Escribe Bernardo una cuenta de conciencia
muy individual y difusa para declarar
todo su espíritu a un Director ausente
Conocía el sólido e iluminado espíritu de Bernardo que sus visiones, revelaciones, raptos, locuciones y cuantas gracias sobrenaturales recibía de Dios no declaraban bastantemente su corazón. Si todos estos favores sobrenaturales que hasta ahora hemos referido y proseguiremos después no producían sólidas virtudes en su alma, si no tenían por fundamentos firmes la perfección heroica de su estado, todos sus favores serían falsos, ilusión y aprehensión vana.
Esta sólida persuasión, grabada más profundamente en el espíritu de Bernardo que en ninguno de sus Directores o en alguno de sus críticos observadores, le obligó a formar una difusísima relación de su espíritu. En ella pone delante de los ojos de su Director todo cuanto pasaba por su alma y cuantos efectos producían los favores extraordinarios, con que le regalaba el Señor.
Después de dar noticia de algunas singulares gracias que escribe en compendio, para acercarse al asunto de su cuenta de conciencia, empieza por este humilde preámbulo:
“Bien sabe vuestra Reverencia que todos los efectos de virtudes, que producen en mi alma los favores sobrenaturales, no son míos, sino en cuanto están en mí y yo coopero algo a la divina gracia. Son de la bondad de Dios, que quiso ponerlos en esta vil criatura para que mejor resplandezcan sus grandezas.
Por esto digo con toda sinceridad y, según lo que siento delante de Dios, «el que escruta el corazón», describiré llanamente mi corazón. Primero en general, después en particular y, finalmente, habiendo mostrado a vuestra Reverencia lo que hay de Dios en este corazón, diré también lo que hay mío, esto es, el abuso de estos dones, la imperfección y coartación que pone mi tibieza a la divina gracia. Suponiendo, pues, que todo lo bueno es por todos lados de Dios y todo lo malo e imperfecto es mío, empiezo ya en general”.
Hasta aquí las palabras de Bernardo, que sirven, como de proemio, a la relación de su espíritu. Ahora es necesario dejar a este iluminado joven que describa todo su interior. Oigámosle con admiración y asombro de sus expresiones, penetración de su espíritu y solidísimo juicio, con que se explica. Empieza así:
“Cuando hago reflexión, amado Padre mío, sobre mi espíritu, me pasmo y asombro de verme tan desemejante al que en algún tiempo era. Veo mi corazón que en todo se mueve hacia su Dios como el hierro atraído del imán; a Dios solo quiere, a Dios solo busca, por Dios solo aspira. Siente en sí el mismo corazón una como innata inclinación a lo bueno y a lo virtuoso, y en lo virtuoso a lo más perfecto. Naturalmente me agrada lo bueno y me desagrada lo imperfecto.
Aspira el corazón a una santidad elevada; pero oculta a los ojos de los hombres, no se satisface con una perfección regular, quiere la extraordinaria, correspondiente a los medios por los cuales es conducida a ella. En lo mínimo busca lo sumo en la intención, que nada desea hacer por ceremonia, por de poco momento que sea, sino con la seriedad, realidad y alma que la divina luz la muestra.
No es nada austero el corazón, pero desea la perfección que intenta la austeridad, aunque sin esta. Una perfección amable, dulce, pero sólida, no aniñada. Es llevado por amor y, en una palabra, por no gastar muchas, siéntese mi corazón llevar por las sendas que el dulcísimo San Francisco de Sales conduce a su Teótimo[1] a lo más elevado de la perfección. Pero bajemos a lo particular”.
(Noticia en particular)[2]
“Me ha dado el Señor una fe muy viva; ni la más leve duda (fuera de aquellos tiempos en que permitía esa tentación) se me ofrece de las verdades de nuestra santísima fe. Me parece que no creo, sino que veo sus Misterios, y aunque es verdad que muchos de ellos los entiendo por revelación particular (pudiendo decir con nuestro santo Padre que, aunque se perdiesen las Escrituras, aunque la Iglesia no los propusiera, no dudaría de su verdad), pero aun por la general del hábito sobrenatural de la fe, cuanto más altos, tanto más fáciles de creer se me proponen, porque muestran ser cosas propias de las grandezas de mi Dios con su mismo vuelo sobre la razón”.
(Escritura Sagrada. Luz de sus misterios)
“De esta fe nace en mí una veneración grande de las Sagradas Escrituras[3]. Y por esto siempre las tengo en la mesa del estudio y todos los días leo alguna cosa en ella de rodillas. No puedo explicar a vuestra Reverencia, amado Padre, el peso que solo una palabra de la Escritura hace en mi corazón: cada sentencia me asombra, cada cláusula me suspende, cada voz me parece un trueno sonoro, con que se hace oír el mismo Dios. Mil secretos, mil misterios descubro en este Libro dictado por el Espíritu Santo, con la luz soberana que su Autor me comunica[4].
Jamás leo cosa alguna que no quede en mi alma impresa alguna verdad. Y sobre una cosa que he leído muchas veces, cuando la leo de nuevo encuentro nuevos misterios y venero otros muchos que entiendo se me ocultan. Me da el Señor un consuelo indecible en cada periodo y en cada expresión un admirable documento para mi espíritu. Cuantas dudas de consideración se me han ofrecido o acerca de mis cosas, o de las de otros, se me han desatado o abriendo por acaso la Biblia y encontrando la solución, o dándomela el Señor interiormente con palabras de ella, siendo para mí de grandísimo consuelo el que todas mis cosas vayan conformes a este divinísimo Arancel, regla de la Verdad.
Lo mismo me pasa acerca de los sagrados Concilios y decisiones de la Iglesia. Estoy en ánimo de apacentar mi espíritu este año con registrar, en tiempos no de estudio, las verdades de la fe en los Concilios y en la Escritura, aplicándome de propósito a su lectura; porque siento un interior impulso que me arrebata a esta ciencia para saber discernir los secretos del corazón humano según la fe. Esta es la fuente de la Verdad. El mayor consuelo y certeza de mis cosas es ver, según lo que vuestras Reverencias me ha insinuado y yo entiendo, tan conformes a la Regla de la fe, pues si discreparan en un ápice, las creería del demonio”.
(Deseos de extender la fe. Amor a la Iglesia)
“Me da el Señor encendidos deseos de propagar su fe, y fuera mi mayor dicha derramar mi sangre en su obsequio, y para esto se la ofrezco con el mayor afecto a mi Dios. También nace de aquí el continuo interior movimiento de afecto para con nuestra Madre la Santa Iglesia pidiendo todos los días al divino amor Jesús por ella y recibiendo un júbilo inefable cuando me considero miembro de este Cuerpo e hijo de tal Madre, y como tal, hago especial oración por el Sumo Pontífice y por los demás pastores de esta pequeñita grey”.
(Esperanza)
“La virtud de la esperanza también la reconozco en mí, en grado subido y realzado. Es tal que, a veces, no dudo de mi salvación, que la tengo tan segura como en la mano, y que no le había de sufrir el Corazón al Señor negármela, y por esto prorrumpe tal vez el alma en expresiones que parece se oponen a lo que he dicho de la fe; pues casi no duda de lo que la fe enseña a dudar; parece no temo a Dios de pura confianza, y aun de aquí se me ha levantado algún escrúpulo.
Pero todo esto bien sé yo de qué nace, y es de ser hija esta virtud de la caridad y, siendo esta cual ya diré, no es mucho sea tal la esperanza, como nacida de tal madre. Es verdad que suele ser asaltado mi corazón de temores; pero estos no disminuyen la esperanza: nacen de lo que abajo diré”.
(Explicación de la confianza. Seguridad en las palabras de Dios)
“Esta confianza que tengo acerca de mi salvación (se entiende prescindiendo de los otros motivos que tengo para no dudar de ella, como sabe vuestra Reverencia) es tan arrestada (digámoslo así para mayor expresión) en lo que toca a otras cosas que pido al Señor que, cuando llega mi espíritu a engolfarse en la petición, dice a su Dios que ha de ser, que no tiene remedio, y parece se da por agraviado (como si se lo debiera), y así no pocas veces se atreve a decir con Moisés[5]: «o bórrame del libro de la vida», como quien hace a su Dios la forzosa, por saber que su amor no le ha de sufrir tal cosa.
Pero esto es cuando el Señor quiere conceder la cosa; que cuando no, hallo en mí un tedio y detención en pedir que, por más que quiera, no hay esforzarme a tomarlo con ahínco[6]; es verdad que muchas veces, aunque pida con todas estas circunstancias, no luego lo hace el Señor, ni siempre hace lo mismo. Si bien la experiencia me ha enseñado que, por lo regular, cuando pido con todo este esfuerzo, no sale mi petición frustrada.
Semejante seguridad tengo en las palabras que alguna vez me ha dado el Señor, o en lo que me ha revelado sucederá, que aunque no lleve camino a los ojos humanos, estoy tan seguro, que antes creeré faltará el cielo y la tierra, que no la verdad de la divina palabra, y en varias cosas así ha comprobado la experiencia mi confianza, como no ignora vuestra Reverencia”.
(Caridad)
“¿Qué diré de la caridad? Aquí, amado Padre, es donde me quejo de lo grosero de nuestras expresiones. Aquí es donde estoy cierto no me explicaré bastante. Aquí es donde el quererme dar a entender me ha de hacer ofuscarlo todo, pero aquí es donde está la raíz, el cimiento y la basa de todos los divinos dones; en éste estriban, en éste se cifran, en éste se envuelven.
Dejo aquí la pluma, pues no quiero engolfarme en este punto hasta haber pedido nueva luz al Espíritu Santo y nueva asistencia a mi dulcísimo Director San Francisco de Sales para que pueda dar a vuestra Reverencia, como a su Vicario, un bosquejo de lo que el Santo conoce perfectamente. Y así ceso hasta mañana; que hoy ya he tratado con vuestra Reverencia mucho, y por varios caminos”.
(Explicación de la Caridad)
“Amo a mi Dios, amado Padre mío, con todo mi corazón, con toda mi alma, con todo mi espíritu, con todas mis fuerzas. Dios es el centro, es el blanco, es el objeto único que arrebata a sí mi corazón. En su amor arde el corazón, se abrasa, se enciende y dulcísimamente se consume. Parece hay allá en lo más recóndito del alma un incendio abrasador de amor[7].
A veces me comunica el Señor luz refleja con que registro todas las operaciones, movimientos y sentimientos de mi espíritu, y mirando este fuego de amor en que toda el alma se abrasa, y con aquellas licencias que el amor se toma para con su Dios (que se complace en semejantes osadías y arrojos de amor) prorrumpo: ¡Amado mío!, ¡cuánto os amo! Más os amo yo a vos que vos a mí, porque yo soy nada, vos sois infinito; yo criatura, vos mi Dios; vos me amáis como Dios, yo como criatura, y con esta proporción, o improporción, más os amo yo.
Me parece grande mi amor de parte del sujeto, no del objeto; y así, amado Padre, creo que amo mucho a mi Dios, mirando los esfuerzos de mi flaqueza; pero si atiendo a su bondad, si la luz que entonces me comunica se termina, no a mi amor, sino a su término, todo voló. Entonces se corre el alma, se avergüenza, se aniquila de confusión, al ver su nada de amor para aquella infinidad de bondad, y es cosa de maravilla que, estando metida el alma en aquellos arrojos de amor que digo, en un momento vuelve la hoja y empieza a desdecirse, y realmente lo hace y dispone así el Señor, como para desempeñarse y mostrar amoroso que no le amo tanto, como yo pienso”.
(Actos de amor extraordinarios)
“No obstante, Padre mío, en la realidad el Señor me comunica un amor suyo tan grande, son tales sus quilates, tales sus ardores, tal su fogosidad que me parecen que, si quisiera mudar de amor conmigo alguno de los serafines que tanto le aman, no admitiera el trueque, sin pariar[8] primero los dos amores.
Parece expresión nimia; pero yo la tengo por cierta en lo que toca a la caridad y amor actual con que a veces es levantado mi espíritu a amar a su Dios. Y vuestra Reverencia lo concebirá, sabiendo que todo esto sólo prueba la grandeza de Dios, que por sí mismo toma y coge la voluntad, como el maestro la mano del niño que no sabe escribir, y como principio eficiente elevante sobrenatural (que es forzoso a veces echar mano de los términos escolásticos) produce juntamente conmigo estos divinos actos de amor, que llaman los místicos, anagógicos[9].
Como hermosamente lo declara el P. Godínez en la explicación de la unión de ilapso y de la contemplación pasiva. Con que no es mucho forme mi voluntad estos primores de amor, si tiene otro principio tan poderoso como el mismo Dios, como no sería mucho que un pigmeo levantase una gran piedra si un gigante se la levantaba cogiéndole las manos”.
(Actos ordinarios de amor)
“Pero prescindiendo de éstos, que son milagrosos aun en el amor regular producido con el hábito infuso de la caridad, como ésta está tan refinada con los dones de la contemplación, hallo en mi espíritu tal género de amor y movimiento a su Dios, que explicarle en sí mismo me parece no acertaré.
No tiene este amor aquellas llamaradas del fuego interior que otras veces a los principios tenía, como eran aquella santa embriaguez, aquellas locuras, aquellas violencias de corazón, aquellos ardores externos que llegaron a levantar ampollas en la parte del corazón; no, Padre mío, no tiene este amor estas cosas externas y extrínsecas que, siendo pasiones accidentales del amor sólido, son de más ruido a los que no entienden estos puntos, siendo menos de sustancia.
Pero tiene este amor otros respiraderos que, o son sus afectos, o sus propiedades, si ya no son el mismo amor. Y por esto los pondré aquí con lo que toca a las virtudes teologales; por ellos rastreará vuestra Reverencia la actividad del amor, que en mi espíritu arde y que en sí mismo no le puedo yo definir”.
(Continuación del amor. Presencia de Dios)
“Indicio es de este amor su continuación. Desde que despierto hasta que el sueño me rinde, no ceso en el ejercicio del santo amor medio cuarto de hora. Y creo, puedo asegurar que, si estuviera un cuarto de hora advertidamente sin amar, muriera de dolor, y antes escogería el infierno con todos sus tormentos por aquel tiempo. Es tan frecuente este amor envuelto con la memoria del Amado, o con la presencia de Dios, que parece no está el corazón conmigo, sino allá con su Dios.
Ando tan embebido en el Amado, que no hallo cómo explicarlo (aunque es vergüenza) sino con el ejemplo del amor mundano que, apoderado de un corazón, ni le deja de noche ni de día, ni come sin amar, ni ve sin amar, ni habla sin amar. Este modo de amor es muy secreto, y parece pasa allá en otra región, pero es grande la frecuencia con que levanta la llama[10].
Todas las criaturas que más al vivo representan a su Creador son chispas que levantan en el corazón un volcán de fuego. Aquí me parece a mí, aunque no lo tengo del todo bien averiguado, que el ejercicio del amor en que digo anda continuamente la voluntad, no es amor formal, sino equivalente. Quiero decir, no es acto continuado de amor (estos son frecuentes, sí, mas no continuos), sino un estar la voluntad como reclinada en las manos y seno de su Amado, con un consuelo y certeza grande de que está allí su Dios, y de cuando en cuando hace unos pequeños lanzamientos en su Dios, tan delicados que casi no se perciben, con cierta semejanza a la oración de silencio.
De este modo anda continuamente la voluntad en el estudio, en el trato con los hombres y en todo acto exterior, por más divertidos que anden los sentidos, sin que esto impida la expedición de las cosas exteriores. Es verdad que, de improviso, viene un rayo de luz que ilustra el entendimiento y lleva tras sí la voluntad con movimiento más activo; pero es transeúnte[11], y esto me sucede muchas veces cada día, y en particular en el estudio en que, ya lo que oigo, ya lo que leo, etc., es un despertador del amor”.
(Deseos de amar)
“Efectos son también de este amor los deseos de amar más y de que otros amen al centro del amor, a la bondad infinita. Son estos tales, amado Padre, que no se contienen en lo posible, sino que se adelantan a fingir quimeras si pudiera amar con el amor de todas las criaturas posibles infinitas veces duplicadas, me parece que quedara satisfecho. Si renunciando el cielo y abrazando el infierno amara más a mi Dios, lo hiciera gustosísimo. A veces respira este deseo con semejantes quiméricas hipótesis a la de San Agustín. Del mismo modo deseo amen a Dios todos los hombres.
Este deseo me hace pedir continuamente por los pecadores. Quisiera subir a la región del aire y dar una voz que sonase en todo el mundo: Hombres, amad aquella bondad infinitamente amable. Y de buena gana renunciara la gloria (como acá igualmente amase a Dios), porque el Señor fuese más amado. Quisiera que todos los artejos, arterias, miembros y partes del cuerpo, convertidas en lenguas, predicasen este amor, encendiendo en él al género humano”.
(Complacencia del amor)
“A estos deseos se sigue la complacencia, el júbilo y gozo que recibe mi espíritu, amando a su Dios; ama a su Dios, y de este amor nace la complacencia, y de ésta, con un círculo divino, nace nuevo amor. El mayor gozo en este particular es saber que hay quien cumplidamente ame a Dios, que es el mismo Dios.
Cuando entiendo, oigo, o veo algunas señales de este amor en los hombres recibo un gozo inexplicable. Cuando hay concursos en las iglesias, cuando se celebran majestuosamente las fiestas, cuando se adelanta el culto divino, cuando de algún modo se extiende el divino amor, no puedo contener las lágrimas de consuelo. Me parece mía la ganancia, miro la gloria de mi Dios como propia; y así el corazón, asomándose por los ojos, o dando saltos, cuando no le concedo el desahogo de las lágrimas, muestra su grande regocijo”.
(Dolor de la disminución del amor)
“Por el contrario, si recelo que Dios puede ser ofendido por algún hombre, no halla consuelo mi espíritu hasta ver si puedo remediarlo o impedirlo. ¿Qué digo la vida? Diera yo por estorbar una ofensa de Dios todo cuanto Dios me puede dar, excepto su amor. No sé qué hacerme cuando veo algún peligro en esto; acudo a la Santísima Trinidad, al divino amor Jesús, a María Santísima y a toda la corte del cielo.
Y a este paso es el dolor, el sentimiento y tristeza de las ofensas ya cometidas en disminución del amor, y a veces son tales estos afectos que, de la pena de los pecados ajenos perdiera la vida, según la viveza con que aprehendo esta desgracia. Aquí son encontrados los movimientos de mi corazón, y tan varios como se varía la divina luz.
Cuando ésta me descubre la maldad cometida por el hombre, monta en un sagrado celo, que quisiera aniquilara Dios a aquel hombre; cuando la luz manifiesta, juntamente con el pecado, la miseria de nuestra flaqueza y la misericordia divina, entonces se deshace de compasión: aquí el utinam anathemaessem pro fratribus meis! desearía ser separado de Cristo por mis hermanos[12].
Aquí instancias a mi Dios, aquí las oraciones por los predicadores para que ayuden, ya que yo no puedo, a los pobres pecadores; aquí los deseos de sacrificar mi vida, mi sangre, y sudor, para cuando sea voluntad de Dios enviarme a mí; aquí es tal la compasión, que me parecen propias las miserias ajenas (que de estas voy ahora hablando) y como tales causan en mi corazón aflicción proporcionada al gozo, que en lo contrario experimento[13].
(Compasión)
Y esta compasión, amado Padre mío, no sólo es en las miserias de los prójimos, que son disminuciones del amor divino, sino también en otras cualesquiera. Y así muchas veces, viendo a un pobre, a un afligido, a un enfermo, se me enternece el corazón sin estar en mi mano, de manera que no quisiera verlo, y como no puedo por mí hacer otra cosa, lo encomiendo tiernamente al Señor[14]. Es don particular del Señor tener este corazón tan tierno para con los prójimos, y aun desde muy niño me acuerdo me pasaba lo mismo con los pobres. Esto en cuanto a los afectos en las miserias ajenas, y más en la disminución del divino amor, cual sucede por los pecados; en cuanto a los que pasan por mí en orden al menoscabo de este amor, diré ahora”.
[1] Teótimo significa en griego “el que honra a Dios”.
[2] A partir de aquí Bernardo va concretando su modo de vivir aspectos diversos de la vida interior. Comienza con las virtudes teologales: la fe, la esperanza y la caridad.
[3] Esta veneración la manifiesta Bernardo no sólo leyendo con frecuencia la Escritura, sino leyéndola de rodillas.
[4] Bernardo ve la Escritura como algo que llena su espíritu y lo enriquece de mil modos.
[5] (Ex 32, 32). ¡Si tu quisieras, a pesar de todo, perdonar su pecado! Las palabras que dijo Moisés al Señor, y el Señor respondió: “al que ha pecado contra mí, le borraré de mi libro”.
[6] Es esta una experiencia espiritual que se experimenta con alguna frecuencia: el corazón totalmente entregado a Dios siente en el fondo de sí como una repugnancia y como imposibilidad, a veces, de hacerle a Dios tal petición concreta.
[7] Es una experiencia que sienten algunas almas: un como fuego que se aviva dentro sin saber explicar cómo es ese ardor. A veces emplean la expresión de un “volcán” que estuviera lanzando fuego en su interior…
[8] sin “cotejar”, sin “poner a la par”.
[9] Hablando de este amor del alma dirá Santa Teresa: “¡Oh, válgame Dios!, ¡cuál está un alma cuando está así!… Querría ya esta alma verse libre…, que nada ya la pueda regalar fuera de Vos; que parece vive contra natura, pues ya no querría vivir en sí sino en Vos” (o. c., cap. 16).
[10] Dirá San Juan de la Cruz: “Grande es el poder y la porfía del amor, pues al mismo Dios prenda y liga. Dichosa el alma que ama, pues tiene a Dios por prisionero… (Cántico espiritual, canción 32. Obras de San Juan de la Cruz, BAC, Madrid, 1950, págs. 1118-1119).
[11] Pasajero, por un momento.
[12] (Rm 9, 3).
[13] Bernardo de Hoyos siente pena por los pecadores, ya que está lleno de celo por la gloria de Dios, pero no sólo es por los pecados de las otras personas, sino de sus propias miserias.
[14] Tierna compasión por los pobres que aprendió en su pueblo natal, presenció muchas veces cómo un pobre demandaba a su puerta un mendrugo de pan por el amor de Dios. Más adelante, ya en el noviciado de Villagarcía, la experiencia de comer con los pobres, de su misma cazuela… le irían acrecentando esa compasión y amor por los pobres.