San Juan Pablo II, papa;03 de Abril de 1980
1. Venerados y queridos participantes en la liturgia del Jueves Santo:
Esta tarde toda la Iglesia se reúne en el Cenáculo: vuelve al Cenáculo para confesar y dar testimonio de que quiere permanecer allí constantemente, sin abandonarlo jamás.
El Cenáculo está en Jerusalén, pero, al mismo tiempo, en muchos lugares del orbe terrestre. Sin embargo, particularmente en esta tarde es cuando todos estos lugares quieren ser un Cenáculo: el lugar de la Ultima Cena. Y todos los que se reúnen en estos lugares van con el recuerdo y el corazón a ese único Cenáculo, que fue el lugar histórico de la Cena del Señor. Al Cenáculo de la Eucaristía de Cristo:
Vayamos allá, pues, también nosotros, reunidos en este templo que, desde hace siglos, es la catedral del Obispo de Roma. Vayamos allá con amor y con humildad. Dejémonos captar por la grandeza de estos momentos únicos en la historia de la salvación del mundo. Sometamos nuestros pensamientos y nuestros corazones al acontecimiento y al misterio, del que vive incesantemente la Iglesia. Escuchemos con el recogimiento más profundo las palabras del Señor y de sus Apóstoles. Observemos cada uno de sus movimientos, cada uno de sus gestos. Leamos en lo profundo de su corazón el mensaje pascual de la salvación. Recibamos, finalmente, el sacramento de la Nueva y de la Antigua Alianza, y vivamos de este amor que tiene aquí su fuente inagotable para la vida eterna.
2. He aquí que Jesús se inclina a los pies de los Apóstoles, para lavarlos. En este gesto quiere expresar la necesidad de la pureza especial que debe reinar en los corazones de quienes se acercan a la Ultima Cena. Es la pureza que sólo El puede traer a los corazones. Y, por esto, fueron vanas las protestas de Simón Pedro, para que el Señor no le lavase los pies; vanas las palabras de sus explicaciones. El Señor, y sólo el Señor, puede realizar en ti, Pedro, esa pureza con la que debe resplandecer tu corazón en su banquete. El Señor, y sólo el Señor, puede lavar los pies y purificar las conciencias humanas, por que para esto es necesaria la fuerza de la redención, esto es, la fuerza del sacrificio que transforma al hombre desde dentro. Para esto es necesario el sello del Cordero cíe Dios, grabado en el corazón del hombre como un beso misterioso del amor.
Inútilmente, pues, te opones, Pedro, y en vano presentas tus razones al Maestro. El Señor responde a tu corazón impulsivo: «Lo que yo hago, tú no lo sabes ahora; lo sabrás después» (Jn 13, 7): Y cuando sigues protestando, Pedro, el Señor te dice: «Si no té lavare, no tendrás parte conmigo» (Jn 13, 8).
La purificación es condición para la comunión con el Señor.
Es la condición de esta comunión y de esa humildad y disponibilidad para servir a los demás, de las que nos da ejemplo el Señor mismo,.cuando se inclina a los pies de sus discípulos, para lavarlos como un siervo.
Es necesario, pues, que la Iglesia —dondequiera se reúna, en cualquier cenáculo del mundo— recuerde constantemente y haga recordar que las condiciones para la comunión con el Señor son éstas: la pureza interior, la humildad de corazón, disponible para servir al prójimo y, en el prójimo, a Dios. Que nadie se acerque a esta Cena con un corazón falso, con la conciencia pecaminosa, pensando en sí con soberbia, sin disponibilidad para servir.
«Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros, como yo os he amado» (Jn13, 34).
3. El Cáliz de la Alianza es la Sangre del Redentor.
.He aquí que se acerca el momento en que el Señor tomará este cáliz en sus manos.
Primero «tomando el pan, dio gracias, lo partió y se lo dio, diciendo: Esto es mi cuerpo, que será entregado por vosotros» (Lc 22, 19; cf. pasajes paralelos). Y ahora toma el cáliz, para establecer, mediante él, la Alianza con el Padre por medio de su Sangre. He aquí «mi sangre de la Alianza, ¿que será derramada por muchos» (Mc 14, 24; cf. pasajes paralelos).
Antes ya había revelado Dios al Pueblo de la Antigua Alianza la Pascua mediante la Sangre del Cordero. Esto sucedió cuando el Señor decidió hacer salir a este Pueblo de la condición de esclavitud que tenía en Egipto. Precisamente entonces Dios le ordenó inmolar un cordero, elegido entre las ovejas o entre las cabras, nacido dentro del año, y signar con su sangre los postes y el dintel de las casas en las que habitaban. Ordenó también que se asociasen en familias y comieran la carne asada al fuego, con las caderas ceñidas, calzados los pies, el bastón en la mano, porque ésa era la tarde de la Pascua, esto es, del Paso del Señor y el comienzo de la liberación de su Pueblo de la esclavitud que tenía en Egipto (cf. Ex 12).
En el Cenáculo la generación de Israel de entonces —aquella en la que se había cumplido definitivamente el anuncio del Mesías— realizó el rito de la Pascua de la Antigua Alianza. Y este rito lo presidió, en la familia de sus Apóstoles, Jesús mismo, el Cordero al que Juan había ya señalado en la orilla del Jordán, el Cordero de Dios, la Pascua de la Nueva Alianza.
4. Así, pues, El toma en sus manos el pan pascual, ácimo. Levanta el cáliz lleno de vino, y luego lo ofrece y distribuye a los Apóstoles. He aquí que pronuncia las palabras que revelan el misterio del Cordero, señalado allá junto al Jordán, del Cordero de Dios que quita los pecados del mundo.
Su Cuerpo será entregado por nosotros. Su Sangre será derramada en remisión de los pecados.
Los Apóstoles escuchan las palabras, que en aquel momento no comprenden plenamente, pero las comprenderán más tarde. Quizá ya mañana, cuando el Señor sea flagelado hasta derramar sangre y clavado en la cruz; o quizá todavía más tarde, cuando El resucite, y se encuentre de nuevo con ellos, en el mismo Cenáculo del Jueves Santo. Comprenderán esas palabras de manera particular, cuándo, también dentro del Cenáculo, descienda sobre ellos el Espíritu Santo, esto es, el Espíritu del Señor, que Él mismo prometió junto con el sacrificio de su Cuerpo y de su Sangre, también en la Ultima Cena: junto con la Eucaristía del Cenáculo.
Los Apóstoles escuchan estas palabras y participan en el acontecimiento; y aun cuando solamente lo comprenderán más tarde, sin embargo, ya en ese momento, en el Cenáculo del Jueves Santo se realizó lo que elles debían comprender y que desde entonces debían hacer en memoria de El.
Y todo esto también nosotros lo hemos recibido de ellos y de sus sucesores.
Por esto nuestros corazones están colmados del santo estremecimiento de la veneración y del amor, ahora que de nuevo ha llegado para nosotros el Jueves Santo: efectivamente, nos hemos reunido aquí para participar en la liturgia de la Ultima Cena.
«¿Cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho?» (Sal 115 [116], 3).