Del libro «HISTORIA DE UN ALMA» , Santa Teresita del Niño Jesús
A partir de la toma de hábito, yo había recibido ya abundantes luces sobre la perfección religiosa, especialmente respecto al voto de pobreza. Durante el postulantado, me gustaba tener cosas bonitas para mi uso y encontrar a mano todo lo que necesitaba. «Mi Director» soportaba aquello con paciencia, pues no es amigo de enseñárselo todo a las almas de una vez. Normalmente va dando sus luces poco a poco.
(Al principio de mi vida espiritual, hacia los 13 ó los 14 años, me preguntaba qué progresos tendría que hacer más adelante, pues creía que no podría comprender ya mejor la perfección. Pero no tardé en convencerme de que cuanto más adelanta uno en este camino, más lejos se ve del final. Por eso, ahora me resigno a verme siempre imperfecta, y encuentro en ello mi alegría…)
Vuelvo a las enseñanzas de «mi Director». Una noche, después de Completas, busqué en vano nuestra lamparita en los estantes destinados a ese fin. Era tiempo de silencio riguroso, por lo que no podía reclamarla… Supuse que alguna hermana, creyendo coger su lámpara, había cogido la nuestra, que, por cierto, yo necesitaba mucho. En vez de disgustarme por verme privada de ella, me alegré mucho, pensando que la pobreza consiste en verse una privada, no sólo de las cosas superfluas, sino también [74vº] de las indispensables. Y de esa manera, en medio de las tinieblas exteriores, fui iluminada interiormente…
En esa época me entró un verdadero amor a los objetos más feos e incómodos. Y así, sentí una gran alegría cuando me quitaron de la celda el precioso cantarillo que tenía y me dieron en su lugar un cántaro tosco y todo desportillado…
Hacía también grandes esfuerzos por no disculparme, lo cual me resultaba muy difícil, sobre todo con nuestra maestra de novicias, a la que no quería ocultarle nada.
He aquí mi primera victoria, que no fue grande, pero que me costó mucho. Se encontró roto un vasito colocado detrás de una ventana. Nuestra maestra, creyendo que había sido yo quien lo había tirado, me lo enseñó, diciendo que otra vez tuviera más cuidado. Sin decir nada, besé el suelo y prometí ser más cuidadosa en adelante.
Debido a mi poca virtud, estos actos de vencimiento me costaban mucho, y tenía que pensar que en el juicio final todo saldrá a la luz. Me hacía también esta reflexión: cuando uno cumple con su deber, sin excusarse nunca, nadie lo sabe; las imperfecciones, por el contrario, se dejan ver enseguida…
Me aplicaba, sobre todo, a la práctica de las virtudes pequeñas, al no tener facilidad para practicar las grandes. Así, por ejemplo, me gustaba plegar las capas que dejaban olvidadas las hermanas y prestarles todos los pequeños servicios que podía.
También se me concedió el amor a la mortificación, que era tanto mayor cuanto que no me permitían hacer nada para satisfacerlo… La única mortificación que yo hacía en el mundo, que consistía en no apoyar la espalda cuando me sentaba, me la prohibieron, debido a la propensión que tenía a encorvarme. Claro, que si me hubiesen dado permiso para hacer muchas penitencias, seguramente ese entusiasmo no me habría durado mucho… Las únicas que podía hacer sin pedir permiso consistían en mortificar mi amor propio, lo cual me aprovechaba mucho más que las penitencias corporales…
[75rº] El refectorio, que fue mi oficio nada más tomar el hábito, me ofreció más de una ocasión para poner mi amor propio en su lugar, es decir, debajo de los pies… Es cierto que para mí era una gran alegría, Madre querida, estar en el mismo oficio que tú y poder ver de cerca tus virtudes. Pero esa misma cercanía era para mí motivo de sufrimiento. No me sentía libre, como antaño, para decírtelo todo. Teníamos que observar la regla, y no podía abrirte mi alma. En una palabra, ¡yo estaba ya en el Carmelo, y no en los Buissonnets bajo el techo paterno…!Entretanto, la Santísima Virgen me ayudaba a preparar el vestido de mi alma; y en cuanto ese vestido estuvo terminado, los obstáculos desaparecieron solos. Monseñor me envió el permiso que había solicitado, la comunidad me aprobó, y se fijó la profesión para el 8 de septiembre…
Todo lo que acabo de escribir en pocas palabras requeriría muchas páginas de pormenores y detalles, pero esas páginas no se leerán nunca en la tierra. Pronto, Madre querida, te hablaré de todo ello en nuestra casa paterna, ¡en ese hermoso cielo hacia el que se elevan los suspiros de nuestros corazones…!
Mi traje de bodas estaba listo. Se hallaba recamado con las antiguas joyas que mi Prometido me había regalado; pero aún no era suficiente para su generosidad. Quería regalarme un nuevo diamante de innumerables destellos.
Las antiguas joyas eran la tribulación de papá, con todas sus dolorosas circunstancias; el nuevo diamante fue una prueba, muy pequeña en apariencia, pero que me hizo sufrir mucho.
Desde hacía algún tiempo, a nuestro pobre papaíto, que estaba un poco mejor, lo sacaban a pasear en coche. Incluso se pensó en hacerle tomar el tren para venir a vernos.
Y, naturalmente, Celina pensó enseguida que había que escoger para ese viaje el día de mi toma de velo. Para que no se canse, decía, no le haré [75vº] asistir a toda la ceremonia; sólo al final iré a buscarle y le llevaré muy despacito hasta la reja para que Teresa reciba su bendición.
¡Qué bien retratado estaba ahí el corazón de mi Celina…! ¡Qué gran verdad es que «al amor nada le parece imposible, porque para él todo es posible y permitido…!» La prudencia humana, por el contrario, tiembla a cada paso y no se atreve, por así decirlo, a posar el pie en el suelo.
Así, Dios, que quería probarme, se sirvió de ella como de un instrumento dócil en sus manos, y el día de mis bodas estuve realmente huérfana de padre en la tierra, pero pudiendo mirar con confianza al cielo y decir con toda verdad: «Padre nuestro, que estás en el cielo».