Alumna en la Abadía II

Del libro «HISTORIA DE UN ALMA» , Santa Teresita del Niño Jesús

Extraña enfermedad

Es asombroso ver cómo se desarrolló mi espíritu en medio del sufrimiento. Se desarrolló de tal manera, que no tardé en caer enferma.

La enfermedad que me aquejó provenía, ciertamente, del demonio. Furioso por tu entrada en el Carmelo, quiso vengarse en mí del daño que nuestra familia iba a causarle en el futuro. Pero lo que él no sabía era que la [27vº] amorosa Reina del cielo velaba por su frágil florecilla, que ella le sonreía desde lo alto de su trono y que se aprestaba a calmar la tempestad en el mismo momento en que su flor iba a quebrarse sin remedio…

Hacia finales de año, me sobrevino un continuo dolor de cabeza, pero que se podía aguantar bien. Podía seguir estudiando, y nadie se preocupó por mí. Esto duró hasta el día de Pascua de 1883.

Papá había ido a París con María y Leonia, y nuestra tía nos llevó a su casa a Celina y a mí. Una tarde, nuestro tío me llevó con él y empezó a hablarme de mamá y de recuerdos pasados con tal bondad, que me emocionó profundamente y me hizo llorar. Entonces me dijo que era demasiado sensible y que necesitaba mucho distraerme, y que mi tía y él habían decidido tratar de hacérnoslo pasar bien durante las vacaciones de Pascua. Esa tarde teníamos que ir al Círculo Católico; pero viendo que estaba demasiado cansada, mi tía me hizo acostar. Al desnudarme, me entró un extraño temblor.

Creyendo que tenía frío, mi tía me envolvió entre mantas y me puso botellas calientes, pero nada pudo reducir mi agitación, que duró casi toda la noche. Al volver mi tío del Círculo Católico con mis primas y Celina, se quedo muy sorprendido al encontrarme en aquel estado, que juzgó muy grave, pero no quiso decirlo por no asustar a mi tía. Al día siguiente, fue a buscar al doctor Notta, el cual coincidió con mi tío en que tenía una enfermedad muy grave, que nunca había padecido una niña tan joven como yo.

Todos estaban consternados. Mi tía tuvo que dejarme en su casa y me cuidó con una solicitud verdaderamente maternal.

Cuando papá volvió de París con mis hermanas mayores, Amada los recibió con una cara tan triste, que María [28rº] creyó que me había muerto… Pero esta enfermedad no era de muerte, sino, como la de Lázaro, para que Dios fuera glorificado…

Y así lo fue, en efecto, por la admirable resignación de mi pobre papaíto, que creyó que «su hijita se iba a volver loca o que se iba a morir».

¡Lo fue también por la de María…! ¡Cuánto sufrió por causa mía…! ¡Y qué agradecida le estoy por los cuidados que tan desinteresadamente me prodigó…! Su corazón le dictaba lo que yo necesitaba, y, verdaderamente, un corazón de madre es mucho más sabio que el de un médico y sabe adivinar lo que conviene para la enfermedad de su hijo…

La pobre María tuvo que venir a instalarse en casa de mi tío, pues era imposible trasladarme por entonces a los Buissonnets.

Entretanto, se acercaba la toma de hábito de Paulina. Delante de mí evitaban hablar de ello, pues sabían la pena que sentía por no poder ir; pero yo hablaba de ello con frecuencia, diciendo que para entonces ya estaría lo bastante bien para ir a ver a mi Paulina querida.

Y en efecto, Dios no quiso negarme ese consuelo, o, mejor, quiso consolar a su querida prometida, que tanto había sufrido con la enfermedad de su hijita… He observado que Jesús no quiere probar a su hijas en el día de sus esponsales, esta fiesta debe ser una fiesta sin nubes, un anticipo de las alegrías del paraíso. ¿No lo ha demostrado ya cinco veces…?

Pude, pues, abrazar a mi Madre querida, sentarme en su regazo y colmarla de caricias… Pude contemplarla radiante con su blanco vestido de desposada… ¡Sí, fue un hermoso día, en medio de mi oscura prueba! Pero aquel día pasó veloz… Pronto hube de subir al coche que me llevó muy lejos de Paulina…, muy lejos de mi Carmelo querido.

Al llegar a los Buissonnets, me hicieron acostar a mi pesar, pues aseguraba [28vº] que estaba totalmente curada y que ya no necesitaba más cuidados. ¡Pero, ay, sólo estaba todavía en los comienzos de mi prueba…! Al día siguiente, volví a estar igual que antes, y la enfermedad se agravó tanto, que, según los cálculos humanos, no tenía remedio…

No sé cómo describir una enfermedad tan extraña. Hoy estoy convencida de que fue obra del demonio, pero durante mucho tiempo después de mi curación creí que había fingido estar enferma, y eso fue para mi alma un verdadero martirio.

Se lo dije así a María, que me tranquilizó lo mejor que pudo con su bondad habitual. Lo dije en la confesión, y también mi confesor intentó tranquilizarme, diciéndome que no era posible que hubiese simulado estar enferma hasta el punto que yo lo había estado. Dios, que, sin duda, quería purificarme, y sobre todo humillarme, me dejó en este martirio íntimo hasta mi entrada en el Carmelo, donde el Padre de nuestras almas barrió como con la mano todas mis dudas, y desde entonces quedé totalmente tranquila.

No es extraño que temiese haber fingido estar enferma sin estarlo de verdad, pues decía y hacía cosas que no pensaba. Parecía estar en un continuo delirio, diciendo palabras que no tenían sentido, y sin embargo estoy segura de que no perdí ni un solo instante el uso de la razón… Con frecuencia me quedaba como desmayada, sin hacer el menor movimiento; en esos momentos, me habría dejado hacer todo lo que hubieran querido, incluso matarme; sin embargo, oía todo lo que se decía a mi alrededor, y todavía me acuerdo de todo. En una ocasión me aconteció estar mucho tiempo sin poder abrir los ojos, y abrirlos un instante al encontrarme sola…

Pienso que el demonio había recibido un poder exterior sobre mí, pero [29rº] que no podía acercarse a mi alma ni a mi espíritu, a no ser para inspirarme grandísimos terrores a ciertas cosas, por ejemplo a las medicinas sencillísimas que intentaban en vano hacerme tomar..

Pero si Dios permitía al demonio acercarse a mí, me enviaba también ángeles visibles…

María no se separaba de mi cama, cuidándome y consolándome con la ternura de una madre. Nunca me demostró el más ligero enfado, y eso que yo le daba mucho trabajo, pues no soportaba que se alejase de mi lado. Sin embargo, tenía necesariamente que ir a comer con papá, pero yo no cesaba de llamarla durante todo el tiempo que no estaba. Victoria, que se quedaba a mi cuidado, a veces no tenía más remedio que ir a buscar a mi querida «mamá», como yo la llamaba… Si María quería salir, tenía que ser para ir a Misa o para ver a Paulina; sólo entonces yo no decía nada…

Nuestros tíos eran también muy buenos conmigo. Mi querida tiíta venía todos los días a verme y me traía mil golosinas.

También fueron a visitarme otras personas amigas de la familia; pero yo pedí a María que les dijese que no quería recibir visitas. No me gustaba «ver a la gente sentada alrededor de mi cama como ristras de cebollas y mirándome como a un bicho raro». La única visita que me gustaba era la de nuestros tíos.

Me sería imposible decir cuánto creció mi cariño hacia ellos a partir de esta enfermedad. Comprendí como nunca que ellos no eran para nosotros unos parientes cualquiera. ¡Qué razón tenía nuestro papaíto cuando nos repetía tantas veces estas palabras que acabo de escribir! Más tarde él mismo supo por experiencia que no se había equivocado, y seguro que ahora protege y bendice a quienes le prodigaron tan generosos cuidados… Yo todavía estoy en el destierro, y no sabiendo cómo demostrarles mi gratitud, sólo tengo una manera de aligerar mi corazón: ¡rezar por estos familiares tan queridos que fueron y que siguen siendo tan buenos conmigo!

También Leonia era muy buena conmigo, y hacía todo lo posible por distraerme. Yo, a veces, la hacía sufrir, pues se daba perfectamente cuenta de que María era insustituible a mi lado…

¿Y mi Celina querida? ¿Qué no hizo por su Teresa…? Los domingos, en vez de salir de paseo, venía a encerrarse horas enteras con una pobre niña que parecía idiota. Verdaderamente, [29vº] se necesitaba mucho amor para no huir de mí… ¡Hermanitas queridas, cuánto os hice sufrir…! Nadie os hizo sufrir tanto como yo, y nadie recibió nunca tanto amor como el que vosotras me prodigasteis… Gracias a Dios, tendré el cielo para resarcirme. Mi Esposo es enormemente rico, y yo meteré la mano en sus tesoros de amor para poder devolveros centuplicado todo lo que sufristeis por causa mía…

Mi mayor consuelo mientras estuve enferma era recibir carta de Paulina. La leía y la releía hasta sabérmela de memoria… Un día, Madre querida, me mandaste un reloj de arena y una de mis muñecas vestida de carmelita. Es imposible decir la alegría que sentí… A mi tío no le gustó. Decía que, en vez de hacerme pensar en el Carmelo, habría que alejarlo de mi mente. Yo, por el contrario, pensaba que la esperanza de ser un día carmelita era lo único que me hacía vivir…

Me encantaba trabajar para Paulina. Le hacía pequeños trabajos en cartulina, y mi ocupación preferida era hacer coronas de margaritas y de miosotis para la Santísima Virgen. Estábamos en el mes de mayo. Toda la naturaleza se vestía de flores y respiraba alegría. Sólo la «florecita» languidecía y parecía marchita para siempre…

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La sonrisa de la Virgen

Sin embargo, tenía un sol cerca de ella. Ese sol era la estatua milagrosa de la Santísima Virgen, que le había hablado por dos veces a mamá, y la florecita volvía muchas, muchas veces su corola hacia aquel astro bendito…

Un día vi que papá entraba en la habitación de María, donde yo estaba acostada, y, dándole varias monedas de oro con expresión muy triste, le dijo que escribiera a París y encargase unas misas a Nuestra Señora de las Victorias para que le curase a su pobre hijita. ¡Cómo me emocionó ver la fe y el amor de mi querido rey! [30rº] Hubiera deseado poder decirle que estaba curada, ¡pero le había dado ya tantas alegrías falsas! No eran mis deseos los que podían hacer ese milagro, pues la verdad es que para curarme se necesitaba un milagro…

Se necesitaba un milagro, y fue Nuestra Señora de las Victorias quien lo hizo.

Un domingo (durante el novenario de misas), María salió al jardín, dejándome con Leonia, que estaba leyendo al lado de la ventana.

Al cabo de unos minutos, me puse a llamar muy bajito: «Mamá… mamá». Leonia, acostumbrada a oírme llamar siempre así, no hizo caso. Aquello duró un largo rato. Entonces llamé más fuerte, y, por fin, volvió María. La vi perfectamente entrar, pero no podía decir que la reconociera, y seguí llamando, cada vez más fuerte: «Mamá…» Sufría mucho con aquella lucha violenta e inexplicable, y María sufría quizás todavía más que yo. Tras intentar inútilmente hacerme ver que estaba allí a mi lado, se puso de rodillas junto a mi cama con Leonia y Celina. Luego, volviéndose hacia la Santísima Virgen e invocándola con el fervor de una madre que pide la vida de su hija, María alcanzó lo que deseaba…

También la pobre Teresita, al no encontrar ninguna ayuda en la tierra, se había vuelto hacia su Madre del cielo, suplicándole con toda su alma que tuviese por fin piedad de ella…

De repente, la Santísima Virgen me pareció hermosa, tan hermosa, que yo nunca había visto nada tan bello. Su rostro respiraba una bondad y una ternura inefables. Pero lo que me caló hasta el fondo del alma fue la «encantadora sonrisa de la Santísima Virgen».

En aquel momento, todas mis penas se disiparon. Dos gruesas lágrimas brotaron de mis párpados y se deslizaron silenciosamente por mis mejillas, pero eran lágrimas de pura alegría… ¡La Santísima Virgen, pensé, me ha sonreído! ¡Qué feliz soy…! Sí, [30vº] pero no se lo diré nunca a nadie, porque entonces desaparecería mi felicidad.

Bajé los ojos sin esfuerzo y vi a María que me miraba con amor. Se la veía emocionada, y parecía sospechar la merced que la Santísima Virgen me había concedido… Precisamente a ella y a sus súplicas fervientes debía yo la gracia de las sonrisa de la Reina de los cielos. Al ver mi mirada fija en la Santísima Virgen, pensó: «¡Teresa está curada!» Sí, la florecita iba a renacer a la vida. El rayo luminoso que la había reanimado no iba ya a interrumpir sus favores. No actuó de golpe, sino que lentamente, suavemente fue levantando a su flor y la fortaleció de tal suerte, que cinco años más tarde abría sus pétalos en la montaña del Carmelo.

Como he dicho, María había adivinado que la Santísima Virgen me había concedido alguna gracia secreta. Así que, cuando me quedé a solas con ella, me preguntó qué había visto. No pude resistirme a sus tiernas e insistentes preguntas; y sorprendida de ver que mi secreto había sido descubierto sin que yo lo revelara, se lo confié enteramente a mi querida María…

Pero, ¡ay!, como lo había imaginado, mi dicha iba a desaparecer y a convertirse en amargura… El recuerdo de aquella gracia inefable que había recibido fue para mí, durante cuatro años, un verdadero sufrimiento del alma. Sólo volvería en encontrar mi dicha a los pies de Nuestra Señora de las Victorias, y entonces la recibí en toda su plenitud… Más adelante volveré a hablar de esta segunda gracia de la Santísima Virgen. Ahora quiero contarte, Madre mía, cómo mi dicha se convirtió en tristeza.

María, después de escuchar el ingenuo y sincero relato de «mi gracia», me pidió permiso para contarlo en el Carmelo, y no podía decirle que no….

En mi primera visita a ese Carmelo querido me sentí inundada de gozo al ver a mi Paulina vestida con el hábito de la Virgen. [31rº] Fue un momento muy dulce para las dos… Teníamos tantas cosas que decirnos, que a mí no me salía nada, me ahogaba de emoción…

La madre María de Gonzaga también estaba allí y me daba mil muestras de cariño. Vi también a otras hermanas, y delante de ellas me preguntaron por la gracia que había recibido, y [María] me preguntó si la Santísima Virgen llevaba al Niño Jesús, y si había mucha luz, etc.

Todas estas preguntas me turbaron y me hicieron sufrir. Yo no podía decir más que una cosa: «La Santísima Virgen me había parecido muy hermosa…, y la había visto sonreírme. Lo único que me había impresionado era su rostro.

Por eso, al ver que las carmelitas se imaginaban otra cosa muy distinta (mis sufrimientos del alma respecto a mi enfermedad ya había comenzado), me imaginé que había mentido…

Seguramente, si hubiera guardado mi secreto, habría conservado también mi felicidad. Pero la Santísima Virgen permitió este tormento para bien de mi alma. Sin él, tal vez hubiera tenido algún pensamiento de vanidad, mientras que, tocándome en suerte la humillación, no podía mirarme a mí misma sin un sentimiento de profundo horror…

¡Sólo en el cielo podré decir cuánto sufrí…!