Padre Raniero Cantalamessa, OFM. CAP, 06-04-2007
«Junto a la cruz de Jesús estaban su madre y la hermana de su madre, María, mujer de Cleofás, y María Magdalena» (Jn 19, 25). Por una vez, dejemos aparte a María, su madre. Su presencia en el Calvario no necesita explicaciones. Era «su madre» y esto lo explica todo; las madres no abandonan a un hijo, aunque esté condenado a muerte. Pero, ¿por qué estaban allí las otras mujeres ¿Quiénes eran y cuántas eran?
Los evangelios refieren el nombre de algunas de ellas: María Magdalena; María, la madre de Santiago el menor y de Joset; Salomé, la madre de los hijos de Zebedeo; una cierta Juana y una cierta Susana (cf. Lc 8, 3). Estas mujeres habían seguido a Jesús desde Galilea; lo habían acompañado, llorando, en el camino al Calvario (cf. Lc 23, 27-28); en el Gólgota observaban «de lejos», o sea, desde la distancia mínima que se les permitía, y poco después lo acompañan, con tristeza, al sepulcro, juntamente con José de Arimatea (cf. Lc 23, 55).
Este hecho está demasiado comprobado y es demasiado extraordinario como para pasar por encima de él apresuradamente. Las llamamos, con cierta condescendencia masculina, «las piadosas mujeres», pero son mucho más que «piadosas mujeres»: son también «Madres Coraje». Desafiaron el peligro que existía al mostrarse tan abiertamente a favor de un condenado a muerte. Jesús había dicho: «Dichoso aquel que no se escandalice de mí!» (Lc 7, 23). Estas mujeres son las únicas que no se escandalizaron de él.
Se discute mucho desde hace tiempo quién quiso la muerte de Jesús: los jefes de los judíos o Pilato, o ambos. En cualquier caso, una cosa es cierta: fueron los hombres, no las mujeres. Ninguna mujer está involucrada, ni siquiera indirectamente, en su condena. Hasta la única mujer pagana que se menciona en los relatos, la esposa de Pilato, se disoció de su condena (cf. Mt 27, 19). Es cierto que Jesús murió también por los pecados de las mujeres, pero históricamente sólo ellas pueden decir: «Somos inocentes de la sangre de este» (Mt 27, 24).
Este es uno de los signos más ciertos de la honradez y de la fidelidad histórica de los evangelios: el papel mezquino que desempeñan en ellos los autores y los inspiradores de los evangelios, y el maravilloso papel que desempeñan las mujeres. ¿Quién habría permitido que se conservara, para recuerdo imperecedero, la ignominiosa historia de su miedo, huida, negación, agravada además por la comparación con la conducta tan distinta de algunas pobres mujeres? ¿Quién, repito, lo hubiera permitido, si no se hubiera visto obligado por la fidelidad a una historia que ya se mostraba como infinitamente más grande que su propia miseria?
Siempre se ha planteado la pregunta de por qué las «piadosas mujeres» fueron las primeras en ver al Resucitado y se les encomendó la misión de anunciarlo a los Apóstoles. Era el modo más seguro de que su resurrección fuera poco creíble, pues el testimonio de una mujer no tenía peso alguno en un juicio. Tal vez por este motivo ninguna mujer figura en la larga lista de quienes vieron al Resucitado, según el relato de san Pablo (cf. 1 Co 15, 5-8). Los mismos Apóstoles, al inicio, tomaron las palabras de las mujeres como «un desatino» femenino y no les creyeron (cf. Lc 24, 11).
Los autores antiguos creyeron conocer la respuesta a esta pregunta. Las mujeres, dice en un himno Romano el Melode, son las primeras en ver al Resucitado porque una mujer, Eva, había sido la primera en pecar (Himnos 45, 6; ed. Paoline 1981, p. 406). Pero la verdadera respuesta es otra: las mujeres fueron las primeras en verlo resucitado porque habían sido las últimas en abandonarlo muerto, e incluso después de la muerte acudían a llevar aromas a su sepulcro (cf. Mc 16, 1).
Debemos preguntarnos el motivo de este hecho: ¿por qué las mujeres resistieron al escándalo de la cruz? ¿Por qué permanecieron cerca de Jesús cuando todo parecía acabado e incluso sus discípulos más íntimos lo habían abandonado y estaban organizando el regreso a casa?
La respuesta la dio anticipadamente Jesús cuando, contestando a Simón, dijo acerca de la pecadora que le había lavado y besado los pies: «Ha amado mucho» (Lc 7, 47). Las mujeres habían seguido a Jesús por él mismo, por gratitud del bien recibido de él, no por la esperanza de hacer carrera siguiéndolo a él. A ellas no se les habían prometido «doce tronos»; ellas no habían pedido sentarse a su derecha y a su izquierda en su reino. Como está escrito, lo seguían «para servirle» (Lc 8, 3; Mt 27, 55); además de María, su Madre, eran las únicas que habían asimilado el espíritu del Evangelio. Habían seguido las razones del corazón y estas no les habían engañado.
Así, su presencia junto al Crucificado y al Resucitado contiene una enseñanza vital para nosotros hoy. Nuestra civilización, dominada por la técnica, necesita un corazón para que el hombre pueda sobrevivir en ella, sin deshumanizarse del todo. Debemos dar más espacio a las «razones del corazón» si queremos evitar que nuestro planeta, mientras se sobrecalienta físicamente, vuelva a caer espiritualmente en una era glacial. La gran crisis de fe en el mundo de hoy consiste en que no se escuchan las razones del corazón, sino sólo las razones torcidas de la mente.
En esto, a diferencia de lo que sucede en otros muchos campos, la técnica nos ayuda poco. Se trabaja desde hace tiempo en un tipo de ordenador que «piensa» y muchos están convencidos de que se logrará. Pero nadie hasta ahora ha proyectado la posibilidad de un ordenador que «ame», que se conmueva, que salga al encuentro del hombre en el plano afectivo, facilitándole amar, como le facilita calcular las distancias entre las estrellas, el movimiento de los átomos y la memorización de datos…
Por desgracia, la potenciación de la inteligencia y de las posibilidades cognoscitivas del hombre no va acompañada de la potenciación de su capacidad de amor. Esta última, más bien, al parecer no cuenta nada, aunque sabemos muy bien que la felicidad o la infelicidad no dependen tanto de conocer o no conocer, cuanto de amar o no amar, de ser amado o no ser amado. El motivo es muy sencillo: hemos sido creados «a imagen de Dios» y Dios es amor, Deus caritas est.
No es difícil entender por qué nos interesa tanto incrementar nuestros conocimientos y tan poco aumentar nuestra capacidad de amar: el conocimiento se traduce automáticamente en poder, el amor en servicio.
Una de las idolatrías modernas es la del «IQ», el «coeficiente intelectual». Existen varios métodos para medirlo. ¿Pero quién se preocupa de tener en cuenta también el «coeficiente del corazón»? Sin embargo, sólo el amor redime y salva, mientras que la ciencia y la sed de conocimiento, solas, pueden llevar a la condenación.
Es la conclusión del Fausto de Goethe y también es el grito que lanza el cineasta que hace clavar simbólicamente en el suelo los valiosos libros de una biblioteca y hace exclamar al protagonista: «Todos los libros del mundo no valen lo que una caricia» (en la película «Cento chiodi» de Ermanno Olmi). Antes que ellos, san Pablo había escrito: «La ciencia hincha, el amor en cambio edifica» (1 Co 8, 1). «Sin el amor —recordaba el Papa ayer en la misa Crismal— en el interior de la persona reina la oscuridad».
Después de tantas eras que han tomado nombre del hombre —homo erectus, homo faber, hasta el homo sapiens-sapiens, o sea, el sapientísimo, de hoy—, es de desear que comience por fin para la humanidad una era de la mujer: una era del corazón, de la compasión, y que esta tierra deje ya de ser «la tierra que nos hace tan feroces» (Dante Alighieri, Paraíso, 22, v. 151).
Por doquier se siente la necesidad de dar más espacio a la mujer. No creemos que «el eterno femenino nos salvará» (W. Goethe, Fausto, final de la parte II: «Das Ewig-Weibliche zieht uns hinan»). La experiencia diaria demuestra que la mujer puede «elevarnos», pero también que puede hacernos caer. También ella necesita ser salvada por Cristo. Pero es cierto que, una vez redimida por él y «liberada», en el plano humano, de antiguas discriminaciones, ella puede contribuir a salvar nuestra sociedad de algunos males arraigados que constituyen amenazas: la violencia, la voluntad de poder, la aridez espiritual, el desprecio de la vida…
Sólo hay que evitar repetir el antiguo error gnóstico según el cual la mujer, para salvarse, debe dejar de ser mujer y transformarse en hombre (cf. Evangelio copto de Tomás, 114; Extractos de Teodoto, 21, 3). El prejuicio está tan enraizado en la cultura que las mujeres mismas a veces han acabado por sucumbir a él. Para afirmar su dignidad, han creído necesario asumir a veces actitudes masculinas, o bien minimizar la diferencia de los sexos, reduciéndola a un producto de la cultura. «La mujer no nace, se hace», dijo una de sus ilustres representantes (Simone de Beauvoir, Le Deuxième Sexe, 1949).
Debemos sentirnos muy agradecidos a las «piadosas mujeres». A lo largo del camino al Calvario, sus sollozos fueron el único sonido amigo que llegó a oídos del Salvador; mientras pendía de la cruz, sus «miradas» fueron las únicas que se posaron con amor y compasión en él.
La liturgia bizantina ha honrado a las piadosas mujeres dedicándoles un domingo del año litúrgico, el segundo después de Pascua, que toma el nombre de «domingo de las Miróforas«, esto es, de las portadoras de aromas. Jesús se alegra de que en la Iglesia se honre a las mujeres que lo amaron y creyeron en él durante su vida. Sobre una de ellas —la mujer que vertió en su cabeza un frasco de ungüento perfumado— hizo esta extraordinaria profecía, que se ha cumplido puntualmente a lo largo de los siglos: «Dondequiera que se proclame este evangelio, en el mundo entero, se hablará también de lo que esta ha hecho para memoria suya» (Mt 26, 13).
Sin embargo, no sólo debemos admirar y honrar a las piadosas mujeres, sino también imitarlas. San León Magno dice que «la pasión de Cristo se prolonga hasta el final de los siglos» (Sermón 70, 5: PL 54, 383) y Pascal ha escrito que «Cristo estará en agonía hasta el fin del mundo» (Pensamientos, n. 553 Br). La Pasión se prolonga en los miembros del cuerpo de Cristo. Las numerosas mujeres, religiosas y laicas, que permanecen hoy al lado de los pobres, de los enfermos de sida, de los encarcelados, de los rechazados de cualquier tipo por parte de la sociedad, son herederas de las «piadosas mujeres». A ellas, creyentes o no creyentes, Cristo les repite: «A mí me lo hicisteis» (Mt 25, 40).
No sólo por el papel que desempeñaron en la Pasión, sino también por el que tuvieron en la Resurrección, las piadosas mujeres son un ejemplo para las mujeres cristianas de hoy. En la Biblia se encuentran, de un extremo a otro, los imperativos: «ve» o «id», es decir, los envíos por parte de Dios. Es la palabra que dirigió a Abraham, a Moisés: «Ve, Moisés, a la tierra de Egipto», a los profetas, a los Apóstoles: «Id por todo el mundo, predicad el Evangelio a toda criatura».
Todos esos «id» son invitaciones dirigidas a hombres, pero existe un «id» dirigido a mujeres, el de la mañana de Pascua a las miróforas : «Entonces les dijo Jesús: «Id, avisad a mis hermanos que vayan a Galilea; allí me verán»» (Mt 28, 10). Con estas palabras las constituía primeras testigos de la resurrección, «maestras de los maestros», como las llama un antiguo autor (Gregorio Antioqueno, Homilía sobre las mujeres miróforas, 11: PG 88, 1864 B).
Es una lástima que, a causa de la errónea identificación con la mujer pecadora que lava los pies de Jesús (cf. Lc 7, 37), María Magdalena haya acabado por alimentar infinitas leyendas antiguas y modernas y haya entrado en el culto y en el arte casi sólo en calidad de «penitente», más que como la primer testigo de la Resurrección, «la apóstol de los apóstoles», como la define santo Tomás de Aquino (Comentario al evangelio de san Juan, XX, 2519).
«Ellas partieron a toda prisa del sepulcro, con miedo y gran gozo, y corrieron a dar la noticia a sus discípulos» (Mt 28, 8). Mujeres cristianas, seguid llevando a los sucesores de los apóstoles, a nosotros, sacerdotes y colaboradores suyos, el gozoso anuncio: «El Maestro está vivo. Ha resucitado. Os precede en Galilea, o sea, dondequiera que vayáis. No tengáis miedo».
Continuad el sublime diálogo que la liturgia mantiene con María Magdalena en la secuencia de Pascua: «Mors et vita duello conflixere mirando: dux vitae mortuus regnat vivus» : «Muerte y vida se han enfrentado en un prodigioso duelo: el Señor de la vida estaba muerto, pero ahora está vivo y reina». La vida ha triunfado sobre la muerte: sucedió a Cristo y así nos sucederá un día también a nosotros. Juntamente con todas las mujeres de buena voluntad, vosotras sois la esperanza de un mundo más humano.
A la primera de las «piadosas mujeres» y su incomparable modelo, la Madre de Jesús, repitamos una antigua oración de la Iglesia: «Santa María, socorre a los pobres, sostén a los frágiles, conforta a los débiles: ora por el pueblo, ruega por el clero, intercede por el piadoso sexo femenino»: «Ora pro populo, interveni pro clero, intercede pro devoto femineo sexu» (Antífona del Magníficat, Común de las fiestas de la Virgen).