GABINO URÍBARRI BILBAO, S.J
2.2. LA SED, RADICAL ANTROPOLÓGICO DE LA PERSONA HUMANA Y EN LA ESCRITURA
a) La sed humana
La sed es una constante de la vida de cualquier persona, empezando por los bebés, que pueden deshidratarse con gran facilidad. La sed nos remite a la experiencia fundamental de que necesitamos algo constituyente de nosotros mismos y que no podemos darnos nosotros mismos, sino que hemos de recibir como don del exterior. Nuestro organismo no autogenera el agua que necesita, la ha de ingerir y recibir del medio en el que vive. Si por lo que fuere el medio ecológico en el que habita falla, por una sequía o una avería, y la carencia se prolonga en el tiempo, nuestro organismo no puede sustituir esa fuente externa de la que depende su vida. Aún más, esa necesidad perentoria e inexcusable nos informa de que estamos constituidos esencialmente por algo que hemos de recibir, que constitutivamente estamos abiertos a recibir el don del agua, como don de la vida.
Esta constatación tan sencilla se abre del plano fisiológico al antropológico. Pues la vida orgánica necesita del agua; pero la vida humana es búsqueda incesante de un agua que calme su sed profunda y le proporcione vida auténtica y verdadera. Lo cual, en este horizonte antropológico, nos descubre como seres absolutamente abiertos al don de la vida que calme nuestra sed como una característica constituyente de nuestra propia esencia.
En las sociedades rurales la sed fisiológica, incluso intensa, es una experiencia familiar. En nuestras sociedades opulentas para la gran mayoría es fácil colmar la sed orgánica en la vida cotidiana, con multitud de refrescos, bebidas de todo tipo, además del agua corriente y potable en numerosísimas viviendas. Sin embargo, ya es un tópico hablar de la crisis del sentido y de los valores; de la pérdida de las motivaciones últimas; de la fragmentación que desbarata la vida en su unidad interior; de los ritmos estresantes en el trabajo que descomponen la convivencia familiar, el equilibrio psíquico y el sentido mismo del trabajo; del hedonismo y el consumismo como escape y compensación de la frustración acumulada; del hastío que invade al occidental medio, sumido en la rutina de un trabajo asalariado al que vende su alma a cambio de una supervivencia superflua, esclava de las grandes superficies de consumo. Ante esta situación, para muchos la única salida parece ser la búsqueda de la satisfacción sexual, a través de una exploración permanentemente abierta de nuevas posibilidades. El capítulo XXIII de El Principito ilustra espléndidamente lo perdidos que andamos con el modo de procesar nuestra sed:
«—¡Buenos días! —dijo el principito.
—¡Buenos días! —respondió el comerciante.
Era un comerciante de píldoras perfeccionadas que quitan la sed.
Se toma una por semana y ya no se sienten ganas de beber.
—¿Por qué vendes eso? —preguntó el principito.
—Porque con esto se economiza mucho tiempo. Según el cálculo hecho por los expertos, se ahorran cincuenta y tres minutos por semana.
—¿Y qué se hace con esos cincuenta y tres minutos?
—Lo que cada uno quiere…
“Si yo dispusiera de cincuenta y tres minutos —pensó el principito— caminaría suavemente hacia una fuente…”».
En definitiva, el occidental medio, de un modo más o menos consciente, tiene sed de un agua que colme la sed profunda de su corazón, sed de verdad, de bienestar, de sentido último de los sacrificios y los dolores, de convivencia lograda, de felicidad en suma. El occidental medio anhela encontrar una fuente que sacie de verdad su vida, la llene de alegría, de energía, de vitalidad, de ilusión, de satisfacción, que le permita bailar con júbilo en medio de una sociedad tan agobiante y amenazadora, sostenido por un núcleo humano de apoyo afectivo y familiar muy reducido. Nuestros conciudadanos siguen sintiendo la sed de trascendencia, de vida eterna como una característica constituyente de nuestra propia esencia y buscan a tientas el modo de calmarla, a veces incluso tratando de sofocarla, de ignorarla.
b) Sed y agua en la Escritura
La Escritura conoce esta necesidad profunda de sed de la persona humana. Dentro de un tema mucho más amplio, me fijaré solamente en tres presencias significativas de la sed y su correlativo, el agua. En primer lugar, el pueblo de Israel tiene conciencia de su nacimiento en el éxodo: en la salida de Egipto. No solamente hay unas aguas primordiales, al comienzo de la creación (Gn 1,2), sino también unas aguas, las del mar rojo, a partir de las que se constituye Israel (Ex 14,15-31). Ya antes Moisés había sido rescatado del agua (Ex 2,1-10). El agua será para el cristiano también la fuente de la regeneración para la vida verdadera en el bautismo, naciendo del agua y del Espíritu (Jn 3,5).
Segundo, en la travesía del desierto el pueblo experimentó la sed. Yahveh, a través de Moisés, calmó esta sed (Ex 15,22-25; 17,1-7; Nm 20,1-13; Dt 8,15; Ps 78,16.20), mostrando así su poder, su bondad, su señorío y sus deseos de dar una vida buena al pueblo. Más adelante, Pablo entenderá que la roca de la que brotó el agua era Cristo mismo (1Cor 10,3-5). El pueblo de Israel toma así conciencia de que Yahveh es el único que puede calmar su sed. Esta perspectiva alimenta la oración de Israel, que se sabe sediento de Dios (Ps 42,3; 63,2), del único que puede saciar su sed más profunda (Is 55,1). A partir de aquí es fácil comprender que la esperanza en un futuro mesías, de corte mosaico, incluya entre sus rasgos la capacidad de dispensar agua y calmar la sed, si bien de un modo más radical y definitivo que Moisés.
Tercero y último, el profeta Ezequiel (47,1-12) vislumbra el Templo como la fuente escatológica de la purificación y la revivificación de todo. Las aguas escatológicas que manarán del Templo reengendrarán todo lo que entre en contacto con ellas a la plenitud de la nueva vida.
Estos tres motivos confluyen de diverso modo hacia el corazón de Jesús. Los cristianos renacemos a la vida en el bautismo gracias a Cristo, al sumergirnos en el agua santificada por su muerte y su resurrección (cf. Rm 6,3-5; Mt 3,11 y par.; Jn 1,33); Cristo es el nuevo Moisés, de cuyo seno brotan los ríos de agua viva (Jn 4,10.14; 7,37-39; 19,34-37; 1Cor 10,4); Cristo es el nuevo Templo escatológico (Jn 2,19.21), del que manan las aguas de la vida (Apoc 22,1; 7,17), con alusión posible a los ríos originales del paraíso.
2.3. EL CORAZÓN DE CRISTO, FUENTE DE AGUA VIVA
a) La sed de Jesús
Resulta interesante considerar previamente la sed de Jesús, de la que habla la Escritura. El pasaje es conocido:
«Después de esto, sabiendo Jesús que todo estaba cumplido, para que se cumpliera la Escritura, dice: “Tengo sed”. (…)
Cuando tomó Jesús el vinagre, dijo: “Está cumplido”. E inclinando la cabeza entregó el espíritu» (Jn 19,28.30).
¿A qué texto de la Escritura se puede remitir? Se barajan como posibles los salmos 22,16; 63,2 y 69,22. Con la pasión de Cristo se relacionan tanto el salmo 22 como el 69, por lo que podemos más fácilmente descartar el 63, en el que de un modo general se habla de la sed de Dios por parte del orante. Ahora bien, ¿podemos contentarnos con la referencia al vinagre del salmo 69, como si beber de la esponja empapada de vinagre fuera un elemento precioso de la revelación? Ciertamente suena algo estrambótico y difícil de llenar de contenido teológico, a no ser que en realidad se esté remitiendo a otra cosa. En el salmo 22 se está describiendo una situación calamitosa en su conjunto, que incluye como un dato más la sed del sufriente. ¿Por qué habría de destacarla el evangelio de Juan de un modo tan enfático, precisamente en el momento final de la vida de Jesús y como signo del cumplimiento último de todo?
Por eso, parece congruente buscar otra interpretación, que sin negar la sed física propia del que se encuentra en una situación calamitosa y de sufrimiento extremo, reflejada en los salmos 22 y 69, en los cuales se reconoce la figura del mesías sufriente, esté basada en el conjunto del evangelio y en el conjunto del misterio de la vida de Jesús y que cuadre con la solemnidad del final de la vida de Jesús y el cumplimiento más bien del conjunto de la Escritura (como en 1Cor 15,3-4); una interpretación que concuerde bien con ese aire de clausura final mayestática, reconociendo Jesús de modo paradójico el logro total de su empresa mesiánica como Hijo querido del Padre en el instante previo a expirar. Por eso, ayudará ver el cumplimiento del que se habla en conexión con las escenas previa y subsiguiente. En la escena anterior (Jn 19,25-27) ha quedado constituida la Iglesia, representada por la Madre de Jesús y el discípulo amado; la siguiente escena (19,31-37), la lanzada, relata la efusión del costado de Jesús de sangre y agua. Así pues, el cumplimiento al que se alude es el de la obra mesiánica del Hijo Unigénito: la formación de la Iglesia y el don del Espíritu a todo creyente, el haber llevado hasta el final, hasta la consumación el encargo mesiánico del Padre, que envió a su Hijo al mundo para darle la vida (Jn 3,16), para derramar el Espíritu de la vida.
Así, la sed de Jesús, su deseo más profundo, el anhelo de su corazón, es el cumplimiento filial de la voluntad del Padre de las misericordias, consumando su vida y su obra en la obediencia hasta la muerte (Heb 5,9; 2,10; Filp 2,8), sellando su vida con la pascua (Lc 22,15). En el momento final de la exaltación en la cruz, justo antes de exhalar su espíritu, que ciertamente también alude al don del Espíritu, Jesús ha satisfecho la sed de su corazón: la entrega de amor hasta el final (Jn 13,1) por la vida del mundo (Jn 6,51). Esta es la paradójica sed de Jesús, que nos descubre la profundidad de su corazón filial, entregado por nosotros y nuestra salvación. Por eso, no extraña que san Agustín haya querido rastrear esta sed en otros pasajes; así, en la magnífica escena de Jesús con la samaritana, Agustín descubre a un Jesús que pedía de beber a la mujer, pero que en realidad estaba sediento de su fe. Benedicto XVI, por su parte, en el mensaje para la cuaresma del año 2007 (13.02.2007), titulado Mirarán al que traspasaron, percibe que: «En la Cruz Dios mismo mendiga el amor de su criatura: Él tiene sed del amor de cado uno de nosotros».
b) El corazón de Jesús, manantial de agua viva
Se da una correlación, remarcada por todos los estudiosos que he consultado, entre tres escenas que paso a considerar someramente:
- Primera escena: la samaritana. Siguiendo el orden del evangelio, comenzaré por el encuentro de Jesús con la samaritana, en un lugar tan significativo como el pozo de Jacob. Los encuentros junto a los pozos en el AT se recubren de resonancias de vida y salvación (Gn 21,14-19; cf. Jn 5,1-18) y nupciales (Gn 24,1-27; 29,1-6; Ex 2,11-22), que nos encaminan hacia esa comprensión del corazón nuevo de la nueva alianza, resaltado por Ezequiel (36,25).
Los hitos fundamentales están claros en el texto. En el diálogo, Jesús se descubre como deseoso (sediento) de dar de beber, de otorgar el don de Dios: «Si conocieras el don de Dios, y quién es el que te dice: “Dame de beber”, tú le habrías pedido a él, y él te habría dado agua viva» (Jn 4,9). ¿En qué consiste dicho don? Jesús lo expone así según el evangelio: «Pero el que beba del agua que yo le dé, no tendrá sed jamás, sino que el agua que yo le dé se convertirá en él en fuente de agua que brota para la vida eterna» (Jn 4,14; cf. Is 58,11). Siguiendo con el pasaje, más adelante dentro del mismo diálogo se habla de la verdadera adoración a Dios, que será en Espíritu y en verdad (Jn 4,23-24). La obra del Mesías consistirá, precisamente, en instruir en la verdadera adoración a Dios (Jn 4,25-26). Si Jesús es el Mesías, entonces es quien es capaz de transmitir la verdadera adoración en Espíritu y en Verdad, dos aspectos nucleares del evangelio de Juan. ¿Cómo? Los comentaristas confluyen en considerar que en el diálogo con la samaritana se está aludiendo con claridad al don del Espíritu, como el don del Mesías, como el agua viva. El Espíritu que Jesús va a dar es el agua que apaga la sed para siempre. Es más, quien recibe el Espíritu convierte su interior, su corazón, en una fuente de agua viva. Así, gracias al don del Espíritu la misma vida que está en Jesús estará en aquellos que reciban su Espíritu. ¿De dónde procede ese don?
- Segunda escena, durante los tabernáculos (Jn 7,37-39). Todos los autores correlacionan este texto con el de la samaritana y el costado abierto, que seguidamente veremos. Además, en la liturgia actual de la solemnidad del Corazón de Jesús se recoge como primera propuesta de antífona de comunión. Recordemos su tenor literal:
«El último día de la fiesta, el más solemne, Jesús puesto en pie, gritó: “Si alguno tiene sed, venga a mí, y beba el que cree en mí”, como dice la Escritura: De su seno correrán ríos de agua viva.
Esto lo decía refiriéndose al Espíritu que iban a recibir los que creyeran en él. Porque aún no había Espíritu, pues todavía Jesús no había sido glorificado».
El último día de la fiesta pudiera ser el séptimo, opinión predominante, o el octavo. En todo caso sí que interesa remarcar la solemnidad del momento, que nos sitúa ante una declaración especialmente intencionada de Jesús, puesto en pie y gritando, en un momento escogido muy deliberadamente, jugando siempre con la simbología de fondo tan potente teológicamente en el evangelio de Juan. La fiesta de los tabernáculos recuerda el paso de Israel por el desierto, en circunstancia nómada (Lev 23,43), sin residencia fija. La ceremonia que acompañaba la fiesta consistía en una procesión que culminaba con una libación ritual de agua tomada de la fuente de Gihón, que alimenta la piscina de Siloé, sobre el altar del Templo. Así, el elemento del agua (también la luz) impregna la atmósfera de la fiesta.
De mayor interés para nosotros, la fiesta de los tabernáculos está asociada a la dedicación del Templo (1Re 8,2). Además, en la época de Jesús, esta fiesta se interpretaba desde Zac 9-14: se asociaba a la llegada del día de Yahveh; a la entrada triunfal de un rey mesías sentado en un asno (Zac 9,9), al momento en que Yahveh derramaría un espíritu de oración y gracia sobre la casa de Israel (Zac 12,10), en que aguas vivas manarían de Jerusalén hacia el mar muerto (Zac 13,10), cuando finalmente todos los enemigos de Israel serían derrotados (Zac 14,16). Entonces, ya no habría más mercaderes en el Templo (Zac 14,20-21). Como se puede comprobar, resuenan muchos motivos que aparecen en las narraciones de la pasión. Sin duda, para la primitiva comunidad Zac 9-14 fue un texto iluminador, que permitió comprender la figura mesiánica de Jesús[11]. Así pues, la elección de la fiesta de los Tabernáculos sitúa la escena en un contexto claramente mesiánico, con la expectativa abierta de un enviado de Dios que pueda hacer brotar ríos de agua viva, para que se cumpla la profecía de Isaías que el coro cantaba: «Sacaréis aguas con gozo de las fuentes de la salvación» (Is 12,3; cf. tb. Zac 12,10; 13,1), mientras el sacerdote rellenaba del agua de la fuente un cántaro ritual de oro. Por tanto, la fiesta apunta plenamente hacia la sed y hacia la renovación de Israel, con fortísimas resonancias mesiánicas.
Entre los intérpretes se discute la puntuación del versículo 38: si aquel de cuyo seno manan los ríos de agua viva es el creyente, después de haber bebido de Jesús como la fuente primera; o si se refiere expresamente a Jesús mismo como aquel de cuyo seno manan los torrentes de agua viva.
No cabe duda de que la fuente primera y original es el mismo Jesús, quien se proclama como la fuente que da de beber. Por otra parte, el creyente, al participar del Espíritu de Jesús habiendo bebido de él, se convierte, como vimos en el caso de la samaritana, en una nueva fuente de vida. Así pues, podemos combinar ambos sentidos sin necesidad de entrar a discutir la cuestión filológica.
Tampoco es menester entrar en la compleja discusión sobre si seno (koilía) es estrictamente equivalente a corazón (kardía), pues ya hemos dejado claro que en nuestra aproximación jugamos con la cercanía y la equivalencia entre los símbolos. El seno remite a la interioridad y la intimidad profunda de la persona y, en este sentido, de un modo suficiente a lo que la Escritura entiende por corazón.
El versículo 39 proporciona la lectura teológica de la declaración de Jesús. El Espíritu que Jesús donará en su glorificación, en su exaltación en la cruz, será quien transforme a los creyentes en Jesús. La asociación entre agua y espíritu es frecuente en el evangelio de Juan. Además, el agua es símbolo de la ley vivificante en la literatura sapiencial.
- Tercera escena: el costado traspasado (Jn 19,34-37). Todo nuestro recorrido tiende hacia esta escena final, verdadero centro bíblico de la teología del corazón de Jesús, que recoge los desarrollos anteriores y los cierra. Recordemos el texto:
«sino que uno de los soldados le atravesó el costado con una lanza y al instante salió sangre y agua. El que lo vio lo atestigua y su testimonio es válido, y él sabe que dice la verdad, para que también vosotros creáis. Y todo esto sucedió para que se cumpliera la Escritura: No se le quebrará hueso alguno [Ex 12,46; Ps 34,21].Y también otra Escritura dice: Mirarán al que traspasaron [Zac 12,10]».
La escena es muy curiosa, porque Jesús ya está muerto, habiendo exhalado el Espíritu (Jn 19,30). ¿Qué interés le mueve al evangelista a seguir narrando lo que sucede con el cuerpo de Jesús? ¿Es un simple cadáver inerme? La mirada de la fe persigue profundizar aún más si cabe en el sentido de la muerte de Jesús, a través de la percepción del misterio de su cuerpo, inseparable de su persona y de su obra. El sentido de la vida, de la obra y de la muerte de Jesús se ha manifestado ya, pero se completará al descubrir la interioridad de su cuerpo. Un cuerpo cuyos huesos no se han quebrado, como auténtico cordero pascual. Y un cuerpo del que mana lo que ha sido el motor interno de toda su vida: sangre y agua.
La sangre representa para la Escritura la vida (Gn 9,3-6). Así pues, la sangre de Jesús que mana de su costado abierto es su vida plenamente entregada hasta final, mostrando que todo se ha cumplido, que ahora desde lo alto atrae ya a todos hacia sí (Jn 12,32; cf. tb. 8,28). También brota el agua, el Espíritu que el Señor da a los suyos, su mejor don, gracias al cual los discípulos continuarán su vida en Cristo, como Cristo, hacia el Padre gracias a la fuerza del Espíritu de Cristo, para seguir las acciones de Jesús, que son las que glorifican y complacen a Dios.
El costado traspasado revela el interior del Señor, propiamente su corazón en sentido tanto fisiológico como figurado. Realmente lo que nos interesa es el sentido figurado, donde se da la mayor carga teológica. Por eso no entramos en consideraciones fisiológicas sobre el tipo de sustancia que pudo manar del seno abierto del Señor crucificado. Con la mirada del discípulo comprendemos que se nos proporciona una apertura a su consistencia interna más cualificada: vida derramada para la salvación del mundo (sangre) y Espíritu donado para la vida del mundo (agua).
El autor del evangelio ha subrayado mucho la importancia de este momento, recalcando la validez del testimonio con el que se atestigua. Sin entrar a discutir si el testigo es el discípulo amado, mencionado en la escena anterior, como parece más plausible, resulta significativo que el conjunto de la vida de Jesús quede enmarcado por el testimonio inicial del Bautista, que le identifica como el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo (Jn 1,29.37; cf. 1,15); y el testimonio final, donde aparece como Cordero inmolado, cumpliendo así la profecía del testimonio del Bautista. La importancia del testimonio tan solemne, con una triple cualificación, única vez en todo el evangelio de Juan, radica en que está al servicio de la fe de los creyentes, para que comprendan la verdadera idiosincrasia de Jesús.
Para captar la significación de la escena son muy relevantes las dos citas de la Escritura. La primera hace alusión al Cordero pascual, dando a entender que Jesús es el verdadero Cordero pascual inmolado, que salva al pueblo de sus pecados en una nueva pascua. La segunda remite al profeta Zacarías (12,10), en una versión algo modificada sobre el texto masorético, con una interpretación de corte mesiánico. Al haber sido traspasado, Jesús se manifiesta como el verdadero Mesías, cuya muerte venía prefigurada en diversos textos del AT. La figura del Mesías se asimila a la del siervo de Yahveh, que, entregando su vida a Dios por sus hermanos, manifiesta y desvela el misterioso amor de Dios, que gracias a él, como su mediador, se derrama sobre el pueblo:
«El Ungido del Señor tiene un corazón totalmente sometido al Dios que lo envía, corazón que se sacrifica humildemente y que reúne en sí ira majestuosa, mortal desesperación y jubilosa alegría. Pero toda esta auténtica vida humana de su corazón está al servicio de la redención mesiánica, consistente en proporcionar a los redimidos el agua viva del Espíritu por medio de la realización de su sacrificio. Sangre y agua, corazón y pneuma, muerte y vida, están inseparablemente unidos en esta cristología del Antiguo Testamento».
El corazón que se acerca a Dios pasa por el trance sacrificial de la entrega de la vida; paradójicamente de su muerte brota la vida, gracias a la efusión del Espíritu, que mana del corazón partido.
El versículo 37 recoge la profecía de Zacarías 12,10. Evidentemente se trata de una mirada densa de fe, en la que la fe se nutre y crece. Es decir, una mirada que comprende el misterio de amor y de redención que refleja el icono del costado traspasado del Señor; una mirada que alimenta la fe y el amor al Señor, al reconocer su vida entregada (sangre) y su costado abierto convertido en la fuente de nuestra nueva vida (agua), del Espíritu santo. Por eso, se puede considerar con razón que la fe consiste en un saber mirar.
De otro modo diferente, pero congruente, la primera carta de Juan (5,6-8) establece una correlación entre el agua, la sangre, y el Espíritu, como los tres que dan testimonio acerca de Jesucristo y su Verdad.
No cabe duda, pues, de que la Escritura, sobre todo el evangelio de Juan, se refiere de un modo bastante claro al corazón de Jesús como la fuente de aguas vivas. Estas aguas vivas simbolizan el Espíritu Santo, que se derrama en los corazones de los fieles (Gal 4,6; Rm 5,5, etc.). Las aguas brotan del interior de Jesús, ya se formule como su costado (pleura; Jn 19,34) o su seno (koilía; Jn 7,38), si es que dicho versículo se refiere a Jesús y no al creyente. En nuestro enfoque nos basta con atender al hecho incontrovertible de que se está refiriendo a la interioridad de Jesús, al centro de su vida, a su corazón, en el sentido bíblico del término