Tomás Spidlík s.j.
Importancia del tema en la espiritualidad del Oriente.
En los autores espirituales del Oriente cristiano, ¡cuántas veces encontramos la palabra corazón! Hablan de la custodia del corazón, de la atención del corazón, de la pureza del corazón, de los pensamientos, deseos y resoluciones del corazón, de la oración del corazón, de las revelaciones del corazón, de la presencia divina en el corazón, etc.
Los autores rusos tomas gustosamente el corazón como emblema para distinguirse del Occidente “racionalista”, que ha llegado a olvidar que el fundamento de la vida cristiana es el corazón. En el opúsculo La paz en Cristo, P. Ivanov escribe: “Buscar el alimento para el corazón es volverse hacia Dios, porque Dios mismo es un corazón que abarca todo. Sólo con el corazón se puede conocer el universo, lo que Kant llama la cosa en sí. Entonces quien tiene el corazón percibe a Dios, a los hombres, a los animales, a la naturaleza. Sólo el corazón es capaz de dar la paz al espíritu.”
Si la religión es una relación con Dios, escribe un autor ruso, B. Vyseslavcev, el contacto real con la Divinidad no es posible más que “en la profundidad del yo”, en lo profundo del corazón, porque Dios, según Pascal, es sensible al corazón. Sólo en él es posible una auténtica experiencia religiosa, sin la cual no hay ni religión ni verdadera ética.” “El hombre ‘sin corazón’ es un hombre sin amor, sin religión, porque a fin de cuentas el ateísmo es el estado sin corazón.” En consecuencia, la noción de corazón, piensa el mismo autor, ocupa el lugar central en la mística, en la religión y en la poesía de todos los pueblos.
La enseñanza de los manuales de dogmática no es diferente. Citemos, entre otros, a T. Ornackij: “La fe es una disposición inmediata del corazón”; N. Malinovskij: “La fe se comprende sólo como un sentimiento religioso”; P. Sokolov: “La fe está motivada por el sentimiento”; J. Nikolin: “La fe nace en la esfera del sentimiento” y “debe ser encendida y alimentada por el sentimiento”.
Ambigüedad del término
Esta insistencia en los sentimientos del corazón no está carente de peligros, pensaban los teólogos de Occidente. La experiencia mística más profunda o la más vulgar banalidad, como un modernismo poco ortodoxo, pueden ser revestidos del mismo pomposo ornamento. ¿Son realmente conscientes siempre de qué se trata todos los que se lanzan tan fácilmente con frases enfáticas sobre el corazón y sobre los sentimientos? Es verdad que las expresiones de algunos podrían conducir al irracionalismo y al sentimentalismo. La fe se opondría completamente al conocimiento científico, y ya no habría nada que hacer con el fundamento racional de la fe.
El pecado de Occidente, replican los rusos, es, al contrario, el racionalismo, que olvida que el fundamento de la vida espiritual es el corazón. Teófanes el Recluso ve el inicio de la decadencia en el humanismo del siglo XV, primero en Italia, después en Inglaterra, en Francia, en Alemania. Como si el diablo, atado por mil años (cf. Ap 20,2), fuese liberado totalmente de golpe, comenzando a incitar a los doctos a estudiar las lenguas antiguas para atraer a continuación su espíritu hacia el orgullo pagano.
El Señor ha ordenado al fiel quedarse en su habitación y orar allí (Mt 6,6). Esta habitación es el corazón. En consecuencia, es el mandamiento del Señor el que nos obliga a orar en nuestro corazón.
Pero ¿es fácil decir qué oración se hace en el corazón? Vyseslavcev, que ha exaltado tanto la función del corazón en la vida religiosa, rechaza por principio entrar en precisiones. El corazón, escribe, “es tan misterioso como Dios mismo y es totalmente accesible sólo a Dios. El profeta Jeremías dice: ‘Nada hay más engañoso que el corazón… ¿quién lo conocerá? Yo, el Señor, escruto el corazón, sondeo las entrañas’ (17, 9-10).
El corazón en la Biblia
En la Biblia, la palabra corazón (lev, o levav, kardía) no indica apenas más de diez veces el órgano corporal, pero es empleada más de mil veces en sentido metafórico para significar la sede de las distintas funciones psicológicas. Es el corazón el que piensa, reflexiona, concibe proyectos, toma resoluciones y decisiones, asume responsabilidades. Es él, y no el alma, el que juega el papel central en la vida interior. Sede de la vida moral, el corazón lo es también de la vida religiosa. Es el corazón el que experimenta el temor de Dios y es sobre todo en él donde reside la fidelidad de YHWH (cf. 1 R 11,3-4).
En la Biblia, el corazón, por tanto, contiene en sí toda la plenitud de la vida espiritual, que debe abrazar al hombre por entero, con todas sus actividades.
Pero el corazón que sustraído a las miradas. Normalmente, el comportamiento de un hombre debe manifestar lo que hay en su corazón. Se conoce así el corazón, indirectamente, a través de lo que expresa el rostro (Sir 13,25), a través de lo que dicen las palabras (Pr 16,23), por lo que testimonian los actos (Lc 6,44-45). Sin embargo, en vez de manifestar, las palabras y los comportamientos pueden también disimular (Pr 26,23-26; Sir 12,16): el hombre tiene la temible posibilidad de tener doblez.
El corazón en la antropología cristiana
La antropología cristiana distingue desde el principio dos niveles en la persona humana. Al mismo tiempo, comienza, sobre todo con los alejandrinos, a apoyarse en la doctrina platónica del alma y del cuerpo para definir su posición respecto a los problemas filosóficos.
La oposición bíblica entre el “hombre exterior” y el “hombre interior” les parecía a los Padres que respondía a la distinción entre el alma y el cuerpo. Por otro lado, Platón tenía una concepción dualista del alma, al menos así fue interpretada en la época de los Padres: el noûs, la parte superior, racional, y la psyché, una función animal, inferior, lo que Evagrio llama la “parte pasional del alma”.
Se sabe que para Platón el noûs es “lo que hay de mejor en el alma”, el “piloto del alma”, la facultad que está en contacto con Dios. Esta tradición, corregida y cristianizada, se mantiene en la definición clásica de la oración: una “elevación delnoûs hacia Dios”. Como la pupila del ojo es, por así decir, el punto de contacto entre los dos mundos, el exterior y el interior, de la misma manera, piensan los Padres, debe haber en el hombre un punto misterioso por medio del cual Dios entra en la vida del hombre con todas sus riquezas (Teófano el Recluso).
Fieles a la tradición especulativa de su cultura, los Padres griegos ciertamente no han sustituido por casualidad el lev, levav bíblico por el noûs. Y la inteligencia, es según Gregorio Nacianceno, “el corazón purificado del Salmo 50,2).
Se podrían citar gran número de autores del medioevo latino para los cuales el corazón se identifica con la inteligencia. Pero el siglo XII es bajo muchos aspectos el siglo de los affectus. Esforzándose por definir la relación del alma con Dios en un lenguaje que es el del amor, este siglo ha introducido la espiritualidad por nuevos caminos. Y puesto que el corazón, que para los poetas era ya el lugar del amor, permanece el lugar de la vida religiosa y de la experiencia espiritual, no hay que sorprenderse de que los términos cor y affectus se hayan acercado cada vez con más frecuencia el uno al otro. Y dado que se oponía el cordis affectus al intellectus, para Tomás de Aquino el precepto de amar a Dios con todo el corazón (cf. Lc 5,27) no es más que un actus voluntatis quae hic significatur per cour.
Bien pronto, sin embargo, habría de manifestarse, sobre todo en la piedad popular, una reacción contra el “voluntarismo” en favor de los “sentimientos”. Para la espiritualidad rusa, como ya se ha visto, la “parte del corazón” o la “parte del sentimiento” no son más que una sola y misma cosa.
En el origen de estas divergencias se encuentra el esfuerzo, en sí loable pero demasiado precoz, de traducir la experiencia espiritual en términos psicológicos. Se ha tratado, ante todo, de situar el corazón bíblico en la estructura metafísica del hombre y sólo después se ha planteado qué función tal “corazón” pudiese tener en la vida espiritual. Ahora bien, es necesario invertir el procedimiento. Son los problemas religiosos los que el concepto de corazón plantea con prioridad.
La elevación del espíritu a Dios.
El problema religioso por excelencia es la oración. Según Teófano el Recluso, la oración es “un todo, ella resume todo”. Pero la definición clásica de la oración como “elevación del espíritu (noûs) hacia Dios” no expresa, sin más matizaciones, esta plenitud de vida. Cuando Jesús nos enseña a rezar el “Padre Nuestro”, nos coloca ante un misterio inaccesible a los pensamientos humanos, en la vida trinitaria del Padre, del Hijos y del Espíritu Santo. En consecuencia, si la oración se hace “en el Espíritu”, más que una elevación de nuestro espíritu (con minúscula), será elevación del Espíritu (con mayúscula); será la “respiración del Espíritu” (Teófano).
Entonces, la oración será “espiritual” en el verdadero sentido de la palabra. Pero ¿se trata todavía de nuestra oración? El Espíritu Santo ¿permanece exterior a nuestra alma humana? Si es verdad que hay símbolos que expresan la venida desde fuera de este “huésped divino”, se nos da el Espíritu de tal modo que se convierte en lo que hay de más espiritual en nosotros, en nuestro verdadero yo. Según la tricotomía explicada por Ireneo, “el hombre perfecto está compuesto de tres elementos: la carne, el alma y el Espíritu”. La oración en el Espíritu se identifica, por tanto, con nuestra oración espiritual.
El Espíritu en el corazón
¿En qué facultad humana reside el Espíritu? Lo que los autores místicos notan ante todo es una marcada semejanza entre la vida espiritual de la persona humana y su experiencia del universo visible. De la misma manera como la pupila del ojo es, por así decir, el punto de contacto entre los dos mundos, el exterior y el interior, así debe existir en el hombre un punto misterioso por medio del cual Dios entra en la vida del hombre con todas sus riquezas, un “órgano del Espíritu” (Teófano)
La palabra “órgano” esconde, sin embargo, un peligro. Con razón se ha reaccionado contra la teoría ética del siglo XIX que hacía de la relación con Dios una de las diversas relaciones sociales. No se puede colocar en el mismo plano la obediencia a los superiores, la caridad hacia el prójimo y la religión, porque ésta es el fundamento y el motor de las otras dos. Lo mismo sucede con nuestra estructura interna. Para los cristianos, es hacia la piedad donde deben converger las actividades visuales, intelectuales y las demás, porque todas las facultades humanas, sin excepción, tienen y se dirigen hacia el Señor.
Es de esto de lo que los Padres no se han dado cuenta suficientemente en sus discusiones sobre cuál de las facultades del hombre sea portadora de la “imagen de Dios”. Sin aportar soluciones definitivas, los místicos posteriores sin embargo han iluminado mejor el problema. Ellos no hablan ya de un “órgano”, de una “facultad” especial, sino del “fondo del alma”, de su “centro”, de su “esencia”. “Dios está escondido en el fondo del alma, allí donde el fondo de Dios y el fondo del alma no son más que un único y mismo fondo”, dice Eckhart. La verdadera unión con Dios no se realiza más que en la esencia del alma: “En cuanto verdadero, sub ratione veri, Dios es conocido por la inteligencia; en cuanto bien, sub ratione boni, por la voluntad; inteligencia y voluntad son las potencias del alma; en cuanto Ser, él penetra la intimidad de la esencia del alma”. De aquí se sigue la conclusión: “No trates de fundar tu santidad sobre el actuar, hay que fundarla sobre el ser; porque las obras no nos santifican, somos nosotros los que debemos santificar las obras.” (Fischer)
En cuanto a saber cómo interpretar las palabras “esencia” y “ser”, se trata de otra cuestión, y de las más delicadas. Limitémonos a constatar que Eckhart trata de situar el punto de contacto con la gracia en una zona que es la “raíz” de la misma vida, el centro de todas las fuerzas humanas, de la vida con su multiforme actividad. Pues bien, según el lenguaje común de los pueblos y de la misma Escritura, este centro es el corazón, “sede del Espíritu” (Teófano).