Del libro «HISTORIA DE UN ALMA» , Santa Teresita del Niño Jesús
(1886-1887)
Si el cielo me colmaba de gracias, no era porque yo lo mereciese, pues era aún muy imperfecta. Es cierto que tenía un gran deseo de practicar [44vº] la virtud, pero lo hacía de una manera muy peregrina. He aquí un ejemplo.
Como era la más pequeña, no estaba acostumbrada a arreglármelas yo sola. Celina arreglaba la habitación donde dormíamos las dos juntas, y yo no hacía ni la menor labor de la casa. Después de la entrada de María en el Carmelo, a veces, por agradar a Dios, intentaba hacer la cama, o bien, cuando Celina no estaba, le metía por la noche sus macetas de flores. Como he dicho, hacía esas cosas únicamente por Dios, y por tanto no tenía por qué esperar el agradecimiento de las criaturas. Pero sucedía todo lo contrario: si Celina tenía la desgracia de no parecer feliz y sorprendida por mis pequeños servicios, yo no estaba contenta y se lo hacía saber con mis lágrimas…
Debido a mi extremada sensibilidad, era verdaderamente insoportable. Si, por ejemplo, sucedía que hacía sufrir involuntariamente un poquito a un ser querido, en vez de sobreponerme y no llorar, lloraba como una Magdalena, lo cual aumentaba mi falta en lugar de atenuarla, y cuando comenzaba a consolarme de lo sucedido, lloraba por haber llorado. Todos los razonamientos eran inútiles, y no lograba corregirme de tan feo defecto.
No sé cómo podía ilusionarme con la idea de entrar en el Carmelo estando todavía, como estaba, en los pañales de la infancia…
Era necesario que Dios hiciera un pequeño milagro para hacerme crecer en un momento, y ese milagro lo hizo el día inolvidable de Navidad. En esa noche luminosa que esclarece las delicias de la Santísima Trinidad, Jesús, el dulce niñito recién nacido, cambió la noche de mi alma en torrentes de luz… En esta noche, en la que él se hizo débil y doliente por mi amor, me hizo a mí fuerte y valerosa; me revistió de sus armas, y desde aquella noche bendita ya no conocí la derrota en ningún combate, sino que, al contrario, fui de victoria en victoria y comencé, por así decirlo, «una carrera de gigante ».
[45rº] Se secó la fuente de mis lágrimas, y en adelante ya no volvió a abrirse sino muy raras veces y con gran dificultad, lo cual justificó estas palabras que un día me habían dicho: «Lloras tanto en la niñez, que más tarde no tendrás ya lágrimas que derramar…»Fue el 25 de diciembre de 1886 cuando recibí la gracia de salir de la niñez; en una palabra, la gracia de mi total conversión.
Volvíamos de la Misa de Gallo, en la que yo había tenido la dicha de recibir al Dios fuerte y poderoso.
Cuando llegábamos a los Buissonnets, me encantaba ir a la chimenea a buscar mis zapatos. Esta antigua costumbre nos había proporcionado tantas alegrías durante la infancia, que Celina quería seguir tratándome como a una niña, por ser yo la pequeña de la familia… Papá gozaba al ver mi alborozo y al escuchar mis gritos de júbilo a medida que iba sacando las sorpresas de mis zapatos encantados, y la alegría de mi querido rey aumentaba mucho más mi propia felicidad.
Pero Jesús, que quería hacerme ver que ya era hora de que me liberase de los defectos de la niñez, me quitó también sus inocentes alegrías: permitió que papá, que venía cansado de la Misa del Gallo, sintiese fastidio a la vista de mis zapatos en la chimenea y dijese estas palabras que me traspasaron el corazón: «¡Bueno, menos mal que éste es el último año…!»
Yo estaba subiendo las escaleras, para ir a quitarme el sombrero. Celina, que conocía mi sensibilidad y veía brillar las lágrimas en mis ojos, sintió también ganas de llorar, pues me quería mucho y se hacía cargo de mi pena. «¡No bajes, Teresa! -me dijo-, sufrirías demasiado al mirar así de golpe dentro de los zapatos».
Pero Teresa ya no era la misma, ¡Jesús había cambiado su corazón! Reprimiendo las lágrimas, bajé rápidamente la escalera, y conteniendo los latidos del corazón, cogí los zapatos y, poniéndolos delante de papá, fui sacando alegremente todos los regalos, con el aire feliz de una reina. Papá reía, recobrado ya su buen humor, y Celina creía estar soñando … Felizmente, era un hermosa realidad: ¡Teresita había vuelto a encontrar la fortaleza de ánimo que había perdido a los cuatro años y medio, y la conservaría ya para siempre…!
[45vº] Aquella noche de luz comenzó el tercer período de mi vida, el más hermoso de todos, el más lleno de gracias del cielo…La obra que yo no había podido realizar en diez años Jesús la consumó en un instante, conformándose con mi buena voluntad, que nunca me había faltado.
Yo podía decirle, igual que los apóstoles: «Señor, me he pasado la noche bregando, y no he cogido nada». Y más misericordioso todavía conmigo que con los apóstoles, Jesús mismo cogió la red, la echó y la sacó repleta de peces… Hizo de mí un pescador de almas, y sentí un gran deseo de trabajar por la conversión de los pecadores, deseo que no había sentido antes con tanta intensidad… Sentí, en una palabra, que entraba en mi corazón la caridad, sentí la necesidad de olvidarme de mí misma para dar gusto a los demás, ¡y desde entonces fui feliz…!
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La sangre de Jesús
Un domingo, mirando una estampa de Nuestro Señor en la cruz, me sentí profundamente impresionada por la sangre que caía de sus divinas manos.
Sentí un gran dolor al pensar que aquella sangre caía al suelo sin que nadie se apresurase a recogerla. Tomé la resolución de estar siempre con el espíritu al pie de la cruz para recibir el rocío divino que goteaba de ella, y comprendí que luego tendría que derramarlo sobre las almas…
También resonaba continuamente en mi corazón el grito de Jesús en la cruz: «¡Tengo sed!». Estas palabras encendían en mí un ardor desconocido y muy vivo… Quería dar de beber a mi Amado, y yo misma me sentía devorada por la sed de almas… No eran todavía las almas de los sacerdotes las que me atraían, sino las de los grandes pecadores; ardía en deseos de arrancarles del fuego eterno… Y para avivar mi celo, Dios me mostró que mis deseos eran de su agrado.
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Pranzini, mi primer hijo
Oí hablar de un gran criminal que acababa de ser condenado a muerte por unos crímenes horribles. Todo hacía pensar que moriría impenitente. Yo quise evitar a toda costa que cayese en el infierno, y para conseguirlo empleé todos los medios imaginables.
Sabiendo que por mí misma no podía nada, ofrecí [46rº] a Dios todos los méritos infinitos de Nuestro Señor y los tesoros de la santa Iglesia; y por último, le pedí a Celina que encargase una Misa por mis intenciones, no atreviéndome a encargarla yo misma por miedo a verme obligada a confesar que era por Pranzini, el gran criminal.
Tampoco quería decírselo a Celina, pero me hizo tan tiernas y tan apremiantes preguntas, que acabé por confiarle mi secreto. Lejos de burlarse de mí, me pidió que la dejara ayudarme a convertir a mi pecador. Yo acepté, agradecida, pues hubiese querido que todas las criaturas se unieran a mí para implorar gracia para el culpable.
En el fondo de mi corazón yo tenía la plena seguridad de que nuestros deseos serían escuchados. Pero para animarme a seguir rezando por los pecadores, le dije a Dios que estaba completamente segura de que perdonaría al pobre infeliz de Pranzini, y que lo creería aunque no se confesase ni diese muestra alguna de arrepentimiento, tanta confianza tenía en la misericordia infinita de Jesús; pero que, simplemente para mi consuelo, le pedía tan sólo «una señal» de arrepentimiento…
Mi oración fue escuchada al pie de la letra. A pesar de que papá nos había prohibido leer periódicos, no creí desobedecerle leyendo los pasajes que hablaban de Pranzini. Al día siguiente de su ejecución, cayó en mis manos el periódico «La Croix». Lo abrí apresuradamente, ¿y qué fue lo que vi…? Las lágrimas traicionaron mi emoción y tuve que esconderme… Pranzini no se había confesado, había subido al cadalso, y se disponía a meter la cabeza en el lúgubre agujero, cuando de repente, tocado por una súbita inspiración, se volvió, cogió el crucifijo que le presentaba el sacerdote ¡y besó por tres veces sus llagas sagradas…! Después su alma voló a recibir la sentencia misericordiosa de Aquel que dijo que habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por los noventa y nueve justos que no necesitan convertirse…
Había obtenido «la señal» pedida, y esta señal era la fiel reproducción de las [46vº] gracias que Jesús me había concedido para inclinarme a rezar por los pecadores. ¿No se había despertado en mi corazón la sed de almas precisamente ante las llagas de Jesús, al ver gotear su sangre divina? Yo quería darles a beber esa sangre inmaculada que los purificaría de sus manchas, ¡¡¡y los labios de «mi primer hijo» fueron a posarse precisamente sobre esas llagas sagradas…!!! ¡Qué respuesta de inefable dulzura…!
A partir de esta gracia sin igual, mi deseo de salvar almas fue creciendo de día en día. Me parecía oír a Jesús decirme como a la Samaritana: «¡Dame de beber!»
Era un verdadero intercambio de amor: yo daba a las almas la sangre de Jesús, y a Jesús le ofrecía esas mismas almas refrescadas por su rocío divino. Así me parecía que aplacaba su sed. Y cuanto más le deba de beber, más crecía la sed de mi pobre alma, y esta sed ardiente que él me daba era la bebida más deliciosa de su amor…
En poco tiempo Dios supo sacarme del estrecho círculo en el que yo daba vueltas y vueltas sin acertar a salir. Al contemplar ahora el camino que él me hizo recorrer, es grande mi gratitud.
Pero he de reconocer que, si el paso más importante estaba dado, todavía eran muchas las cosas que tenía que dejar.
Mi espíritu, liberado ya de los escrúpulos y de su excesiva sensibilidad, comenzó a desarrollarse. Yo siempre había amado lo grande, lo bello, pero en esta época me entraron unos deseos enormes de saber. No me conformaba con las clases y con los deberes que me ponía mi profesora, y me dediqué a hacer por mi cuenta estudios extras de historia y de ciencias. Las otras materias me eran indiferentes, pero estos dos campos del saber despertaban todo mi interés. Y así, en pocos meses adquirí más conocimientos que durante todos mis años de estudio.
¡Pero eso no era más que vanidad y aflicción de espíritu…! Me venía con frecuencia a la memoria el capítulo de la Imitación en que se habla de las ciencias. Pero, no obstante, yo encontraba la forma de seguir, diciéndome a mí misma que, estando en edad de estudiar, ningún mal había [47rº] en hacerlo.
No creo haber ofendido a Dios (aunque reconozco que perdí inútilmente el tiempo), pues sólo le dedicaba un número limitado de horas, que no quería rebasar, a fin de mortificar mi deseo exacerbado de saber…
Estaba en la edad más peligrosa para las chicas. Pero Dios hizo conmigo lo que cuenta Ezequiel en sus profecías: «Al pasar junto a mí, Jesús vio que yo estaba ya en la edad del amor. Hizo alianza conmigo, y fui suya… Extendió su manto sobre mí, me lavó con perfumes preciosos, me vistió de bordados y me adornó con collares y con joyas sin precio… Me alimentó con flor de harina, miel y aceite en abundancia… Me hice cada vez más hermosa a sus ojos y llegué a ser como una reina…»
Sí, Jesús hizo todo eso conmigo. Podría repetir esas palabras que acabo de escribir y demostrar que todas ellas, una por una, se han realzado en mí; pero las gracias que he referido más arriba son ya prueba suficiente de ello. Sólo voy a hablar del alimento que me dio «en abundancia».
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La Imitación y Arminjon
Desde hacía mucho tiempo yo me venía alimentando con «la flor de harina» contenida en la Imitación. Este era el único libro que me ayudaba, pues no había descubierto todavía los tesoros escondidos en el Evangelio. Me sabía de memoria casi todos los capítulos de mi querida Imitación, y ese librito no me abandonaba nunca; en verano lo llevaba en el bolsillo, y en invierno en el manguito, era ya una costumbre. En casa de mi tía se divertían mucho a costa de eso, y abriéndolo al azar, me hacían recitar el capítulo que tenían ante los ojos.
A mis 14 años, con mis deseos de saber, Dios pensó que era necesario añadir a «la flor de harina miel y aceite en abundancia». Esa miel y ese aceite me los hizo encontrar en las charlas del Sr. abate Arminjon sobre el fin del mundo presente y los misterios de la vida futura. Este libro se lo habían prestado a papá mis queridas carmelitas; por eso, contra mi [47vº] costumbre (pues yo no leía los libros de papá), le pedí permiso para leerlo.
Esa lectura fue también una de las mayores gracias de mi vida. La hice asomada a la ventana de mi cuarto de estudio, y la impresión que me produjo es demasiado íntima y demasiado dulce para poder contarla…
Todas las grandes verdades de la religión y los misterios de la eternidad sumergían mi alma en una felicidad que no era de esta tierra… Vislumbraba ya lo que Dios tiene reservado para los que le aman (pero no con los ojos del cuerpo, sino con los del corazón). Y viendo que las recompensas eternas no guardaban la menor proporción con los insignificantes sacrificios de la vida, quería amar, amar apasionadamente a Jesús y darle mil muestras de amor mientras pudiese…
Copié varios pasajes sobre el amor perfecto y sobre la acogida que Dios dispensará a sus elegidos cuando él mismo sea su grande y eterna recompensa. Y repetía sin cesar las palabras de amor que habían abrasado mi corazón…
Celina se había convertido en la confidente íntima de mis pensamientos. Desde la noche de Navidad ya podíamos comprendernos: la diferencia ya no existía, pues yo había crecido en estatura, y sobre todo en gracia.
Anteriormente a esta época, yo me quejaba con frecuencia de no conocer los secretos de Celina; ella me contestaba que yo era demasiado pequeña, y que tendría que crecer la altura de un taburete para que pudiese tener confianza en mí… A mí me gustaba subirme a aquel precioso taburete cuando estaba junto a ella, y le decía que me hablase íntimamente; pero la treta no me daba resultado, la distancia nos seguía separando…
Jesús, que quería hacernos progresar juntas, formó en nuestros corazones unos lazos más fuertes que los de la sangre. Nos hizo hermanas del alma. Se hicieron realidad en nosotras las palabras del Cántico Espiritual de san Juan de la Cruz (cuando la esposa exclama, hablando al Esposo):
«A zaga de tu huella, las jóvenes discurren al camino, al toque de [48rº] centella, al adobado vino, emisiones de bálsamo divino».
Sí, seguíamos muy ligeras las huellas de Jesús. Las centellas de amor que él sembraba a manos llenas en nuestras almas y el vino fuerte y delicioso que nos daba a beber hacían desaparecer de nuestra vista las cosas pasajeras, y de nuestros labios brotaban emisiones de amor inspiradas por él.
¡Qué dulces eran las conversaciones que todas las noches teníamos en el mirador! Con la mirada hundida en la lejanía, contemplábamos la blanca luna que se elevaba lentamente por detrás de los altos árboles… y los reflejos plateados que derramaba sobre la naturaleza dormida, las brillantes estrellas que titilaban en el azul profundo…, el soplo ligero de la brisa nocturna que hacía flotar las nubes de nieve. Y todo elevaba nuestras almas hacia el cielo, del que no contemplábamos todavía más que «el límpido reverso»…
No sé si me equivoco, pero creo que la expansión de nuestras almas se parecía a la de santa Mónica y su hijo, cuando en el puerto de Ostia caían los dos sumidos en éxtasis a la vista de las maravillas del creador…
Me parece que recibíamos gracias de un orden tan elevado como las concedidas a los grandes santos. Como dice la Imitación, a veces Dios se comunica en medio de un fuerte resplandor, a veces «tenuemente velado, bajo sombras y figuras». De esta manera se dignaba manifestarse a nuestras alma, ¡pero qué fino y transparente era el velo que ocultaba a Jesús de nuestras miradas…! No había lugar para la duda, ya no eran necesarias la fe ni la esperanza: el amor nos hacía encontrar en la tierra al que buscábamos. «Al encontrarlo solo en la calle, nos besó, para que en adelante nadie pudiera despreciarnos».
Gracias tan grandes no podían quedar sin frutos, y éstos fueron abundantes. La práctica de la virtud se nos hizo dulce y natural. Al principio, mi rostro delataba muchas veces el combate, pero poco a poco esa impresión fue desapareciendo y la renuncia se me hizo fácil, incluso desde el primer momento. Ya lo dijo Jesús: «Al [48vº] que tiene se le dará, y tendrá de sobra». Por una gracia acogida con fidelidad, me otorgaba cantidad de gracias nuevas…
Se entregaba a mí en la sagrada comunión con mucha más frecuencia de la que yo me hubiera atrevido a esperar. Yo tenía como norma de conducta comulgar todas las veces que el confesor me lo permitiera, sin fallar una sola vez, pero dejando que fuese él quien decidiese cuántas, sin pedírselo nunca yo. En esa época no tenía la audacia que ahora tengo; de haberla tenido, hubiera actuado de distinta manera, pues estoy convencida de que un alma debe decir a su confesor el deseo que siente de recibir a su Dios. El no baja del cielo un día y otro día para quedarse en un copón dorado, sino para encontrar otro cielo que le es infinitamente más querido que el primero: el cielo de nuestra alma, creada a su imagen y templo vivo de la adorable Trinidad…
Jesús, que veía mis deseos y la rectitud de mi corazón, permitió que mi confesor me dijese que durante el mes de mayo comulgase cuatro veces por semana; y cuando pasó ese hermoso mes, todavía añadió una quinta más cada vez que cayese alguna fiesta. Al salir del confesonario, brotaron de mi ojos lágrimas muy dulces. Me parecía como si Jesús mismo quisiera entregarse a mí, pues echaba muy poco tiempo para confesarme y nunca dije ni una palabra acerca de mis sentimientos interiores.
El camino por el que iba eran tan recto y luminoso, que no necesitaba más guía que a Jesús… Comparaba a los directores a espejos fieles que reflejaban a Jesús en las almas, y decía que en mi caso Dios no se servía de intermediarios, sino que actuaba directamente él…