Del libro ”Así amó Dios al Mundo”; Luis María Mendizábal
En la Redención sucede lo mismo. No basta con querer redimir para que sea redención, sino que tiene que poner el acto redentor. El acto redentor no es sólo voluntad, tiene que tener voluntad, porque ha de ser meritorio. Es verdad; pero no es sólo voluntad. Sino que hemos de decir que la Redención es la obra del amor humano de una persona divina. Y ahí vemos cómo el corazón de Cristo es de verdad el centro de la Redención. La Redención es obra del amor humano de una persona divina, es obra del Corazón de Cristo. Por eso, digo, nos encontramos en el corazón de la Redención.
Ante todo, es necesario que el Redentor sea de nuestra estirpe. Quizá un ángel podía hacer un acto libre, antes por lo menos de su definitiva adhesión a Dios en la Bienaventuranza, pero no bastaría. San Pablo repite «es uno de nosotros el Redentor, uno de nosotros; tiene que ser uno de nuestra raza», tiene que ser un hombre, pero un hombre de nuestra generación. Para ver la importancia que esto tiene, que no le solemos dar importancia, esto implica caer en la cuenta de que todos somos uno. Hay una unidad verdadera del género humano, verdadera unidad de base. Se comprende perfectamente la insistencia de San Pablo: “Se ha hecho uno de nosotros, nacido de mujer, nacido bajo la ley.”
Si Dios hubiese creado de la nada la humanidad de Cristo, Cristo no sería uno de nosotros, sería uno parecido a nosotros, pero no uno de nosotros. Si no ha sido genera-do por la naturaleza humana, no es uno de nosotros.
Por la Encarnación del Verbo se ha hecho uno con cada uno de nosotros: es uno de nosotros Es el elemento básico para poder realizar ese misterio de Redención. EI se ha hecho uno y es cabeza nuestra nacido de mujer, nacido bajo la ley.» Ahí vemos lo que debemos a la Virgen, Jesucristo es uno de nosotros por María, María está en la encrucijada de la Redención, María es la que ha dado el paso a la Redención, a través de ella misma engendrando al Redentor, engendrando a ese uno de nosotros que podía, como naturaleza humana de una persona divina, podía realizar la obra de la Redención.
Pero no basta esa unión de estirpe por la que puede ser cabeza nuestra, sino que la Redención la ha realizado por amor; no sólo con voluntad recta, sino por amor: «Me amó y se entregó a la muerte por mí» … Y esto lo debe decir cada uno de los hombres redimidos «me amó y se entrega la muerte por mí». Es obra de amor, no sólo de voluntad, no sólo me quiso redimir; la obra de Redención era de amor. Aparece en Getsemaní, por eso esta meditación es tan importante, porque ahí se nos revela no sólo la voluntad humana, sino el corazón redentor.
En Getsemaní se nos revela la actitud redentora, el Corazón Redentor de Cristo, la unión con cada uno de nosotros; cómo la vida de cada uno de nosotros, el pecado de cada uno de nosotros es asumido en su corazón, en ese amor con que se ofrece al Padre, tomando sobre sí nuestros pecados y nuestras iniquidades. Getsemaní nos enseña que Él ha tomado en su amor, por compasión verdadera, todos nuestros pecados y todas nuestras vidas, con la repercusión que esto produce en su afectividad y en toda su humanidad, y así ofreció su sacrificio. No es pues sólo la voluntad desnuda, sino la voluntad que asume en amor la vida de cada uno y la toma sobre sí. Así en aquel corazón están los pecados y la vida de toda la humanidad; y Él está allí con un amor inmenso, con su amor humano de Hijo de Dios, llevando sobre sí el pecado de la humanidad; como dice San Pedro, llevando nuestros pecados en el madero. Ese amor redentor es el fondo de la oblación de la Cruz.
Hemos sido redimidos, no sólo simplemente por los do-lores de Cristo, aun padecidos con paciencia y aceptación, sino por el corazón de Cristo con que El asumió en amor esos sufrimientos, tomando en ellos nuestra vida y nuestros pecados. Esto es importante también. Nosotros cuando vemos a una persona que sufre, le decimos a veces que procure sufrir con paciencia, con aceptación, que procure incluso si puede con alegría, si Dios se lo permite así y le da fuerzas para ello. Pero con amor es amor a alguien, no es con amor al aire. Cristo no sólo sufre con aceptación de la voluntad del Padre, sino en amor a nosotros, en amor al Padre y en amor a nosotros. Por tanto, es verdad que entramos ahí, en el corazón de la Redención, que es el corazón humano de Cristo, el corazón humano de esa persona divina, el corazón humano del amor divino de Cristo, que late en ese corazón humano en el cual se ofrece. Por eso la lanza del soldado abre el camino hacia ese misterio del corazón redentor, lo enseña como con un puntero para que acertemos en el blanco del amor, que es el Corazón Redentor de Cristo.
El Espíritu Santo que desde Él se nos comunica, tiene que formar en nosotros un corazón redentor y eso tenemos que aprenderlo como cristianos.
El cristiano tiene que tener un corazón redentor con Cristo, como el Corazón de Cristo. La vida del cristiano, debe hacerse redentora con Cristo, esto lo desarrollaremos más adelante, cuando hablemos de la colaboración a la Redención, pero anticipemos ya que no se trata sólo de querer, no se trata sólo de santificarse, no se trata de colaborar a la Redención con corazón redentor, se trata de vivir nuestra vida con corazón redentor como el de Cristo, aprendiendo esa actitud redentora en el mismo Cristo Redentor nuestro, que se convierte para nosotros, después de habernos redimido, en modelo para que nos asemejemos a Él y colaboremos con El en la redención del mundo.
¿En qué sentido pleno, tenemos pues entonces que el corazón de Cristo es el corazón de la Redención? En un triple aspecto que corresponde al triple aspecto de la Redención.
En la primera parte desde la concepción de Cristo hasta el momento cumbre de la cruz tenemos que fijarnos en la revelación que se nos hace en todo ese período, a lo largo de las escenas evangélicas, del corazón humano de Cristo, del amor de Dios a nosotros. Lo que nos dicen, lo que nos revelan los evangelios en el fondo es el corazón de Cristo. No sé si hemos reflexionado alguna vez sobre esto, no sé si hemos dado gracias a Dios de que haya habido evangelistas que escribieran para nosotros y no nos hayan transmitido por videocasetes toda la vida de Jesús. A veces a nosotros nos gustaría saber detalles de la vida de Cristo y nos gustaría haber tenido en un vídeo toda la vida de Jesús y poderla así conocer en todos sus particulares. Sería para nosotros un conflicto tremendo porque no sabríamos distinguir lo que de esa vida de Jesús tiene valor permanente para nosotros; y algunos pensarían que, si El llevaba sandalias, ellos también, si llevaba barba, ellos también, etcétera.
El punto difícil de la vida de Jesús es discernir lo que en esa vida tiene valor permanente de enseñanza para la humanidad, lo que es el contenido de valor definitivo y permanente; y esto lo han hecho los apóstoles, los evangelistas, con la luz del Espíritu Santo.
Los Evangelios, no son simplemente un relato, son una selección de las enseñanzas de Cristo; y la han hecho ellos con la luz del Espíritu Santo; y tenemos bastante. Otros detalles no servirían más que de curiosidad, pero no son de trascendencia para nosotros. Y; ¿qué es lo que recogen? El Corazón de Cristo, las actitudes de Cristo. Y eso queda en el Cristo glorioso ahora y eso queda en el Cristo glorioso de la Eucaristía. Esto es lo que nosotros encontramos, porque nuestra relación a través de la meditación de la vi-da de Cristo, no es simplemente con el Cristo de entonces, sino es con el Cristo de ahora. Yo encuentro ahora ese mismo corazón de Cristo, y esos mismos sentimientos de compasión y ese mismo sentimiento de ver a los hombres como ovejas sin pastor, lo veo en la vida temporal de Jesús y lo encuentro ahora. Es lo permanente de Cristo, lo que me enseña el Evangelio. Por lo tanto, en esa primera etapa del Evangelio, tenemos que escuchar aquella palabra de Jesús. «Aprended de Mí que soy manso y humilde de corazón», y el corazón de esa etapa de la Redención es el Corazón de Cristo.
En la segunda etapa, que es el momento cumbre de la cruz, el corazón de Cristo es el corazón de la Redención porque es el amor humano de una persona divina, que asume los sufrimientos y los dolores y ofreciéndose al Padre con ese corazón humano de persona divina, nos redime. En su amor asume la vida de cada hombre y ofrece sus dolores y su muerte como expiación y satisfacción de nuestros pecados.
En la tercera etapa, que es Cristo glorioso ahora (sobre ella hablaremos en la meditación de esta tarde ya dando el paso hacia nuestra vida renovada por la Redención de Cristo), el desarrollo de la Redención lo lleva personalmente Cristo con su corazón humano.
Es el Hombre Cristo Jesús, Hijo de Dios el que lleva adelante la Iglesia y el que es cabeza de la Iglesia. No olvidemos, y no nos volvamos docetistas, que es el Hombre Cristo Jesús, el glorificado, el que lleva la Iglesia, el que es cabeza de la Iglesia. Por tanto, nos ama a nosotros con su amor humano de persona divina, y con su corazón humano de persona divina, lleva adelante toda la obra de la Redención, y llama a Saulo en el camino de Damasco y habla a Pablo luego y se muestra su amigo, con el cual trata íntimamente. Es el Cristo resucitado, glorioso, de corazón humano, de corazón palpitante. De nuevo ese Corazón de Cristo es el corazón de esta etapa de la Redención. El la lleva y El presenta al Padre sus heridas. Y El actúa en los Sacramentos, y Él está en la Eucaristía: y es el corazón palpitante de ese Cristo el que está en la Eucaristía.
Es, pues, bien cierto, que el Corazón de Cristo es el corazón de la Redención. Por eso es bien precisa la frase del Papa Pío XII: «En ese Corazón podemos admirar, no sólo el símbolo, sino también la síntesis de todo el misterio de nuestra redención». Y si no llegamos ahí, no entramos en el fondo del Misterio de la Redención. Es lo que se nos revela en el Huerto de Getsemaní. Vamos a este pasaje del Huerto brevemente. No vamos a hacer una meditación de la agonía de Getsemaní, pero sí vamos a destacar algunos aspectos fundamentales.
El Papa decía, ya mencionaba yo antes, que esa palabra de Jesús «quedaos aquí y velad conmigo», invita a la Iglesia a acompañar a Jesús. En un sentido semejante repite en la Dives in misericordia que Jesús pide misericordia. Con esto está vinculada la cuestión famosa de la posibilidad de consolar al Señor. El pide consuelo «busqué quién me consolara y no lo encontré». ¿Qué decir de esta realidad? Tenemos que decir que es sólido espiritualmente el concepto de que nosotros podemos consolar a Cristo en su pasión. No es una idea pietista, es verdadera, es sólida. La expresa el Papa Pío XI, en la Encíclica Miserentissimus Redemptor, diciendo que esto es legítimo (una Encíclica Pontificia enseñando a los Obispos y Sacerdotes del mundo entero), y da la explicación; dice que, así como en la agonía de Getsemaní Jesús tenía presentes los pecados del mundo y pesaban sobre El, y los asumía, también tuvo presente el amor reparador de los hombres y le consolaba y le confortaba.
Por lo tanto, no es que sea obligatorio el hacerlo, pero hay fundamento sólido para hacerlo; y cuando el Señor mueve a las almas a esta asociación a la pasión de Cristo, en esa especie de contemporaneidad, en cuanto que quieren estar presentes con El, y estar cercanos a Él, es sólido pensar que fue un consuelo para el Señor. Por lo que es algo legítimo el deseo de consolar al Señor que muere por mí y asociarme a ese amor, procurando colaborar en fusión de amor con El. Pero no se reduce sólo a esto, puede uno pensar en si ahora se puede consolar al Señor y otros temas que aquí pueden surgir. No voy a detenerme en ellos. Voy a ir simplemente a la agonía de Getsemaní, y tratar de descubrir el misterio que ahí se desarrolla, que en el fondo es la revelación a nosotros del corazón redentor de Cristo; un corazón redentor que luego hemos de tener cada uno de nosotros.
El misterio de Getsemaní nos invita a entrar en él. San Ignacio pide dolor con Cristo doloroso. No es simplemente llegar a una cierta lástima de Jesús, eso sería elemental. La lástima es un sentimiento bueno. Pero en la pasión del Señor hay mucho más todavía a lo que el Señor nos invita. El Señor nos invita a entrar en su dolor, a compadecer con El. Compadecer con El implica que hay previamente una compenetración; sólo cuando hay una compenetración con una persona, se puede compadecer con ella.
Supuesta esta compenetración, entonces es llegado el momento de este sufrimiento y de un sufrimiento lleva-do con actitud del corazón, entonces puede haber un ponerse al unísono con ese corazón.
Tenemos que hacer una distinción que me parece importante, obvia, pero que conviene recalcar. Una cosa es el sufrimiento y otra la actitud de sufrir. El sufrimiento es algo que nosotros recibimos pasivamente, que uno no puede evitar. Si uno va por la calle y le dan un golpe, no lo puede evitar, el sufrimiento lo tiene; podrán, a lo más, darle una anestesia o un calmante; pero el sufrimiento se le viene encima. La actitud de sufrir es personal. La actitud es expresión de la persona. Entonces en esa actitud de sufrir es donde se realiza la compenetración del sufrimiento. Cuando yo sufro con las actitudes de la otra persona.
Nosotros hemos sido redimidos no simplemente por los dolores de Jesucristo, sino por los dolores de Cristo asumidos por El con corazón redentor. Nuestra entrada en la Pasión, en la agonía, a lo que El invita a los suyos, es a participar en su corazón redentor. En ese corazón redentor unirse a esos sufrimientos. ¿Y dónde se me revela ese corazón redentor de Cristo y en qué consiste? Consiste en su entrega obediente y total de amor al Padre en solidaridad con los hombres pecadores a los que ama y por los que se entrega. Ese es el corazón redentor. ¿Y dónde se me revela? En diversos textos del Antiguo y Nuevo Testamento, algunos de los cuales vamos a citar.
Isaías, capítulo 53.-El Siervo de Yahvé sufriente, que siempre los evangelistas han visto como profecía; y han visto la pasión como realización de ese capítulo. Por ejemplo, en los Hechos de los Apóstoles, el eunuco de la Reina Candaces iba leyendo el Profeta Isaías y le dice Felipe:” ¿Entiendes lo que lees?” Y él pregunta: “¿De quién dice esto, del mismo profeta, o de otro?”, y de ahí empezó a evangelizarle a Jesús, la persona de Jesús. Si él toma la muerte por nosotros, tendrá un gran botín, porque ha si-do herido por nuestros pecados; los pecados de todos han pesado sobre él; con sus heridas hemos sido sanados.
San Mateo, 20,28: Jesús dice que «el Hijo del hombre no ha venido a ser servido sino, a servir y a dar su vida en redención por muchos».
El mismo Jesús, en la parábola del Buen Pastor: «Yo doy mi vida por mis ovejas» … «nadie me la quita, le doy yos, «esta orden la he recibido de mi Padre».
En la institución de la Eucaristía dice: «Esta es mi Sangre, que será derramada por vosotros y por muchos para el perdón de los pecados.»
Y en la agonía de Getsemaní se nos revela esa actitud interior de Jesús, que lleva sobre si el pecado. Y de ahí viene su tristeza, su tedio, esa prueba, tremenda, misterios de Getsemaní, que, como ha descrito y estudiado A. Feuillet en su libro La agonía de Getsemaní, es exegéticamente claro que se trata de los sufrimientos mesiánicos del Mesías sobre el que pesa el pecado del mundo. Es la actitud de sufrir de Cristo puesta aI desnudo, que luego mantiene en la Pasión y en la Cruz. Es esa postura ante el Padre, ante la muerte como reino del pecado en cuyas garras es entregado cargado con los pecados de la humanidad para satisfacer por ellos; y aparece su voluntad libre, su voluntad humana y su corazón humano en el que pesa el pecado de la humanidad, y que pide a los hombres: «velad conmigo»; porque pide a los hombres que se asocien a su redención.
Siempre que Jesús ha hablado de su redención, lo ha hecho de una asociación a la redención. No para añadir valor, sino para cumplir lo que esa redención tiene de valor. Tiene que realizarse en nosotros, y cada uno de nos-otros tiene que tener esa misma actitud participada de Cristo revistiendo con ella aquella parte de dolor, de sufrimiento que le toca en el Cuerpo Místico de Cristo. Y ahí es donde se realiza ese misterio de redención y colaboración a la Redención: «velad conmigo». Pide misericordia; que se lleve a término su obra asociándonos a ella, entrando dentro de ella, para aprender cuál ha de ser nuestro corazón redentor con El. Tal es el gran misterio de Getsemaní.
Pero quiero añadir un pensamiento sobre esa agonía de Getsemaní. Guardémonos de presentar esa agonía como el estado de Cristo sobre el que pesa el pecado del mundo, que recurre al Padre y el Padre como juez severo no le escucha, se muestra inflexible y está ahí como con ceño, derramando sobre El ese cáliz, hasta que con la muerte de Jesús ya queda satisfecho. No lo hagamos así.
Creo que justa y legítimamente podemos hablar, con los debidos matices, de una agonía del Padre en este momento. El Padre siente en el alma entregar a su Hijo. Y así como el Hijo dice: «Padre, si es posible pase de mí este cáliz», al Padre le duele el dolor de su Hijo. No es, pues. Como un juez severo que es inflexible a este dolor, no; le duele. «Así amó Dios al mundo que entregó a su Hijo.» Y es el momento de entregar a su Hijo. Es como cuando Isaac le decía a su padre: “¿Dónde está la victima?”. Y en el momento en que le dijo: «La víctima eres tú, hijo mío», ¡cómo se desharía el corazón del padre! Pero sigue adelante, no se echa atrás. Este es el misterio tremendo de amor. El Padre no se echa atrás, sino que el Padre conforta al Hijo, «un ángel le conforta», lo conforta como alentándolo a que lleve adelante esa obra de redención, por amor a los hombres a quienes el Padre y el Hijo aman tanto, para realizar esa maravilla del misterio de la Redención.
He puesto una agonía del Padre en Getsemaní, pero añadamos todavía una tercera agonía: la de la Madre, la de la Virgen. No tenemos que olvidar, que en este miste-rio de la Redención también María ha amado tanto al mundo que entregó a su Hijo. También ella lo entregó desde su nacimiento, cuando con un gesto sencillo lo colocaba sobre el pesebre, que no es una anécdota insignificante, sino que podemos pensar que es el gesto de María que lo ofrece, lo entrega como el sacerdote deposita la Hostia recién consagrada sobre el altar; sabe que ha nacido para eso. Luego en la presentación del templo lo vuelve a ofrecer, y en el calvario lo está ofreciendo. Hay, pues, una agonía contemporánea, o como queramos llamarla, de la Madre, que ama también a la humanidad, que de su sí, su fiat, con dolor inmenso de su corazón materno, que ama a Cristo y ama a los hombres. Ese amor es para ella como un lagar, que le produce una agonía, una lucha de su corazón materno. Es así cuando lo vemos desde el fondo. El misterio de la Redención no es una cosa fría, una especie de justicia legal, sino que entramos en el horno ardiente del Misterio Pascual, entramos en el fuego del amor misericordioso de Dios, que se nos revela en Cristo Crucificado.
