Celebra Bernardo con singular devoción el día consagrado al Corazón de Jesús, y se refieren algunos favores que le precedieron
La devoción del Corazón Sagrado de Jesús que Bernardo inspiraba a todo el mundo, se estampaba antes en su amante corazón con los favores más divinos y con los más fervorosos obsequios. Se acercaba el viernes inmediato a la octava del Santísimo Sacramento, día señalado por el mismo Jesús para la fiesta de su Corazón. Deseaba nuestro joven celebrar este día con todas las piadosas prácticas que enseñó Jesús a su regalada esposa, la V. Margarita María de Alacoque. Así lo ejecutó, añadiendo otras que él había leído en el libro “De cultu Cordis Iesu”.
Antes de referir los favores con que celebró y consagró el viernes inmediato a la octava del Corpus, es preciso insinuar los singularísimos favores con que le previno el Sagrado Corazón de Jesús. El día de la Santísima Trinidad se repitió en su espíritu un favor de mucha enseñanza; le refirió con estas palabras:
“Volvía a entender con nuevas luces cuán agradable música dan a la Santísima Trinidad las mínimas obras nuestras ofrecidas por medio del Corazón de Jesús, cítara armoniosa que en las tres cuerdas de que ya escribí a V. R., forma la consonancia más grata a los oídos de Dios. Y desde este favor saludo al Corazón Divino con este motete en que se complace; «Cor Iesu, cithara bene sonans, in qua sibi complacet Beatissima Trinitas: divino amore, quo ardes, inflamame» (Corazón de Jesús, cítara que armoniosamente suenas, en quien se complace la Beatísima Trinidad: inflámame en el amor divino en que ardes)”.
En el día solemnísimo del Corpus Christi había recibido siempre Bernardo los indecibles favores que hemos insinuado en otras ocasiones. Pero los de este año[1] no pueden omitirse por la relación y conexión que tienen con el Sagrado Corazón de Jesús. Son maravillosos, y la pluma del favorecido joven los describe así:
“La víspera del Corpus empecé a sentir notables accidentes secretos de amor por medio de Jesús Sacramentado y de su dulcísima presencia, que sirvieron de preparar mi corazón para recibir el Santísimo Sacramento este día; en el cual, al comulgar, me pareció estar rodeado de espíritus angélicos que hacían compañía a su Rey Sacramentado. Sentí en particular la amable presencia de estos dos Señores y Amigos[2] que continuamente me asisten.
Y luego recibí una soberana luz que, declarándome algo de la excelencia de este Santísimo Sacramento de amor, me ilustró el entendimiento para conocer algo de aquel infinito incendio que ardía en el Corazón Santísimo de nuestro Salvador para con su Eterno Padre y para con los hombres, al tiempo que levantando los ojos al cielo, como para que respirase aquel volcán Divino, pronunció las palabras de la consagración e instituyó este Santísimo Sacramento.
No sé, amado Padre mío, cómo insinuar lo que concebí había significado aquel et elevatus oculis in caelum, (y elevando los ojos al cielo). Ardía aquel Corazón Divino en vivas llamas de amor; iba éste a respirar en aquella fineza de dejársenos a sí mismo en este augusto Sacramento, cuando vivísimamente se le ponían delante como escuadronadas todas las injurias, ingratitudes y malas correspondencias con que habían de pagar los hombres este exceso de amor.
Yo, Padre mío, sólo con ver según la luz que me declaraba estos secretos, aquel colmo inmenso de injurias, quedé como fuera de mí, y me parecía era un retrayente a aquel amor, que de este modo preveía sus desprecios; pero vi en aquel nobilísimo Corazón que, convertido todo en fuego, acometiendo por medio de las inmensas aguas de todas las ofensas que habían de cometer los hombres contra este Santísimo Sacramento, parece se encendía y enardeció más a vista de su contrario, y por un prodigioso antiperístasis (esfuerzo contrario), no sólo se intensaba más a vista de su acerbo dolor, sino que como cebándose en las mismas ingratitudes de los hombres, las embestía y convertía en nuevos ardores de aquel fuego en que se abrasaba: al modo que un volcán abrasador, a la misma agua que parece le había de apagar, convierte en alimento de sus llamas y de sus mismos ardores.
Veía, amado Padre, en aquel Corazón Santísimo, una como batalla en que combatían, de parte a parte, el dolor y vivísimo sentimiento que como generoso tenía aquel S. Corazón, previendo tanta ingratitud, y el amor que venciendo, y si se puede decir así, como atropellando por tan justos motivos de indignación, se resolvía a afrentar con su fineza nuestra maldad; y al dirimirse este combate entre el dolor y el amor, fue el levantar los ojos al cielo de Jesús, a que acompañó un dulcísimo suspiro, o una respiración ardiente, un divino esfuerzo, en que el amor se mostraba vencedor; al modo que el corazón de cualquier hombre, combatido de afectos encontrados, busca el desahogo en la acción de levantar los ojos al cielo y suspirar cuando se acaba su conflicto. En aquel punto determinó Jesús, con nuevas finezas, reparar las injurias del Sacramento augusto en abrir su Corazón y manifestar a la Iglesia ese tesoro soberano[3].
Y así como instituir la Eucaristía a vista de sus agravios fue un redoble imponderable del amor de Jesús que resplandece en este Divinísimo Misterio y muestra la grandeza de este beneficio, así la determinación de descubrir su mismo Corazón para que en él se encuentre el modo de reparar las injurias del mismo Sacramento, fue en aquel paso una fineza de tantos quilates de amor, que puede formar otro sacramento de amor, pues es una de las mayores que ha hecho el Señor a su Iglesia después de la del Sacramento[4]. Y aquí entendí que la fiesta del Corazón, después de la del Corpus, sería la más venerable en la Iglesia”[5].
Enardecido con esta inteligencia protestó al amabilísimo Jesús, en su nombre y en el de todos sus confidentes, la resolución invariable de hacer todos los oficios posibles (dice) a nuestra pequeñez, y de procurar este dulcísimo culto usque ad sanguinis efussionem, (hasta el último aliento de nuestra vida).
Llegaban los ejercicios de renovación, tan fértiles para Bernardo de soberanas luces, incendios sagrados y frutos muy sólidos. Le previno el Señor con las disposiciones interiores comunes ya en su espíritu, y se siguieron los efectos que hemos notado en otras renovaciones. Lo particular de ésta fue que su Dulcísimo Director, San Francisco de Sales, le dio solidísimas doctrinas de perfección en el último día de ejercicios.
“Nuestro dulcísimo Director San Francisco de Sales lo ha sido, y muy familiar, este último día enseñándome, dirigiéndome, dándome doctrina admirable de gran perfección, mostrándome mis imperfecciones y, finalmente, cifrándome el fruto de estos ejercicios en estas palabras: Ages in silentio. Me expresó altamente con ellas la humildad, paz y tranquilidad con que debo tratar con los hombres, conmigo mismo y con el mismo Dios, en los negocios del Corazón de Jesús”.
Esta celestial doctrina de San Francisco de Sales hacía admirable consonancia a una locución del Señor con que había intimado a nuestro joven lo mismo que a la V. Margarita: Pues que había renunciado en su Sagrado Corazón todas sus obras y méritos, supiese que en adelante sólo debía atender a imitar su Divino Corazón, a procurar su mayor gloria y manifestarla a todo el mundo.
Las palabras que el Señor había dicho antes a Margarita y, ahora, a Bernardo, son estas:
“Y así sufrirás a imitación mía todas las cosas, todo lo harás en silencio con el fin de la gloria divina de establecer el reino de mi Sacratísimo Corazón en el corazón de los hombres, a quienes quiero manifestarme por tu medio”.
A estas disposiciones de los días de ejercicios correspondía una renovación del espíritu de Bernardo toda del cielo. Le hizo su Santo Ángel de la Guarda el favor de despertarle la mañana del día en que había de renovar. Al despertar, le parecía se hallaba su alma en el Sacratísimo Corazón de Jesús, quien le favoreció maravillosamente en este día.
Refiéralo todo Bernardo con sus palabras.
“Habiéndome despertado el Ángel poco después de las tres, como lo había pedido, se halló mi corazón luego en el de Jesús, y allí se regaló con mil amores hasta que después de la Consagración en la Misa de renovación tuve esta visión regaladísima por vía intelectual: vi al Dulcísimo Jesús sobre el Altar con su Santísima Madre, a quienes acompañaban los Santos y Santas, mis devotos, que ya sabe V. R. Sólo reparé después en que faltaba nuestro Hermano y condiscípulo San Juan Evangelista. Pero además de estos Santos, vi a los Santos Apóstoles cuya fiesta hoy celebramos; también asistía la regaladísima esposa del Corazón Divino, Santa Gertrudis[6].
Me parecía que, estando mi alma postrada a los pies de Jesús, sin atreverse a hablar palabra de confusión y espanto de sí misma (que se conoció bien quién es) la decía el Señor qué fruto había sacado de esos ejercicios y cómo se había de renovar mi espíritu. Y sin saber quién se las dictaba, pronunció como avergonzada de sí misma las palabras que mi Santo Director le había dicho el día antes. Se agradó Jesús y me pareció daba parte a todos aquellos cortesanos suyos de la elección que había hecho de mi ánima para promover el culto de su Corazón, porque campeasen más sus grandezas en la pequeñez del instrumento.
Luego sentí como que me decía el Señor que hablase a su Vicario San Pedro[7], y sin saber cómo, no supe más que pedirle como a Pontífice Sumo, que estableciese en la Iglesia el culto del Sagrado Corazón por alguno de sus sucesores. Me respondió el Santo Apóstol amorosamente que el año pasado, tal día como éste, me había afirmado que este culto sería solemne en la Iglesia”.
Renovó después con los seráficos ardores que seguirían a este soberano favor. Al ofrecer sus votos por medio del Sacratísimo Corazón de Jesús entendió la soberana armonía que hacen a la Santísima Trinidad las mínimas obras ofrecidas por el Sagrado Corazón de Jesús. Los efectos de estos favores, como los refiere difusamente Bernardo, eran un fuego de amor al Corazón Divino que le penetraba y consumía lo más íntimo de su pequeño corazón.
Los afectos, fervores y obsequios con que Bernardo celebró el día de la fiesta del Sagrado Corazón de Jesús son inexplicables. Para su mayor consuelo en esta solemnidad, se juntaron este año la fiesta del Corazón y la Visitación de Ntra. Señora a Santa Isabel[8]. Ambas festividades llenaban de gozo el corazón de Bernardo por las dulces memorias que le daban de los cultos del Sagrado Corazón que era todas sus delicias.
Mucho nos pueden enseñar las expresiones con que este devotísimo joven describe las disposiciones, afectos y obsequios de su corazón en el día del Corazón de Jesús: es preciso valernos de sus palabras vivas y expresivas.
“El día antecedente, que fue la octava del Corpus, procuré disponerme con algunos actos de virtud, en especial de humildad, para celebrar la fiesta del Corazón Sagrado, cuyo día amaneció para mí lleno de incomparable gozo, luego que antes de la hora de levantar me despertó el Ángel.
La causa de este gozo fue representárseme luego que desperté, cómo este día era adorado el Corazón de mi amado Jesús, y su culto practicado en muchas partes del Mundo, y no menos derramó sobre mi pobre corazón una suavidad dulcísima saber que en nuestra España, en Murcia y Lorca, se habían de predicar públicamente sus soberanas excelencias, celebrándose su fiesta en el modo posible hasta que la Santa Iglesia instituya el rito que al Rey de los corazones es debido. La consideración de que el año pasado, por lo que toca a España, estaba cercado su culto dentro de los nuestros, y que en tan poco tiempo ha sido beneplácito del Eterno Padre descubrirle de modo que ya muchas almas le practicaban este día en nuestra nación, hacía derretir mi alma en una complacencia amorosa que perfumaba como suavísimo bálsamo mi espíritu.
Todo el día anduve embebido en estos deliciosos sentimientos y con especialidad en la presencia de Jesús Sacramentado. Aun en las acciones exteriores andaba mi corazón en el de su amado, que le hacía mil visitas por todos los templos de la cristiandad en que este día estaba presente y celebrado con solemne pompa. En particular discurrió mi espíritu consoladísimo por todos los templos de la Visitación, y con un gozo imponderable miraba en la concurrencia de la fiesta del Corazón y de la Visitación, que era este día, reinando a este Rey de los corazones en las casas y en los amantes corazones de nuestro dulcísimo Director San Francisco de Sales.
El Arzobispado de León (Lyon) y Tolón eran mayores motivos a mis amantes complacencias, contemplando en todas sus iglesias y sus aras descubierto, como en su trono, al Corazón de Jesús patente en el Santísimo Sacramento. De este modo andaba mi espíritu buscando al Corazón de Jesús, adorándole y congratulándole, y dándole mil parabienes de verle triunfar en tantas partes del Mundo este día.
Hice las cinco visitas al Santísimo[9] por los motivos que señala el libro “De cultu Cordis lesu”, dilatándome según era la voluntad del Señor detenerme en ellas. En la tercera, llorando por la tarde las injurias de los fieles y postrado en tierra, sentí a mis lados a las esposas regaladas del Corazón: Santa Gertrudis y la V. Margarita, a quienes tan de cerca tocan las glorias que este día se rinden al Corazón Sagrado y diciendo me levantase del suelo, me agradecieron mis deseos de reparar las injurias hechas contra el Corazón Divino, y de que se propagase su culto para que otros las reparen”.
Hasta aquí la inflamada pluma de Bernardo, que nos enseña el modo de celebrar santamente la fiesta del Sagrado Corazón de Jesús.
Los gloriosos San Juan Evangelista,
San Francisco de Sales y N. P. San Ignacio
declaran a Bernardo ser especiales Protectores
de la devoción al Corazón de Jesús
Los fervorosos esfuerzos que nuestro joven practicaba para extender su devoción se debían a los favores que recibía del cielo. Entre los muchos que recibió por este tiempo no se puede omitir el que le hicieron tres Santos muy amados y amantes de Bernardo el día de la fiesta[10] de N. P. San Ignacio. No sabía este verdadero devoto del Corazón de Jesús pensar ni hablar, aún con los cortesanos del cielo, sino de las glorias del S. Corazón. Éstas pedía en la festividad de N. S. Patriarca, cuando inflamado en los ardores comunes en su espíritu, gozó el favor que refiere por estas palabras.
“Después de comulgar vi entre resplandores de gloria a nuestro muy amado Hermano y primer condiscípulo del S. Corazón, San Juan Evangelista, acompañado de nuestro dulcísimo Director San Francisco de Sales y de nuestro gloriosísimo P. San Ignacio.
Estando ya asombrado de la santidad que entendí resplandecía en estos tres Santos, se me declaró cómo estos eran los tres a cuya cuenta corrían las glorias del Corazón S. de Jesús. Del Santo Evangelista por haber sido privilegiado en descansar sobre el Corazón Sagrado, donde se le descubrieron sus excelencias, y desde entonces tenía este amante Apóstol particular devoción con aquel Corazón de su Maestro en el que bebió las luces y las llamas de su Amor. De Nuestro Santo Director en su Orden y de Nuestro Santo Padre en su Religión, por haber sido estos dos Santos de los amantes divinos que más al vivo copiaron en sus corazones el ardor seráfico del Evangelista. San Sales en lo dulce que fue el distintivo de su amor; San Ignacio en lo fuerte que fue la divisa de su caridad ardiente.
Luego me miró Nuestro Santo Padre con dulces y benignos ojos, como insinuándome la complacencia que tenía en aquellos sus hijos (entendí con especialidad en mis Padres) que cooperaban a este asunto gloriosísimo de propagar las glorias del Corazón Sagrado, que era peculiar a la Compañía y Orden de la Visitación[11]. Como, al contrario, pidiéndole por aquellos sus hijos que, o con buen celo o por otros intentos oponían dificultades a esta santa idea, conocí lo que al Santo le desagradaba esto en la severidad y como indignación que a este tiempo vi en sus majestuosos ojos”.
Estos tres gloriosos Santos, que se descubrieron a Bernardo Protectores de las glorias y cultos del S. Corazón de Jesús, estaban destinados a este fin por la Divina Providencia. El discípulo amado San Juan Evangelista se puede llamar el primer autor o descubridor celeste del Corazón Divino. Así lo muestra la célebre visión de la regalada esposa de Jesús, Santa Gertrudis, fundamento de la devoción del Corazón de Jesús. Este es el lugar propio de referirla y confirmará los favores de nuestro joven.
Entre las celestiales gracias que San Juan Evangelista hizo a su devota Gertrudis, fue una ponerla en espíritu a la puerta del Corazón amabilísimo de Jesús. Sintió la Santa en este tiempo inexplicables dulzuras con los movimientos santos o pulsaciones del Corazón Divino. Absorta con tan suaves delicias del cielo, preguntó confiadamente a su amado Evangelista (Insinuatio divinae pietatis lib.4 cap.4):
“Por ventura, oh amado de Dios, ¿no sentiste los santísimos gustos de estas suavísimas pulsaciones cuando te recostaste sobre este Santísimo Pecho y Corazón, con los cuales me hallo yo ahora tan encendida en amor? –Sí las sentí, respondió a su amada Gertrudis San Juan Evangelista; y la suavidad de las sagradas pulsaciones de mi Divino Maestro penetró toda mi alma, y encendió todo mi espíritu en amorosas llamas. Pues, ¿cómo, oh Santo mío, -prosiguió la Santa-, callaste tanto las finezas de nuestro amado Jesús, que no escribiste la menor cosa de este asunto para que nosotros lo conociésemos y nos aprovechásemos? La respondió el Santo: la razón porque no escribí del Sagrado Corazón de mi Maestro, fue porque me mandó el Señor que yo escribiese para enseñanza de la Iglesia, todavía tierna, del Verbo increado del Padre; en el cual hay tan altos, divinos e infinitos misterios, que nadie los puede comprender en todos los siglos. El dar noticia de las pulsaciones y movimientos del Corazón de Jesús, quedó reservado para los tiempos futuros, en los cuales, oyendo los inflamados afectos del Corazón de Jesús, se encienda el mundo envejecido y resfriado en el amor de Dios”.
Hasta aquí parte de la dulcísima conversación que Santa Gertrudis tuvo con el amado Evangelista, estando ambos recostados en el Santo Pecho de Jesús y cerca de su Corazón.
Parecido en algo a este favor de Santa Gertrudis es el que el mismo Evangelista San Juan hizo a su devoto Bernardo un día de su fiesta. Sólo se diferencian el favor de la Santa y de nuestro joven en que Santa Gertrudis gozó inefables dulzuras en el Santo Corazón de Jesús; Bernardo gozó dulzuras, pero mezcladas con las sutilísimas penas de que hablaremos después. Era ya sacerdote y celebraba el Santo Sacrificio de la Misa con los seráficos fervores que siempre en la solemnidad del Santo[12], de quien dice:
“Este gloriosísimo discípulo del Corazón de Jesús me asistió casi todo el tiempo de la Misa, y al comunicárseme aquel singular favor de introducirse mi alma en el Corazón Sagrado a contemplar más de cerca sus penas y dolores, me pareció me conducía este mi amable Santo, hasta introducirla en aquel Palacio Augusto de la Divinidad, y al mismo tiempo me dio a entender con cuánta razón se le da en la Vida de Santa Gertrudis el título de Portero del Corazón de Jesús; por lo cual es casi inseparable el amor al Corazón de Jesús de un tierno afecto a este Santo evangelista, cuya devoción deseo inculque V. R. en lo que se añadiere al Librito, como medio para alcanzarla con el Corazón de Jesús[13].
Para esto hay comodidad en varias partes del Librito, y aun si a V. R. le pareciese, podrá apuntar con cuánta propiedad pueden elegir las congregaciones del Corazón su día, por uno de los cuatro en que Su Santidad les concede indulgencias, pues espero tendrá así algún efecto esta nuestra idea y deseo del Corazón Sagrado”.
Hasta aquí la pluma del discípulo del Sagrado Corazón de Jesús, amante del Discípulo amado. En sus palabras se descubre también el santo celo con que meditaba siempre nuevos medios de establecer los cultos del Corazón Divino. Las palabras de nuestro joven y la regalada visión de Santa Gertrudis declaran bien el particular título que San Juan Evangelista tiene para ser declarado Protector del culto, devoción y glorias del S. Corazón de Jesús.
La obligación de San Francisco de Sales en promover los cultos del Corazón Divino, insinúa bien Bernardo en las breves palabras de su revelación cuando dice: “que está encargado el Santo de promover este culto, por ser fundador y Patriarca de la Sagrada Orden de la Visitación de Santa María”. Es tan propio del Sagrado Instituto de esta Religión esclarecida el culto del Corazón de Jesús, que la fundó el Santo para este fin, según nos instruye su historia.
Es digna de saberse la revelación que tuvo en este asunto la V. Ana María Clemente, religiosa de la Visitación, hablando de su Santo Padre y Fundador, dice así:
“Dios me ha dado a entender que San Francisco de Sales, cuando vivía en la tierra, hacía su continua morada en el Corazón Santísimo de Cristo donde vivía, de suerte que jamás le interrumpían su reposo ni las grandes ocupaciones; por esta causa le fue inspirado que fundase una orden en la Santa Iglesia que tuviese por fin honrar el adorable Corazón de Cristo y practicase las dos virtudes de humildad y mansedumbre que son el fundamento de las Constituciones de la Visitación”.
En todos los escritos del Santo se hallan tantas señales de haberle destinado Jesús para propagar los cultos sagrados de su Divino Corazón, que nadie puede dudar de esta verdad. Son, a mi parecer, más de ciento los lugares que se hallan en los escritos del Santo que tratan de la devoción al Smo. Corazón de Jesús.
Me contentaré con señalar sólo dos, que encontré estos días en los Sermones de nuestro Santo, que acaban de salir a luz en nuestro idioma.
Tratando el Santo, en un sermón de la Transfiguración, de la gloria que tendrán los bienaventurados conversando en el cielo con nuestro amantísimo Salvador, escribe con su pluma, que destila siempre dulzura y amor, de esta suerte (Tom. 1 Serm. 6 pág. 114):
“Pasemos más adelante, os suplico, y digamos alguna cosa de la honra y favor que tendremos de comunicar con N. S. Jesucristo. Aquí sin duda nuestra felicidad tomará un aumento inexplicable: ¿qué haremos, queridas almas? Pero, ¿qué será de nosotros cuando veamos a aquel adorable Corazón y muy amado de nuestro Soberano Dueño por medio de la Sagrada Llaga de su Costado, todo ardiente por el amor que nos tiene? En cuyo Corazón veremos todos nuestros nombres escritos con letras de amor: ¡Ay! ¿Es posible, –diremos entonces a nuestro Divino Salvador–, que me hayáis amado tanto, que he de ver mi nombre en vuestro Corazón, y en vuestras manos? Esto es muy verdadero. Hablando el Profeta Isaías, en persona de nuestro Señor, nos dice estas palabras: «¡Cuando (aunque) sucediese que la madre olvidase a su hijo, que ha traído en sus entrañas, no os olvidaré yo, porque tengo tu nombre grabado en mis manos! ¿Puede la mujer olvidarse del niño de sus entrañas? Pues, aunque ella se olvidase, yo no me olvidaré de ti: te llevo escrito en mis palmas». Pero Nuestro Señor, excediendo más a lo que dicen estas palabras, nos dirá: ¡No sólo he grabado tu nombre en mis manos, sino aún dentro de mi Corazón!; cosa por cierto de muy grande consuelo el ver que somos amados tan claramente de Nuestro Señor, que nos trae siempre en su Corazón. ¡Oh! Cuán admirable gozo será para todos los Bienaventurados cuando verán (vean) dentro de aquel Sagrado Corazón los pensamientos de paz que tenía para ellos en la misma hora de su Pasión”.
Hasta aquí la pluma del Santo teñida en el amor de su corazón y del de Jesús. En el sermón de San Juan ante Portam Latinam (Tomo 2, Serm. 23, pág. 47), discurriendo el Santo algunas razones por las cuales quiso Jesús que el soldado le abriese el Sagrado Costado con el hierro de la lanza, dice:
“Muchas razones hay por las cuales quiso Jesús y permitió que su costado fuese abierto después de su muerte, pero no referiré más que dos. La primera es para que viésemos los pensamientos de su Corazón, los cuales no son más que pensamientos de amor y dilección para todos los hombres. Ego cogito cogitationes pacis et non affliccionis.
Mis pensamientos –dice por su Profeta– son pensamientos de paz y no de aflicción. Quiso, pues, que su Costado fuese abierto, para que conociésemos el deseo grande que tiene de darnos las gracias y bendiciones de su Corazón, y su Corazón mismo, como sucedió con Santa Catalina de Siena haciéndola este favor tan incomparable de trocar con ella su Corazón, de suerte que esta Santa, la cual antes de haber recibido este favor le decía: Señor, os encomiendo mi corazón; después le decía: Señor, os encomiendo vuestro Corazón. ¡Oh! ¡Qué grande dicha para esta Santa el haber trocado así su corazón con el de su Divino Salvador! En verdad que bien podía decir, como el apóstol Máximo[14]: «Vivo yo, pero no yo, sino es mi Jesús, que vive en mí», supuesto que el Corazón de Nuestro Señor era el suyo. En verdad que las almas devotas no deben tener otro corazón sino el de Dios, otro espíritu sino el suyo, otra voluntad sino la suya, otros afectos, sino los suyos, ni otros deseos, sino los suyos, y en conclusión han de ser todas de su Majestad sin reserva alguna”.
Hasta aquí el Santo enamorado del S. Corazón de Jesús. Omito otros innumerables lugares de los escritos del Santo en que se declara destinado por Jesús para las glorias de su Corazón Divino.
El Costado abierto de Jesús, y su Divino Corazón, de que habla este dulcísimo Santo, me acuerda (me recuerda) que nuestro feliz joven Bernardo tuvo la inteligencia siguiente. Le dio a entender el Señor que su Santo Director San Francisco de Sales había llegado a la altísima perfección que tenía por medio del Corazón de Jesús. Esto entendió con el símbolo de un blanco y purísimo cordero que se apacentaba en el Sagrado Pecho de Jesús y bebía la Sangre de su Corazón, “en particular entendí (dice el joven) la grandeza de la mansedumbre, que bebió y debemos beber todos en esta celestial fuente”.
En otra ocasión conoció Bernardo la perfección singular a que le llamaba el Señor; cifrándosela en la imitación del Sagrado Corazón de Jesús, en su amor y padecer, dice:
“Esta es la perfección que enseña nuestro dulcísimo Director San (Francisco de) Sales, como quien la bebió en la misma fuente, y no hay que admirar que no se halle en los Santos Padres de la Iglesia cosa igual: porque estaba reservado el enseñar este camino de la perfección para el Santo, a quien se declararon los secretos del Corazón, para que por su medio se manifestasen a la Iglesia. Esto me confirmó el Divino Amor Jesús en este sentimiento.
Le pedía uno de estos días me hiciese hijo en el espíritu de este dulcísimo Santo, y sentí se me mandaba por respuesta que advirtiese que me quería hacer esta gracia, pues me había descubierto en su Corazón la escuela donde el Santo aprendió, y que lo mismo era aprender la vida espiritual de su Corazón que la que el Santo enseña, o el camino dulce y sólido por donde guía a su consecución; me consoló no poco este sentimiento y me dio luz para admirar mil secretas providencias en la conexión de las cosas del Corazón y las de San Francisco de Sales”.
Hasta aquí la pluma de este verdadero discípulo del Corazón de Jesús, y de su dulcísimo Director.
Más brevemente descubriré la obligación precisa de nuestro Padre San Ignacio a promover los cultos y glorias del Sagrado Corazón de Jesús por medio de sus Hijos. La V. Margarita María, propagadora ilustre de los cultos del Corazón de Jesús, nos descubre el glorioso destino que el Señor hizo de nuestra Compañía para esta devoción. Escribiendo Margarita a un jesuita, le dice así:
“Mi Rdo. Padre[15]: os pido encarecidamente que nada dejéis de hacer para inspirar esta devoción por todo el mundo, pues Jesucristo me ha dado a conocer de un modo que no admite la menor duda que, por medio de los Padres de la Compañía de Jesús principalmente, quiere establecer en todo el mundo esta sólida devoción, y con ella hacerse un número infinito de siervos fieles, perfectos amigos, y de hijos enteramente reconocidos”.
Hasta aquí la V. Margarita, la cual dio parte de este celestial arcano a otras muchas personas, según refiere el Iltmo. Señor Don Juan Joseph Languet, Arzobispo dignísimo de Sens, muro de la Iglesia Católica contra los Jansenistas y Quesnelianos[16]. Escribe este gran Prelado, en la vida de Margarita, lo siguiente:
“La devoción del Corazón de Jesús ha pasado los mares y ha sido llevada a las vastas regiones de la Asia y de la América, donde han predicado la Religión los Padres jesuitas, y éstos han inspirado en sus fervorosos neófitos, con las verdades de la fe, el amor y culto al Corazón de Jesucristo, principio de su salvación, y de las gracias que obra en ellos. De esta suerte se cumple otra profecía de la Sierva de Dios, que había dicho muchas veces que el culto del Corazón de Jesucristo se establecería en todo el mundo, y que los Rdos. Padres de la Compañía de Jesús estaban señalados por Dios para cumplir sus designios en este punto. Así lo escribió Margarita el año de 1689 a la Madre de Saumaise, y el original de esta carta con muchas otras, que hacen fe en las diversas predicciones de que he hablado, se conservan en el Monasterio de Paray, y se presentó al Comisario eclesiástico en la información Jurídica de que hicimos mención”.
Hasta aquí el sapientísimo y celosísimo Arzobispo. Con estas revelaciones de la V. Margarita se conforman las que nuestro joven jesuita tuvo en el mismo asunto. Quedan ya muchas referidas o insinuadas, y así referiré sólo la siguiente con sus mismas palabras.
“El día de N. Santo Padre se me dio a entender cómo, por su medio, dispensaba este día a sus Hijos el Corazón de Jesús particulares gracias, y vi en el mismo Sagrado Corazón la complacencia que tiene en el Santo y en su Religión, entre otros títulos, por éste de ser escogida para promover este culto, de lo que tuvo noticia N. P. San Ignacio entre los secretos fines a que le declaró el cielo fundaba esta Religión: y nuevamente entendí la complacencia de N. P. San Ignacio en que sus Hijos se empleen en asunto tan de la gloria de nuestro Capitán Jesús y tan propio de su Compañía”.
Hasta aquí el joven jesuita del Corazón de Jesús.
Favor singularísimo que el Corazón de Jesús
hizo a Bernardo, y éste apareció siempre
por el mayor de todos
Los grandes favores con que el S. Corazón de Jesús regalaba el espíritu de su siervo no le satisfacían, aspirando con amorosas ansias al favor de poder padecer por el Corazón Divino. Nadie puede expresar estas amorosas ansias como el mismo Bernardo con sus extáticas expresiones. Las refiere dando cuenta de lo que había padecido el día de la Santa Cruz.
“El día del triunfo de la Santa Cruz[17], mirándola triunfante en mi Salvador, la saludé amorosamente con íntimos deseos de verla enarbolada en el mío, en señal de que la Cruz tiene el dominio de mi corazón, en el cual deseo habite como en su propia morada, pues la consagró el de Jesús colocándola en sí.
Me parece, amado Padre, que el mayor de los favores que puedo esperar es la Cruz: la Cruz amo, la Cruz deseo, por la Cruz anhelo, sin la Cruz los mayores regalos me son amargos, con la esperanza de estrechar la Cruz en mi pecho, me consuelo. Pero, ¡ay! que en llegando la Cruz se hace pesada, y esos deseos parecen veleidades, no obstante, que tal cual astillita de esa Santa Cruz que no suele faltar, aun cuando está presente, me recrea, si bien se siente como Cruz porque si no, dejaría de serlo.
En este tiempo se ha formado la Cruz de tres materias: de amor, dolor y temor; de amor en los ímpetus que a veces asaltaban el corazón poniéndole en un ansia y apretura tan dulce y suave como penosa y dolorosa; particularmente ha sido esto los días próximos a la Asunción con la memoria de los deseos ardientes que tendría María Santísima, cercana ya a partir de esta vida, de dolor; por la luz casi continua de las ofensas que se han cometido, cometen y cometerán contra el Señor, y en especial de las ingratitudes que en la Eucaristía ha experimentado su amante Corazón.
Esta luz ha sido tan activa a veces que, si no fuera sostenida con superiores fuerzas, no pudiera haber vivido entre los dolores y mortales congojas que este sentimiento causaba en mi alma. Esto experimenté con mayor fuerza todos los viernes, pero muy particularmente en el primero de este mes (en cumplimiento de la promesa del Señor) porque este día se me repitió el favor que otros primeros viernes de mes de llegar el alma a introducirse dentro del Corazón afligido del Salvador, de donde admiraba más de cerca sus sentimientos de amor y dolor, aunque en la Misa se serenó este día algo la tempestad, por ser la de Nuestra Señora de las Nieves, en que reverenciaba la unión de nuestros corazones, los cuales vi unidos en uno y acogidos en el de nuestra Dulcísima Madre con no pequeño consuelo, que se trocó luego en mayores dolores por la avenida de otras luces celestiales.
También el temor de ir por mal camino teniendo ofendido al Corazón Sagrado, ha agravado alguna cosa la cruz. En este punto, afligido una noche y receloso de que mi espíritu no era de la Compañía, ni propio de nuestro Instituto, ni conforme al de nuestro P. San Ignacio, por lo que el Padre Ribadeneira dice en su Vida[18], y por los ejemplos que pone; me declaró el Señor interiormente no tenía que temer, dándome esa doctrina: que el Demonio había engañado por este camino a muchos que no anduvieron en simplicidad hasta el fin, que su traza era desacreditar por este medio los verdaderos favores que él hace a los suyos, logrando con sus embustes, que los poco espirituales y menos sabios miren con cierto género de horror estas cosas. Que mi espíritu no era contrario al de mi P. San Ignacio, que en sí mismo experimentó estos y mayores favores; que su espíritu era medir la santidad, no por los dones de Dios, sino por la correspondencia a estos dones que, por ser suyos, debían estimarse con humildad; que el carácter de su espíritu en el gobierno espiritual fue la prudencia, a la cual toca detenerse y examinarlo todo consultando ya a la providencia ordinaria, ya a la extraordinaria, cuyas leyes eran diversas: que este era el carácter que dejó el Santo a sus Hijos: con esto quedé consolado, y dando cuenta al Padre Rector de esta inteligencia la aprobó y confirmó con especial sentimiento de su verdad”.
Hasta aquí la pluma de este amante afligido joven.
Porque en estas amorosas ansias de padecer hace Bernardo mención del singular favor que el Corazón de Jesús le había ofrecido y cumplió, es necesario referirle. Se disponía nuestro joven para recibir las Sagradas órdenes con los fervores que veremos, cuando conoció que el Corazón de Jesús quería disponerle por sí mismo; la disposición del Smo. Corazón cumplió una de las profecías de Bernardo: todo lo descubrirá él mismo con expresiones llenas de luz, fuego y dolor en su corazón amante y coronado de espinas.
“Por este tiempo se me dio a entender, más clara y distintamente, cómo antes de recibir el Sacerdocio quería el buen Jesús favorecerme con darme a gustar la corona de espinas que ciñe su Corazón, la cual me serviría de disposición. Tiempo antes se me había prometido esto mismo: pero se me declaró empezaría la 1ª Dominica de Adviento[19], y se cumplió puntualmente, que aunque siempre he experimentado al Señor puntual en sus promesas, pero en esta materia de padecer, es con especialidad. El modo fue este:
Después de comulgar se me mostró el Señor, y descubriendo su Divino Corazón todo abrasado en llamas vivas de amor, y todo lastimado con la Corona de Espinas y demás insignias con que ha querido simbolizar sus penas, comunicó a mi alma una luz clarísima con que, según su capacidad, penetraba en aquellas insignias materiales los misterios espirituales que encierran, y mediante esta celestial luz, sentí empezar a formarse en mi corazón una imagen de la que tenía delante.
Al modo que un cristal cuando le embiste de lleno el sol para recibir en sí todas las luces de éste, así se comunicaba, como por reverberación, a mi espíritu el incendio que contemplaba en aquel Divino objeto; pero inmediatamente que recibió en sí los ardores, transformó en sí los dolores, y me pareció que mi corazón, antes luminoso con los influjos ardientes del de Jesús, de repente se cubría de un no sé qué de penas, dolores y tristezas, con que quedaba ofuscado al modo que un hermoso espejo se empaña con el aliento. Y en un instante experimenté, no tanto con la luz que me ilustraba cuanto con el dolor que empecé a padecer, experimenté, digo, en mí mismo prácticamente algo de lo que pasó por el Corazón dolorosísimo de Jesús en el Huerto; y ésta fue la corona prometida a que se añadieron por esmalte las piedras preciosas de los ímpetus, de que muchas veces he hablado a V. Rª., aunque en mayor intensión y extensión que otras veces.
Esta dolorosa y apreciable corona de espinas, por los dolores y sentimientos de muerte que en mí causaba, y de piedras preciosas por el amor y complacencia incomparable con que mi corazón la abrazaba, se fijó en medio de mi alma altamente, que puedo asegurar a V. Rª. que cuantos trabajos y penas interiores había padecido hasta aquí, se desvanecían en su comparación.
Todos los días del Adviento sentía sus penosos efectos, a veces con tanta actividad, que necesitó el Señor fortificar mi flaqueza, como puede ser diga después. Me explicó el amado Salvador la estimación en que debía tener esta corona, y agradecerla como una de las mayores prendas y señales de su amor para conmigo, y que con ella aprendería a compadecerme de su afligido Corazón[20]. Y esto que decía lo obraba en mi alma, porque no son ponderables los afectos de agradecimiento con que mi espíritu besaba la mano con que tan dolorosamente me favorecía.
Siendo cosa suya ver tanto gozo en mi flaqueza entre las penas más terribles, ni tampoco son decibles las altas exclamaciones con que mi corazón se condolía y compadecía del de Jesús cotejando la infinidad de sus penas por la grandeza de las mías, infinitamente menores que las suyas. De aquí brotaban mil afectos de compensar sus injurias, aliviar sus dolores, etc.”.
Hasta aquí las sentidas cláusulas de este favorecido siervo del Corazón de Jesús.
Para hacer algún concepto, aunque ligero, de las penas que empezó a padecer el corazón de Bernardo a imitación del Sagrado Corazón de Jesús, veamos cómo este amante y paciente joven describe las del Corazón de su amado Jesús. Había gozado singulares delicias los primeros días del año con los misterios tiernos del tiempo. Anhelaba padecer mucho a imitación del Corazón paciente de Jesús. Logró esta gracia que incesantemente pedía, como lo refiere su pluma, llena de celestial amargura.
“Las dulzuras de mi espíritu se mudaron en amarguras el primer viernes del mes y año; en el cual cumplió el buen Jesús la promesa de comunicarme en tales días la honra de coronar mi corazón con las espinas que adornaron el suyo amabilísimo. Es cierto que no fue con tanta abundancia como el primer viernes del mes siguiente, del cual quiero decir algo en particular, pues lo fue para mí este día.
Este día, al despertar, hallé fijas en mi entendimiento aquellas palabras: «triste está mi alma hasta la muerte»; y empezó a sentir la voluntad su significado. Pero en la oración, estremeciéndose y temblando todo el cuerpo tan sensiblemente que temí no lo percibiese quien estaba cerca, y cayendo en mi corazón una mortal tristeza, empecé a hallarme en agonía algo semejante a la que padeció en el Huerto el buen Jesús, el cual se me mostró al mismo tiempo en aquella triste forma que le pintan los Evangelistas orando a su Eterno Padre entre las congojas mortales de este paso.
Esta visión introdujo por los ojos del alma a lo más íntimo lo más profundo de una jamás experimentada aflicción, la que se aumentó incomparablemente con unas amorosas y tristes palabras con que el Dulcísimo Jesús, como quien buscaba se condoliesen de su tristísimo Corazón, me dijo llegase más de cerca a ver lo que pasaba en su Corazón, en el cual me pareció se hallaba mi alma introducida y contemplando aquel abismo de dolores. Pero, ¡Oh, Buen Jesús! ¡Oh, Corazón Dulcísimo! ¿Quién pudiera explicar las amarguras, congojas, tedios y atrocísimos tormentos que mi alma vio retratados en vos mismo? ¡Oh, si los hombres vieran en vuestro Corazón dolorosísimo, no digo lo que padeció, que esto no puede comprenderlo ninguno de los mortales, pero a lo menos lo que os dignasteis manifestar a mi pobre alma! ¡Oh! Y cómo todos procurarían con vuestro culto templar vuestro dolor.
Yo, amado Padre, quedé como muerto con esta vista, que fue muy breve, pues no pudiera tolerarla más tiempo mi flaqueza. Todo el día anduve como fuera de mí, y cuando estaba solo no podía detener las lágrimas, ya de la profunda tristeza que en mí experimentaba, ya de la compasión que me causó el Corazón Sagrado, en el cual, aun pasada la visión, traía presente aquella claridad con que Jesús previó sus ofensas y nuestras ingratitudes, la cual luz en mí, pecador miserable, causaba un horror tan asombroso que más se redujo a términos de insensible en el sumo dolor; pues ¿qué sería, o qué causaría esta luz infinitamente más clara en aquel Dios tan ajeno de todo pecado, tan amante y tan puro, tan santo, tan celoso de su honra, y tan generoso para resentirse de nuestra ingrata correspondencia?
No pude ya contenerme sin buscar algún desahogo a mi pena con mi Padre Rector, pero al mejor tiempo, cuando empezaba a respirar con su Reverencia, que me iba consolando, cortó él mismo la plática, y me vio tan atravesado como quien comienza a respirar y se corta la respiración, aunque luego lo conocí, oí que su Reverencia lo hacía por cooperar con el Señor a mi pena, o que el Corazón S.S. se lo inspiraba por el mismo fin.
Yo no me engañé, porque acudiendo al mismo Jesús Sacramentado, y recogido todo en mí, oí me decía que él había sido quien me había cortado aquel aliento, el cual quería conmutar por otro; y éste fue darme una nueva luz de lo que su Corazón había sentido, en particular las injurias que preveía en el Huerto le habían de hacer en sus Altares; y este alivio fue el último redoble a las fatigas de este día, las que se aumentaron aquí sobremanera, al paso que al Corazón S.S. se le recrecieron altamente las suyas con este conocimiento, pero en realidad fue alivio a la sed que al mismo tiempo ardía en mi pecho de transformarme en el cáliz mismo del Corazón de Jesús; el cual, con esta ocasión, me dio a entender que no le desagradaba buscase en mis aflicciones algún consuelo en mis Padres espirituales, que Él le buscó también en sus Discípulos, aunque no le halló, pero que le encontraría yo cuando fuese su voluntad, y que si ésta era que padeciese, me sabría poner en el mayor alivio, el mayor dolor, y que tiempo vendría en que él mezclase todo lo que naturalmente me podría agradar con el padecer más amargo”
Hasta aquí el joven favorecido, quien nos enseña la celestial práctica de recurrir a nuestros superiores en todas ocasiones para recibir dirección, aliento y consuelo.
Los efectos sensibles que estas penas causaban en el cuerpo y espíritu de Bernardo declaran los excesivos trabajos de su afligido corazón; habla de lo que padecía los viernes primeros de cada mes, y dice así:
“Todos los viernes fueron en mayor grado las amarguras y tristezas. Solía venirme una clara luz que me ponía delante como en un espejo todos los dolores del Corazón de Jesús, ya por los pecados de los fieles, ya de los infieles, y de sus enemigos, ya por las ingratitudes, que previó su amor a sus finezas, particularmente en la Eucaristía, y de repente se me alteraba el cuerpo, y empezaba a temblar como si tuviera alferecía[21], y los miembros quedaban fríos, las manos sin acción, la lengua sin pronunciar palabra, los ojos abiertos o cerrados, como les cogía, derramando algunas lágrimas, y hecho una estatua el cuerpo: sólo sentía tener el alma en las mortales congojas que ésta padecía.
Entre todas las penas interiores sentía por las ofensas de mi Jesús amabilísimo una tristeza profundísima, a semejanza de la que él dijo le llevaba a término de muerte, y en esta tristeza parece se resolvía el alma llena de un tedioso desmayo como el que naufraga entre las olas. Los días de comunión eran de comunicación de los dos corazones en las espinas de aquella amabilísima corona”.
Hasta aquí la pluma de Bernardo teñida en la amargura de sus penas.
Concluiré este capítulo, aunque no los favores del padecer de nuestro joven, con el favor que recibió el día de Santo Tomás Apóstol. La historia de la incredulidad de este discípulo de Jesús llamó el corazón y espíritu de Bernardo al Costado abierto y Corazón amantísimo del Divino Maestro.
No podía dejar de encenderse en amor al Corazón S.S. teniéndole tan presente, y así dice:
“El día de Santo Tomás Apóstol, acordándome mucho de la dichosa incredulidad que acarreó a este Santo meter su mano en el Costado abierto de Jesús, siendo natural, se acercase a aquel Corazón Divino, sentí en mi espíritu un fuego de amor hacia este Corazón Dulcísimo que abrasaba todas mis entrañas[22].
Pero poniéndoseme delante este S.S. Corazón con las insignias que otras veces, convirtió aquel incendio en un mar de angustias cuyas aguas entraron hasta lo más íntimo de mi alma: porque vi en aquel simulacro de dolores, haber sido causa de ellos, mis pecados, imperfecciones e ingratitudes, y aquí cayó sobre mí un pesar y detestación de mis pecados aun más leves que, junto con la tristeza que me asaltó, me hubiera quitado la vida si el buen Jesús, acercándome a la llaga de su Corazón, no me hubiera influido nuevo esfuerzo en una como llama ardiente que salió de aquella esfera de amor; me parecía convertir en pavesas mi corazón, y que quedaba como aniquilado en gran parte el hombre viejo, y toda el alma como retocada, y en un género de tinte de mayor disposición para el sacerdocio; cumpliendo así el Señor la promesa de suplir, por medio de su Corazón, lo que me faltase para llegar a tan alta dignidad.
Este género de padecer fue una de las disposiciones con que el Corazón Divino iba disponiendo el mío aumentándose no poco con haber de reprimirlo todo en lo interior, sin que en lo exterior se rezumase cosa, aunque en bastante peligro me vi algunas veces; bien es que el Señor hacía la costa, pues si no, fuera imposible naturalmente ocultarse tanta tempestad de penas; y como este mi Padre Rector me aseguraba, sin manifiesto peligro, digo, milagro, no pudiera en las fuerzas naturales contenerse toda esta fatiga en lo interior, y más cuando de improviso me cogía en distribución de comunidad, aunque regularmente en estas ocasiones venía más templado el padecer.
No solamente traía al alma este favor la gracia y utilidad del padecer mismo (y no era ésta la menor), sino otras muchas utilidades en los efectos que dejaba, como era una gran compasión de lo que el Corazón de Jesús padeció: un deseo de evitar en mí las mínimas faltas que ocasionaron tanto dolor; un horror grande al pecado y, sobre todo, un celo ardiente de que todo el mundo conociese al Corazón S.S. y se alentase a resarcir sus injurias, y en particular una determinación grande de no perdonar trabajo por la salvación de las almas, en el nuevo estado de sacerdote, en que me quería poner”. Hasta aquí Bernardo, que andaba absorto en las disposiciones interiores que le pedía el Señor para el altísimo grado del sacerdocio a que lo elevó con particulares providencias, gracias y favores, como ahora veremos.
[1] Año 1734.
[2] Son el Ángel de la Guarda y San Juan evangelista.
[3] El P. Hoyos expresa maravillosamente en estos dos párrafos el estado interior del Corazón de Cristo en el momento de instituir el Sacramento del amor.
[4] Bernardo llama al Corazón de Jesús “el otro sacramento de amor”: el Pan, el Vino y el Corazón….
[5] Tiene en la Iglesia el mayor rango: el de solemnidad.
[6] (1256-1306) Religiosa alemana.
[7] El día 29 de junio de 1734, fiesta de San Pedro y San Pablo.
[8] Ese año coincidieron en el 2 de julio. Fue precisamente el día en que Santa Margarita recibió el “encargo” para la Compañía de Jesús de promover el culto del Corazón de Jesús.
[9] Entre las prácticas de devoción al Corazón de Jesús que aparecen en el librito del Tesoro escondido se habla de las “Cinco Visitas”.
[10] El 31 de julio de 1735.
[11] Se refiere al “Grupo de los Cinco”: Bernardo de Hoyos, Agustín de Cardaveraz, Pedro Calatayud, Juan de Loyola y Lorenzo Jiménez.
[12] Puede tratarse de una Misa votiva en honor de San Juan Evangelista (eran antes más frecuentes que en la actualidad) o bien, la antigua fiesta de San Juan Evangelista: la llamada de San Juan, ante portam latinam, en que se conmemoraba su martirio de aceite hirviendo.
[13] El P. Loyola no recogió esta sugerencia de los escritos de Bernardo de Hoyos.
[14] Se refiere a San Pablo.
[15] Se refiere aquí a la carta que escribió al P. Croisset en 1689, un año antes de su muerte.
[16] Unos y otros lucharon por desprestigiar esta devoción que privilegia y hace hincapié en el amor de Dios al hombre.
[17] El día 14 de septiembre.
[18] Escribió la primera Vida de San Ignacio, a la que se refiere el P. Hoyos.
[19] Año 1734.
[20] Se trata de padecer juntamente con Cristo.
[21] Enfermedad caracterizada por convulsiones y pérdida del conocimiento.
[22] Tal vez por esto se ha representado en el altar mayor de la Basílica de la Gran Promesa la escena de Santo Tomás tocando la llaga del costado, acompañado del P. Bernardo de Hoyos, Cardaveraz, Loyola y otros.