Del libro «HISTORIA DE UN ALMA» , Santa Teresita del Niño Jesús
Querida hermana, me pides que te deje un recuerdo de mis ejercicios espirituales, ejercicios que quizás sean los últimos…
Puesto que nuestra Madre lo permite, me alegro mucho de ponerme a conversar contigo que eres dos veces mi hermana; contigo, que me prestaste tu voz cuando yo no podía hablar, prometiendo en mi nombre que no quería servir más que a Jesús…
Querida madrinita, aquella niña que tú ofreciste a Jesús es la que te habla esta noche, la que te ama como sólo una hija sabe amar a su madre…
Sólo en el cielo conocerás toda la gratitud de que rebosa mi corazón…
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Los secretos de Jesús
Hermana querida, tú querrías escuchar los secretos que Jesús confía a tu hijita. Yo sé que esos secretos te los confía también a ti, pues fuiste tú quien me enseñó a acoger las enseñanzas divinas. Sin embargo, trataré de balbucir algunas palabras, aunque siento que a la palabra humana le resulta imposible expresar ciertas cosas que el corazón del hombre apenas si puede vislumbrar…
No creas que estoy nadando entre consuelos. No, mi consuelo es no tenerlo en la tierra. Sin mostrarse, sin hacerme oír su voz, Jesús me instruye en secreto; no lo hace sirviéndose de libros, pues no entiendo lo que leo. Pero a veces viene a consolarme una frase como la que he encontrado al final de la oración (después de haber aguantado en el silencio y en la sequedad): «Este es el maestro que te doy, él te enseñará todo lo que debes hacer. Quiero hacerte leer en el libro de la vida, donde está contenida la ciencia del amor».
¡La ciencia del amor! ¡Sí, estas palabras resuenan dulcemente en los oídos de mi alma! No deseo otra ciencia. Después de haber dado por ella todas mis riquezas, me parece, como a la esposa del Cantar de los Cantares, que no he dado nada todavía… Comprendo tan bien que, fuera del amor, no hay nada que pueda hacernos gratos a Dios, que ese amor es el único bien que ambiciono.
Jesús se complace en mostrarme el único camino que conduce a esa hoguera divina . Ese camino es el abandono del niñito que se duerme sin miedo en brazos de su padre… «El que sea pequeñito, que venga a mí», dijo el Espíritu Santo por boca de Salomón. Y ese mismo Espíritu de amor dijo también que «a los pequeños se les compadece y perdona». Y, en su nombre, el profeta Isaías nos revela que en el último día «el Señor apacentará como un pastor a su rebaño, reunirá a los corderitos y los estrechará contra su pecho». Y como si todas esas promesas no bastaran, el mismo profeta, cuya mirada inspirada se hundía ya en las profundidades de la eternidad, exclama en nombre del Señor: «Como una madre acaricia a su hijo, así os consolaré yo, os llevaré en brazos y sobre las rodillas os acariciaré».
Sí, madrina querida, ante un lenguaje como éste, sólo cabe callar y llorar de agradecimiento [1vº] y de amor… Si todas las almas débiles e imperfectas sintieran lo que siente la más pequeña de todas las almas, el alma de tu Teresita, ni una sola perdería la esperanza de llegar a la cima de la montaña del amor, pues Jesús no pide grandes hazañas, sino únicamente abandono y gratitud, como dijo en el salmo XLIX: «No aceptaré un becerro de tu casa ni un cabrito de tus rebaños, pues las fieras de la selva son mías y hay miles de bestias en mis montes; conozco todos los pájaros del cielo… Si tuviera hambre, no te lo diría, pues el orbe y cuanto lo llena es mío. ¿Comeré yo carne de toros, beberé sangre de cabritos?… Ofrece a Dios sacrificios de alabanza y de acción de gracias».
He aquí, pues, todo lo que Jesús exige de nosotros. No tiene necesidad de nuestras obras, sino sólo de nuestro amor. Porque ese mismo Dios que declara que no tiene necesidad de decirnos si tiene hambre, no vacila en mendigar un poco de agua a la Samaritana. Tenía sed… Pero al decir: «Dame de beber», lo que estaba pidiendo el Creador del universo era el amor de su pobre criatura. Tenía sed de amor…
Sí, me doy cuenta, más que nunca, de que Jesús está sediento. Entre los discípulos del mundo, sólo encuentra ingratos e indiferentes, y entre sus propios discípulos ¡qué pocos corazones encuentra que se entreguen a él sin reservas, que comprendan toda la ternura de su amor infinito!
Hermana querida, ¡dichosas nosotras que comprendemos los íntimos secretos de nuestro Esposo! Si tú quisieras escribir todo lo que sabes acerca de ellos, ¡qué hermosas páginas podríamos leer! Pero ya lo sé, prefieres guardar «los secretos del Rey» en el fondo de tu corazón, mientras que a mí me dices que «es bueno publicar las obras del altísimo». Creo que tienes razón en guardar silencio, y sólo por complacerte escribo yo estas líneas, pues siento mi impotencia para expresar con palabras de la tierra los secretos del cielo; y además, aunque escribiera páginas y más páginas, tendría la impresión de no haber empezado todavía… Hay tanta variedad de horizontes, matices tan infinitamente variados, que sólo la paleta del Pintor celestial podrá proporcionarme, después de la noche de esta vida, los colores apropiados para pintar las maravillas que él descubre a los ojos de mi alma.
Hermana querida, me pedías que te escribiera mi sueño y «mi doctrinita», como tú la llamas… Lo he hecho en las páginas que siguen; pero tan mal, que me parece imposible que consigas entender nada. Tal vez mis expresiones te parezcan exageradas… Perdóname, eso se debe a mi estilo demasiado confuso. Te aseguro que en mi pobre alma no hay exageración alguna: en ella todo es sereno y reposado…
(Al escribir, me dirijo a Jesús; así me resulta más fácil expresar mis pensamientos… Lo cual, ¡ay!, no impide que vayan horriblemente expresados) [2rº].
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J.M.J.T.
8 de septiembre de 1896
(A mi querida sor María del Sagrado Corazón.)
¡Jesús, Amado mío!, ¿quién podrá decir con qué ternura y con qué suavidad diriges tú mi pequeña alma, y cómo te gusta hacer brillar el rayo de tu gracia aun en medio de la más oscura tormenta…?
Jesús, la tormenta rugía muy fuerte en mi alma desde la hermosa fiesta de tu triunfo -la fiesta radiante de Pascua-, cuando un sábado del mes de mayo, pensando en los sueños misteriosos que a veces concedes a ciertas almas, me decía a mí misma que debía de ser un consuelo muy dulce tener uno de esos sueños; pero no lo pedía.
Por la noche, mi alma, observando las nubes que encapotaban su cielo, se repitió a sí misma que aquellos hermosos sueños no estaban hechos para ella, y se durmió bajo el vendaval…
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La Venerable Ana de Jesús
El día siguiente era el 10 de mayo, segundo domingo del mes de María, quizás aniversario de aquel día en que la Santísima Virgen se dignó sonreírle a su florecita…
A las primeras luces del alba, me encontraba (en sueños) en una especie de galería. Había en ella varias personas más, pero alejadas. Sólo nuestra Madre estaba a mi lado.
De pronto, sin saber cómo habían entrado, vi a tres carmelitas, vestidas con capas blancas y con los grandes velos echados. Me pareció que venían por nuestra Madre, pero lo que entendí claramente fue que venían del cielo.
Yo exclamé en lo hondo del corazón: ¡Cómo me gustaría ver el rostro de una de esas carmelitas! Y entonces la más alta de las santas, como si hubiese oído mi oración, avanzó hacia mí. Al instante caí de rodillas.
Y, ¡oh, felicidad!, la carmelita se quitó el velo, o, mejor dicho, lo alzó y me cubrió con él. Sin la menor vacilación, reconocí a la Venerable Ana de Jesús, la fundadora del Carmelo en Francia.
Su rostro era hermoso, de una hermosura inmaterial. No desprendía ningún resplandor; y sin embargo, a pesar del velo que nos cubría a las dos, yo veía aquel rostro celestial iluminado con una luz inefablemente suave, luz que el rostro no recibía sino que él mismo producía…
Me sería imposible decir la alegría de mi alma; estas cosas se sienten, pero no se pueden expresar… Varios meses han pasado desde este dulce sueño; pero el recuerdo que dejó en mi alma no ha perdido nada de su frescor ni de su encanto celestial… Aún me parece estar viendo la mirada y la sonrisa llenas de amor de la Venerable Madre. Aún creo sentir las caricias de que me colmó …
… Al verme tan tiernamente amada, me atreví a pronunciar estas palabras: «Madre, te lo ruego, dime si Dios me dejará todavía mucho tiempo en la tierra… ¿Vendrá pronto a buscarme…?» Sonriendo con ternura, la santa murmuró: «Sí, pronto, pronto… Te lo prometo». «Madre, añadí, dime también si Dios no me pide tal vez algo [2vº] más que mis pobres acciones y mis deseos. ¿Está contento de mí?» El rostro de la santa asumió una expresión incomparablemente más tierna que la primera vez que me habló. Su mirada y sus caricias eran ya la más dulce de las respuestas. Sin embargo, me dijo: «Dios no te pide ninguna otra cosa. Está contento, ¡muy contento…!»
Y después de volver a acariciarme con mucho más amor con que jamás acarició a su hijo la más tierna de las madres, la vi alejarse… Mi corazón rebosaba de alegría, pero me acordé de mis hermanas y quise pedir algunas gracias para ellas. Pero, ¡ay!…, me desperté…
¡Jesús!, ya no rugía la tormenta, el cielo estaba en calma y sereno… Yo creía, sabía que hay un cielo, y que ese cielo está poblado de almas que me quieren y que me miran como a hija suya…
Esta impresión ha quedado grabada en mi corazón. Lo cual es tanto más curioso, cuanto que la Venerable Ana de Jesús me había sido hasta entonces del todo indiferente, nunca la había invocado, y su pensamiento sólo me venía a la mente cuando oía hablar de ella, lo que ocurría raras veces.
Por eso, cuando comprendí hasta qué punto me quería ella a mí, y qué lejos estaba yo de serle indiferente, mi corazón se deshizo en amor y gratitud, y no sólo hacia la santa que me había visitado, sino hacia todos los bienaventurados moradores del cielo…
¡Amado mío!, esta gracia no era más que el preludio de otras gracias mayores con que tú querías colmarme. Déjame, mi único amor, que te las recuerde hoy…, hoy, sí, sexto aniversario de nuestra unión… Y perdóname, Jesús mío, si digo desatinos al querer expresarte mis deseos, mis esperanzas que rayan el infinito, ¡¡¡perdóname y cura mi alma dándole lo que espera…!!!
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Todas las vocaciones
Ser tu esposa, Jesús, ser carmelita, ser por mi unión contigo madre de almas, debería bastarme… Pero no es así… Ciertamente, estos tres privilegios son la esencia de mi vocación: carmelita, esposa y madre.
Sin embargo, siento en mi interior otras vocaciones : siento la vocación de guerrero, de sacerdote, de apóstol, de doctor, de mártir. En una palabra, siento la necesidad, el deseo de realizar por ti, Jesús, las más heroicas hazañas… Siento en mi alma el valor de un cruzado, de un zuavo pontificio. Quisiera morir por la defensa de la Iglesia en un campo de batalla…
Siento en mí la vocación de sacerdote . ¡Con qué amor, Jesús, te llevaría en mis manos cuando, al conjuro de mi voz, bajaras del cielo…! ¡Con qué amor te entregaría a las almas…! Pero, ¡ay!, aun deseando ser sacerdote, admiro y envidio la humildad de san Francisco de Asís y siento en mí la vocación de imitarle renunciado a la sublime dignidad del sacerdocio.
¡Oh, Jesús, amor mío, mi vida…!, ¿cómo hermanar estos contrastes? [3rº] ¿Cómo convertir en realidad los deseos de mi pobrecita alma?
Sí, a pesar de mi pequeñez, quisiera iluminar a las almas como los profetas y como los doctores.
Tengo vocación de apóstol… Quisiera recorrer la tierra, predicar tu nombre y plantar tu cruz gloriosa en suelo infiel. Pero Amado mío, una sola misión no sería suficiente para mí. Quisiera anunciar el Evangelio al mismo tiempo en las cinco partes del mundo, y hasta en las islas más remotas… Quisiera se misionero no sólo durante algunos años, sino haberlo sido desde la creación del mundo y seguirlo siendo hasta la consumación de los siglos…
Pero, sobre todo y por encima de todo, amado Salvador mío, quisiera derramar por ti hasta la última gota de mi sangre…
¡El martirio! ¡El sueño de mi juventud! Un sueño que ha ido creciendo conmigo en los claustros del Carmelo… Pero siento que también este sueño mío es una locura, pues no puedo limitarme a desear una sola clase de martirio… Para quedar satisfecha, tendría que sufrirlos todos…
Como tú, adorado Esposo mío, quisiera ser flagelada y crucificada… Quisiera morir desollada, como san Bartolomé… Quisiera ser sumergida, como san Juan, en aceite hirviendo… Quisiera sufrir todos los suplicios infligidos a los mártires… Con santa Inés y santa Cecilia, quisiera presentar mi cuello a la espada, y como Juana de Arco, mi hermana querida, quisiera susurrar tu nombre en la hoguera, Jesús… Al pensar en los tormentos que serán el lote de los cristianos en tiempos del anticristo, siento que mi corazón se estremece de alegría y quisiera que esos tormentos estuviesen reservados para mí… Jesús, Jesús, si quisiera poner por escrito todos mis deseos, necesitaría que me prestaras tu libro de la vida, donde están consignadas las hazañas de todos los santos, y todas esas hazañas quisiera realizarlas yo por ti…
Jesús mío, ¿y tú qué responderás a todas mis locuras…? ¿Existe acaso un alma pequeña y más impotente que la mía…? Sin embargo, Señor, precisamente a causa de mi debilidad, tú has querido colmar mis pequeños deseos infantiles, y hoy quieres colmar otros deseos míos más grandes que el universo…
Como estos mis deseos me hacían sufrir durante la oración un verdadero martirio, abrí las cartas de san Pablo con el fin de buscar una respuesta. Y mis ojos se encontraron con los capítulos 12 y 13 de la primera carta a los Corintios…
Leí en el primero que no todos pueden ser apóstoles, o profetas, o doctores, etc…; que la Iglesia está compuesta de diferentes miembros, y que el ojo no puede ser al mismo tiempo mano.
… La respuesta estaba clara, pero no colmaba mis deseos ni me daba la paz…
Al igual que Magdalena, inclinándose sin cesar sobre la tumba vacía, acabó por encontrar [3vº] lo que buscaba, así también yo, abajándome hasta las profundidades de mi nada, subí tan alto que logré alcanzar mi intento…
Seguí leyendo, sin desanimarme, y esta frase me reconfortó: «Ambicionad los carismas mejores. Y aún os voy a mostrar un camino inigualable». Y el apóstol va explicando cómo los mejores carismas nada son sin el amor… Y que la caridad es ese camino inigualable que conduce a Dios con total seguridad.
Podía, por fin, descansar… Al mirar el cuerpo místico de la Iglesia, yo no me había reconocido en ninguno de los miembros descritos por san Pablo; o, mejor dicho, quería reconocerme en todos ellos…
La caridad me dio la clave de mi vocación. Comprendí que si la Iglesia tenía un cuerpo, compuesto de diferentes miembros, no podía faltarle el más necesario, el más noble de todos ellos. Comprendí que la Iglesia tenía un corazón, y que ese corazón estaba ardiendo de amor.
Comprendí que sólo el amor podía hacer actuar a los miembros de la Iglesia; que si el amor llegaba a apagarse, los apóstoles ya no anunciarían el Evangelio y los mártires se negarían a derramar su sangre…
Comprendí que el amor encerraba en sí todas las vocaciones, que el amor lo era todo, que el amor abarcaba todos los tiempos y lugares… En una palabra, ¡que el amor es eterno…!
Entonces, al borde de mi alegría delirante, exclamé: ¡Jesús, amor mío…, al fin he encontrado mi vocación! ¡Mi vocación es el amor…!
Sí, he encontrado mi puesto en la Iglesia, y ese puesto, Dios mío, eres tú quien me lo ha dado… En el corazón de la Iglesia, mi Madre, yo seré el amor… Así lo seré todo… ¡¡¡Así mi sueño se verá hecho realidad…!!!
¿Por qué hablar de alegría delirante? No, no es ésta la expresión justa. Es, más bien, la paz tranquila y serena del navegante al divisar el faro que ha de conducirle al puerto… ¡Oh, faro luminoso del amor, yo sé cómo llegar hasta ti! He encontrado el secreto para apropiarme tu llama.
No soy más que una niña, impotente y débil. Sin embargo, es precisamente mi debilidad lo que me da la audacia para ofrecerme como víctima a tu amor, ¡oh Jesús! Antiguamente, sólo las hostias puras y sin mancha eran aceptadas por el Dios fuerte y poderoso. Para satisfacer a la justicia divina, se necesitaban víctimas perfectas. Pero a la ley del temor le ha sucedido la ley del amor, y el amor me ha escogido a mí, débil e imperfecta criatura, como holocausto… ¿No es ésta una elección digna del amor…? Sí, para que el amor quede plenamente satisfecho, es preciso que se abaje hasta la nada y que transforme en fuego esa nada…
[4rº] Lo sé, Jesús, el amor sólo con amor se paga. Por eso he buscado y hallado la forma de aliviar mi corazón devolviéndote amor por amor.«Ganaos amigos con el dinero injusto, para que os reciban en las moradas eternas». Este es, Señor, el consejo que diste a tus discípulos después de decirles que «los hijos de las tinieblas son más astutos en sus negocios que los hijos de la luz».
Y yo, como hija de la luz, comprendí que mis deseos de serlo todo, de abarcar todas las vocaciones, eran riquezas que podían muy bien hacerme injusta; por eso me he servido de ellas para ganarme amigos…
Acordándome de la oración de Eliseo a su Padre Elías, cuando se atrevió a pedirle su doble espíritu, me presenté ante los ángeles y los santos y les dije: «Yo soy la más pequeña de las criaturas. Conozco mi miseria y mi debilidad. Pero sé también cuánto les gusta a los corazones nobles y generosos hacer el bien. Os suplico, pues, bienaventurados moradores del cielo, os suplico que me adoptéis por hija. Sólo vuestra será la gloria que me hagáis adquirir, pero dignaos escuchar mi súplica. Ya sé que es temeraria, sin embargo me atrevo a pediros que me alcancéis: vuestro doble amor ».
Jesús, no puedo ir más allá en mi petición, temería verme aplastada bajo el peso de mis audaces deseos…
La excusa que tengo es que soy una niña, y los niños no piensan en el alcance de sus palabras. Sin embargo sus padres, cuando ocupan un trono y poseen inmensos tesoros, no dudan en satisfacer los deseos de esos pequeñajos a los que aman tanto como a sí mismos; por complacerles, hacen locuras y hasta se vuelven débiles…
Pues bien, yo soy la HIJA de la Iglesia, y la Iglesia es Reina, pues es tu Esposa, oh, divino Rey de reyes…