Del libro “La devoción al Sagrado Corazón de Jesús” del R.P. Juan Croiset, escrito en 1734.
Obstáculos que impiden sacar fruto de la devoción al Sagrado Corazón de Jesús
- Segundo obstáculo. El amor propio
Es muy cierto que hay muy pocos que no obren por amor propio, y toda la diferencia que hay entre las personas espirituales y las que no lo son, es que el amor propio obra en esta sin rebozo, y en aquellas es menos perceptible y algo más disfrazado. Si se quiere tomar el trabajo de reflexionar sobre los verdaderos motivos de la mayor parte de las acciones, incluso de aquellas que parecen menos defectuosas, se descubrirá en ellas cien rodeos y cien tretas del amor propio que impiden todo el fruto, por cuanto es el más poderoso motivo de ellas.
En todas las prácticas de virtud no se halla gusto, y no se aprueba sino sólo aquellas a que uno se acomoda. Él especioso pretexto o de conservar la salud, que se tiene siempre por muy necesaria para la gloria de Dios, ocupa eternamente el espíritu con mil impertinentes cuidados, conservase y se procura bien por ella, y la mayor parte de las mortificaciones parecen indiscretas o poco proporcionadas a nuestra edad y a nuestro estado. Tenemos por ilusión los pensamientos y deseos que nos da Dios de tiempo en tiempo para trabajar con seriedad por nuestra perfección: queremos persuadir nos dé que Dios no pide en nosotros tanta santidad, aunque nos haya hecho muchas gracias y nos haya puesto en un estado que lleva de suyo a hacer grandes santos. No os parecíamos detener un verdadero deseo de dejarlo todo después que se nos manifieste la voluntad de Dios: y Dios gusta de hacerse entender en lo íntimo del corazón por sus inspiraciones, quiere hablar por un director por medio de un padre espiritual por las reflexiones que hacemos, por las luces que nos da, por los ejemplos queremos y que incluso nosotros mismos alabamos; y con todo eso no se conoce el apodo de Dios mientras es contraria al amor propio: la razón es porque no es, en verdad, la voluntad de Dios la que tomamos por regla de nuestra conducta; es nuestra inclinación y nuestro amor propio lo que queremos que sea la regla de voluntad de Dios.
¿De dónde proviene que se hallen personas que nunca se ven más inquietas, más melancólicas, más sensibles, ni jamás de peor humor, que al tiempo que están más recogidas y que parece más se aplican hacerse perfectas? Es porque las luces que reciben entonces en la oración, y las inspiraciones que Dios les da, no confrontan con el amor propio de que se ven llenas. Quisieran, al parecer, para trabajar seriamente para santificar se, o que el camino de la perfección no tuviese ninguna dificultad, o que les llegan a base de Dios de dulzuras y de consolaciones antes de haber dado el primer paso en el camino de la perfección. Pero, como la vida de este género de gentes parece por otra parte bastante arreglada e irreprochable su conducta, tienen la desgracia de andar arrastradas y acongojada es toda su vida en este estado, sin corregirse jamás de una sola falta.
Bien se puede decir que no sería mejor, en algún modo, no tener ciertas virtudes de que nos preciamos; a lo menos reconoceríamos nuestra pobreza y nuestra miseria; pero lo poco que tenemos de virtud no sirve sino de hacernos cada día más imperfectos. Nosotros nos contentamos con un exterior arreglado, con una modestia natural o afectada, con una virtud aparente que por la mayor parte es efecto de la educación y no de la gracia; y como nos vemos defendidos de los oprobios que se acarrean aquellos cuya vida es menos bien arreglada, nos imaginamos tener mucha virtud porque no se dejan conocer tanto nuestras faltas.
Fórmese, pues, una idea de devoción según el humor, el natural y el capricho de cada uno. Se encuentran muchos directores flojos y muy placentero os que aprueban este sistema sobre que el ser funda toda la vida; y así se ve que se hace uno insensible a los ejemplos, a las reflexiones y a las verdades que mueven hasta a los mayores pecadores. A no se debe admirar de que, estando tan llenos de amor propio, busquemos por todas partes nuestras pequeñas comodidades: no queremos que nos falte nada con el pretexto de estará pronto os ha de esas irnos de todo, y sin os pi vivamos de alguna cosa es las más veces para engañarnos a nosotros mismos por esta fingida mortificación, y para gozar con reposo o de otras tiene cosas que nos son más agradables y de las que no queremos privarnos. Todo lo que obramos es, por la mayor parte, según el natural y la inclinación: no tenemos dulzura si no con aquellos con quienes sentimos simpatía: nada rehusamos a los sentidos, y si los mortificamos en alguna cosa, siempre lo hacemos en aquello que nos duele menos, o bien cuando se nos sigue alguna honra de la tal mortificación. Queremos hacer buenas obras, pero queremos tener la satisfacción de escoger las que más nos gusten. De esto o se origina que no tengamos sino disgusto o en las menores obligaciones que nuestro estado nos impone, al paso que hayamos tantos atractivos en ocupaciones más penosas, o porque son de nuestra elección, o porque nos ponen en ocasión de dispensar nos de las obligaciones más ordinarias de nuestro estado. La enfermedad de otros la tenemos por una visita o por un Don De Dios; pero cuando Dios nos regala con este Don, luego al punto nos ponemos inquietos, melancólicos, impacientes y tristes. No es la enfermedad a la que nos hace tales, sino que en la enfermedad nos hacemos conocer verdaderamente tal cual somos, porque entonces nos faltan los motivos y los medios que nos daba la salud para disfrazar nuestro amor propio.
De este manantial, quiero decir del amor propio, nace en estos deseos estériles y estos designios quiméricos con que se alimenta un espíritu naturalmente orgulloso. Se proponen ciertos proyectos de vida que se pretende ejecutar en cierto tiempo, y haya después, como si nuestra conversión estuviese asegurada, y entre tanto no nos da cuidado de no corregir nuestras continuas imperfecciones. Persuadidos de que la mortificación es absolutamente necesaria para ser Santos, Reus amor las cruces que se nos presentan con el pretexto de que son pequeñas; pero es más porque las tenemos más cerca, y no anhelamos por las cruces grandes, sino porque las vemos de lejos. Entretanto no se entere tenemos con estas vanas imaginaciones, reposamos sobre esta composición exterior, y en estas buenas obras en que tomamos gusto, y en las prácticas de alguna devoción a la que tenemos bastante inclinación, y como en debidos con las vanas y falsas alabanzas que nos dan los que nos aplauden, llenos de la idea de una virtud de la que no tenemos sino el nombre, no salíamos al fin de una larga vida sin merecimiento, y muchas veces, no hay otros más loable sentimientos que un vano y estéril deseo de ser por entonces tan buenos, siquiera, como fuimos al principio de nuestra conversión. Estos son los efectos del amor propio de que tampoco se ven libres. ¡Que seamos tan necios que queramos alimentar en nosotros mismos un enemigo, tanto más dañoso cuanto es más útil, y que es del que se hacen menos desconfianza! Es, pues, evidente, que Jesús no reconocerá jamás por verdaderos amigos de su corazón a los que son amigos de sus comodidades y que no se aman si no a sí mismos. Esto es lo que nos ha dicho, tan expresamente, cuándo nos ha dado el carácter de sus verdaderos servidores. Sin embargo, dice, se preciaba ninguno de ser mi discípulo por haber dejado por amor de mi sus bienes, sus parientes y sus amigos, si no se renuncia también a sí mismo. Es menester hacerse violencia, hacer guerra las pasiones, destruir o al menos mortificar nuestro amor propio, para ser verdaderamente sus discípulos. No hay verdadero amor a Jesús, no habiendo verdadera mortificación.
- Tercer obstáculo. Una soberbia secreta.
La soberbia secreta no es el menor obstáculo para el amor a Jesús, e incluso se puede decir que no hay mayor obstáculo para nuestra perfección y por consiguiente para el amor ardiente de Jesucristo, que un espíritu de vanidad de que pocos se guardan. Se vencen y se debilitan todos los demás enemigos con la práctica de las virtudes, y por este medio es por donde se mortificaba este enemigo; pero se exalta y remueve más. Hasta nuestras mismas victorias le sirven de armas al demonio para vencer nos, tomando de ellas ocasión para hacernos ensoberbecer. Se puede decir que, de todos los vicios, no hay ninguno que haya detenido tantas almas en el camino de la virtud, y que las haya sumergido de lo más alto de la perfección en la tibieza y hasta el desorden. De este espíritu de vanidad nacen el deseo inmoderado que se tiene de querer ser observado y notado entre gentes, y ese anhelo extremado que se tiene de complacerse en todo lo que se hace. Se tiene a bien dar como tormento al espíritu, por haya razones que nos aseguren que no buscamos en todo otra cosa sino la gloria de Dios: y no hay sino que escuchar a la conciencia para ver que no es sino nuestra propia gloria la que buscamos: esta inquietud desmesurada que nos causa el miedo que tenemos de no ser aplaudidos, esta tristeza y este decaimiento en que caeremos después de un mal suceso, esta alegría y este engreimiento que tomamos en vista de la honra que se nos hace y de las alabanzas que se nos dan, son pruebas manifiestas de espíritu de vanidad que nos hace obrar.
Este mismo espíritu se deslizaba incluso en el ejercicio de las mayores virtudes: se quiere ser por extremo mortificado, se quiere ser cortés, honrado y caritativo; es bueno para la edificación del prójimo, dirán, parecer tal; pero también sucede, que de esto mismo nacen casi todos nuestros defectos. Insensiblemente en nos dejamos llevar por la idea de un fingido mérito que no hay y que estaba sola idea sería capaz de destruir lo cuándo lo hubiera. Se quieren contar aventuras, siempre se saca algún suceso de nuestras vidas para que sirva de ejemplo en la materia de que se trata, y aun se diga que no es defecto él a lavarse así continuamente después que se tiene la reputación de hombre de mérito. Se quiere poseer la estimación y el corazón de todo el mundo, y que esto o procede que se además el dispensar sed de su deber, quienes obligar a ninguno, y lo que es aún más de extrañar, se pretende cumplir esta ambición y esta paridad con él es precioso pretexto de honestidad, de caridad, de condescendencia, persuadiendo se vanamente que, para hacer la virtud menos difícil a los otros, es menester portarse de esta suerte. Mas, ¿qué es esto? ¿Será posible que la verdadera virtud saque su amabilidad de las faltas y de las imperfecciones de otros? De una vez se quiere agradar a Dios y a los hombres, y por esto mismo sucede las más veces que ni se agrada Dios ni a los hombres tan poco.
De este mismo manantial nace la delicadeza sobre el punto de la honra, estas pequeñas enemistades, estas tristezas que tienen tanta conexión con la envidia, cuando no sea con la malignidad, y esta pena secreta que causan los buenos sucesos de otros, y el que siempre se halle algún accidente al que se atribuya la mejor parte de estos sucesos. Se trata de minorar los, no se habla de ellos signo secamente y se tiene por enfadosos o lisonjero os a los que hablan de ellos con elogio ¿De dónde procede esto? Es porque nos hallamos llenos de vanidad y de soberbia: somos muy sensibles a la menor palabra que nos disgusta hubo a la menor sospecha de desprecio. Creemos que podemos excusar nos para con los otros de ciertas atenciones de cortesía; pero no les perdonamos cuando ellos se descuidan en guardar nos las que juzgamos que se nos debe, y por una ilusión, aún más ridícula, se imagina que va la honra de Dios a quien se sirve y de la alta virtud que se presume tener, en manifestar a todo el mundo su espíritu, sus talentos, sus buenas cualidades naturales y sobrenaturales; y sea después de esto o alguno no nos tiene toda la estimación y toda la veneración que esperamos, esto bastará más de una vez para persuadir nos inmediatamente que el tal es un imperfecto, un licencioso, que no tiene ningún respeto al mérito y ninguna estimación a la virtud.
Aún no son estos todos los efectos de esta secreta ambición: amase el ilustre, los aplausos y las alabanzas de todo lo que se hace. Se ve que hace mucho por Dios; pero luego se ponen a contar lo mucho que trabajan; siempre se hallan con pena, siempre ansiosos, fatigados y tan oprimidos, que parece convidan a todo el mundo a que se comparezcan de sus fatigas. Lo cierto es que la vanidad tiene mucha parte en tantas penas; ellos se imaginan muy importantes y necesarios al mundo, y quieren pasar por tales. La soberbia se desliza hasta en las acciones más inmediatas a la humildad. Deseaba se alguna vez distinguirse en la práctica de ciertas virtudes y hasta en el mismo ejercicio de las buenas obras; pero no hay que dudar de que toda su ansia es más por distinguirse que por agradar a Dios. En fin, esta misma tristeza y está cobardía, que se tiene después de alguna recaída en sus primeras faltas, nunca es efecto o de ternura de conciencia como ellos se imaginan, sino solamente una soberbia secreta que les hace tener por mas Santos de lo que en efecto son.
En fin, se pasa por espiritual, y hasta se cree portal, y no se gobierna sino por la prudencia mundana disfrazada bajo el nombre de buen juicio; todo se encamina a la regla de este fingido buen juicio que hacemos para engañarnos sin escrúpulo. También sucede, según esta falsa regla, que se juzgaba de las cosas espirituales, de las operaciones divinas y de las maravillas de la gracia, no aprobando sino las que se acomodan a su capricho; se acomodan la gracia de Dios para consigo y para los otros según las máximas de la sabiduría humana, y por una notable ceguedad, que suele ser castigo de los espíritus soberbios, se cree que no se sigue sino la razón y el buen juicio, cuando así más se alejan del espíritu de Dios.
Y después de esto se admira el que no haya ni consolaciones espirituales, ni sentimientos de devoción después de 10:20 años pasados en el ejercicio de la virtud y en la práctica de tantas obras buenas. Se lamenta el que no sea adelante y de que siempre estemos tan imperfectos, y de que el uso frecuente de los sacramentos sea sin fruto, y de que no se sepa que sea devoción, sensible. Esta soberbia secreta, que se cría en lo íntimo del corazón, agotada, digámoslo así, el manantial de las mayores gracias, y hace que personas al parecer tan sabidas, tan regulares y tan reservadas, que han vivido con tanta honra y que han sido propuestas como por idea de los que se llaman hombres honrados del mundo, hombre ricos, y que según todas las apariencias deberían hallarse abundante riquezas espirituales, se hallen en la muerte con las manos vacías de buenas obras, habiéndose alzado con todo o corrompido todo este amor propio, esta pequeña ambición y está secreta soberbia. Éste es el gusano que hace secase las más altas encinas, ésta es la levadura que corrompe tarde o temprano toda la masa o que, al menos, la hacen quien se y llenarse de viento.
Es evidente que el amor de Jesús es incompatible con un vicio que le están contrario; y ¿cómo puede ser que este divino Salvador, que quiso que la primera de las bienaventuranzas, el fundamento de la vida espiritual y el primer paso que es menester dar en el camino de la virtud, fuese este espíritu de humildad que él escogió con preferencia a las demás virtudes para que fuese su propio carácter? ¿Cómo puede ser que sea me aquellos que se les asemejan tampoco? Y si está sincera humildad del espíritu del corazón hace el carácter distintivo de Jesús, es imposible estar animado de su espíritu y hacer morada en su Corazón no estando verdaderamente animados del espíritu de humildad.