de San Pedro y San Pablo de Medina del Campo. Los Ejercicios comienzan el sábado de Pasión, el día anterior al domingo de Ramos.

[2] Dios se comunica aquí a Bernardo con una gran intensidad. Las luces del Señor son ciertamente fuera de lo acostumbrado. Le muestra el inmenso panorama de la Divinidad, la creación, redención… Todas las comparaciones son odiosas. No olvidemos que Bernardo había ya recibido la gracia del desposorio espiritual casi un año antes.

[3] Bernardo de Hoyos siente profunda devoción al misterio de la Santísima Trinidad. En esto podríamos decir que seguía los caminos de su Fundador, cuando dice este en su Autobiografía -hablando de su estancia en Manresa- :“Tenía mucha devoción a la Santísima Trinidad, y así hacía cada día oración a las tres Personas distintamente” (nº 28).

[4] La expresión de tipo militar recuerda el carácter fogoso de Bernardo, entusiasmado con el reino de Cristo. Aparecen aquí las reminiscencias de la famosa Contemplación del Rey eternal, que pone San Ignacio al comenzar la segunda semana de sus Ejercicios Espirituales.

[5] Comienza aquí Bernardo a describir (en cuanto puede) una de sus más acendradas experiencias de tipo místico. Dentro de lo inefable de estas gracias con que Dios nuestro Señor enriquece a algunas almas, sería difícil expresarlo con más nitidez y claridad.